Capítulo VI: Nuestros proyectos ideales
Nuestras ideologías
Así como las falsificaciones históricas no son inocentes triquiñuelas mediante las cuales se puede impunemente "acomodar" el pasado a determinadas necesidades, tampoco los mitos son cándidas excursiones al reino de los símbolos fantásticos. Tanto el Mito como la Historia, en algún momento, de alguna manera, terminan empujando a la acción. Más aún, especialmente ciertos mitos tienen la particularidad de movernos a una actividad intensa que, en muchos casos, termina convirtiéndose en militancia política. Georges Sorel, un gran activista sindical proveniente del campo marxista pero que terminó entrando en la historia un poco por la puerta de atrás a través de la gran influencia que su pensamiento tuvo sobre Mussolini, fue quizás el que con más claridad comprendió la fuerza de los mitos aún en nuestra sociedad contemporánea. Con referencia a la influencia del Mito sobre los pueblos decía: "Sólo el ideal que reviste la forma del mito los entusiasma, los arrastra, les otorga fuerza y los hace capaces de grandes hechos históricos. Un pueblo que no tenga ni ideales ni mitos, vegeta y desaparece pronto".
Lo que sucede es que los mitos, en su estado original, son generalmente demasiado amplios, demasiado sutiles, demasiado "ideales" para ser traducidos directamente a la praxis de la acción. En la mayoría de los casos, necesitan ser estructurados en un sistema global de pensamiento primero y, después, en un sistema específico, bastante simplificado, de ideas motivacionales que sirvan para el establecimiento de planes de acción. De allí es que muchos mitos terminan siendo traducidos en doctrinas y en ideologías, siendo que una ideología no es sino un sistema concreto de ideas que aspira a explicar y a cambiar el mundo.
Arquitectura de las ideologías
Fue probablemente Destutt de Tracy, un discípulo de Condillac y Locke, quien acuñó el término "ideología" hacia principios del siglo XIX. Desde entonces, el fenómeno ha sido bastante discutido y analizado, sobre todo a la luz de las ideologías contemporáneas tales como el liberalismo, el conservadorismo, el socialismo, el comunismo, el fascismo, el anarquismo, el nacionalismo y una gama bastante amplia de otras corrientes derivadas. En todos estos sistemas, el análisis revela por lo menos tres componentes básicas: el contenido, las funciones y el estilo de razonamiento.
El contenido de una ideología se refiere, por lo general, a una cosmovisión filosófica fuertemente determinada por una gama de Mitos que después se aplica a la discusión de los fundamentos del Poder político. De esta manera, las ideologías desembocan, ya sea de manera explícita - como en el Manifiesto del Partido Comunista - o implícita - como en el caso demuchas corrientes tradicionalistas o libertarias - en un programa de acción política.
En cuanto a su funciones, las ideologías pretenden ser herramientas prácticas para la comprensión de los problemas vitales de una cultura o sociedad. Su función básica es explicar los hechos y establecer las prioridades. Actúan como filtros que tamizan las alternativas, dando una orientación práctica para determinar lo deseable, lo aceptable, lo conveniente y, recíprocamente, para criticar otras propuestas desde estos mismos puntos de vista.
Finalmente, en cuanto a su estilo de razonamiento, las ideologías presentan la particularidad de hallarse firmemente estructuradas. Su arquitectura no es la de una serie más o menos libre de ideas o conceptos generales sino la de un sistema, por lo general bastante rígido, de principios abstractos interrelacionados mediante algún método o filosofía que actúa a modo de llave maestra para interpretar la realidad, es decir, el mundo y los acontecimientos.
Ideologías e Historia
La ideología, por lo general, es hija de una crisis. En esto, como se verá más adelante, se parece curiosamente a las estructuras imperiales. Los "tiempos revueltos" que cíclicamente se producen en el seno de civilizaciones y culturas requieren, por una parte, de alguna explicación plausible y, por la otra, de una visión de futuro que permita mantener la esperanza. No es ninguna casualidad que la mayor actividad ideológica en Occidente se haya producido en los setenta años que a grosso modo van de 1870 a 1940, cuando la sociedad europea fue sacudida por toda una serie de violentos cambios económicos, guerras, transformaciones sociales, revoluciones y crisis políticas.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la discusión ideológica quedó básicamente enfocada en la disputa entre el liberalismo y el comunismo y, luego de la caída del comunismo soviético en 1991, no pocos han vaticinado el "fin de las ideologías". Bien mirado, sin embargo, este fin de la ideología es una idea tan poco sostenible como la del "fin de la Historia" de Francis Fukuyama. Con mucha suerte, estamos recién comenzando a salir de un período de casi un siglo de crisis y "tiempos revueltos"; las estructuras políticas del capitalismo liberal están comenzando a crujir bajo la presión de la globalización tecnotrónica y todos los escenarios que pueden ser construidos acerca del futuro de la civilización occidental muestran que todavía hay una gran discusión ideológica pendiente.
Las ideologías no solamente participan de la explicación de una crisis que, con las viejas herramientas disponibles, resultaría inexplicable. En la superación de las crisis siempre hay una propuesta y una apuesta al futuro. Y nosotros, por el momento, no tenemos para nada en claro nuestro futuro. La idea de la Gran Fábrica Universal - que, por cierto, no carece de un fuerte sustento ideológico y de una tremenda carga utópica - constituye un proyecto de viabilidad más que dudosa si se consideran las distintas tensiones etnoculturales que forzosamente deberá resolver si quiere imponerse.
Sin embargo, aún a pesar de que las primeras exploraciones intelectuales acerca del futuro que es posible construir a partir de las consecuencias de la Revolución Industrial dejan bastante que desear, el hecho de que hayamos empezado a cuestionarnos el futuro ya es de por sí un síntoma saludable. Quizás durante las últimas décadas, hemos hecho demasiadas cosas confiando en que el presente cultural sería eterno, o poco menos, adjudicándole al futuro una tendencia genérica, nebulosa y nunca bien definida de Progreso hacia un mito que, a falta de una denominación mejor, convinimos en llamar felicidad.
Futuro y Utopías
Nuestra preocupación por el futuro, sin embargo, no es nueva. Nos viene de larga data. Tanto antes como después de la Utopía de Thomas More han habido testimonios al respecto. En realidad, el mito de la Gran Fábrica Universal no es sino consecuencia del mítico futuro que entreveían los revolucionarios antimonárquicos de los Siglos XVIII y XIX. Ese futuro es nuestro presente actual y, si bien es innegable que todos coincidiríamos en que hemos progresado en el sentido de disponer de más posibilidades y oportunidades, no menos innegable es que el desarrollo de los acontecimientos no se ha producido tal como lo soñaron los padres del iluminismo y los profetas del socialismo en sus respectivas ideologías y utopías.
Quizás valga la pena detenerse un instante para analizar qué es, en definitiva, una "utopía". La palabra proviene del griego y significa "en ninguna parte", algo que ya de por si nos debería servir para comprender que se trata de una forma especial de Mito. Comenzar una propuesta sociopolítica con una indefinición espacial es exactamente la misma técnica que se utiliza en los cuentos de hadas para lograr una indefinición temporal con aquello de "había una vez...". El término concreto de utopía nos viene del libro "Utopia" publicado en 1516 por Thomas More y en el cual se relatan la vida y las instituciones de una isla imaginaria. Pero, a pesar de la gran audiencia y éxito que tuvo esta obra, aún el análisis más superficial de la literatura políticosocial revela que More no fue ni el primero ni el último en proponer mitos "utópicos".
La "República" de Platón, escrita hacia el siglo IV AC transita por los mismos carriles y hasta el mito del Jardín de Edén y todos los demás mitos acerca de un Paraíso Perdido podrían incluirse dentro de la categoría. De las obras escritas durante el siglo XVII pueden citarse las de Tomasso Campanella con su "Ciudad del Sol" (1623); Francis Bacon con "Nueva Atlantis" (1627) y el "Oceana" de James Harrington (1656). El siglo siguiente es relativamente pobre en literatura utópica pero en la segunda mitad del XIX encontramos al "Erehwon" de Samuel Buttler (1872); "Mirando atrás" de Edward Bellamy (1888) y las "Noticias de Ningunaparte" de William Morris (1891). En nuestro siglo podríamos citar a H.G.Wells con su "Un Mundo Feliz", a George Orwell con su famoso "1984"; al psicólogo B. Skinner con "Walden Dos" y a Kurt Vonnegut con "Player Piano", entre muchos otros, incluyendo a películas como "Soylent Green" por ejemplo.
Lo que pocas personas parecen saber es que existieron unas cuantas utopías que no se quedaron en el papel. Hubo varios intentos de transformar el Mito en realidad. Durante el siglo XIX las ideas de Saint-Simon, Fourier, Cabet, y los Owen - padre e hijo - impulsaron a muchos a creer que resultaría relativamente sencillo construir sociedades o comunidades ideales basadas en algún esquema más o menos utópico. Saint-Simon creía en el mito de la industrialización y la producción a gran escala con lo que la sociedad de consumo, en cierta forma, puede considerarse como la realización - al menos parcial - de su utopía. Fourier, por el contrario, creía en pequeñas comunidades agrarias - sus célebres "falansterios". Estas especulaciones teóricas llevaron a la fundación de varias comunidades experimentales tanto en Europa como en los Estados Unidos. Los Owen fundaron su "New Harmony" en América y "New Lanark" en Escocia. La "Oneida Community", en el Estado de Nueva York tuvo una vida relativamente larga (de 1848 a 1881), pero las demás fracasaron todas, al igual que las comunidades "hippies" de la década de los ‘60, demostrándose algo que es una de las tesis centrales de este estudio: la vida no es posible de cualquier manera. No basta con soñar un futuro deseable porque el futuro no es sólo consecuencia de nuestros sueños sino, también de nuestros actos, y no todos los comportamientos imaginables del ser humano son, en definitiva, posibles.
El futuro nunca llega exactamente tal como lo imaginamos o lo deseamos. Hay muchísimos motivos para ello. Ya nuestra actitud de partida frente al futuro es muy variada: algunos pretenden sobornarlo, otros pretenden adivinarlo y están los que pretenden construirlo. Básicamente podemos imaginarnos al futuro como un destino que nos tocará no importa lo que hagamos, o imaginarlo como una consecuencia de nuestros propios actos. La primer actitud nos conduce al ámbito de las religiones y la magia. La segunda nos lleva al campo de la ciencia y de la Política. Pero como quiera que sea, dentro de nosotros mismos conviven de algún modo ambas actitudes. Nuestra concepción del futuro ha sido siempre, y probablemente siempre será, una rara mezcla de fe, magia, ciencia y decisiones racionales.
Esa rara mezcla de racionalidad e irracionalidad; de Historias y Utopías; es nuestra ideología. Mejor dicho, nuestras ideologías - en plural - porque no sólo las hemos producido con frondosa abundancia sino que, además, estupendamente irracionales y deliciosamente contradictorios que somos cuando de ciertas cosas se trata, muchos de nosotros comulga con varias a la vez. Fe, magia, ciencia y previsión tienen fronteras muy tenues, acaso indeterminables, cuando se trata del mundo que soñamos, del mundo que quisiéramos haber tenido o del que desearíamos legar a nuestros hijos.
Lo único concreto y demostrable es que esa rara mezcla es siempre una simplificación y hasta una sobre-simplificación. Cuando queremos ser amables con nosotros mismos nos gusta pensar en que se trata de lo que llamamos una síntesis. En realidad, pocas veces hay tal cosa. Lo que impulsa nuestra acción de cara al futuro no es casi nunca la ponderación objetiva, ecuánime y equilibrada de todos los datos disponibles sino una selección tendenciosa. El futuro nos tiene que "gustar" para que creamos en él. No aceptamos una ideología; nos enamoramos de ella. El porvenir por el cual estamos dispuestos a realizar algún sacrificio tiene que despertar en nosotros la sensación de que el sacrificio y el trabajo valen la pena.
Una imagen de futuro que estamos dispuestos a hacer realmente nuestra es una imagen necesariamente positiva. En Occidente podemos especular con pesimismo y construir filosofías negativistas; podemos ser fatalistas en lo religioso y desesperanzados en el arte. Podemos hasta ser individualmente suicidas. Pero no podemos serlo colectivamente. No podríamos nunca aceptar la idea de un Estado pesimista con una política orientada hacia la resignación. Desde antes y después de Thomas More, cuando hablamos de utopías hablamos siempre de algo mejor y nuestros agorerismos más apocalípticos quedan prácticamente siempre en el ámbito de las especulaciones abstractas que sólo en casos muy extremos - y generalmente patológicos - se traducen en acción.
Los distintos futuros
Hay, por ello, una enorme diferencia entre el futuro según la óptica de los economistas y ese mismo futuro desde la óptica de una voluntad política. Para la Economía el futuro es una incógnita dentro de una ecuación. Para la Política el futuro es una misión a cumplir y sólo el éxito de la misión constituye, hasta cierto punto, una incógnita. Incógnita que no pocas veces se declara despejada a la fuerza, por una Fe y un entusiasmo que pueden llegar hasta el fanatismo. La visión de los empresarios y economistas es, por regla, una visión por alternativas. La visión del político es una visión por objetivos. Cuando la Economía tiene objetivos los tiene de prestado: le son suministrados por el entorno sociocultural y político de la sociedad y la actividad económica no sólo se mueve generalmente dentro del marco de esos objetivos sino que hasta los esgrime con frecuencia para legitimar sus alternativas.
Los objetivos políticos, sin embargo, rara vez son construcciones fríamente racionales, inferidas directamente de las tendencias que pueden observarse en la realidad. Ésa es más bien la característica de las alternativas económicas. Los objetivos políticos son siempre declaraciones de voluntad, cuando están bien construidos, y cuando no lo están, se convierten en meras expresiones de deseos. Lo que importa en ellos no es tanto su racionalidad sino su deseabilidad.
Pueden fundamentarse con complejas y muy bien desarrolladas doctrinas pero, de un modo u otro, siempre terminan resumidas en una ideología que compacta la doctrina, subraya los puntos sobresalientes y proyecta el modelo terminado hacia el futuro como un objetivo a alcanzar. En muy última instancia, tampoco la Política se impone, en realidad, sus objetivos a si misma. En el fondo, estos objetivos - al menos en cuanto a una orientación general muy amplia - le vienen suministrados por un entorno cultural e histórico en dónde juegan un papel muy importante factores tales como la tradición, las costumbres, la cosmovisión general de la sociedad, sus convicciones, anhelos y deseos más profundos anclados en buena medida en el inconsciente colectivo.
Ideologías y doctrinas políticas
Estudiar nuestra evolución social y política quemándonos las pestañas en el estudio de la Historia de las doctrinas políticas no tiene, en realidad, mucho sentido. La exposición amplia y sistemática de una teoría política o el cuerpo completo de doctrina de una determinada cosmovisión integral muy rara vez constituyen la guía real para los actos concretos de las personas. ¿Cuántos católicos han leído realmente la Biblia o la Suma Teológica, cuántos comunistas todos los tomos de El Capital, cuántos liberales conocen El Contrato Social y El Espíritu de las Leyes más que de nombre?. ¿Cuántas ideologías no tienen ni siquiera un cuerpo de doctrina sólido y consistente y se basan en alguna nebulosa colección de escritos y discursos?.
El desconocimiento - a veces supino - de estas doctrinas no ha impedido que las ideologías por ellas generadas dejaran profundas huellas en nuestra evolución histórica. Muchas veces no importa tanto lo que dicen los hombres que hablan sino lo que creen haber entendido esas personas que siempre opinan y a veces hasta escuchan. En muchos casos no importa tanto lo que se dice sino lo que las personas captaron en función de lo que creen haber oído. Y los oídos del gran público son ideológicamente muy selectivos.
Porque, por regla, quienes escuchan rara vez resisten la tentación de escuchar sólo lo que les gusta; y entender las cosas sólo de la forma en que creen que les conviene. Por eso es que quienes, después de la caída del muro de Berlín, se han apresurado a saludar la extinción de las ideologías muy pronto tendrán que revisar sus posiciones, sus papeles y sus discursos. Nunca hemos dejado de tener ideologías y nunca dejaremos de tenerlas por la sencilla razón de que es a través de ellas que nos formulamos el futuro con un sentido práctico. Y las que hemos desarrollado hasta ahora no desaparecerán de la noche a la mañana por más que hayan fracasado o fracasen, con mayor o menor estrépito, las experiencias que se intentaron y se siguen intentando para convertirlas en realidad.
El marxismo
Del marxismo, lo primero que hay que decir es que no ha muerto ni ha sido enterrado en el funeral soviético. Y lo segundo que hay para decir es que no sólo no ha muerto sino que, dentro de algún tiempo, hasta es posible que reaparezca gozando de buena salud. Lo que cayó con la URSS fue un sistema de gobierno, no la ideología que - al menos en teoría - lo había inspirado. La "Gloriosa Revolución de Octubre" de 1917 simplemente se atascó; se metió en un callejón sin salida y quienes la impulsaban no tuvieron la fuerza o la capacidad necesarias para dar marcha atrás y empezar de nuevo. Con todo, es cierto que se metió en el callejón en que se tenía que meter, tanto por su propia inviabilidad intrínseca como por el hecho de que, desde sus mismos orígenes, había ido a parar a las manos equivocadas.
El destino quiso que la revolución marxista surgiese en Rusia siendo que Marx la había diseñado para Alemania, Francia o Inglaterra. El propio Lenin se pasó la vida soñando con concretar la revolución en Alemania. En manos alemanas, francesas o inglesas la historia del comunismo seguramente habría sido muy distinta porque, de hecho, los rusos nunca consiguieron tener el peso cultural necesario como para darle a la revolución una verdadera envergadura mundial. Sabotearon en una medida considerable todos los intentos de "eurocomunismo" no sólo por motivos imperiales sino porque tenían perfectamente en claro que una Europa comunista inevitablemente desplazaría el centro de gravedad del marxismo de Moscú a París. Los soviéticos construyeron un Imperio en Rusia cuando, en realidad, deberían haberlo hecho fuera de Rusia o, en todo caso, alrededor de Rusia como al final terminó proponiendo Lenin.
En un plazo de tiempo no demasiado grande esta equivocación estratégica puede llegar a resultar superada. Los marxistas del futuro solamente tendrán que argumentar que, en realidad, lo que sucedió fue que los rusos traicionaron a la Revolución. Podemos prepararnos para escuchar dentro de algún tiempo el argumento de que el aparato partidario soviético ahogó el socialismo en una infernal burocracia de estilo burgués siendo que esto fue lo que impidió al socialismo soviético evolucionar hacia el comunismo. Y la fuerza del argumento estará en que - en buena medida - es cierto.
Aparte de ello, desde determinado punto de vista, el hecho de que una doctrina cosmopolita e internacionalista como el marxismo estuviese atada al carro de un Imperio siempre fue para los comunistas más una maldición que una ventaja. Para los funcionarios de un Imperio la doctrina oficial del mismo siempre ha sido más una cuestión de practicantes que de creyentes mientras que, para los militantes de una ideología, la revolución siempre es más una cuestión de creyentes que de practicantes. Los constructores y administradores de megaestructuras políticas tienen demasiados problemas prácticos cotidianos para resolver como para dejarse impresionar por los intelectuales y los filósofos. Y éstos tienen demasiado pocas responsabilidades concretas que asumir como para detenerse ante las dificultades de órden práctico que debe enfrentar su ideología.
Durante la existencia del bloque soviético la posición de los militantes comunistas del mundo entero fue terriblemente incómoda en más de un aspecto. Bajo ciertas condiciones pudieron contar con la ventaja del respaldo de una potencia mundial y el apoyo de una gigantesca maquinaria internacional razonablemente bien aceitada. Pero nunca pudieron evitar que, ante los ojos de millones de personas, apareciesen siempre desempeñando de algún modo el papel de agentes de una potencia extranjera. La acusación de traidores a la Patria se lanzó frecuentemente contra los comunistas, a veces con razón, a veces sin ella. Los movimientos revolucionarios hasta tuvieron que distanciarse de la URSS y de los Partidos Comunistas locales demasiado estrechamente relacionados con Moscú. En un momento dado, se suplantó el mito de la Revolución de Octubre por el de la Revolución Cubana, en un intento de establecer cierta saludable distancia, pero el recurso funcionó sólo a medias. En la práctica, el marxismo, aunque intelectualmente internacionalista y cosmopolita, siempre estuvo atado a estructuras nacionales y aún étnicas como lo fue - y sigue siendo- el caso de China por ejemplo. Y esto, desde el punto de vista de las posibilidades de proyección de futuro de una ideología con aspiraciones universalistas es manifiestamente más una maldición que una ventaja.
Pues ese impedimento ha cesado de existir. El marxismo tendrá que remontar el desprestigio de su fracaso soviético pero ha quedado con las manos libres para insistir con una propuesta ideológica que se ajusta admirablemente bien a un entorno cultural general orientado hacia el internacionalismo, el mundialismo y la globalización de los medios y métodos de producción. Y no sólo se ajusta a ese entorno cultural sino que, en muchos casos y en gran medida, directamente lo constituye. Históricamente, el comunismo es el hijo disconforme y a veces hasta malcriado del liberalismo. Esto no es sólo una figura retórica y una consecuencia de la sucesión de los hechos en el tiempo. Es una realidad cultural que viene dada por toda una serie muy importante de concepciones, objetivos y mitos ideológicos comunes. Liberales y comunistas tienen mucho más en común de lo que supone la mayoría de sus militantes y partidarios. Desde muchos puntos de vista, el comunismo no es sino la ideología del iluminismo y la Enciclopedia pensada hasta sus últimas consecuencias. Puede parecer un despropósito a primera vista, pero el análisis en profundidad revela que los marxistas son unos liberales mucho más consecuentes que los capitalistas; han tomado la ideología de la Revolución Francesa mucho más en serio. Casi se estaría tentado de decir que son los únicos que se la han tomado en serio.
El resultado de esto es que todo el aparato cultural del capitalismo occidental está literalmente impregnado de concepciones ideológicas emparentadas con el marxismo. El mecanismo mental de una cantidad impresionante de intelectuales de la sociedad capitalista funciona según parámetros marxistas. Periodistas y comentaristas, artistas, escritores, docentes, sociólogos, pensadores y analistas políticos; en su enorme mayoría piensan en términos dialécticos, clasistas y materialistas. En lugar de considerar aspectos bipolares de un mismo fenómeno, consideran estos aspectos como si fuesen fenómenos distintos, dialécticamente contrapuestos. Habiendo, así, destilado artificialmente los elementos del análisis y habiéndolos interconectado con una dinámica también artificial, prosiguen luego con el discurso hasta arribar a conclusiones establecidas de antemano como deseables, en un intento transparente por demostrar que lo intelectualmente deseado es, en realidad, una tendencia histórica prácticamente inevitable.
La sociedad capitalista no sólo no los rechaza sino que hasta los admite y cobija, con ese cierto beneplácito y tolerancia que las personas que se tienen por realistas suelen otorgar a quienes consideran idealistas irrecuperables pero buenos chicos en el fondo. Es casi un axioma que la enorme mayoría de los grandes empresarios ha pasado por algún grado de sarampión socialista durante su juventud y esto es algo que se admite con la misma condescendiente tolerancia con la que antaño la puritana sociedad burguesa admitía la iniciación sexual en el prostíbulo.
El Liberalismo y el futuro de las ideologías
El liberalismo cree que puede darse el lujo de esta condescendencia porque se siente en el pináculo de su gloria y a punto de convertir sus profecías en realidad. La sensación es engañosa. En realidad, está a punto de meterse en la misma camisa de once varas en la que se metió el marxismo, casi de la misma manera, y está - históricamente hablando - a punto de atascarse casi de idéntica forma.
El capitalismo liberal ha impuesto métodos, normas y procedimientos de producción. Ha demostrado que este conjunto de herramientas prácticas es eficaz y eficiente con lo que, desde este punto de vista, ha rebatido cierta parte de las hipótesis de Marx. Pero lo ha hecho sólo desde este punto de vista y sólo en cierta medida. A la hora de proponer ideas de cara al futuro, la fórmula liberal y capitalista se resume a postular un simple "más de lo mismo". A lo sumo busca encender entusiasmos proponiendo mucho más de lo mismo. Y los entusiasmos no terminan de encenderse casi exactamente por la misma razón por la que la partidocracia soviética tampoco pudo mantener viva la gloria de la Revolución de Octubre: un futuro que representa tan sólo una variación cuantitativa respecto del presente es un futuro que carece de atractivos. Es un futuro que, en definitiva, no "llama" a nadie.
Una ideología con esa propuesta termina necesariamente atascándose en la rutina burocrática cotidiana, en la reiteración mecánica de postulados ideológicos de los que se supone que todos están al menos en vías de realización. El problema es que, dentro de este contexto, la ideología deja de ser ideología. Deja de ser una proyección hacia el futuro para petrificarse en dogma de fe y se convierte en una especie de catecismo que todos recitan pero nadie toma en serio, con lo que cunde el pesimismo cultural aún a pesar de las sonoras declamaciones oficiales.
No estamos asistiendo al fin de las ideologías. Jamás ha habido época histórica en que no las hayamos tenido porque sencillamente no podríamos vivir sin una idea sintética y práctica del futuro. Muy probablemente nuestras ideologías actuales se irán desgastando al chocar contra sus propias imposibilidades intrínsecas y hallarán dificultades cada vez mayores en dar razón de sus incoherencias. No importa gran cosa; a partir de la desesperanza cultural resultante crearemos ideologías nuevas. Y las crearemos porque las necesitamos. Porque las grandes y sofisticadas construcciones intelectuales no caben íntegramente en la mochila de los militantes y porque sin visión de futuro nos quedaríamos sin planes para el presente. Desde cierta perspectiva en las próximas décadas parecerá como que el liberalismo y el socialismo han debido ceder ante la realidad; pero desde otro ángulo podrá llegar a decirse que simplemente se han abierto para abarcar nuevos horizontes y es muy probable que surja todo un conjunto de corrientes ideológicas a partir de nuevos descubrimientos científicos y de una revitalización general de tradiciones étnicas milenarias.
Japón y China tendrán seguramente más de cuatro cosas para decir dentro de los próximos cien o doscientos años. En algún momento dejaremos de ver la exploración del espacio exterior como un costoso pasatiempo de los físicos de la NASA o como la veleidad propagandística de alguna superpotencia. La interpretación del socialismo que harán los intelectuales de las regiones geopolíticas y etnopolíticas en que ha estallado la Unión Soviética muy probablemente hará sentir su peso en la discusión cultural general. Como que también hará sentir su peso la desilusión cultural producida por el hartazgo de la sociedad de consumo y que viene haciéndose sentir, con mayores o menores altibajos, desde el Mayo francés de la década del ‘60.
Europa está ya en vísperas de adquirir conciencia continental y cuenta con un tremendo potencial humano. La puesta al día de la estructura tecnoindustrial de América está en marcha y, así como Europa adquiere conciencia continental, la mayor parte de América está adquiriendo conciencia social. El mundo islámico se ha declarado mental y culturalmente soberano e independiente del resto del planeta. Dentro de tan sólo un par de años asistiremos a un verdadero hervidero de ideas y proyectos; algunos de ellos quizás fantásticamente novedosos y algunos otros quizás no menos fantásticamente heréticos o tradicionalistas.
De lo que tenemos que cuidarnos - y mucho - es del intento que ya se ha comenzado a delinear y que seguramente irá adquiriendo cada vez mayor predicamento a medida en que los sueños de la ideología marxista vayan presentándose con intensidad creciente como un probable ingrediente de alternativa frente a un liberalismo cada vez más empantanado en sus propias ficciones y contradicciones. En lo que no tenemos que caer de ningún modo es en el intento de una hibridación ideológica; en un engendro del tipo "liberalismo social" o "socialismo liberal" que es una idea que, de alguna manera, ya está comenzando a vislumbrarse en el horizonte como una de las propuestas para dominar en cierta forma la explosión ideológica que se viene.
Eso sería particularmente nefasto porque, en primer lugar, significaría retrotraer toda la cuestión ideológica a sus orígenes con lo que daríamos un salto atrás de doscientos años para volver a fojas cero y comenzar de nuevo, probablemente con otro Robespierre y otra guillotina. Sería lamentable, en segundo lugar, porque implicaría la dogmatización absoluta de ambas ideologías - ya que sería la única manera de sostenerlas en vista de sus fracasos e incoherencias - lo que convertiría a nuestras democracias en la dictadura de ciertos demócratas imbuidos de la tiranía de determinado paradigma ideológico, con lo que retrocederíamos aún más hasta las piras de la Inquisición y terminaríamos admitiendo que George Orwell y H.G.Wells no estuvieron tan equivocados después de todo.
En tercer lugar, sería terriblemente peligroso porque la autocracia resultante terminaría seguramente siendo resistida, a escala global, por una población heterogénea, demográficamente enorme, con intereses contrapuestos y expectativas divergentes lo que reeditaría al poco tiempo el caos post-soviético pero a escala global. Un dogma de fe, inaceptable, impuesto a escala universal, llevaría forzosamente a un encapsulamiento de las tendencias etnoculturales dentro de un marco general de hostilidad, desconfianza y tensiones contrapuestas prácticamente imposible de dominar. Toda nuestra civilización podría, si no hundirse por completo, al menos resultar muy seriamente dañada en semejante experimento y, de cualquier manera, los resultados finales serían cualquier cosa menos predecibles.
Tenemos un futuro. Tenemos un futuro posible y positivo. Quizás no muy al alcance de la mano; quizás complejo y todavía difícil de desentrañar, pero perfectamente viable y realizable. No requiere que nos despojemos de todos nuestros sueños ideológicos ni, mucho menos, nos exige que dejemos toda ideología de lado. Requiere tan sólo que seamos honestos, sinceros y al menos algo prácticos. No requiere que renunciemos al Mito y al Ideal en forma absoluta. Cuando se hacen proyectos hay que hacerlos a lo grande porque si no, la sangre de los participantes no llega ni siquiera a entibiarse. El futuro posible de Occidente no requiere que cambiemos nuestros sueños y nuestra vocación de gloria por las proyecciones estadísticas de una computadora manejada por robots.
Requiere solamente que nos pongamos a elaborar una visión del porvenir con sentido creativo y que nos pongamos a construirlo exactamente de la misma forma en que, en su momento, construimos las catedrales góticas: con dedicación, con talento, con entusiasmo, con sacrificio, con disciplina, con constancia, con algo de magia, con mucha fe y, por sobre todo, con un profundo respeto por el saber y el conocimiento que hemos acumulado durante milenios y que hacen posible todo el proyecto. Porque sólo respetando el saber y el conocimiento podemos tener una idea sólida de lo que queremos hacer en absoluto, y sólo con ese saber y ese conocimiento podemos llegar a prevenir los peligros que siempre amenazarán derrumbar a toda la estructura.