Aborto   Haz lo que digo y no lo que hago.  

Dr Carlos Alhadeff

  Psicoterapeuta de orientación sistémica

 Periodista médico

Tel: 4612- 2257

 

 

        Lo de Ana no fue un acto impulsivo. Su decisión fue largamente meditada. Estaba sola aquel 24 de diciembre pero este tipo de soledad le molestaba menos que la de aquellas últimas diez nochebuenas rodeada de un bullicio ajeno, sirviendo la mesa de sus patrones o de “la gente que la trajo del Chaco”.

        Diez largos años al cuidado de esa familia había pasado Ana. No se sabe bien si al cuidado o al servicio de ellos. A su madre le prometieron que la cuidarían, la harían estudiar, le enseñarían a trabajar. La madre de Ana no dudó, aquello era mucho más de lo que ella podía darle.

        Ana trabajó para esa gente desde los ocho años y su decisión comenzó a gestarse en el mismo momento que supo que estaba embarazada. Sabía que si “sus patrones” se enteraban la echarían de la casa. Ya se lo habían advertido. “Cuidado con lo que hacés, si alguna vez te aparecés con algo en la panza, te espera la calle”.

        Ana conocía a algunas personas que, según pensó, podrían ayudarla.

        Sus tutores la llevaban todos los domingos a misa y aunque no le habían dado la posibilidad de terminar siquiera la escuela primaria, sí le habían inculcado el catecismo. Ana recurrió en primera instancia a su cura confesor.

        “Lo que estás pensando hija mía, atenta contra la moral cristina. Tendrás a tu hijo, ya has pecado lo suficiente”. Con estas palabras el sacerdote consideró su deber cumplido y le aconsejó consultar a un médico para que controlara el embarazo y el parto.

        “Lo que decís no es ético, ni está permitido por la ley. Yo estoy aquí para cuidar y preservar la vida de la gente. En cuanto a lo que decís acerca de que si no te lo sacás te matás, tenés que pensar que llevás una vida dentro tuyo, abortar o matarte sería matar esa vida. Tomá esta orden y andá a ver al psiquiatra.”

        Ana consultó al psiquiatra con la esperanza de que finalmente alguien comprendería su situación. El psiquiatra consideró que no estaba indicado medicarla con psicofármacos, para preservar lo que tal vez en dos meses se constituyera en un feto y si todo marchaba bien en ocho meses se constituyera en una vida. Sin saber que a la postre nada marcharía bien, y cumpliendo con lo que la ciencia y la ley determinan, decidió internar a Ana en un hospital psiquiátrico. “Para su seguridad y la de terceros”, decía la orden de internación.

        En el hospital Ana se sintió abandonada. Esta no era una experiencia novedosa para ella. Ya lo habían hecho sus padres adoptivos. Pero lo novedoso era que, esta vez, antes de abandonarla la habían tratado de inmoral, asesina, loca y peligrosa. Claro está que no fue esa la intención de los que actuaron en concordancia con la religión, la ley y la ciencia. Sin embargo, es sabido que el camino al infierno está “asfaltado” con buenas intenciones.

        Al infierno debe haber ido Ana seguramente por pecadora, loca y asesina. No supo interpretar el buen proceder de aquellos a los que les pidió ayuda cuando su vida podía salvarse y se arrojo bajo el último tren de aquella nochebuena junto a su hijo recién nacido.

        Ambos murieron y nadie tuvo la culpa, todos actuaron de acuerdo con lo que se esperaba de ellos. Claro está que el suicidio también hubiera sido de esperar en una chica de dieciocho años que odiaba su vientre tanto como al que la enamoró, la embarazó y desapareció, y que aseguraba que de no interrumpirse esa poca afortunada unión de dos gametas atentaría contra su vida en cuanto pudiese.

        Ana también recibió asesoramiento en el mejor   juzgado. Se le dijo que podía dar a su hijo en adopción y que una familia bien avenida lo querría  como ella no podía quererlo. El argumento no resultó convincente para Ana y se basó en su propia experiencia a cargo de una familia que le daría lo que su madre no pudo.

        Que nadie se rasgue entonces las vestiduras porque Ana fue asistida por representantes de la religión, la ciencia y la justicia: el que de nada sirvieran, es otra cuestión. Porque sabido es que lo primero es proteger la vida y para eso nada mejor que oponerse al aborto. Si a Ana no le resultó útil, allá ella, después de todo es sólo un caso.

        Hay quienes afirman que Ana no es el único caso de una adolescente que se embaraza. En el Chaco, uno de cada cuatro bebés nacidos en 1999, es hijo de una nena o de una adolescente.

        Clarín publicó el 18 de abril de 2001, datos obtenidos del INDEC, el Ministerio de Salud y el Sistema de Información y Monitoreo de Programas Sociales, en donde consta que de esas adolescentes y niñas (de las que se pretende que se comporten como madres adultas), el 60 % reside en hogares carenciados. En Jujuy la cifra trepa al 75,2 %.

        No todas se suicidan, claro está, pero de acuerdo con el programa de Adolescencia del Hospital de Clínicas de Buenos Aires, el 20 % de los embarazos de menores de 18 años, termina en un aborto. Abortos que habrán de hacerse en situaciones de altísimos riesgo para la salud de estas niñas, en lugares clandestinos y sin la debida asepsia. Pero a no desesperar, porque si no se es pobre, se puede viajar a Cuba, por ejemplo, e interrumpir el embarazo sin riesgo para la mujer, niña o adulta.

        Se desprende que aún en el caso virtual que existiera una promesa de vida a los pocos días de embarazo, al menos los ricos consiguen proteger la vida de la madre. No es que desde estas líneas se pretenda justificar la actitud de viajar a Cuba con este propósito reñido con nuestra legislación, sólo se deja constancia, que eludir nuestras leyes (justas o no) es más fácil y seguro para algunos que para otros.

        El tema no ha escapado a la preocupación de nuestros políticos. El doctor Carlos Menem no ha dejado de oponerse, fuera y dentro del país, a una legislación a favor del aborto.

        Cabe preguntare si el ex presidente habrá hecho abortar a su ex mujer dentro o fuera del país. Porque que lo hizo, consta en las declaraciones de Zulema Yoma del 21 de mayo de 2001 al diario Página 12: “No voy a ser cínica. Yo tuve un aborto. Me lo hice porque Carlos Menem me apoyó. Él estuvo de acuerdo”.

        Sería injusto emprenderla con el ex presidente por esta aparente hipocresía, todos conocemos aquello de “Haz lo que yo digo y no lo que yo hago”. Nos queda por saber cómo llamar a los que dicen una cosa y hacen otra, porque si no habrá de ser “hipócritas” el término elegido, de alguna manera habrá que llamar a quienes se llenan la boca de moralinas en contra del aborto pero lo llevan a cabo.

Es posible que si quienes se opusieron al aborto en el caso de Ana hubieran tenido que decidir sobre el de una hija o sobrina, tal vez lo hubieran aconsejado. Pero esto es solo una especulación que nos llevaría a considerarlos hipócritas y ya dijimos que no los llamaríamos de ese modo.

        Quien no pudo ser hipócrita fue Ana. Ella fue sincera, prometió y cumplió, pero nadie creyó que interrumpir el embarazo fuera una forma de salvar la vida de Ana, y se perdieron dos.

        En “Ana y los lobos”, la genial película de Saura, una niñera intenta huir de la casa en donde trabaja al no encontrar ayuda en un místico y tampoco en un militar ante el acoso de un perverso. El intento de huida fracasa porque el místico le corta su hermosa cabellera, el perverso la viola y el militar la mata.

        La Ana de nuestra historia tampoco encontró ayuda donde la buscó, claro está que no la mataron, se suicidó y eso no es culpa ni responsabilidad de nadie, porque mas allá de cualquier “petición de principio” la ley, la religión y la ciencia jamás se equivocan. O tal vez si.