Aborto | Haz lo que digo y no lo que hago. | |
Dr
Carlos Alhadeff
Psicoterapeuta de orientación sistémica Periodista
médico
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Lo de Ana no fue un acto impulsivo. Su decisión fue largamente
meditada. Estaba sola aquel 24 de diciembre pero este tipo de soledad
le molestaba menos que la de aquellas últimas diez nochebuenas rodeada
de un bullicio ajeno, sirviendo la mesa de sus patrones o de “la gente
que la trajo del Chaco”. Diez largos años al cuidado de esa familia había pasado Ana. No se sabe bien si al cuidado o al servicio de ellos. A su madre le prometieron que la cuidarían, la harían estudiar, le enseñarían a trabajar. La madre de Ana no dudó, aquello era mucho más de lo que ella podía darle. Ana trabajó para esa gente
desde los ocho años y su decisión comenzó a gestarse en el mismo momento
que supo que estaba embarazada. Sabía que si “sus patrones” se enteraban
la echarían de la casa. Ya se lo habían advertido. “Cuidado con lo
que hacés, si alguna vez te aparecés con algo en la panza, te espera
la calle”. Ana conocía a algunas personas
que, según pensó, podrían ayudarla. Sus tutores la llevaban todos
los domingos a misa y aunque no le habían dado la posibilidad de terminar
siquiera la escuela primaria, sí le habían inculcado el catecismo.
Ana recurrió en primera instancia a su cura confesor. “Lo que estás pensando hija
mía, atenta contra la moral cristina. Tendrás a tu hijo, ya has pecado
lo suficiente”. Con estas palabras el sacerdote consideró su deber
cumplido y le aconsejó consultar a un médico para que controlara el
embarazo y el parto. “Lo que decís no es ético,
ni está permitido por la ley. Yo estoy aquí para cuidar y preservar
la vida de la gente. En cuanto a lo que decís acerca de que si no
te lo
sacás te matás, tenés
que pensar que llevás una vida dentro tuyo, abortar o matarte sería
matar esa vida. Tomá esta orden y andá a ver al psiquiatra.” Ana consultó al psiquiatra
con la esperanza de que finalmente alguien comprendería su situación.
El psiquiatra consideró que no estaba indicado medicarla con psicofármacos,
para preservar lo que tal vez en dos meses se constituyera en un feto
y si todo marchaba bien en ocho meses se constituyera en una vida.
Sin saber que a la postre nada marcharía bien, y cumpliendo con lo
que la ciencia y la ley determinan, decidió internar a Ana en un hospital
psiquiátrico. “Para su seguridad y la de terceros”, decía la orden
de internación. En el hospital Ana se sintió
abandonada. Esta no era una experiencia novedosa para ella. Ya lo
habían hecho sus padres adoptivos. Pero lo novedoso era que, esta
vez, antes de abandonarla la habían tratado de inmoral, asesina, loca
y peligrosa. Claro está que no fue esa la intención de los que actuaron
en concordancia con la religión, la ley y la ciencia. Sin embargo,
es sabido que el camino al infierno está “asfaltado” con buenas intenciones. Al infierno debe haber ido
Ana seguramente por pecadora, loca y asesina. No supo interpretar
el buen proceder de aquellos a los que les pidió ayuda cuando su vida
podía salvarse y se arrojo bajo el último tren de aquella nochebuena
junto a su hijo recién nacido. Ambos murieron y nadie tuvo
la culpa, todos actuaron de acuerdo con lo que se esperaba de ellos.
Claro está que el suicidio también hubiera sido de esperar en una
chica de dieciocho años que odiaba su vientre tanto como al que la
enamoró, la embarazó y desapareció, y que aseguraba que de no interrumpirse
esa poca afortunada unión de dos gametas atentaría contra su vida
en cuanto pudiese. Ana también recibió asesoramiento
en el mejor juzgado.
Se le dijo que podía dar a su hijo en adopción y que una familia bien
avenida lo querría como ella no podía quererlo. El argumento no resultó convincente
para Ana y se basó en su propia experiencia a cargo de una familia
que le daría lo que su madre no pudo. Que nadie se rasgue entonces
las vestiduras porque Ana fue asistida por representantes de la religión,
la ciencia y la justicia: el que de nada sirvieran, es otra cuestión.
Porque sabido es que lo primero es proteger la vida y para eso nada
mejor que oponerse al aborto. Si a Ana no le resultó útil, allá ella,
después de todo es sólo un caso. Hay quienes afirman que Ana
no es el único caso de una adolescente que se embaraza. En el Chaco,
uno de cada cuatro bebés nacidos en 1999, es hijo de una nena o de
una adolescente. Clarín publicó el 18 de abril
de 2001, datos obtenidos del INDEC, el Ministerio de Salud y el Sistema
de Información y Monitoreo de Programas Sociales, en donde consta
que de esas adolescentes y niñas (de las que se pretende que se comporten
como madres adultas), el 60 % reside en hogares carenciados. En Jujuy
la cifra trepa al 75,2 %. No todas se suicidan, claro
está, pero de acuerdo con el programa de Adolescencia del Hospital
de Clínicas de Buenos Aires, el 20 % de los embarazos de menores de
18 años, termina en un aborto. Abortos que habrán de hacerse en situaciones
de altísimos riesgo para la salud de estas niñas, en lugares clandestinos
y sin la debida asepsia. Pero a no desesperar, porque si no se es
pobre, se puede viajar a Cuba, por ejemplo, e interrumpir el embarazo
sin riesgo para la mujer, niña o adulta. Se desprende que aún en el
caso virtual que existiera una promesa de vida a los pocos días de
embarazo, al menos los ricos consiguen proteger la vida de la madre.
No es que desde estas líneas se pretenda justificar la actitud de
viajar a Cuba con este propósito reñido con nuestra legislación, sólo
se deja constancia, que eludir nuestras leyes (justas o no) es más
fácil y seguro para algunos que para otros. El tema no ha escapado a
la preocupación de nuestros políticos. El doctor Carlos Menem no ha
dejado de oponerse, fuera y dentro del país, a una legislación a favor
del aborto. Cabe preguntare si el ex
presidente habrá hecho abortar a su ex mujer dentro o fuera del país.
Porque que lo hizo, consta en las declaraciones de Zulema Yoma del
21 de mayo de 2001 al diario Página 12: “No voy a ser cínica. Yo tuve
un aborto. Me lo hice porque Carlos Menem me apoyó. Él estuvo de acuerdo”. Sería injusto emprenderla
con el ex presidente por esta aparente hipocresía, todos conocemos
aquello de “Haz lo que yo digo y no lo que yo hago”. Nos queda por
saber cómo llamar a los que dicen una cosa y hacen otra, porque si
no habrá de ser “hipócritas” el término elegido, de alguna manera
habrá que llamar a quienes se llenan la boca de moralinas en contra
del aborto pero lo llevan a cabo. Es
posible que si quienes se opusieron al aborto en el caso de Ana hubieran
tenido que decidir sobre el de una hija o sobrina, tal vez lo hubieran
aconsejado. Pero esto es solo una especulación que nos llevaría a
considerarlos hipócritas y ya dijimos que no los llamaríamos de ese
modo. Quien no pudo ser hipócrita
fue Ana. Ella fue sincera, prometió y cumplió, pero nadie creyó que
interrumpir el embarazo fuera una forma de salvar la vida de Ana,
y se perdieron dos. En “Ana y los lobos”, la
genial película de Saura, una niñera intenta huir de la casa en donde
trabaja al no encontrar ayuda en un místico y tampoco en un militar
ante el acoso de un perverso. El intento de huida fracasa porque el
místico le corta su hermosa cabellera, el perverso la viola y el militar
la mata. |