“Secreto Médico” | ||
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La tentación de narrar alguna de las experiencias de mi
practicantado me resulta irresistible. Sin embargo, cada lector de
“Secreto Médico” tendrá las propias y a las que recordará con la
nostalgia y la dulzura de los tiempos idos. La tentación cede ante la
posibilidad de no ser comprendido, porque yo recuerdo aquellas
experiencias con rabia y dolor. Esa
sensación, la de no ser comprendido, fue la que me acompañó durante
mis primeros pasos en la profesión. Más de una vez pensé que la medicina no era para mí y
hasta es posible que aquel sentimiento de incomprensión tuviera
relevancia en la elección de ser psicoterapeuta. Creo que hoy corren otros tiempos. Al menos la respuesta
que he obtenido de quienes leyeron la primera entrega de este boletín
apoya esa creencia. Después de más de veinte años, ustedes y yo
podemos hablar el mismo idioma. Ahora podemos hablar el idioma que más hemos usado para
dirigirnos a nuestros pacientes. Hoy podemos hablar el idioma del dolor;
pero el de nuestro dolor. Para eso les propongo recordar cualquiera de las historias
de la primera entrega y preguntarnos
sobre las razones que llevaron a algunos de nuestros personajes a las
puertas del desgaste profesional. Método
de evaluación
Para hacer honor a lo que se nos ha enseñado en la
facultad y luego en nuestra carrera profesional hospitalaria; debiéramos
discutir previamente a qué tipo de exigencia nos someteremos. Sólo así
podremos diagnosticar con eficacia las razones de tanta desdicha. Hablo
de la desdicha de los personajes de aquellas historias; que son las
nuestras. Propongo entonces una prueba de selección múltiple como
la que sigue.
La desdicha del médico que debía conducir por la autopista
luego de tomar una sobredosis de ansiolíticos es responsabilidad de:
a)
El propio médico.
b) Su infiel
mujer.
c) El sistema
de salud que explota al médico.
d) Las dos
primeras son correctas.
e) Todas son
correctas.
f) Ninguna es correcta. También podemos optar por el maravilloso sistema llamado
“Rondín” o por un examen donde se nos interroga frente al paciente
o a una deliciosa recorrida de sala donde se nos descalifica delante de
nuestros compañeros y del paciente. Nada de eso colegas. Porque sé que nos sobra coraje,
quiero proponerles que por un momento pensemos que todas esas exigencias
sufridas, mas las que mencionaremos a continuación son responsables de
nuestro desgaste actual, de esta especie de frustración amarga con la
que todos los días salimos del hospital o la clínica. Nos hará falta coraje para cuestionar los mitos que
cuestionaremos. Es que se trata nada más y nada menos que de los mitos
que nos han permitido soportar lo que hemos soportado hasta ahora. Plexo
Braquial
“Si usted joven argentino desea ser dermatólogo o
psiquiatra deberá recordar cada uno de los nervios que pasan por la
axila, siempre y cuando recuerde además los vasos sanguíneos que los
acompañan y de los cuales deben ser diferenciados en el cadáver. Deberá
usted ser capaz de conocer todas las vías nerviosas y de qué arteria
es rama la... o por qué agujero emerge del cráneo el nervio...” Sólo menciono una infinitésima parte de los conocimientos
enciclopedistas que nos ha obligado a incorporar la facultad. Dirán ustedes que soy un ingenuo, pero a mí me hicieron
creer que aunque fuera médico psiquiatra era fundamental que aprendiera
el plexo braquial de punta a punta. Me dijeron que uno debía saberlo
todo. Unos años después, cuando cursé cirugía pude comprobar
que las arterias no son esas telitas aplastadas que uno ve en el cadáver;
las arterias laten. Comprobé además que los pacientes se quejan, sufren,
piensan, sienten y deciden; son personas en el más amplio sentido del término.
En el tiempo
que llevo como psicoterapeuta, jamás he tenido que recordar el plexo
braquial. Al igual que usted colega cirujano, sufrí mucho. Yo con el
plexo braquial y seguramente usted con lo que Freud decía acerca del
aparato psíquico. Usted con gusto hubiera insultado a Freud de haberlo
conocido y yo aún hoy haría lo propio con aquel cirujano que me gritó
hasta hacerme caer las lágrimas la primera vez que “ayudé” a
operar. Me gritó con razón, porque no podía yo siquiera sostener los
separadores. Es justo reconocer que no pude aprobar en la escuela
primaria las clases con papel glasé, ¡para qué hablar del cenicero
para el día del padre! Queda claro que jamás fui hábil con mis manos.
A manera de descargo frente a aquel cirujano, debo decir que yo no pedí
ayudarlo; él me obligó, o la facultad o vaya a saber qué cosa que
hasta ahora nadie se ha atrevido a cuestionar. “No podés recibirte de
médico sin haber ayudado a operar” Fue ahí, en nuestra tan querida como odiada facultad,
donde aprendimos que debemos saberlo todo, que debemos recordarlo todo.
Fue ahí donde nuestros profesores nos enseñaron a burlarnos de un
colega que cometió un error. Cuando aprendimos esto, dimos por tierra
con cualquier posibilidad de solidaridad entre nosotros. Nos enseñaron mal y aprendimos bien. Tan bien aprendimos
que pusimos en práctica la perversa diversión de burlarnos de un
residente de primer año, ni bien estuvimos en segundo. Tan bien
aprendimos que fuimos capaces de vapulear
en las recorridas de sala al compañero con el que el día anterior
compartimos un café.
La
exigencia puede ser peor que la hipercolesterolemia
Imaginemos por
un momento un escenario imposible. Un sistema donde lo deseable es hacer
que quienes son víctimas de explotación, se sientan los victimarios.
Un sistema que genera la competencia entre estas víctimas a las que hacíamos
referencia. Ese sistema estará en mejores condiciones de dominar a sus
víctimas si consigue el objetivo de dividirlas a partir de la
competencia. De esta forma se librará una lucha entre ellas que
terminará debilitándolas y será más sencillo dominarlas. Un sistema improbable como el que imaginamos, podría
contar con la exigencia como su aliada. “Exijamos a las víctimas, fomentemos la competencia,
logremos que se descalifiquen entre ellas. Promovamos sentimientos de
culpa entre las víctimas y luego denunciemos sus errores como producto
de la imprudencia, la impericia y la negligencia”. Un sistema perverso como el que acabamos de imaginar, podría
hacer creer al médico que él es el responsable de la salud de sus
pacientes, en tanto es el poseedor del conocimiento, y demandarlo si
alguien decide retirarse del hospital y no firma la historia clínica
reconociendo que se le ha indicado lo contrario. Tan absurdo y perverso sería el producto de nuestra
imaginación; que llegaría a concebir un sistema donde el beneficiario
no tiene ninguna responsabilidad sobre su salud. Coincido con usted colega, en un sistema como el
mencionado, el paciente también se convertiría en una víctima. Sería
considerado alguien con incapacidad para decidir sobre su propia vida,
dejaría de ser persona por el solo hecho de estar enfermo. El médico estaría
llamado a informarle que es
lo que el paciente debe hacer con su vida (dejando constancia escrita de
habérselo informado). También tiene razón usted colega, cuando descubre que lo
que acabamos de mencionar producirá en el paciente la sensación
que se lo está descalificando. El paciente verá en esto un acto
de soberbia y quedarán sentadas las bases para el enfrentamiento entre
médicos y pacientes. Cuesta creer que un sistema tan perverso pudiera existir.
Sería un sistema sostenido sobre la base de la exigencia y la
competencia. La descalificación al colega y al paciente. La
autoexigencia, y finalmente el desgaste, el Burn Out, el infarto de
miocardio, la frustración. Sé que no faltarán quienes afirmen que el sistema que
atribuimos a la imaginación, es real y no imaginario. También sé que
no les faltará razón a esos que por suerte nunca faltan. A esos que no
están dispuestos a sostener ese bendito mito de la responsabilidad
absoluta del médico en todo lo que le ocurra al paciente, ese mito
centrado en la exigencia desmedida y que nos ha hecho más daño que la
hipercolesterolemia.
Catarsis
¿No ha sido el mito de la exigencia a cualquier costo la
que llevó a aquel médico a atender a sus pacientes mientras padecía
una intensa cefalea producto de su hipertensión arterial? ¿No ingirió
una dosis excesiva de ansiolíticos para reducir la tensión arterial y
serenarse frente a la angustia que le producía el exceso de pacientes?
¿No debía conducir por la autopista en el mismo momento que la
excesiva dosis de ansiolíticos le producía somnolencia? ¿Recuerda a
la colega que lo esperaba para decirle que la relación se terminaba?
Si, la misma que tantas veces le había pedido que comprendiera su miedo
a ejercer, pero a la que él dijo no comprender. Él había sufrido lo
mismo que ella diez años atrás, pero reconocerlo hubiera sido un signo
de debilidad. Se separaron, no pudieron compartir el mismo miedo,
reconocer que eran víctimas del mismo sistema. Un sistema que hasta nos
prohíbe decir que tenemos miedo.
Resulta sencillo serenar a la sociedad haciéndole creer que los
médicos lo sabemos todo, que la medicina es una ciencia que todo lo
puede, que los avances científicos están al alcance de todos porque
ahora ha llegado la tecnología para ponerse al servicio de la ciencia.
Para el médico no puede esperarse otra cosa que más exigencia.
¡Galenos a internet! ¡A conocer al instante todo lo que se
publica en el mundo!
¿Y el sistema? Bien, gracias. Al igual que con el advenimiento
de la tomografía computada y la resonancia magnética. Ahí está el
sistema como entonces, haciéndole
creer a la sociedad que todos los problemas de salud se resolverán si
el médico al que consultan está actualizado y ha solicitado los
estudios correspondientes.
La opinión de quien suscribe es que esta enorme tecnología
no ha hecho otra cosa que servir de catarsis al sistema. Un sistema que
dispara sus flatulencias contra una potencial mala praxis. Emprenderla contra nosotros los médicos o nuestra
potencial impericia, resulta económico al sistema político; le evita
ser cuestionado. Le ahorra el trabajo de ser señalado como el causante
de la pobreza, que es la génesis de gran parte de la patología. A no engañarse colegas que a quien más sirve internet es
al “servidor”. A quienes más han beneficiado los métodos
complementarios de diagnóstico es a quienes los fabrican y explotan. ¿Se
acuerda cuando se decía que la clínica es soberana? Que no se me interprete mal. Sería necio de mi parte negar
que la tecnología ha sido de inestimable valor. Pero es necesario no
enmascarar el cuadro. Es necesario evitar que el sistema haga su
catarsis sobre nosotros. No aceptar la exigencia de saberlo todo ni ser
los depositarios de culpas que no son las nuestras. De Freud
al sistema Usted colega cirujano se preguntará como aprovechar lo
estudiado acerca del aparato psíquico para contrarrestar el desgaste
profesional que hoy padecemos los médicos. Lamento decirle que para lo
mismo que me ha servido a mi aprender el plexo braquial en los últimos
25 años. Créame que lo entiendo, pero no fui yo el que organizó
aquellos planes de estudio. Lo cierto es que el psicoanálisis no puede
dar cuenta de estos fenómenos, porque son problemas que superan lo
individual. Lo que debe ser modificado es el sistema. Existe un modelo que ya tiene 50 años de desarrollo y que
aborda toda problemática humana como la resultante del sistema donde se
genera. Se parte del concepto de modificación de ese sistema como
manera de resolver la problemática. Todo sistema puede ser transformado, aún los más
complejos si se parte de pequeños cambios en las reglas que los rigen. En nuestro caso, entiendo que la labor del médico puede
verse aliviada si comenzamos por cuestionar algunos mitos a los que
hemos hecho referencia en esta
segunda entrega de “Secreto Médico”.
El desgaste profesional puede prevenirse, es posible superar el Burn Out. Es mi intención someter a debate las particulares tácticas y estrategias que he creado a tal efecto, mediante ateneos, talleres o charlas en nuestros lugares de trabajo. Créanme que es posible aliviarnos de esta pesada carga que hemos llevado durante años. Dr.
Carlos Alhadeff
Médico Psicoterapeuta Sistémico
Tel.:
4612-2257
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