Cuántas veces...
¡Cuántas veces sentisteis,
viejos árboles,
mi mano en vuestras hojas!
¡Cuántas veces oí mi propia voz
al pie de vuestras copas!
¡Cuántas veces tornasteis un te quiero
hasta cansar mi boca!
¿Recordáis? Fue una tarde
y era apropiada la hora,
cuando llega el crepúsculo
y retira su cántico la alondra;
cuando traspasa el día
las crestas de las rocas.
Surgió ella en la revuelta del camino
con su figura airosa.
¿Notásteis
cómo un halo diamantino
vencía al sol en su cabeza blonda?
De la frente a la nuca
abarcaba en redor áurea corona
y aquellos labios, flor de sus canciones,
eran dos fresas rojas.
Su mano me ofrecía su candor,
la mía le entregó un ramo de rosas.
¿No reparásteis que esa ansiada tarde
se elevaron sus coplas
impregnando de sones vuestros troncos
y mis sentidos de vibrantes notas?
¿No es verdad que esa tarde, mis amigos,
oísteis mis lisonjas?
¡Ay, mísero de mí,
pensé que eran la espuela de sus bromas!
Hoy os he
vuelto a ver, árboles míos,
palos de invierno, espectros de la poda.
Vosotros que en la savia
retenéis el perfume de su ropa,
mis predilectos álamos,
bajo un cielo de ramas lacias y hoscas,
clarificad mis dudas;
no me dejéis en sombras.
Si en mi semblante vísteis desespero,
¿qué brillo había en su mirada?
.