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ABUSÁNDOSE,
NADA MAS
Se despertó, dolorido, y, primero que nada, se dio cuenta que ese ruido
era el de las olas. Después, advirtió que estaba tirado sobre arena.
Amanecía y, por un rato, no supo que lo había llevado a ese lugar. Entonces
se acordó de Marcela, de que había gastado todo un día y parte de la
noche atrás de ella, loco tras ese culo y esas tetas y esas piernas
y esa boca de muñeca; de que Marcela le dio calce y lo calentó y lo
calentó y lo calentó hasta que, al final, cuando estaban solos en esa
playa, cuando no podía esperarse otra cosa que terminar cogiendo bajo
las estrellas, a esa turra le agarró el histeriqueo y dijo que no, que
no y que no, que necesitaba tiempo, que no estaba preparada y que tenían
que conocerse más. Él, un poco borracho, la mandó a la puta madre que
la parió, con lo que consiguió que ella se fuera corriendo y llorando
a moco tendido. Tal vez pensara que él iba a seguirla, pero lo que hizo
fue tomarse el resto de la ginebra y quedarse dormido.
Ahora se sentía pesado, así que se sacó la remera, el pantalón y las
zapatillas y, en slip, se dispuso a meterse en el mar. Dudó un instante
y, finalmente, también se quitó el slip.
Ella caminaba a tropezones por entre los pinos. Casi como una sonámbula,
iba hacía el mar. Había dejado el auto al costado de la ruta porque
el instinto de supervivencia le dijo que iba a terminar matándose si
seguía manejando tan borracha. Por eso salió a estirar las piernas.
Tenía calor o algo así y se dejó el vestido en el auto. Iba a ir al
mar, a bañarse, sí señor. Estaba de vacaciones y se lo iba a demostrar.
Desarmó casi todo el bolso de equipaje para encontrar la bikini. Ahora
que estaba caminando, llegó a la conclusión de que el corpiño le molestaba
y le lo quitó con torpes manotazos. Ni se dio cuenta de que lo dejó
tirado al lado de unas piñas. Le venían a la mente las caritas de Beto
y Andreita, que le decían "Mami, Mami", de Rodrigo, que le gritaba "puta
de mierda, no mereces tener hijos", de Abel, clavándole la verga bien
bien adentro y haciéndola gozar y del mismo Abel, diciéndole "tómatelas,
así no podemos seguir". ¡Cómo la calentaba, Abel!, ¡Cómo necesitaba
un buen pedazo enterrado entre las piernas!. Como en trance, empezó
a acariciarse las tetas. Como en trance, se masajeaba la húmeda concha.
Como en trance caminaba, a los tropezones hacía el mar, mientras se
daba placer.
Él salió del agua tan despejado como caliente. Miró a un lado y a otro
y viéndose solo y desnudo y con la pija dura de solo pensar en el goce
que se había perdido, decidió regalarse la paja de su vida, al aire
libre, en bolas y con el mar a su espalda. Le fue dando mano y las escenas
de las más hermosas hembras de sus sueños desfilaron, obedientes a todas
su ordenes. Entrecerró los ojos para verlas mejor.
Ella salió de entre los arboles y lo primero que vio fue a ese hombre,
pajeándose a placer. Era un pendejo, ni veinte años tendría. Pero estaba
lindo, muy lindo. Flaco y bronceadito, casi no tenia pelitos en el pecho.
Los cabellos rubios y lacios, largos hasta debajo de los hombros lo
hacían frágil y salvaje a la vez. La verga se veía dura y era de macho
hecho y derecho. Ella pensó que era una visión de borracha y, agradecida
por el regalo, siguió manoseándose.
Él estaba por acabar y no quería. Aflojó el ritmo y abrió los ojos para
frenarse un poco y después seguir. Lo primero que vio fue una mujer
pajeándose. Era una mina grande, tendría treinta años o más. Con una
mano se acariciaba las tetas, unas tetas grandes, erguidas y de pezones
erectos. La otra estaba escondida y muy ocupada, debajo de una bombacha
de bikini de plástico brillante negro. La hembra era una cabeza más
baja que él, pero su cuerpo era abundante, carnoso y bien distribuido.
Su piel era muy tostada, casi negra. Tenía pelo negro, corto y sus ojos
también eran negros. Lo supo porque lo estaba mirando.
Ella no podría decir cuando se dio cuenta que ese potro caliente que
tenía enfrente era un tipo real que ahora la estaba mirando y que, con
la pija apuntándole, se le acercaba.
Él vio que esa hembra no iba a salir corriendo cuando ella, por toda
respuesta a su acercamiento, se sacó la bombacha. Se iba a voltear a
esa perra. La iba a llenar con toda la guasca que tenía guardada desde
hace tiempo. Le importaba un carajo quien era o de donde había salido.
Se la iba a gozar a esa puta.
Ella no cabía en sí de su alegría ni sabia por donde empezar. Se iba
a comer a ese bebito. Fuera real o de mentira, fuera sano o enfermo,
fuera un violador o un pelotudo, estuviera loco o cuerdo, lo iba a dejar
seco y pidiendo piedad. Le iba a dar la cogida de su vida. Por fin,
optó por ponerse a la altura de esa verga que se le ofrendaba y se arrodilló
y entreabrió la boca.
Él jadeó al sentir ese aliento caliente de mujer en celo rozándole el
palo y bajando por las pelotas.
Ella gruñó suavemente antes de sacar la lengua y lamerle, apenas, la
punta de la lanza. La pija del pendejo olía a leche. La excitó pensar
que, si el pibe tenía SIDA, se iba a tomar un gran trago de esa muerte.
¿Por qué no?. Moriría, sí, pero después de un revolcón brutal. Iba a
secar a ese guachito.
Él abrió bien las piernas y le puso una mano en la nuca.
Ella abrió bien la boca y se tragó todo ese fierro caliente. Lo chupó
y le acarició las bolas hasta que él no pudo seguir parado y se fue
cayendo de rodillas y después terminó tendido de espaldas en la arena,
con la cabeza de ella perdida entre sus piernas, sin haber soltado a
su presa en ningún momento. Lo tenía a su merced. Se la chupaba y con
la mano derecha le acariciaba las pelotas y con la izquierda le masajeaba
el abdomen. El pibe ahora no era más que una enorme verga que había
que vaciar. Él gritaba de placer y levantaba las piernas y le acariciaba
los negros cabellos. Ella inició el asalto final, engullendo toda esa
pija joven y dura y él, finalmente, desbordó.
La leche salió disparada y ella la bebió a grandes tragos. Finalmente,
abandonó a su víctima y fue arrastrándose por sobre el cuerpo del pendejo,
hasta llegar a sus labios.
Ver la cara chorreante de leche de esa hembra fue todo lo que él necesitó
para revivir. Se besaron y se conocieron las lenguas por siempre jamas.
Después, él quiso sorberle las tetas y lamerle los pezones y beberle
el sudor y hacerla gemir.
Después, todavía, buscó la concha. Le acercó sus labios y la lamió con
frenesí. Ella se abrió bien de piernas, recibiendo esa boca inquieta.
Él le acariciaba las nalgas y le refregó la cara por la peluda cavidad.
Tenía la verga como de piedra. Quería clavarla. Ella le agarraba la
cabeza y no lo dejaba salir del agujero. Él gruñó, irritado, quería
dominar. A ella lo excitaba ese chiquito hermoso con pija de hombre
que quería jugar al macho. Lo atenazó con sus piernas. Él le hundió
la lengua y le bebió el jugo. Ella se acariciaba las tetas y no aflojaba,
ese nene se tenía que cansar para dejarla satisfecha.
Al fin, un lengüetazo preciso la dejó atravesada de placer.
Entonces él se le fue encima y le quiso enterrar su lanza y la empaló
de un solo golpe. Abrazados, él le dio y le dio, se hundió en esa concha
deliciosa más y más y se refregó en la suavidad de sus tetas y la acarició,
y le dio y le dio, y ella se dejó penetrar.
Ahí estaban ese pendejo pajero y esa puta veterana, desnudos y excitados,
gritando, jadeando, gimiendo y revolcándose en la arena sin darse tregua.
- ¡Puta, putaaa!- le decía Él.
- ¡Dale...nene...rómpemela, dale!...¡Yaaa!- le contestaba Ella.
El chorro de leche hirviente los partió de placer.
El se sintió maravillosamente leve, tras la descarga.
Ella vibró de plenitud, tras ser llenada.
Quedaron en silencio un buen rato, aún unidos.
Después, sin palabras, volvieron a tomarse.
Esta vez no hubo gritos, insultos ni revolcones: Ella abajo y Él arriba,
se abocaron a cogerse en un silencio solo interrumpido por leves suspiros
y susurros. Se frotaban rítmicamente, bañados en sudor e inundados en
sus salvajes olores.
No debía quedar nada entre ellos.
Mucho menos las ganas.
Con ganas y con esfuerzo, Ella quería ordeñar hasta su última gota,
para vaciarlo y tragarse por la concha toda la vida de ese machito que
Dios le había regalado.
Con ganas y con esfuerzo, Él deseaba disparar hasta el último resto
de leche, para llenar a esa yegua puta con toda su fiebre, con toda
su mierda acumulada, con toda su furia.
- Soltala, soltala toda. - le murmuraba Ella.
- Ya, ya te la doy.- gemía Él.
Ella levantó todavía más sus piernas y arqueó al máximo su cuerpo de
hembra total y se llenó de carne dura y latiente.
Él aumentó la potencia y el ritmo de sus lanzazos.
La verga se hundió hasta el tallo y desde las pelotas sintió el fuego
húmedo que se abría como una flor y la leche corrió y se derramó muy
adentro de la hembra.
Ella recibió al macho, que se desparramó por sus entrañas y luego anegó
todo su cuerpo.
Por un breve instante, que les pareció eterno, el Liquido de la Vida
los alivió a los dos.
Cuando Ella despertó, el sol estaba alto y esa era su única compañía.
La leche pegoteada en sus muslos le confirmó que no había sido un sueño.
Se había chupado a un pendejo.
Mientras hubiera carne caliente para refregarse...
Los fantasmas de Beto, Andreita, Roberto y Abel pronto volverían.
Mejor que la encontraran con una botella a mano.
"Putas, putas, todas putas", pensaba Él, mientras caminaba por la ruta.
Cuanto más las cogía, más duro les quería dar. Le había dado con todo
a esa perra, pero le importaba un carajo...
Ya la iba a agarrar a Marcela.
(c) Tauro, 2000
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