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AMIGAS A MEDIAS
Hay historias difíciles de creer, lo reconozco. Cosas que a uno le pasan
y que parecen de pelicula barata. Lo que vi hace un tiempo entra en
esa categoria.
Vivo en un viejo edificio, en San Telmo. Mi departamento es amplio,
pero siempre está rompiéndose algo.
Solo sigo ahí porque el alquiler es barato. Pero, cuando no es un caño
de agua, es la instalación eléctrica o algo por el estilo. Lo mismo
pasa en los otros departamentos. Tengo habilidad para arreglar cosas,
así que no solo soluciono mis problemas sino que, a veces, les doy una
mano a los vecinos.
Hace poco se mudaron dos chicas al departamento de al lado. Una de ellas,
de nombre Celia, me pidió si la podía ayudar porque se les había cortado
la luz.
Fui, y como solo habían saltado los tapones, arreglé el asunto fácilmente.
En agradecimiento, las chicas me invitaron a tomar un café.
¡Las chicas!. Realmente, hay que hablar de ellas:
Celia tendrá veinticinco años. Es una morocha de piel muy blanca, con
ojos azules y labios carnosos. Me impresionó su cuerpo, muy bien torneado.
Su compañera, Betty, tal vez de veinte años, era una rubia un poco más
baja que su amiga y con un par de tetas y un culo verdaderamente apabullantes.
Las dos estaban sentadas en un sofá, justo frente al sillón desde el
que las miraba. Así como Celia se veía como una mina naturalmente fina,
Betty, por su parte, destilaba agresividad, como un animal salvaje.
Las dos llevaban minifaldas, pero la de Betty era ultracorta. Sus espectaculares
piernas se cubrían con unas medias caladas que eran pura provocación.
Uno no podía dejar de fijarse en ellas.
Precisamente, Celia se fijó.
Desde ese momento, yo pasé a no existir para ellas. El dialogo que siguió
a continuación es digno de ser contado, palabra por palabra.
Celia: - No quiero que me uses la ropa, te lo pido por favor.
Betty: - ¿Qué ropa te estoy usando?
Celia: - Que yo sepa, esas medias son mías...
Betty: - Que yo sepa, no.
Celia: - Disculpame, pero estoy segura que esas medias son mías.
Betty: - No.
Celia: - Probablemente estás confundidas. Serán parecidas a otras
que...
Betty: - No. Son mías.
Celia: - Bueno, no quería llegar a esto, pero si no queres admitirlo...
Betty: -¿Qué pasa?
Celia: - Pasa que yo vi cuando sacabas esas medias de mi cajón.
No quería decírtelo, pero...
Betty: - Mentirosa...
Celia: - No me llames mentirosa...
Betty: - Es una mentira.
Celia: - Por favor, no me llames mentirosa...
Betty: - Es una puta mentira.
Celia: -¡No me digas puta! Te estoy hablando bien...
Betty: -¡Yo te digo lo que se me canta!
Celia: - Por favor...no te pasés...
Betty: -¡Es una puta mentira y vos sos una puta mentirosa!
Celia: -¡No insultés!
Betty: -¡Una malcogida, eso sos!
Celia: -¡Atorranta!
Betty: -¡Malcogida! (La empuja).
Celia: -¡Puta de mierda! (Devuelve el empujón).
Betty: -¿Queres pelear, puta? (Se levanta).
Celia: -¡Hija de mil putas! (Se levanta)
Betty: - Sin ropas, ¿eh?. Hembra a hembra. (Se empieza
a sacar la ropa).
Celia: - Puta de mierda...puta (Se saca la ropa).
Lo último que se sacó Betty fueron las medias en discusión. Ahora las
dos estaban desnudas y Betty seguía con las medias en la mano.
Betty: - ¿Ves tus medias, hija de puta,
las ves bien?.
Entonces Betty procedió a desgarrar las medias y a arrojarle a Celia
los pedazos. Esta se abalanzó sobre su rival, se agarraron de los pelos
y, aullantes, fueron a parar al suelo hechas un palpitante amasijo.
Ante mis desorbitados ojos, se empezaron a revolcar, patear, arañar,
golpear e insultar como animales enloquecidos. Se daban sin asco. Yo
estaba paralizado y no osaba detenerlas. Se castigaban fieramente, devolviéndose
golpe por golpe, mordida por mordida, insulto por insulto. Era imposible
adivinar quien podía triunfar. En un momento, manotearon simultáneamente
la concha enemiga y empezaron a tironearse mientras gemían de dolor,
con las piernas bien abiertas y las tetas temblando. Después se soltaron
y se agarraron a cachetazos y se reputearon y después se mordieron las
tetas y después se volvieron a tirar de los pelos y se escupieron y
gritaron y yo no sabia más que hacer, petrificado en el sillón.
Las veía revolcarse y enloquecido, temía que se mataran y, al mismo
tiempo, no quería intervenir. Es increíblemente excitante ver a dos
mujeres hermosas batirse con tal fiereza. El corazón me latía violentamente.
No podía ni pestañear. Peleando, las mujeres parecen estar hechas para
eso. Ni se les ocurre defenderse o protegerse. Como un huracán descontrolado
se atacan sin tregua. Dos hembras tiradas en el suelo, entrelazadas,
pataleando y golpeándose, parecen una gran y crepitante fogata que se
contorsiona y crece y brilla, más y más, hasta consumirse y agotarse
por completo. Esas mujeres, al desnudarse, ofrecen valientemente a su
enemiga sus tesoros más preciados. Las tetas, abundantes, duras y jugosas
son apretadas, retorcidas, mordidas y arañadas sin piedad.
Celia y Betty aullaban, pero ninguna soltaba a la otra.
Finalmente, Betty consiguió ponerse encima de su rival y, tomadas de
los pelos, empezaron a darse tetazos furibundos. Al principio, Celia
replicaba los golpes de teta mientras trataba de sacarse a Betty de
encima, pero fue aflojando hasta no oponer más resistencia. La rubia,
a pesar que ya había ganado, todavía le dio tres tetazos más, refregándose
bien contra la morocha. Cuando se quedó conforme, descendió lentamente
por el cuerpo de su compañera, hasta que llegó a la concha derrotada.
Entonces se dio vuelta, quedando con el culo hacía la cara de la morocha
y acto seguido empezó a lengüetear esa concha que se le había entregado.
Enseguida Celia empezó a gemir de placer. Betty hundió su cabeza en
el hermoso agujero de su amiga. Celia gimió más fuerte y atenazó dulcemente
la cabeza de la rubia con sus piernas. Betty aplastó su cuerpo al de
la hembra derrotada y entonces esta pudo entrar con su lengua en la
concha de la ganadora.
Gemían y se contorsionaban de placer. Así enzarzadas, rodaban para un
lado y para otro, con movimientos que cada vez se hacían más intensos,
hasta alcanzar un ritmo frenético y terminar colapsando con un violento
espasmo común.
Las hembras quedaron en calma, aún abrazadas.
Me fui de ahí, tratando de no hacer ruido. Igual no creo que lo hubieran
notado.
Al otro día yo estaba en casa, todavía impactado con lo ocurrido, cuando
sonó el timbre de la puerta.
Era Celia. Estaba vestida con una bata y chinelas, como si recién se
hubiera levantado de la cama. Tenía el labio inferior lastimado y el
ojo izquierdo un poco hinchado y violáceo.
La hice pasar. Venía a disculparse por el espectáculo del día anterior.
Me dijo que con Betty eran pareja desde hacía unos meses, pero que la
cosa se hacía cada vez más difícil. No era la primera vez que peleaban.
En realidad, la primera vez que se vieron terminaron a los golpes.
Celia es dueña de un pequeño gimnasio y necesitaba contratar una profesora
de aparatos y aeróbic. Puso un aviso y examinó a las postulantes una
tarde de sábado. Ya estaba por cerrar cuando llegó Betty. Aunque la
encontró extraordinariamente hermosa, Celia le dijo que llegaba tarde
y que ya cerraba. Betty le contestó en forma muy insolente. Celia replicó
de igual manera y Betty la insultó. Celia entonces le dio un cachetazo
y Betty se lo contestó. Quedaron mirándose un rato, entre furiosas y
sorprendidas por la situación. No hacía dos minutos que se conocían.
Betty le señaló una colchoneta con la cabeza y Celia asintió. Descalzas
sobre la colchoneta y enfundadas en mínimas mallas de gimnasia, se trenzaron
en un violento combate, hasta acabar haciéndose el amor toda la noche.
Desde esa ocasión eran pareja y trabajaban juntas. Pero estaban llegando
a tener una pelea por semana. Parecía como que discutían por cualquier
cosa, por el solo pretexto de poder luchar y después terminar amándose
por horas. Ahora casi no cogían sin pelear previamente. Era una locura
y un infierno, pero también era terriblemente excitante. Como una droga.
No podían dejar de estar juntas, de provocarse y de pelearse, para después
amarse con pasión. Luego sufrían por varios días las consecuencias de
los combates y se prometían no volver a hacerlo nunca más, o pensaban
en separarse, hasta que terminaban peleando y gozando y sufriendo de
nuevo.
Por mi parte, no sabía que decir, más allá de las banalidades de circunstancia.
El timbre me saco del apuro.
Era Betty.
Llevaba una bata que dejaba al descubierto sus magníficos muslos e iba
descalza. Tenía el pómulo izquierdo morado.
No necesite franquearle el paso, porque entró por su cuenta.
Las dos mujeres se miraron con un odio viejo.
Me apresuré a cerrar la puerta.
Betty se le fue encima y rodaron por el suelo, a los gritos.
Se arrancaron las batas. Ninguna tenía corpiño, gracias a Dios. Las
bombachitas no duraron mucho, de todas maneras. Los pedazos quedaron
desparramados por el piso. Al mismo tiempo los dedos fueron a las conchas
contrarias, pero, esta vez lo que hicieron fue masturbarse recíprocamente
hasta terminar agotadas y llorando, luego de un violento orgasmo conjunto.
Lloraron en silencio unos instantes, mientras yo seguía parado en el
mismo lugar, como hipnotizado.
Después, aún jadeantes, se incorporaron y quedaron arrodilladas, frente
a frente.
Betty: - Puta...te tengo que domar...
Celia: - No...
Betty: - Vas a hacer lo que yo diga...
Celia: - No...
Betty: - Si...
Celia: - No...
Betty: - Si...
Celia: - Yo mando...
Betty: - No...
Celia: - Yo...
Betty: - Yo...
Celia: - Yo...
Betty: - Yo...
Se agarraron de los pelos.
Celia: - ¡Me vas a soltar o...!
Betty: - ¡Soltá vos, puta!
Celia: - ¡Soltameeé!
Betty: - ¡Me vas a hacer caso o...!
Los gritos sustituyeron a las palabras. Se zamarrearon de los pelos
un buen rato, hasta terminar tiradas en el piso, pegadas una a otra
como ventosas, retorciéndose y rodando por el suelo.
Estaban bañadas en transpiración. Ahora, más que para lastimarse, luchaban
por dominarse. Se refregaban una contra otra como si quisieran sacarse
la piel a tiras, mientras intercambiaban jadeos e insultos. Finalmente,
Celia, que estaba debajo, cruzó sus piernas sobre las caderas de la
otra. Bien abrazadas, Betty empezó a darle como si se la estuviera cogiendo
y las dos fueron subiendo el volumen de sus gemidos hasta que ambas
acabaron simultáneamente.
Hasta ahora no he vuelto a presenciar otra pelea, pero los gritos que
oí la semana pasada no me dejan dudas acerca de que los combates prosiguen.
Lo único que sé es que, mientras Celia y Betty sigan viviendo en este
edificio, no pienso en mudarme.
(c) Tauro, 2000
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