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DUELO DE PUTAS EN EL
PINAR
La vi en su casilla y me juré que la cosa no iba a quedar ahí.
Esa tarde estaba paseando por la orilla de la playa. Soy una hembra
hermosa y me gusta ser una hembra hermosa. Me gustan mis tetas, mi culo,
mis piernas, mis ojos, mis labios, mi nariz y mi cuerpo en general.
Me gusta tomar sol y tostarme en la arena. Me gusta estar fuerte. Me
gusta pasearme en tanga y que los tipos me miren y se calienten conmigo.
Me gusta mi piel suave y los dedos de mis pies. Me gustan mis manos.
Me gusta ser el centro de las miradas y que los hombres sueñen con romperme
el culo.
Por eso, cuando la vi en su casilla, me juré que la cosa no terminaba
ahí.
La perra era la salvavidas de la playa. Ahí estaba, con su malla, mostrando
el culo y las tetas a todo el mundo. Ahí estaba, poniendo cara de arrogante.
Era mi rival. Solo por estar ahí, era mi rival.
Pareció notar mi presencia y me miró, aparentando indiferencia. Pero
yo supe que era su rival.
Me le fui derechito. No me gustan las cosas poco definidas. O era su
playa o era la mía.
Me metí en la casilla y me le paré enfrente.
- ¿Necesitás algo?. - Me dijo.
- ¿Te caliento, yo, eh? - Repliqué.
- ¿Qué té pasa?
- Contestame. ¿Te caliento yo?
- ¿Qué querés?. - la voz de la hija de puta ya no era tan suavecita.
- Te quiero romper la cara.
- ¿Y por qué?
- Por que sí. Porque se me canta. Porque yo soy la mejor yegua de la
playa y vos no vas a estar acá mostrando el culo como una puta.
- Rajá, boluda...
A mi nadie me dice boluda y menos una puta que quiere hacerse la mejor.
Le tire un cachetazo pero me lo paró con la mano izquierda y quiso cachetearme
a su vez, pero ahí la detuve yo. Forcejeamos unos segundos y nos soltamos.
Nos quedamos mirando hasta que yo le dije:
- ¿Tenés miedo de pelear?
- Acá no se puede.
- Vamos a cualquier lado.
La turra dudó un rato y al fin me dijo:
- Ya sé donde.
Salimos de la casilla sin más palabras. La gente se iba apresuradamente.
En el cielo se anunciaba una tormenta. Aquí abajo también.
Mi rival empezó a ir hacía el pinar y yo la seguí.
Eran tan hermosas,
tan dulces, tan suaves, tan exquisitas... Las veía y le agradecía a
Dios por el regalo. Estaban ahí, en un pequeño claro del bosque de pinos.
Yo había andado vagando por entre los arboles, escapándole a la playa
y a una amenaza de tormenta inminente que, sin embargo, se demoraba
en truenos lejanos.
Llegué a ese lugar solitario porque me equivoque el camino.
Y las vi.
Parecía que recién acababan de llegar. Me quedé oculto entre los arboles,
paralizado por su belleza. Caía la tarde y toda esa parte de la costa
estaba desierta. El viento soplaba con la suficiente energía como para
levantar algunas hojas y un poco de arena.
Una de ellas era rubia, de ojos verdes y de piel deliciosamente tostada,
casi hasta la negrura. Iba descubierta con solo una tanguita amarilla.
Tenía ubres generosas que parecían querer reventar. Su cuerpo había
salido del mejor gimnasio, igual que el de la otra. Esta era una leona
pelirroja de pelo largo casi hasta la cintura, peinado en una trenza.
Era una diosa de piel dorada, vestida con la malla roja de los salvavidas
del lugar.
Se miraban, frente a frente, con una rara expresión, mezcla de furia
contenida y de deseo.
Dos hembras magnificas frente a frente, hermosas hasta lo indecible,
es uno de los más fascinantes espectáculos que un hombre puede contemplar.
Ver esa carne sedosa es ver la Gloria de Dios. Un hombre está autorizado
a matar por esa belleza, aunque le cueste el Infierno
Se quedaron un rato en silencio, hasta que, finalmente, la pelirroja
habló:
- Bueno... ¿lo hacemos o no lo hacemos?
Por toda respuesta, la rubia se sacó la tanga.
La otra se despojó de su ropa.
Me sentí un privilegiado. Como el único espectador de una escena que
transcurría en un mundo distinto. Un mundo Primordial. Un mundo sin
más ley que la de la Naturaleza. Un mundo en el que las cosas tenían
otro valor.
Se lanzaron una contra otra sin decir palabra. Se aferraron de los pelos
y con un grito conjunto fueron a parar al suelo, donde comenzaron a
revolcarse como animales enloquecidos. Se batieron a cachetazos, tirones,
mordiscos y arañazos. Peleaban con furia y se retorcían esos cuerpos
de belleza inaudita.
Y ahí estaba yo, como hipnotizado. Absorto y excitado ante esa batalla
campal. Ausente del mundo y embelesado por semejante espectáculo.
Veía como la rubia le apretaba las tetas a la pelirroja y como esta,
aullando y puteando, quería arrancarle los pelos a su rival. Se insultaban,
se escupían, se mordían, rodaban salvajemente enzarzadas por la arena
que se arremolinaba. Eran toda pasión, todo fuego, toda lujuria, toda
desesperación. No había limites.
¿Y que hacía yo ahí, mirando esa lucha a muerte? ¿Por qué luchaban?
¿Por qué me excitaba tanto?
Era testigo de un duelo, donde se luchaba por algo que no puedo entender.
Pero había existido un desafío y ahí se estaban dando sin piedad.
Ahora la salvavidas le estaba comiendo la concha a su rival. La rubia
pataleaba furiosa y aullaba. Por fin logró salirse y ahí nomás, arrodilladas,
se dieron con todo. Con una mano sujetaban a la oponente y con la otra
se golpeaban y tironeaban brutalmente, golpe a golpe, tirón a tirón,
grito a grito.
Se soltaron, cansadas y llorosas, a los diez minutos. Las dos tenían
marcas en la cara y en el resto del cuerpo. Quedaron arrodilladas y
jadeantes.
Yo tenía una erección formidable y estaba con la pija en la mano, masajeandola
suavemente.
El viento era cada vez más fuerte. Empezaron a caer unas gotas. Recién
entonces volví a mirar al cielo. Las nubes eran negras y los relámpagos
estaban casi sobre nuestras cabezas.
El contacto con el agua pareció revivir esos cuerpitos divinos, hechos
para besar y chupar y mimar hasta morir.
La rubia miró a su compañera y sus ojos dejaron bien en claro que esta
pausa no era más que una tregua que estaba llegando a su fin. La pelirroja
estuvo de acuerdo porque le mostró los dientes. La rubia se empezó a
acariciar sus formidables tetas, mientras provocaba a la otra. Le mostraba
las tetas. Se pellizcaba los pezones y hacía gestos como de "estas son
tetas, no la mierda que vos tenés". La salvavidas empezó a manosearse
los pechos en la misma actitud, pero lo acompañó con un toqueteo a su
conchita.
La lluvia caía más fuerte.
- Putaaahhh. - Susurró la pelirroja.
- Guuachaahh. - Contestó la otra.
- Putaaahhh.
- Malcogida
- Putaaahhh
- Sucia, puta...
- ¡Putaaa!
- ¡Callate, puta!
- ¡PUTA!
- ¡AAAGHH!
Diluviaba cuando se agarraron de nuevo. Se prendieron de las tetas,
de las conchas y de los pelos y se mordieron y se golpearon y se revolcaron
y se refregaron como si fuera la primera y la última vez. Estaban entrelazadas
de tal manera que costaba distinguir quien era quien.
Yo me hacía la paja de mi vida.
Ahí las tenía. Dos mujeres jóvenes, increíblemente hermosas, con cuerpos
delicados y hechos para el placer, que estaban luchando como fieras.
¡Y todo para mí!. Y yo me daba y me daba con la mano.
Las hembras gemían y se seguían revolcando. No había reglas.
De pronto, la cara de cada una logró hundirse en la concha enemiga.
Cada gata cerró sus piernas sobre la cabeza intrusa y aferró con sus
brazos las caderas del cuerpo invadido. Prendidas en ese brutal sesenta
y nueve, rodaron de un lado para otro, alternando quien quedaba encima.
Terminaron empatadas, tendidas de costado, con los hermosos pies pataleando
mitad en el aire y mitad en la arena. Los cuerpos se arqueaban alternativamente.
Finalmente, luego de furiosos estremecimientos, se aflojaron y yo lancé
el más fabuloso polvo de mi existencia, y también me aflojé.
Sentí que gemían quedamente, bajo la lluvia. Luego, parecieron dormirse.
Aproveché para huir sin ser visto.
No sé bien cuanto tiempo pasó.
Nos habíamos estado comiendo las conchas hasta que explotamos en un
feroz orgasmo simultaneo que nos dejo temporalmente fuera de combate.
Las gotas que seguían cayendo fueron volviéndome en mí. Me incorporé
y la vi.
Ella estaba arrodillada y me miraba con fijeza. El pelo rubio y enmarañado
se le pegaba en la cara.
Se veía hermosa y salvaje, más aún que cuando se metió en mi casilla
para provocarme. Se notaba que moría por más guerra. Sus ojos pedían
lucha.
Yo no me quedaba atrás.
Gateamos presurosas y calientes hasta encontrarnos y prendernos en un
abrazo desesperado.
Teníamos que mostrarnos todo y llegar hasta lo último.
En mis años de guardavidas tuve varias luchas de gatas. La primera fue
con mi propia instructora. Nos retorcimos las tetas hasta que terminó
aceptando que yo era mejor salvavidas y más hembra que ella. Otra vez
me peleé con una colega para ver quien se quedaba con el puesto en un
balneario que tenía una vacante. Nos revolcamos en un vestuario solitario
hasta que ella se rindió y acabó chupándome la concha en gesto de sumisión.
Pero la de esta vez era, lejos, la mejor lucha de mi vida. Esa perra
era muy fuerte y me provocaba de solo mirarla.
Nos golpeamos con furia hasta hacernos gritar de dolor. Se iba a entregar
o se iba a entregar. Parece que la concha rival nos atraía como un imán
porque nos concentramos en su búsqueda. Buscábamos morder y arañar ese
agujero, al tiempo que tratábamos de proteger el propio. Las conchas
largaban torrentes de flujo. Yo no podía estar más tiempo sin esa cachucha
sucia y olorosa pegada a mis labios y parece que a ella le pasaba lo
mismo.
Al final, cada una se entregó a la otra y nos revolcamos de aquí para
allá, atravesadas por el placer.
(c) Tauro, 2000
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