TAURO
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SOLO UN PEDAZO DE AMOR Sin embargo, la vida no era fácil para unas Reinas
como ellas. Podían pensar que eran soberbias hembras con
pija, pero para el mundo eran basura, objeto de chiste y escarnio público.
Ridiculizarlas era el festín de los idiotas. Pero, en privado, muchos
hombres morían por estar con ellas. Los mismos que se la pasaban contando
chistes sobre los putos, los mismos que se las daban bien de machos,
esos mismos pagaban porque cualquiera de ellas les chupara la pija o
les entregara el culo o, también pasaba, se los culeara. Wanda vivía en un viejo edificio en Pompeya,
mitad pensión, mitad conventillo. No era un lugar bonito, pero era barato
y a nadie le importaba lo que hacía el otro. Alquilaba una pieza en
el fondo. Tenía una mesa de madera, un par de sillas, una cocina de
dos hornallas, sin horno y un mínimo pero muy preciado bañito propio.
El objeto que ocupaba más espacio en la pieza era la cama, de dos plazas
y media. Era vieja, de hierro y elástico de metal. El colchón era de
lana. Había comprado el conjunto en un negocio de muebles viejos, hacía
dos años, y constituía su bien más preciado. No porque la usara con
sus clientes, por supuesto. Wanda no trabajaba ahí. Ella tenía su zona
en Palermo y llevaba a los clientes a un hotel con el que trabajaba.
Las dos Reinas eran amigas hace años. Jessica
vivía en un departamentito que le pagaba un señor generoso. Hasta que
un día, el día de esta historia, Jessica se apareció por la pieza de
Wanda con una valija en la mano y le explicó que el señor había dejado
de ser generoso, tal vez porque la esposa se había enterado, y entonces
la había echado del departamento. Wanda la hizo pasar, la consoló y le dijo que
se podía quedar con ella hasta que encontrara otro lugar. Tomaron unos
mates, después comieron algo y ya se estaba acercando la hora de la
noche en que Wanda tenía que ir a trabajar. Sin embargo, esta le dijo
a su amiga que esa vez se iba a quedar a acompañarla, total, ese día
no necesitaba plata. Jessica se lo agradeció y la miró con ojos húmedos.
Afuera llovía y las gotas golpeaban sobre el
techo de chapa. Las pijas colgaban lustrosas y listas. Se metieron debajo de las sabanas y cada una
se preguntó como seguía el juego, porque esta noche iban a jugar, no
había duda. Hasta ahora, jugaban a las chicas tímidas. Wanda dudó entre apagar la luz o no. Finalmente,
dijo que iba al baño. Ya allí, se miró en el espejo y vio lo que esperaba
ver: una hembra hermosa. Se dio cuenta que había ido a ese lugar simplemente
porque no sabía que hacer. Cuando salió del baño se encontró con que
Jessica había apartado frazada y sabana y se le exhibía en todo su esplendor.
Jessica se apresuró a decirle que no sabía que le pasaba, pero que sentía
calor. Wanda le dijo que, oh casualidad, a ella le pasaba lo mismo.
Se acostó y quedaron una junto a la otra, fingiendo que iban a dormir. No duraron ni dos minutos. La pierna izquierda de Jessica se había estado
desplazando muy lentamente en dirección a la pierna derecha de Wanda,
la que, casualmente, estaba recorriendo, también lentamente, el camino
inverso. Cuando los pies se rozaron, un suave placer vino
a sustituir la tensión. Sin una palabra, la mano derecha de Wanda fue
hacía el muslo izquierdo de Jessica y esta, presurosa, también buscó
manotear la entrepierna abierta de su compañera. Ahí estaban en la gran cama que crujía y chirriaba,
desnudas y con todo el tiempo del mundo. La vida podría ser asquerosa.
La gente podría ser una basura, pero ellas estaban en esa cama. Ese
tiempo era de ellas. Se pajeaban con sapiencia, sin apurarse, buscando
alcanzar un mismo ritmo, deteniendo y apurando las manos cuando correspondía
para dar más placer. Como buenas Reinas, sabían llevar a la otra hasta
el preciso punto en que esta creía que estaba por explotar, el punto
en que la salida de la leche parece inevitable y, entonces, sin que
tuvieran que decirse nada, con un preciso toque detenían el torrente
y luego todo podía volver a comenzar y el placer se prolongaba una y
otra vez. Ahí estaban las dos, con las cabezas pegadas
una contra otra y los rostros deformados por el gozo, gimiendo y gimiendo,
arqueando los cuerpos sudorosos, todavía lograban acariciarse mutuamente
las tetas con la mano libre. Las formidables pijas eran dos obeliscos
de cabezas humedecidas, cabezas que aparecían y desaparecían entre las
manos que las poseían. Afuera, la lluvia caía como un diluvio y el ruido
que hacía al repiquetear sobre el techo de chapa era lo suficientemente
ensordecedor como para que las dos amantes pudieran gritar de placer,
sin preocuparse porque nadie las escuchara. Tan fuerte llovía y tan locamente gritaban y
tan violentas eran las punzadas de goce que les llenaban las entrepiernas,
que las dos Reinas decidieron que ahora querían ir hasta el fondo y
entonces se dieron y se dieron rápido rápido y, en vez de frenarse,
esta vez acompañaron los manoseos con potentes golpes de sus pelvis
y al final, estallaron en un simultaneo chorro de leche que les bañó
las piernas y las pelotas y no pararon las manos hasta terminar de bombear
el último resto de guasca. Quedaron desparramadas en la gran cama, envueltas
en una densa nube de satisfacción. El deseo de no ser hombres, de ser más que hombres,
de ser hembras con pija, ya no era deseo, sino realidad. Dándose divino
placer en esa cama, gozándose hasta casi morir, sacándose la leche a
chorros y estrujándose las tetas, sentían que vivir como una Reina era
glorioso, era lo único que tenía sentido. Poco a poco, la nube de placer se disipaba, dejando
al descubierto dos cuerpos sudorosos. Dos cuerpos de hombres que querían ser más que
hombres, que querían ser hembras con pija, pero que no lo eran. Solo eran hombres operados y retocados para parecerse
a las mujeres. Hombres que se disfrazaban de mujeres, porque
no podían ser mujeres y muchisimo menos, podían soñar con ser más que
hombres. En realidad, no eran más que dos hombres desfigurados
en mujeres con pija, que encima se prostituian para comer y que nunca
podrían ser más que eso. Salvo cuando los envolvía la nube de placer. Wanda y Jessica lo sabían, sabían que era imposible,
pero conocían el refugio del Goce. Por eso, cuando los fantasmas de la realidad
volvieron y la lluvia seguía cayendo con furia, Wanda y Jessica fueron
cada una en busca de la adorada verga de su compañera y cada ansiosa
boca se tragó un nuevamente duro y húmedo trozo de carne caliente y
palpitante. Aferradas en un frenético sesenta y nueve, se
chuparon sin tregua, olvidándose de todo y rodando salvajemente por
la cama, hasta que terminaron cayendo al suelo. Allí siguieron, sin parar, tendidas de costado,
acariciándose las bolas mientras continuaban chupándose. Después avanzaron
un paso más y se metieron uno, dos y, finalmente, tres dedos en el culo,
mientras la otra mano seguía dándole masajes a las pelotas. Gruñían de ardoroso placer, buscando, siempre
buscando, abriendo las piernas todo lo que podían y pataleando de gozo.
Solo un buen rato después, las bocas abandonaron
los ahora flácidos pedazos. Ambas Reinas quedaron boca arriba, respirando
entrecortadamente, la cabeza de una a los pies de la otra. Como por tácito acuerdo, las dos se sentaron
en el suelo, sin cambiar la posición. Deseaban
mirarse. Quedaron lado a lado, con las piernas entreabiertas
y los cuerpos pegados por los muslos. Tenían el pelo revuelto y la cara amorosamente
sucia de saliva y leche. Un riachuelo de sudor les corría por las desafiantes
tetas y terminaba desembocando allá abajo, donde las vergas dormían. Wanda pensó que Jessica estaba divina, con el
mechón rubio pegado en la transpirada frente y esa boquita entreabierta
que parecía implorar por más y esa mirada con el deseo grabado en las
pupilas. En su interior, Wanda le rogó al Señor por otra leche. Jessica pensó que Wanda era la cosa más hermosa
que había disfrutado. Veía que los preciosos pechos de su amiga temblaban
de excitación. Como un delicioso animalito salvaje, Wanda tenía las
fosas nasales completamente abiertas. Respiraba profundamente y no le
quitaba los ojos de encima a Jessica, barriendo desesperadamente cada
centímetro de su piel. Jessica imaginó que Wanda estaría oliendo el
intenso aroma a guasca y sudor que inundaba el ambiente y rezó por poder
vaciar de leche a su compañera y darle más y más placer. Los fantasmas volvían y no debía ser así. Ambas le pidieron a Dios por más goce. Ambas le suplicaron, en silencio, ser Reinas
una vez más, esa noche. Podían hacerlo violentamente, y terminar guasqueando
en un par de minutos, pero se cuidarían de eso. Por turnos, una arriba de la otra, paraban los
chupones solo para poder contemplarse y frotar las vergas más fuertemente
y entonces ver como el delicioso rostro de la otra se contraía de placer.
Luego, volvían a besarse y rodaban por el suelo hasta que la que había
estado arriba, ahora se encontraba debajo y entonces dejaban de besarse
y se daban vergazos cada vez más potentes y profundos. Entrechocaban y restregaban y volvían a entrechocar
las pelvis hasta que casi soltaban la leche y entonces, veloces y sabias,
se detenían y se entregaban al placer de entrelazar las lenguas mientras,
abajo, las pijas se calmaban un poco. Era un exquisito sube y baja del placer, donde,
en cada vuelta, llegaban un poco más al limite. En la siguiente vuelta, se abandonaron a un apasionado
entrechocar de vergas y tetas. Wanda golpeaba y refregaba con su palo
y Jessica contestaba de la misma manera. Los pezones se frotaban contra
los pezones. Palo a palo, gemido a gemido, el placer estallaba en las
entrepiernas y se radiaba a todo el cuerpo. Gotas de blanca leche se escapaban de las llenas
vergas y las hembras lloraban y jadeaban del goce y no querían acabar
jamás. En un último y desesperado esfuerzo conjunto, lograron detener
el que sería un explosivo derrame y regalarse, así, minutos de Supremo
Placer. Quedaron abrazadas e inmóviles largo rato, sintiendo el latir
de sus pedazos a punto de reventar. Evitaban el menor movimiento, por
temor a que la mínima fricción provocara el derrame. Se murmuraban bellísimas
y calientes palabras al oído y se prometían más y más placer. Pero la carne caliente reclamaba una violenta
descarga. Tenían que vaciarse, aunque no quisieran. Casi no se dieron cuenta cuando retomaron la
refriega. Primero fueron débiles caricias de las pijas entre si. Después
se transformó en un apasionado y brutal intercambio de vergazos, a toda
entrega y en medio de alaridos de gozosa furia. Venia, venia y ya ninguna
de ellas era capaz de pararlo. Abrazadas con desesperación, emprendieron
el mutuo ataque final y acabaron derramando y mezclando sus calientes
leches. Los chorros blancos bañaron muslos y vientres. Las Reinas se dejaron estar, llorosas y abrazadas... (c) Tauro, 2000 Si querés decirme algo, mandame
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