El pensamiento de Juan Luis Segundo en su contexto

           

eseñas y comentarios 

 

 

10. Acedia ante el pueblo creyente 

 

«La fe cristiana, está convertida hoy en infantilismo y sumisión al orden establecido... » «Aún si el creyente llegase eventualmente a confesar a Jesús como Mesías, Hijo de Dios, o hasta Dios, eso no impediría, sino que por lo contrario haría que hiciese de Jesús un ídolo» (Juan Luis Segundo)

«Yo, agnóstico, pero también un historiador que trata de ser objetivo, os digo que debéis reaccionar en nombre de la verdad ¿por qué no pedís cuentas a quienes os las piden a vosotros» (Leo Moulin)

 

 

Las obras de Juan Luis Segundo reflejan el tipo de pensamiento secularista: tolerante y simpático con el así llamado hombre de hoy, por el que se entiende preferentemente el ateo o el creyente-en-crisis de fe1.

Por el contrario, ese pensamiento es intolerante, sarcástico y predispuesto contra el creyente, al que Juan Luis Segundo zahiere frecuentemente con ironías o frases ofensivas para su sensibilidad. Sobre el creyente recae una sospecha sistemática, lo cual equivale a decir una condenación previa al juicio. Sospechado de ser de ayer, de rendir culto falso o a un dios falso, de ser infantil o cómplice perverso. La sospecha de idolatría no la dirige Juan Luis Segundo en ningún momento contra el ateo sino contra el creyente. Sin embargo, no se puede negar razonablemente que alguno de ellos no esté inclinado a la idolatría precisamente por su condición de ateo. La fe, —pero no sólo ella sino hasta la ciencia de las religiones—, nos revela que ese es el mayor riesgo inherente a su condición de ateo. Si la codicia es como una idolatría, el riesgo de caer en la codicia es, digamos, por lo menos igual (?) para uno y otro. Con lo que la sospecha de idolatría debería repartirse también por partes iguales. ¿Cuál es entonces la razón de la desproporción en el reparto de las sospechas en el pensamiento de Segundo?.

Afirma Juan Luis Segundo que poco importa que uno sea creyente o incrédulo, que lo que importa es que tanto incrédulos como creyentes «acepten los mismos valores morales y los hagan llegar de la manera más efectiva a su prójimo». Queda así de lado la doctrina revelada acerca de la justificación

por la fe y se reintroduce por la puerta de atrás la justificación por las obras: «no importa lo que se crea mientras se haga lo que hay que hacer. Nada hay de extraordinario en el creyente por el hecho de ser creyente». Esta visión no inspirará entusiasmos o fervores misioneros ni apostólicos porque proviene de la sustitución secularista de la justicia religiosa por la que proviene de la moral natural. En la revelación cristiana, la fe justifica, porque introduce en la comunión con Dios. En el sistema moral-naturalista es el tribunal humano de la razón el que declara justo. Se pasa del juez divino al juicio humano y de una justificación religiosa a una justificación humana.

Conviene repetir aquí un texto de Juan Luis Segundo, aunque ya lo hayamos citado antes, porque viene a cuento para ejemplificar este aspecto de su pensamiento y porque nos obligará a largas pero significativas clarificaciones: «Afirmo pues, que desearía, en este trabajo sobre Jesús, entrar en diálogo con los ateos; pero tengo que precisar que para eso me basta que sean ateos ‘potenciales’. Llamo ateísmo potencial al hecho de considerar ciertos valores humanos como un criterio previo y superior a toda creencia religiosa determinada2; y estimo —y diré por qué en los primeros capítulos de esta primera parte— que quien no esté dispuesto a este tipo de ‘ateísmo’ (que postulo por igual para los cristianos) no será capaz de reconocer la importancia histórica y la significación de Jesús. Aún si llegase eventualmente a confesarlo como Mesías, Hijo de Dios, o hasta Dios, eso no impediría, sino que por el contrario haría que hiciese de Jesús un ídolo»3.

En otras palabras: una opción moral previa es la que salva al creyente de ser un idólatra y la que lo justifica. Todos los creyentes que no cumplen este requisito están haciendo de Jesús un ídolo. Recuérdese, además, que en otros textos, algunos de los cuales hemos citado más arriba, esa opción moral se presenta como una opción política, la cual, en el contexto de la época, no era necesario explicitar mucho para saber cuál era.

 

 

10.1. Diálogo sin autodenigraciones

 

Juan Luis Segundo toma, pues, distancia del pueblo creyente al que considera sumido en su «idolatría de Jesús». Tampoco en esto es del todo original. Es una de las tantas víctimas de un difundido complejo de culpa católico que está dispuesto a confesarse culpable de todos los males del mundo porque ha internalizado las visiones críticas secularistas, del evolucionismo religioso, el moralismo kantiano y las reducciones gnósticas, detrás de las cuales, como ha mostrado Voegelin se mueven hilos políticos mundiales y, como ha señalado Del Noce, sirven a la culpabilización del catolicismo proveyendo de tópicos a la actual persecución cultural de la que está siendo objeto.

Sin embargo, no es posible un diálogo fecundo entre creyentes y ateos si se diluyen las diferencias por caminos como éste por el que intenta transitar Segundo junto con tantos otros católicos, pensadores o no.

El historiador y sociólogo belga Leo Moulin, un ateo y agnóstico, aunque quizás no del tipo que imaginaba y con el que simpatizaba Segundo, ha descrito las condiciones de un diálogo en forma muy distinta y a la vez más realista y respetuosa: «No puede haber diálogo auténtico y fecundo más que entre posiciones firme y claramente definidas. Los pensamientos inconsistentes se encuentran pronto entre sí y se interpenetran con facilidad; pero eso ocurre siempre en detrimento de su fuerza y de los valores que defienden. Un magma gelatinoso lleno de buena voluntad y de ternura humana, una fe atiborrada de complejos de culpabilidad histórica, un ‘libre-pensamiento’ demasiado humanitario, no constituyen el fundamento de un diálogo auténtico y de resultados prometedores. Por el contrario, es necesario que creyentes y no creyentes se presenten a dialogar con la plena conciencia de los valores que entienden defender e ilustrar, y de lo que cada uno arriesga en el debate que entabla. En esta óptica, un desacuerdo fundamental, claramente percibido y afirmado, vale más que un acuerdo nebuloso» [...] «es importante sobre todo que los cristianos se sepan y quieran ser cristianos y se acepten como tales. ‘Nuestro siglo, escribía ya Massillon, está lleno de esos semi-cristianos que bajo pretexto de despojar la religión de todo lo que la credulidad o los prejuicios pudieran haberle agregado, despojan a su fe de todo mérito’»4.

No puede establecerse ningún diálogo evangelizador del mundo de la increencia si se pretende fundarlo sobre la autodenigración y la renuncia a la propia identeidad. No es necesario abandonar la fe para ganar el corazón y la audiencia de los ateos. Si algún no creyente pretendiese imponer esa condición previa, ya se habría cerrado de antemano a cualquier diálogo verdadero, digno de ese nombre, y respetuoso de la dignidad de su interlocutor creyente. Si algún creyente concediese, de partida, dialogar concediendo que la fe es «de ayer» o «que no hace justo a los ojos de Dios» o que la Historia (que cuentan los hombres) juzga a la Revelación, ya habría apostatado y estaría entablando un diálogo sólo aparente. En realidad, estaría firmando una confesión mentirosa.

Algunos podrán estimar que es de alabar la actitud de apertura de Segundo con relación a la mentalidad y los interrogantes del mundo actual. Los gnósticos se precian de ello. Pero el camino por el que emprenden el diálogo es equivocado porque lo hacen desde una actitud de auto-antipatía y al precio del desdibujamiento de la identidad cristiana, ya que conceden la razón, sin discutirlas, a las críticas anticatólicas de la modernidad y a los tópicos justificadores de la violencia cultural anticatólica actual.

Leo Moulin, el ateo y agnóstico que hemos citado, dice algo que le hubiera ayudado quizás a Segundo a superar lo que parece un complejo de culpa por ser creyente y que motiva la acedia visceral y la vergüenza por el pueblo al que pertenecía, reflejada en sus escritos: «Haced caso a este viejo incrédulo que sabe lo que dice: la obra maestra de la propaganda anticristiana es haber logrado crear en los cristianos, sobre todo en los católicos, una mala conciencia, infundiéndoles la inquietud, cuando no la vergüenza, por su propia historia. A fuerza de insistir, desde la Reforma hasta nuestros días, han conseguido convenceros de que sois los responsables de todos o casi todos los males del mundo. Os han paralizado en la autocrítica masoquista para neutralizar la crítica de lo que ha ocupado vuestro lugar. Feministas, homosexuales, tercermundialistas y tercermundistas, pacifistas, representantes de todas las minorías, contestatarios y descontentos de cualquier ralea, científicos, humanistas, filósofos, ecologistas, defensores de los animales, moralistas laicos: Habéis permitido que todos os pasaran cuentas, a menudo falseadas, sin discutir. No ha habido problema, error o sufrimiento histórico que no se os haya imputado. Y vosotros, casi siempre ignorantes de vuestro pasado, habéis acabado por creerlo, hasta el punto de respaldarlos. En cambio, yo (agnóstico, pero también un historiador que trata de ser objetivo) os digo que debéis reaccionar en nombre de la verdad. De hecho, a menudo es cierto. Pero si en algún caso lo es, también es cierto que, tras un balance de veinte siglos de cristianismo, las luces prevalecen ampliamente sobre las tinieblas. Luego: ¿por qué no pedís cuentas a quienes os las piden a vosotros? ¿Acaso han sido mejores los resultados de los que han venido después? ¿Desde qué púlpitos escucháis contritos ciertos sermones?»5.

El Cardenal Ratzinger ha dicho en este mismo sentido: «A este autoanálisis flagelador, practicado por muchos contra la propia Iglesia católica, se unía una disposición poco menos que angustiosa a aceptar con absoluta seriedad todo el arsenal de las acusaciones contra la Iglesia, sin excluir una sola»6.

Tanto en el mundo comunista como en el occidental se ha adiestrado a los católicos para la acedia, para avergonzarse de sí mismos y sentirse culpables. Debido a eso se puso de moda, predominantemente entre los cuadros intelectualizados del catolicismo, la autocrítica a ultranza, autodenigradora y autodemoledora7. Así se explica cómo el tema de las compulsiones autoflageladoras, inducidas desde afuera de la Iglesia por los poderes de este mundo, nos llevan como de la mano a ciertas formas de acedia intraeclesiales y a la formación de un partido dentro de la Iglesia: «A nadie le gusta la hostilidad del mundo ni la persecución. La irritación del mundo contra los fieles termina causando irritación entre los fieles. Algunos, queriendo evitarla, piensan equivocadamente que podrán bienquistarse el mundo dándole razón y cediendo a los pretextos de los críticos y de los perseguidores. Surge así un ‘partido del mundo’, que aspira a la asimilación, y a través del cual la persecución se introyecta en la comunidad misma, con formas intraeclesiales de mundanidad mental, con diversidad de criterios y con críticas a los demás. Críticas que defienden puntos de vista mundanos con razones cristianas. Por eso, esta tentación, del mundo internalizado y defendido con etiquetas y argumentaciones ‘cristianas’, es singularmente pérfida y engañosa»8.

El desafecto de Juan Luis Segundo hacia el pueblo creyente debe leerse en las coordenadas de este fenómeno que lo explica. Este es el marco que permite comprenderlo como vergüenza por el propio pueblo y como un espíritu de acedia, del cual, hay que repetirlo, tampoco es Juan Luis Segundo el creador sino un convencido y fervoroso ministro. Ese desafecto proviene de que Juan Luis Segundo comparte las acusaciones y condenaciones modernas contra los creyentes, como se ve claramente, sobre todo, en su libro El dogma que libera.

No quiere decir esto que no se pueda ver nada malo dentro del pueblo que es la Iglesia. Al contrario: la caridad es lo que le permite a san Pablo ver y corregir, sin temor a entristecerlos con sus correcciones, a los cristianos de Corinto. Juan Pablo II nos invita a un examen de conciencia y a una confesión de culpas al final del milenio. Pero si ha sido injusto acusar a todo el pueblo judío de los pecados cometidos por algunas de sus autoridades, en un momento histórico, contra Cristo y los cristianos, tampoco sería justo hacer responsables a todos los católicos de los crímenes cometidos, en otros tiempos y por algunos. Un juicio injusto no se remedia con otro juicio injusto.

 

 

10.2. Amar en el Pueblo lo que Dios ha hecho

 

Si Pablo hubiese pensado como Juan Luis Segundo, se habría instalado en Atenas entre los religiosísimos agnósticos del Areópago (Hch 17,22) y no entre los Corintios, algunos de los cuales cometían fechorías que ni siquiera entre paganos ni judíos eran aceptadas y sin embargo dejaban impávida a la comunidad (1 Cor 5,1). Pero fueron éstos los que recibieron con fe la palabra. Y en éso se reveló un Misterioso designio de Dios que Pablo acata, adora y ama.

Glosando el dicho de Juan Luis Segundo en su impugnación de la Instrucción sobre la Teología de la Liberación y contra el Cardenal Ratzinger, podríamos decir que si la teología de Pablo es verdadera, la de Juan Luis Segundo no lo es. Algo falla aquí, en efecto. Es, por un lado, la conciencia de que la fe es obra de Dios y de que ella es el comienzo, la justificación, pero no todavía la salvación. Falla también la eclesiología del pueblo de la Nueva Alianza, debida a la falta de congenialidad de Juan Luis Segundo con las categorías de pensamiento bíblicas.

Los creyentes, habiendo sido justificados ante Dios por la fe, estamos en camino de salvación: «con el corazón se cree para la justicia y con la boca se confiesa para la salvación»9, «habiendo sido alcanzado por Cristo, corro por ver si le doy alcance»10. Lo que merece consideración en nosotros no es lo que hemos hecho, sino lo que Dios ha comenzado a obrar en nosotros, y nosotros debemos secundar: «el que se gloría que se gloríe en el Señor»11. La obra de Dios en los fieles es lo que encomia Pablo al comenzar sus cartas, antes de pasar a reprobar tantas fallas humanas en sus comunidades. La fe —fides qua y quae— de los fieles es el motivo que tiene el pastor para amar al pueblo de Dios porque es la obra de Dios en ellos. Como le hace decir la liturgia: «no mires mis12 pecados sino la fe de tu Iglesia».

Se echa de menos en Juan Luis Segundo el amor al pueblo de Dios, como tal y tal como es. Es decir, propiamente, más que una necesaria corrección de sus juicios, una rectificación de la actitud cordial, del afecto pastoral, en una palabra: de sus prejuicios secularistas, modernos.

Se echa de menos en Juan Luis Segundo lo que ataba a Moisés al pueblo. Lo que ataba a Jesús a sus discípulos, Judas incluido: «estos son los que tú me diste, Padre». En el tratamiento que hace Segundo del tema masas-minorías, cristianos del común o de élite, una mayor conciencia de que la Iglesia, numerosa o no, es el pueblo de Dios, convocado por Él, y un amor a ese pueblo tal como es, con sus dolorosas miserias incluidas, hubiera ahorrado muchas páginas llenas de aporías.

Pablo, que veía en la fe de sus cristianos una obra de Dios, y que en el puñadito de fieles que el Espíritu Santo había congregado, miraba al pueblo de Dios como si fuera multitud ingente, se alegraba y daba gloria a Dios por ellos. Es más, les reconocía la obra de Dios en ellos como una gloria, la única de la que eran acreedores, puesto que por su conducta moral, social y eclesial no todos eran dignos de alabanza. Esa sensibilidad para la obra de la gracia y ese afecto por el concreto pueblo de Dios histórico, es lo que se echa de menos en Segundo y lo que explica su mirada distante y hasta hostil, hacia el creyente. Dios había decidido fundar su pueblo, no con una élite moral sino, por lo menos en parte, con unos gentiles masificados y groseros (1 Cor 1,26-31). En la imposibilidad de entender esto, Segundo se muestra heredero de los genes kantianos, que reducen la religión a los límites de la razón y de una moral autónoma y confunden con ella la justificación ante Dios. Está afectado por el mismo mal de acedia ilustrada que caracteriza nuestra civilización moderna y posmoderna.

Jesús, Buen Pastor, habla de otras ovejas que no son de este redil y que quiere traer para que haya un solo rebaño y un solo pastor. El amor a esas futuras ovejas, (digamos a los «buenos ateos» predilectos de Segundo), no le distancia afectivamente de las que están, ni siquiera de las que se pierden y hay que ir a buscar, (digamos de los «malos» creyentes a los que los pensadores como Segundo flagelan golosa e incansablemente). El juicio que Segundo comparte y hace suyo, se parece demasiado al de una eticidad ecléctica con elementos neoestoicos y epicúreos y, finalmente, con la moral del racionalismo ilustrado. No parece el juicio de un pastor. No es ciertamente como el de Pablo.

En su alegado afán por hacer aceptables los dogmas cristianos a los incrédulos, o a los creyentes en crisis de fe, la ideología gnóstico-secularista a la que está afiliado Segundo reduce los Misterios hasta vaciarlos y hasta hacer sospechosa la fe de los que los creen, como si fueran ignorantes, no iluminados, fundamentalistas o integristas. Si su obra abunda en expresiones hirientes para la sensibilidad de los creyentes, esto no sucede por casualidad; es el desahogo del afecto de un grupo: a él también le irrita la fe sencilla y la fidelidad firme, y por eso, como tantos otros, también él la zahiere. El estilo zumbón, burlón, irónico, de Segundo es un ejemplo típico de las burlas nacidas de la acedia13.

Consciente de ello, Juan Luis Segundo se adelanta a disculparse en algunas ocasiones con expresiones como éstas: «¿será demasiado injurioso el aceptar que la teología sacramental ha sufrido más la influencia de las presiones sociales inconscientes que la del Evangelio mismo? Por más irreverente y aún inverosímil que nos pueda parecer...»14. «Esa alegría no era destructiva. O, por lo menos, así lo pretendo...»15. «La fe cristiana, convertida hoy por las tendencias mencionadas en infantilismo y sumisión al orden establecido...»16. «Aún si llegase eventualmente a confesarlo como Mesías, Hijo de Dios, o hasta Dios, eso no impediría, sino que por el contrario haría que hiciese de Jesús un ídolo»17.

 

 

10.3. Un ejemplo

 

Un ejemplo ilustrará al lector acerca de las consecuencias de la difusión de esta doctrina.

En el diario de Montevideo El País, del 09-06-1996, se le hizo una entrevista a un sacerdote jesuita uruguayo, que no oculta ni las simpatías con el pensamiento de Juan Luis Segundo ni lo que le debe intelectualmente, quien, en vísperas del tercer milenio y cuando la Iglesia se ha lanzado con nuevo impulso a la evangelización, dice: «No estoy tan preocupado porque la gente crea en Dios, al menos esa es mi interpretación del Evangelio. Prefiero que la gente ejercite el amor, la solidaridad y otros valores de este tipo porque allí radica la salvación de las personas». Este sacerdote jesuita no hace sino repetir lo que Juan Luis Segundo y otros han dicho y dicen. Es cierto que no todos los que piensan así le deben su formación directa y/o exclusivamente a Segundo. Como ya se ha dicho repetidas veces, la reducción de la religión a los límites de una moral razonable, tentación sufrida ya por los Gálatas a los que Pablo califica por eso de insensatos, es una amplia corriente de pensamiento de la cual Segundo no es creador sino un repetidor acrítico, un representante más y un influyente divulgador. Tanto más influyente cuanto su verdadera pertenencia intelectual se ha mantenido, hasta ahora, en la sombra.

 

 

10.4. Ateísmo y fe

 

Volviendo a la simpatía de Segundo por el ateo y a su antipatía por el creyente, parece significativo y hay que señalarlo a continuación, cómo Segundo envuelve en una nube dialéctica las diferencias entre el ateo y el creyente, hasta el punto de hacer apreciar al ateo como si fuera un verdadero creyente y de reprobar al creyente como si fuera un incrédulo, o peor aún, idólatra. El pensamiento de Segundo al respecto está gobernado por la comparación, falta de equidad, entre el buen ateo y el mal creyente. Un enroque de conceptos semejante gobierna, en otros tramos de sus escritos, su manejo de los conceptos de fe e ideología: «En efecto —dice Segundo— al hablar del ateísmo no estamos hablando de los otros. Se trata de algo mucho más profundo, y hasta mucho más inquietante: nuestra existencia cristiana, si es verdaderamente auténtica, tiene que ser un continuo camino del ateísmo a la fe. Para decirlo de una manera que choque, de una manera paradójica, el ateísmo es un elemento necesario de nuestra fe»18.

 

 

10.5 «La tentación blochiana»: Ernst Bloch

 

Antes de seguir analizando este aspecto del pensamiento de Juan Luis Segundo conviene señalar sus raíces. El pensador marxista Ernst Bloch, conocido por su obra El principio esperanza escrito en los años cincuenta, publicó en 1968 su libro Ateísmo en el Cristianismo. Acerca de la Religión del Éxodo y del Reino19. En esa obra, Bloch trata de demostrar que «sólo un ateo puede ser un buen cristiano y sólo un cristiano puede ser un buen ateo». Es el mismo enroque conceptual que practica Segundo en sus obras.

Sin entrar a discutir dependencias, señalar préstamos de ideas o rehacer itinerarios bibliográficos, nos interesa aquí caracterizar atmósferas de pensamiento, aires que se respiran, no importa por qué ventana hayan entrado.

Es indudable que una misma atmósfera se respira, al respecto, en la obra de autores como Metz20 y Juan Luis Segundo. El mismo tema subyace al pensamiento de Karl Rahner sobre el «cristiano anónimo»: «Un ateísmo categorial inculpable puede ser un teísmo trascendental libremente aceptado». Es posible: «una auténtica ‘revelación’ constituida por el mismo ofrecimiento de la gracia salvífica, antes incluso (en el plano lógico y cronológico) que la comunicación histórica y a posteriori de un contenido objetivo mediante la revelación histórica» [...] «En el ateo categorial un teísmo trascendental libremente acogido puede ser o bien ya es revelación, posibilidad de fe y fe salvífica» [...] «Un teísmo elevado por la gracia y libremente aceptado por la gracia misma (que es de por sí una posibilidad de fe y, por tanto, fuente de justificación) es ya un cristianismo implícito» [...] «Tal teísmo trascendental y de naturaleza existencial, aunque no sea objetivamente reflejo, es posible y se da en el ateo (categorial) inculpable que actúa en el plano moral comprometido incondicionalmente con el bien. Y, por consiguiente, en un tal ateo nos encontramos con un cristianismo implícito»21.

Nos interesa detenernos en este asunto para ubicar el pensamiento de Juan Luis Segundo en la constelación de su tiempo.

E. Bloch pertenece, como Metz, al grupo de los pensadores secularistas de la «Teología de la Esperanza» a los que la sentencia de K. Rahner rinde un buen servicio.

Véase cómo describe Augusto del Noce la relación entre estos autores desde el punto de vista de la historia del pensamiento: «Es sabido cómo la obstinación en la cosificación propia de la sociedad opulenta dio origen a la contestación: aquél ordenamiento político y social que ha puesto como fundamento la liberación de la ‘pretensión totalitaria de las varias ideologías’ pero que no logró dar su lugar al sentido de lo humano. De aquí proviene el pasaje a la nueva forma de la teología de la secularización, aquella que se remite al ‘futuro’, a la ‘revolución’, a la ‘esperanza’, y en la que se han hecho particularmente conocidos los nombres de Moltmann y Metz.

En esta línea podemos distinguir dos grados. El primero lo representa la tentación blochiana, o sea la de la conversión del cristianismo al marxismo a través de Bloch, o por lo menos de la confluencia del cristianismo y del marxismo por medio de Bloch. Nada muestra mejor el abismo que media entre los nuevos teólogos y los católicos tradicionales que el éxito de su obra en los ambientes religiosos, tanto católicos como protestantes.

La obra de Bloch, de hecho, no es más que la versión marxista de una tesis que tiene remotos orígenes, y según la cual la historia del verdadero cristianismo coincidiría con la historia de la herejía. Hasta hace pocos años los creyentes habrían exultado con la demostración de que la herejía lleva al ateísmo, sobre todo si esa tesis la hubiera demostrado un pensador extraño a las tradiciones religiosas. ¡Hoy en cambio, Bloch es poco menos que contado entre los apologetas, en nombre de la tesis que afirma el ateísmo del verdadero cristiano! [...] Así, se habría abierto la puerta a Bloch, al Dios futuro, a la reivindicación de la utopía del marxismo, a la religión como utopía. Y ahora el misterio de la posición religiosa de Heidegger se habría revelado, dado que su pensamiento, que rechaza necesariamente los puntos de vista teológicos tradicionales, estaría sin embargo destinado a continuar en la línea de Bloch»22.

 

 

10.6 Émulo de Milan Machovec

 

Conviene recordar aquí, en esta misma línea de pensamiento cuyo mapa ha trazado Augusto del Noce, la tesis de otro autor, también marxista centroeuropeo como Bloch, a quien Juan Luis Segundo proclama que desea «imitar y superar».

La tesis central del marxista checoeslovaco Milan Machovec, en su libro Jesús para ateos23 se deja resumir así: «Si bien se mira, Jesús no pertenece sólo a los creyentes. Una mirada más profunda mostrará que la historia de Jesús pertenece también a los rebeldes de estos dos mil años transcurridos, a los herejes y a los ateos, así como a los marxistas y comunistas de los últimos tiempos. Por eso es posible hablar hoy de Jesús para ateos. Esta ‘cristología desde abajo’ es una concepción que no implica la aceptación de las afirmaciones de fe sobre su divinidad, sino que atiende al Jesús histórico, accesible a todos y que pertenece a todos».

Machovec afirma también que «no es verdad —como lo piensan a menudo los cristianos— que cuanto menos marxista sea uno, más tiende hacia el cristianismo. Por el contrario, cuanto más profundamente y con más exigencia se comprende a sí mismo el marxista y comprende el enorme alcance de su tarea, cuanto más marxista es el marxista, tanto más hondamente podrá alcanzar a la tradición judeo-cristiana y podrá saludar a los cristianos como hermanos y posibles aliados. No serán los traidores ni los desertores, sino los verdaderos marxistas los que puedan ofrecer un auténtico servicio al cristianismo y a los cristianos».

Y viceversa: «Los que incitaron a millares de marxistas a considerar la religión de una forma más matizada no fueron ciertamente ni los cristianos ‘de la misa dominical’, ni los cristianos por rutina, ni los ‘políticos cristianos’, ni los desertores; fueron [...] aquellos hombres profundamente cristianos, que no pudieron ser acusados, ni siquiera por el más rígido guardián de la ortodoxia marxista, de servilismo al capital o de difusión del opio del pueblo, los que obligaron, por así decirlo, no con la fuerza, sino con la apertura y el amor, a los teóricos marxistas a revisar algunas de sus antiguas tesis sobre el cristianismo». Y dulcifica la concesión: «Sobre este punto de vista, todavía no hay nada maduro, pero todo está ya en movimiento»24.

Esta ideología apunta a crear una convergencia entre cristianos y marxistas sobre una base que, para ser común, excluye de entrada lo que constituye la identidad cristiana: la fe en la divinidad de Jesucristo. Pero no con los que obedecen a los cánones de la ortodoxia creyente, sino con los aprobados por los rígidos guardianes de la ortodoxia marxista, es decir: con los que no dan culto a Dios el domingo ni enseñan el catecismo, opio del pueblo, sino que ponen su cristianismo en el culto del hombre con la apertura al moralismo interhumano. El discurso marxista es profundamente moralista.

A posibilitar esta «conversión política» del creyente católico —que es, en realidad, una apostasía, por más insensible e indolora que se la presente—, apunta el intencional desdibujamiento de las fronteras entre ateos y creyentes, y la tesis de que la fe es secundaria y que el terreno en que todos pueden y deben coincidir es el de la opción moral-política. Con el mismo fin, paralelamente y mediante las mismas manipulaciones dialécticas de las ideas, se diluyen los límites entre fe e ideología. Para motivar la conversión política de los católicos, se les promete, a cambio, la posible conversión de «miles de marxistas que se encuentran en el umbral de ese reconocimiento» y cuyos «pasos ulteriores dependerán en parte de los cristianos»25.

Esta promesa encierra otra extorsión moral más, que es conveniente advertir porque forma parte del acostumbrado arsenal parenético del «diálogo» marxista con los católicos: «si los católicos no se convierten, serán culpables de la inconversión de los marxistas». Y la conversión de los marxistas pasa por la previa conversión política de los creyentes. Los hechos demuestran otra cosa.

 

 

10.7. El ateísmo maestro de la fe

 

El siguiente texto de Juan Luis Segundo, más extenso, prosigue desarrollando su pensamiento acerca de este tema. Propiamente es su climax y su colofón. Como es habitual, también en este texto pululan los equívocos, las inexactitudes, las afirmaciones simplemente falsas, las citas retorcidas26: «Pensamos que es nuestra fe la que nos separa de ellos [de los ateos] cuando en realidad, lo que nos separa no es más que nuestra propia incredulidad! ... Quizás ahora podamos comprender mejor lo que debe ser el ateísmo, según el plan de Dios, para nuestra fe. Porque comprendemos que Dios es, en nuestra existencia, un llamado íntimo, continuo, hacia las verdaderas soluciones más difíciles, porque no consisten en esa síntesis prematura, falsa, que sacrifica la verdad en una componenda y que nos deja satisfechos y tranquilos en nuestra mediocridad [...] Pues bien, el ateísmo, cuando es sincero y auténtico es justamente esa imposibilidad de ver a Dios en las realizaciones mediocres, en las componendas de los hombres. Y cuando el ateo se niega a adorar a ese Dios a quien nosotros parece que quisiéramos comprometer en nuestras soluciones de facilidad, en nuestras hipocresías, debe hacernos recordar que nada malo es compatible con Dios. El ateísmo debe enseñarle a nuestra fe continuamente, radicalmente, que Dios está por encima de nuestra mediocridad en el valor más puro, más absoluto y más total. Frente a Dios, sólo el descontento sincero y la inquietud igualmente sincera ante todo lo limitado que hacemos en su nombre, puede darnos la seguridad de que nuestra fe cree verdaderamente en Dios, y no en una pobre idea hecha de nuestras comodidades y nuestras pequeñas trampas.

¿Qué nos separa del ateo que busca sinceramente? Nada. San Agustín le decía, en nombre de Dios, a ese ateo: no me buscarías si no me hubieses encontrado ya. Dios está ya en su alma por esa búsqueda sincera de un Dios que no esté comprometido con la mediocridad y el egoísmo de los hombres. Si algo nos separa de ese hombre, no será ciertamente el Dios en quien creemos, Dios que orienta su búsqueda y la nuestra. Será el que nosotros, que pretendemos haberlo encontrado, dejemos de buscarlo, dejemos de sentir su enorme trascendencia, lo acomodemos a nuestro mundo habituado y cómodo. Entonces él dirá casi la misma frase que le decía san Agustín al ateo, pero esta vez será una condenación: si me hubieras encontrado, me estarías buscando todavía. Porque el que deja de buscar, no puede decir que ha encontrado a Dios. Sólo puede haber encontrado una caricatura de Dios. Si al final de estas páginas estamos capacitados para comprender mejor que el ateísmo es un elemento necesario de nuestra fe, la finalidad de esta obra se habrá realizado. Porque éste es su más cerrado resumen: nuestra noción de Dios debe recorrer sin cesar el camino que va del ateísmo a la fe»27.

 

 

10.8. El buen ateo y el mal creyente

 

Podrá comprobarse leyendo las glosas a este texto en el Anexo 3, cómo Juan Luis Segundo se remonta y aparta de la realidad durante su periplo lógico, para extraviarse, y extraviar consigo al lector, en los laberintos de su dialéctica. En vez de analizar las cuatro posibilidades reales: 1) ateo sincero, 2) ateo insincero, 3) mal creyente, 4) santo, Juan Luis Segundo lleva todo su análisis lógico a la abstracción y a la comparación injusta entre el mal creyente y el ateo sincero que lo es a causa de los malos creyentes. De allí, universalizando, saca luego conclusiones acerca del ateísmo y de la fe en sí, pero de manera que, de la fe, no brinda la imagen verdadera, sino la deformada por la patología. Juan Luis Segundo, baraja los niveles y pasa de la consideración teórica del ateísmo a la consideración social y psicológica del ateo. Por otro lado practica una reducción gnóstica de aquel conocimiento real de Dios que brinda la fe, ya que la fe «no termina en los enunciados, sino en las realidades»28. Juan Luis Segundo no pinta la realidad saludable de la fe sino su patología en los malos creyentes, que resulta ser su estado universal., (¿quién sin faltar a la humildad pretenderá no ser pecador?). Juan Luis Segundo debió aplicar el principio abusus non tollit usum29, para comprender que los pecados de los creyentes no invalidan la fe en sí misma. Sin embargo, ahí está la punta de lanza de sus argumentos.

Juan Luis Segundo compara tipos individuales y no grupos humanos. Queda así comparado el ateo y el creyente, pero no el pueblo de Dios con otros grupos humanos, partidos o pueblos. Este planteo comparativo entre tipos humanos ‘individuales’ es tributario del modo de pensar del individualismo racionalista.

Además, en este planteo, asistimos a otra arbitrariedad más: el mal creyente descalifica a la Iglesia; pero las virtudes del buen ateo encubren la maldad de la comunidad política en la que se inserta. Así es colocada de nuevo la Iglesia en el banquillo de los acusados y resulta víctima de la persecución moral mientras que la comunidad de los ateos queda, otra vez más, al margen de todo juicio y responsabilidad histórica por los errores derivados de sus teorías. La comparación de Juan Luis Segundo es in-aequa porque la conducta del individuo creyente redunda en descrédito de la Iglesia, mientras que las virtudes del individuo ateo encubren y acreditan la comunidad atea en la que se inserta, y cuyos males no se toman en consideración.

Juan Luis Segundo soslaya plantear teológicamente el rol del pueblo de Dios de cara a la Humanidad, tal como lo planteó el Vaticano II en la Lumen Gentium y en la Gaudium et Spes. En este sentido, el planteo de Segundo puede decirse preconciliar.

Se comprende perfectamente el asombro del P. Calvez, al ver a Segundo defendiendo un marxismo inexistente, ante una Instrucción que se refiere a los marxismos concretos. Aquí también idealiza Segundo de tal manera los términos de su comparación que no se sabe a qué realidad puede estarse refiriendo su reflexión, o si funciona solamente en el mundo imaginario que Segundo confunde con la realidad.

Pero además, como lo ha dicho con gentil discreción un crítico: «Las afirmaciones de Segundo no están verificadas del todo, y no siempre son válidas. Esto no invalida su método, pero lo califica. Hay allí un problema de verificabilidad... compromiso es una cosa y formulación académica de una metodología es otra»30.

 

 

10.9. Debilidad por los ateos

 

A esta comparación injusta entre el buen ateo y el mal creyente, llega Segundo debido a su preferencia afectiva por el público no creyente. Esa preferencia, que no deja de notar y elogiar Matossian31, se va marcando y creciendo con el tiempo y es predominante en sus últimas obras: «No le ocultaré al lector —dice Segundo— que me tienta la idea de retomar, con más método y lógica si es que me fuese posible, la empresa que se propuso Milan Machove_ cuando escribió su Jesús para Ateos. En otras palabras, quisiera quitarle a la religión y/o a su interpretación teórica (teología) el monopolio del interés por Jesús y de la explicación de Jesús. Se me argüirá que emprender semejante tarea es algo bastante difícil para un autor que no hace secreto de su condición de creyente en Jesús de Nazaret. Pero este autor pretende igualmente que una tal declaración [déclaration] de fe32, exigida por su sinceridad con el lector, se encuentra ligada por lo general, en la cultura actual, a estereotipos y malentendidos que hacen temer que [dicha declaración] contribuya más bien a engañar al lector que a fijar claramente la posición del autor.

 «Pongamos un ejemplo. Temo que, entre mis lectores eventuales, sean bien pocos los que lleguen a concluir a partir de mi declaración de fe en Jesús, que, precisamente porque yo creo en Jesús y no a pesar de dicha fe, yo me siento más próximo de muchos que afirman no creer en él, pero que se interesan en los valores que trasmite su figura humana, que de la inmensa muchedumbre de ‘creyentes’ que, por el simple hecho de proclamar33 que Jesús es Dios, piensan haberse colocado en situación de ventaja para esta vida y la venidera»34.

 

 

10.10. Desafecto por el creyente

 

El texto es elocuente: denota acedia. Indicio del desafecto acedioso por el pueblo creyente y por la tradición, es —como se ha dicho y se puede ver reflejada en pensadores como Bloch y Machovec— el uso de expresiones despectivas, el escarnecimiento de aquellas cosas que les son precisamente más entrañables a los católicos. Entendámoslo, no a los marginales, a los más asimilados o a los que tienen ya un débil sentido de pertenencia y están en crisis de identidad, sino a los más convencidos y enterados de sus tradiciones y sus doctrinas: a los que van a misa el domingo, enseñan el «opio» a sus hijos y postulan la caridad sobrenatural como principio del verdadero amor entre los hombres.

Juan Luis Segundo se refiere de preferencia al mal creyente, y cuando habla del creyente común se ocupa de sus defectos, con lo que en la niebla dialéctica de su discurso, las siluetas del mal creyente y del creyente común se confunden. Su pensamiento es ciego, al parecer, para el rol salvífico de la Iglesia como pueblo de Dios, del buen creyente y, lo que es más grave, de la fe ut sic. Como Milan Machovec, Segundo descarta de entrada a los creyentes en cuanto tales.

Profesar que Jesús es Dios, nunca es —como desliza Segundo— «el simple hecho de proclamar que Jesús es Dios», si esa proclamación nace de una fe con la que se cree en el corazón para la justificación y se lo profesa con los labios para la salvación (Rm 10,10). No se trata pues de un simple hecho, es un acto salvífico, un acto teológico. Pero de nuevo Segundo arroja sombra sobre toda «confesión» a partir del abuso de la confesión hipócrita, hueca o vacía. De nuevo el abuso esgrimido contra el uso.

Por más pecador que el creyente sea, ha sido justificado y está en camino de salvación, si persevera en la fe y en la confesión conversora. Por la fe que confiesa —y que puede confesar porque Dios está obrando en él la fe—, el creyente aventaja, —¡sí, aventaja!— para esta vida y para la otra, a cualquier no creyente, por más moralmente bueno que sea. Lo aventaja porque participa en el misterio de la comunión con Dios. Y esto no redunda en su gloria propia —ante los hombres, porque sí la tiene ante los santos y los ángeles— sino que redunda en gloria de Dios, a quien la confesión del creyente se la tributa. El creyente debe darle esta gloria a Dios y debe resistirse a que se le sustraiga, pues ¿de qué tiene que gloriarse el que recibe un don gratuito e inmerecido? ¿Pero qué gratitud sería la del que no reconoce ni agradece el Don al Dador, ni celebra su prodigalidad?

En cuanto a los falsos hermanos, hipócritas que mintiesen con los labios lo que su corazón no cree, no sería justo que por su abuso se aboliese el uso. Pero estos hipócritas, hoy ¿quiénes son? Juan Luis Segundo no lo señala con precisión. Pero no hace bien, entonces, en arrojar su sombra descalificadora sobre toda la Iglesia y sobre la fe, y hacer de ellos, al mismo tiempo que los mantiene en el anonimato, principios de una reflexión «teológica» que no se puede verificar si está bien fundada. Lo que de hecho sucede es que la indefinición de la acusación de Juan Luis Segundo se extiende como una neblina de sospecha universalizadora sobre todos los creyentes. Pero ¿qué clase de «hipócritas» son éstos, que «piensan haberse colocado en una situación de ventaja para esta vida y la venidera»? Evidentemente que esta ulterior determinación del grupo de creyentes al que Segundo se está refiriendo, muestra que son los comunes creyentes. Los que creen en la vida eterna y creen sinceramente haber sido justificados por la fe. Esas son las dos «ventajas» que consideran tener todos los creyentes y por lo que no merecen ser aludidos con manifiesto menosprecio y censura, como lo hace Segundo. La justificación (ante Dios) es ciertamente ventajosa respecto de la injusticia ¿por qué vituperar al creyente por creerlo? Por creerlo, no por pensarlo, como dice Segundo con otra tergiversación tanto lógica como teológica que consiste en escatimar al acto de fe su condición de gracia y sugerir así que es puro pensamiento humano.

Pero todavía hay otra falsedad mezclada con esta frase: los creyentes no creen haberse colocado, (a sí mismos) en esa, sin duda ventajosa, situación creyente, sino que su fe les dice que han sido colocados (por Dios) en esa situación, muy ventajosa ciertamente para esta vida y para la otra. Si no fuera tan ventajosa ¿qué obligación de gratitud y de alabanza tendrían ante Dios?

La acumulación de tantas acusaciones y tergiversaciones en tan pocas líneas, es objetivamente insidiosa (sea cual fuere la intención subjetiva de Segundo). Pero ésa es sólo una muestra de lo que es habitual y característico en su estilo, y la expresión lógicamente coherente de su visión naturalista y gnóstica del acto de fe.

 

 

10.11. Fraude y doblez de la modernidad

 

En esto Juan Luis Segundo comete —ya lo hemos dicho— lo que Guardini ha llamado el fraude característico de la Edad Moderna: «aquella doblez, que consistió en negar de una parte la doctrina y el orden cristiano de la vida, mientras reivindicaba de la otra para sí la paternidad de los resultados humano-culturales de esa doctrina y de ese orden»35. Así Juan Luis Segundo en nombre de la humildad cristiana presenta al creyente como arrogante. En nombre de la verdad cristiana lo deja como hipócrita e insincero. Y atribuye, por el contrario, al ateo esas virtudes, que justamente lo convencerían de negarse a creer. Pero hay acusaciones y sospechas que el creyente verdaderamente humilde no puede aceptar y debe rechazar enérgicamente, porque se le hacen a costa de la gloria de Dios y no de la suya propia. Con sus acusaciones y sospechas, con sus contumelias, Juan Luis Segundo destruye tanto, o más, lo sano que lo enfermo en la carne de la Iglesia.

 

 

10.12. Más ejemplos

 

Vayan algunos ejemplos más de muestra, para documentar ese afecto que se trasluce en un lenguaje unas veces descalificador, otras despectivo o agresivo: La doctrina de la inspiración de la Escritura, es un presupuesto hermenéutico, como cualquier otro36. Dios no nos impone ceguera obediente a misterios ininteligibles37. La autorrevelación de Dios se hace en la realización del hombre38. Descubrir a Dios pasa por un proceso donde el hombre tiene que aprender a pensar y a investigar, sometiendo lo que cree saber39 a la experiencia de la vida40. Jesús nos ha salvado al mostrarnos cómo era y dónde nos esperaba Dios, al mismo tiempo que nuestra trascendencia como creadores: en la historia41. La Dei Verbum representa una posición tal vez aún ingenua42. Los ateos podrían contribuir al dogma cristiano43. El texto del Vaticano I donde se trata de la posibilidad de conocer la existencia de Dios es una mezcla sutil de filosofía aristotélica y de teología cristiana como toda la filosofía tomista44 Las afirmaciones dogmáticas son: lugares comunes que hay que desmontar. La enseñanza de los documentos del Magisterio es: una teología más45. Jesús ha sido bautizado como un pecador y no hubo en ello ‘teatro’ alguno46. El título mariano de Madre de Dios es fruto de una filosofía hoy superada. El cristiano común piensa que dirigiéndose a ella se obtienen cosas que Dios mismo no estaría dispuesto a otorgar47. El culto a la Madre de Dios es algo muy semejante a una diosa páredra48. El dogma de la Inmaculada Concepción es una fórmula dogmática vinculada sólo al plano religioso y cuesta ver que tenga relación con alguna liberación humana49. Sería fatigoso continuar la lista.

Ante todas estas expresiones acerca de Jesús y de María que caracterizan el estilo de Segundo, óiganse las recientes del Papa, que recomiendan y caracterizan otro: «Todo deberá mirar [en 1997] al objetivo prioritario del Jubileo que es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos. Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero anhelo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado. El primer año será, por tanto, el momento adecuado para el redescubrimiento de la catequesis en su significado originario de «enseñanza de los Apóstoles» (Hch 2,42) sobre la persona de Jesucristo y su Misterio de salvación. De gran utilidad, para ese objetivo, será la profundización en el Catecismo de la Iglesia Católica, que presenta fiel y orgánicamente la enseñanza de la Sagrada Escritura y de la Tradición viva de la Iglesia y del Magisterio auténtico, así como la herencia espiritual de los Padres, de los santos y las santas de la Iglesia, para permitir conocer mejor el Misterio cristiano y reavivar la fe del Pueblo de Dios. Para ser realistas, no se podrá descuidar la recta formación de las conciencias de los fieles sobre las confusiones relativas a la persona de Cristo, poniendo en su justo lugar los desacuerdos contra Él y contra la Iglesia.

«María Santísima que estará presente de un modo por así decir ‘transversal’ a lo largo de la fase preparatoria, será contemplada durante este primer año en el Misterio de la Maternidad divina. ¡En su seno el Verbo se hizo carne! La afirmación de la centralidad de Cristo no puede ser, por tanto, separada del reconocimiento del papel desempeñado por su Santísima Madre»50.

 

 

10.13. Raíces ilustradas del Magisterio de la sospecha

 

«Reconocidamente, Segundo ha sido maestro de la sospecha, y la más fundamental consistía para él en que la teología —so capa de hacer el bien— pudiese contribuir a la opresión, y de ahí su conocido interés en la liberación de la teología. Esta tarea la llevó a cabo en el modo de tratar varios temas, y entre ellos, el tema de Dios» [...] «Segundo expresó la sospecha de que la teología estaba encubriendo el problema de la idolatría»51.

Lo que este autor afirma es exacto. Recuérdese la antes citada tesis de Juan Luis Segundo: «el círculo hermenéutico de una teología liberada y liberadora, debe pasar por la sospecha sistemática de que la teología vivida, tanto como su expresión académica, han sido desviadas...»52.

El desafecto de Juan Luis Segundo por el pueblo creyente, paralelo a su simpatía por los ateos, se muestra en que sus sospechas y sus acusaciones, no se disparan en la dirección del mundo incrédulo sino exclusivamente en la dirección de la Iglesia, de la fe, del culto, de los creyentes, de toda teología que no sea la de la liberación y a las que engloba bajo la etiqueta universal de «académica». Esa sospecha contra la teología no-liberacionista que Juan Luis Segundo estigmatiza como «académica», salpica luego al culto y a toda la vida creyente que no se manifieste y exprese en un determinado compromiso político.

Jon Sobrino señala con justicia el lugar preeminente que ocupa la sospecha en el pensamiento de Juan Luis Segundo. También en eso, como en su acusación de idolatría a la conciencia creyente, Juan Luis Segundo se muestra un pensador de la corriente ilustrada.

Paul Ricoeur observa que la Ilustración ha pasado por dos períodos distintos: «ambos comenzaron con la duda. Pero el primer período recobró la conciencia y recuperó la certeza, mientras que el segundo, al recobrar la conciencia encontró sólo la sospecha. Esta segunda Ilustración, fundada en Marx, Freud y Nietzsche, habiendo comenzado de manera parecida a la primera, con una duda científica metódica, regresó hacia el sujeto consciente y pensante pero no encontró en él ningún motivo de certeza, sino nuevos motivos para la sospecha. Para Marx, Freud y Nietzsche, la conciencia misma resultaba creadora de ilusiones, fabricante de máscaras, la gran impostora. La conciencia misma tenía que ser desenmascarada, especialmente cuando fraguaba lo religioso. La religión era el engaño por excelencia. Era un opio, que provocaba la languidez entre la gente oprimida (Marx), era una obsesión neurótica colectiva (Freud), era un disfraz de la voluntad de poder de los débiles y envidiosos (Nietzsche). Prescindiendo de los finos matices presentes en sus sistemas, podemos decir que, para estos pensadores, la conciencia urde un lenguaje engañoso acerca de Dios, para encubrir lo que hombres y mujeres realmente buscan y desean: gratificación sexual, riqueza y poder»53.

La imagen de creyente que se desprende de las obras de Juan Luis Segundo es ésta.

El ateísmo moderno, con el que simpatiza Segundo es, «el ateísmo de la conciencia impostora, especialmente si es religiosa, el cual ha recibido con razón el calificativo de ateísmo bonito, porque tiene su lado ético y se presenta como moralmente atrayente. Nace del deseo de quitarse máscaras y presunciones, particularmente las de la fe. El ateo moderno es ateo porque no quiere continuar viviendo con una falsa conciencia, como la del creyente, al que se estigmatiza de ser tal. Quiere ser honesto; no quiere mentir. Y la fe cristiana figura como la gran mentira. El gran impulso moderno, el impulso de la segunda Ilustración, es ser auténtico, no adorar un ídolo. Por eso sus genios: Freud, Marx y Nietzsche, pueden presentarse como moralistas, y serlo por excelencia cuando combaten las imposturas religiosas, —tal como vemos que hace Segundo sobre sus huellas—. Esta es también la razón por la cual Sartre, siguiendo a Nietzsche, puede presentar la fe en Dios como mala fe.

La conciencia, en la segunda Ilustración, es el prestidigitador de la evasión, el hábil estafador. La conciencia así concebida logra salvarse cuando trata de sorprenderse a sí misma en sus propias artimañas.

La conciencia creyente logra salvarse cuando se confiesa ante el tribunal del pueblo como aliada de los opresores, o cede y se disculpa ante la opinión pública, creada por los Mass Media, como enemiga de la felicidad y opuesta al placer.

A esta luz, podemos explicar dos fenómenos morales que han ocurrido en nuestros tiempos. Primero, el hecho de que para muchos contemporáneos del siglo XX, Juan Luis Segundo incluido, la hipocresía se convirtió en el gran pecado y la sinceridad en la gran virtud. Era hipocresía no admitir quién y qué eras tú. Si eras homosexual debías decirlo. Si estabas en situación de adulterio debías admitirlo. Ser moral significaba salir de los escondites. Pero desgraciadamente muchos dejaron de preguntarse si actuar abiertamente de acuerdo a esos instintos ocultos era bueno o malo.[...] El segundo fenómeno es que los pensadores contemporáneos se han interesado más por la utilidad que por la verdad»54.

En este retrato de época es fácil reconocer los rasgos de Juan Luis Segundo y ubicarlo como pensador ilustrado y moderno, adicto a la sospecha, convertida en crítica de la religión. Se comprende perfectamente de dónde le viene a Segundo su simpatía por el ateo 'sincero' y su antipatía por el creyente y su «inautenticidad» casi constitutiva. El dogma que libera representa, un esfuerzo por someter el contenido de verdad del dogma a su utilidad histórica.

¿Qué espíritu ecuménico, y qué apertura a la mentalidad e interrogantes del mundo actual, puede ser la que comienza por enfilar todas sus sospechas contra el pueblo creyente, declarar de ayer, o peor aún, sospechar de la Iglesia, del culto, de las tradiciones y de la doctrina revelada? ¿Qué caridad universal la que parece alentar semejante predisposición de discordia respecto del propio pueblo, y zahiere su identidad, su sentir y su pensar, su fe y su doctrina? El hábito de la sospecha, que Segundo toma del espíritu de la segunda Ilustración, es directamente contraria a aquella caridad que según el retrato paulino «no piensa mal»55.

La doctrina y el espíritu de Segundo no convienen a lo que se nos propone a los católicos para el Tercer Milenio. Y su presunta actitud de «apertura con relación a la mentalidad y las interrogantes del mundo actual» queda gravemente descalificada porque se precipita por desvíos de autodenigración que comprometen la propia identidad católica.

 

 

Notas

 

1Detrás del título, que quiere ser honorífico, de «hombre de hoy», discernido al no creyente o al creyente en dificultades con su fe, y del implícito y peyorativo «hombre de ayer» que se deja sobrentender que serían los creyentes, están los dogmas y mitos del evolucionismo religioso a lo Comte, para quien la etapa religiosa (léase «cristiana») de la Humanidad ha sido superada para dar lugar a la científica. En la mentalidad historicista se ha moralizado el «ser actual o no». Y, no sólo a nivel social, puede ser vergonzoso «no vestir a la moda».

2Si el concilio Vaticano I se defendía de la subordinación de la fe a las evidencias racionales, hay que defenderla ante Juan Luis Segundo del precondicionamiento a las prestaciones morales. Ésta es sólo una variante de la misma reducción antropológica naturalista contra la que reacciona el Vaticano I. El peligro de esta reducción de la teología a antropología es que uno puede deslizarse hacia la inmanencia y perder de vista el lado trascendente de la revelación. Véase Tambasco, art. cit. p. 325.

3Jésus devant la Conscience Moderne. L’Histoire perdue, Du Cerf, Paris 1988, p. 37.

4Leo Moulin, «Croyants et non croyants en dialogue», en Ateísmo y Diálogo (Secretariado para los no Creyentes, Vaticano) 21 (1986), pp. 69-80.

5Citado por Vittorio Messori, Leyendas Negras de la Iglesia, Planeta, Barcelona 19974, pp. 17-18.

6Teoría de los Principios Teológicos. Materiales para una Teología fundamental, Barcelona 1985. Original: Theologische Prinzipienlehre. Bausteine su Fundamentaltheologie. Lo hemos citado en, En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia, Lumen, Buenos Aires 19992, p. 110. En esta obra se analizan algunas de las causas histórica de este «complejo de culpa» católico: ver el capítulo cuarto y en particular las pp. 106-116.

7En mi sed me dieron vinagre, p. 110.

8En mi sed me dieron vinagre, pp. 115-116.

9Rm 10,10.

10Flp 3,12.

111 Cor 1,31; 2 Cor 10,17.

12Sobre esta traducción véase Card. Josef Ratzinger, Vittorio Messori, Informe sobre la Fe, BAC, Madrid 1985, pp. 59-60.

13Se ha descrito este síndrome espiritual en el capítulo 4º de En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la Acedia. Ensayo de Teología Pastoral, Lumen, Buenos Aires 19992.

14La liberación de la Teología, p. 50.

15El Caso Mateo, p. 16.

16Liberación de la Teología, p. 261.

17Jésus devant la Conscience Moderne. L’Histoire perdue. Du Cerf, Paris 1988, p. 37.

18Teología abierta para el laico adulto. III. Nuestra idea de Dios, p. 226.

19Atheismus im Christentum. Zur Religion des Exodus und des Reichs, Suhrkamp Verlag, Frankfurt 19968.

20J.-B. Metz, «El Problema teológico de la Incredulidad», en El Ateísmo Contemporáneo (Fac. Teol. de la Pont. Univ. Salesiana de Roma), Cristiandad, Madrid 1971, pp. 85 y ss.

21Karl Rahner, «Ateísmo y ‘Cristianismo implícito’», en El Ateísmo Contemporáneo (Fac. Teol. de la Pont. Univ. Salesiana de Roma), Cristiandad, Madrid 1971, pp. 103 y ss.

22Augusto del Noce, «Teologia della secolarizzazione e Filosofia», en Archivio di Filosofia (1974) pp. 137-138.

23Jesus für Atheïsten, Kreuz Verlag, 1972; trad. esp. Jesús para Ateos, Sígueme, Salamanca 1974.

24Milan Machovec, Jesús para Ateos, pp. 35-36.

25Milan Machovec, Jesús para Ateos, p. 39.

26Dado que ir rectificando a cada paso los vericuetos y laberintos de sus abusos lógicos haría muy pesada la lectura, es preferible ofrecer aquí sólo el texto, para permitir su confrontación con los demás pensadores que hemos presentado, y remitir al lector al Anexo 3, donde se lo vuelve a presentar con las glosas aclaratorias necesarias.

27Teología Abierta, II. Dios. Sacramentos. Culpa. (Senda abierta 4), Cristiandad, Madrid 1983, pp. 207-208.

28Santo Tomás, Summa Theologica 2.2ae, q.1, a.2, ad.2.

29El abuso no impide el uso.

30«Segundo’s assumptions are not totally verified, and not always valid. Once again, this critique does not eliminate his methodology, but it does qualify it. There is a problem of verifiability»... «commitment is one thing, and academic formulation of a methodology is another». A. J. Tambasco, «A Critical Appraisal of Segundo’s Biblical Hermeneutics», en: The Use of Scripture in Moral Theology, pp. 321-336, nuestras citas en pp. 329-335.

31Ricardo D. Matossian, Art. cit. p. 8.

32Segundo no dice «profesión» de fe, sino «declaración» de fe. Sin embargo, no es lo mismo profesar su fe que declararse creyente. Alguien puede declararse, decirse creyente, sin profesar los artículos del credo. Es común en Segundo apartarse del uso técnico del lenguaje cristiano, recibido por Tradición. Y ese desapego por la Tradición es también sintomático de su pertenencia intelectual. Pero ya se ve a qué imprecisión teológica se arriesga este lenguaje, y las fraudulencias dialécticas que se presta a apañar.

33«Confesar» la fe, es algo más que la «declaración» de la que habla Segundo. La diferencia está en el tipo de convicción que se expresa. Sólo la fe se «confiesa». Declarar se puede cualquier convicción humana. Se profesa o confiesa la fe como una gracia o un don, de cara a Dios y a los hombres.

El naturalismo evacúa el misterio cada vez que desvirtúa así el lenguaje técnico de la confesión del Misterio. Da por pura declaración o proclamación humana de un pensamiento humano, lo que es confesión de fe hecha en el Espíritu Santo, ya que nadie confiesa que Jesús es el Señor sino en el Espíritu Santo.

34Jésus devant la Conscience Moderne. L’Histoire perdue, Du Cerf, Paris 1988, p. 37.

35Romano Guardini, El Ocaso de la Edad Moderna, Madrid 1958, p. 143.

36El Dogma que libera, p. 117.

37El Dogma que libera, p. 136.

38El Dogma que libera, p. 391.

39Lo que sabe por fe, debió decirse.

40¿Qué Mundo? ¿Qué Hombre? ¿Qué Dios?, p. 357.

41¿Qué Mundo? ¿Qué Hombre? ¿Qué Dios?, p. 465.

42El Dogma que libera, p. 117.

43El Dogma que libera, p. 182.

44¿Qué Mundo? ¿Qué Hombre? ¿Qué Dios?, p. 388.

45«Mi teología (es decir mi interpretación de la fe cristiana) es falsa si la del documento es verdadera». Teología de la Liberación. Respuesta al Card. Ratzinger, p. 27.

46El Hombre de Hoy ante Jesús de Nazareth. II/2, p. 710. The Christ of the Ignatian Excercises; Sheed & Ward, London 1988, p. 69.

Chocados por este tipo de expresiones hay críticos que llegan a preguntarse, por ejemplo, si Juan Luis Segundo cree verdaderamente en la divinidad de Jesucristo, o lo considera un pecador: L. Renwart, en: Nouvelle Revue Théologique 111 (1989), n. 6, p. 916.

47¿Qué mundo? ¿Qué Hombre? ¿Qué Dios?, p. 382, n. 16.

48¿Qué mundo? ¿Qué Hombre? ¿Qué Dios?, p. 382.

49El Dogma que libera, pp. 180-181.

50Tertio Millenio Adveniente, n. 42 y 43 Párr. 1.

51Jon Sobrino, SJ, «Ateísmo e idolatría en la teología de Juan Luis Segundo», en CIAS 45 (1996), pp. 475-482.

52Liberación de la Teología, p. 261.

53Citado por A. Di Ianni, «Religious Life and Modernity», en Review for Religious 50 (May/June 1991) pp. 339-351. Republicado en: Religious Life as Adventure. Renewal, Refounding or Reform? Alba House, NY 1994, pp. 19-22.

54A. Di Ianni, op. y l.c. con glosas nuestras.

55ou logízetai to kakón (1 Cor 13,3).