Versiones del pasadoHistoria académica v. historia de divulgación |
La primera, atenta a la metodología no ha podido interesar a un público
amplio; la segunda, tiene grandes éxitos de venta, pero cae a menudo
en una elaboración simplista de la vida nacional Los modos populares
de la historia ofrecen respuestas a la inseguridad perturbadora que provoca
el pasado en ausencia de un principio explicativo fuerte y general. Cuentan
historias de uso público, exitosas porque han hecho crisis las versiones
enseñadas antes por la escuela, que hoy no está en condiciones
de inculcar ningún panteón nacional.
Los historiadores profesionales desconfían de las explicaciones de la
historia elaborada lejos de la academia, critican con razón su debilidad
metodológica y su descuido por las formas aceptadas de reconstruir, probar
y argumentar. Por cierto, hay una competencia entre versiones sencillamente
compactas del pasado, propuestas por quienes incluso pueden apropiarse de
los resultados de la historia académica, y la historia monográfica
que los profesionales escriben respetando, a veces hasta el aburrimiento, las
reglas del arte. La belicosidad entre historias de circulación masiva
e historias profesionales es inevitable, respetando, a veces hasta el aburrimiento,
las reglas del arte. La belicosidad entre historias de circulación masiva
e historias profesionales es inevitable, sobre todo cuando la historia profesional
se muestra especialmente incapaz de proporcionar un gran relato de interés
público. Y si un historiador académico ofrece algún texto
de circulación más extendida, es probable que los profesionales
sientan desconfianza, completando así un círculo que los deja
encerrados en el mundo de los especialistas.
La historia pública masiva hoy circula en los grandes medios de comunicación
y sus expansiones en la industria editorial. Pero las historias populares son,
por supuesto, anteriores a estos discursos mediáticos. Hay modos "espontáneos"
para pensar el pasado, esquemas entretejidos tan profundamente en la cultura
que funcionan por default. El tópico de la "edad de oro", que
se expande desde el mundo mediterráneo clásico hasta llegar al
Martín Fierro criollo, es, para la cultura occidental, probablemente
el más poderoso.
La nostalgia
La edad dorada es figuración que se apoya en la disconformidad respecto
del presente. Es su contrapunto utópico: no un pasado realmente acaecido,
aunque puede alimentarse con la rememoración de experiencias y prácticas
pretéritas o con la creencia de que esa memoria es memoria de algo y
no pura invención.
Como tiempo imaginario caracterizado por la diferencia, la edad de oro permite
pensar que las cosas, si antes fueron diferentes, pueden cambiar una vez más.
Contrasta con el presente y abre la posibilidad de un retorno.
Recuerda las promesas incumplidas y sostiene que "antes" es mejor
que "ahora". Sus versiones más fuertes proponen una teodicea
de la decadencia.
Es curioso, pero el tópico de la edad dorada coexiste con otro que se
le opone: la repetición inevitable de hechos injustos o desdichados "que
fueron siempre así". La repetición es un recurso de inteligibilidad,
porque lo nuevo y lo desconocido se explican según condiciones que se
cree conocer bien, estableciendo una comparación implícita, gobernada
por la analogía de lo diferente y lo conocido. Lo que todavía
no se entiende porque acaba de suceder es iluminado por un "historicismo"
espontáneo y escéptico que identifica lo nuevo con lo viejo.
El modo nostálgico se fortalece también por la afectividad de
una rememoración en la que la juventud, la edad dorada del sujeto, coincide
imaginariamente con aquellos tiempos mejores. Memorias y autobiografías
abren estos pequeños escenarios privados. Cuando escribió: "Tenía
veinte años. Que nadie venga a decirme que ésa es la mejor época
de la vida", Paul Nizan se rebelaba contra una vieja mitología según
la cual las edades de la vida forman una secuencia que tanto la literatura como
las artes plásticas han representado como primavera, verano, otoño
e invierno. Esta alegoría se sostiene en un esquema arquetípico
fuerte, que muchos han considerado transcultural, pero que sin duda está
en la base de una configuración occidental del tiempo como relato de
una floración, una cosecha y una decadencia. Este esquema, que pudo animar
representaciones literarias y críticas desde Hesíodo a Northrop
Frye, funciona también de modo más modesto en las mitologías
contemporáneas, que se contraponen a una experiencia frustrante y a un
deseo insatisfecho.
El modo nostálgico es arcaico y arcaizante. Cuando se trata de conocer
y explicar el pasado muestra, como el milenarismo (ver recuadro), la espléndida
opacidad del mito. Las historias de circulación masiva son, en comparación,
versiones modernas que se ofrecen cuando es preciso cerrar sentidos sobre los
hechos del pasado y articularlos en una explicación suficiente y simple
cuya verdad se decide por el veredicto del público de la industria cultural
para el que se escriben. No se validan por las reglas de la disciplina sino
por las de la mayoría (dicho crudamente: rating o cantidad de ejemplares).
Esto, como en el caso del arte, pone al desnudo la tensión que la democracia
no resuelve, en la medida en que el juicio de una mayoría no es, en todos
los casos, el mejor juicio posible. Lo que funda la república democrática
puede ser insuficiente u hostil para el conocimiento o la estética.
Como la dimensión simbólica de las sociedades en que vivimos está
organizada por el mercado, los criterios son el éxito y la puesta en
línea con el sentido común de los consumidores. La historia académica
puede experimentar una especie de envidia rencorosa frente a las historias masivas
de la industria cultural. En esa competencia, la historia académica pierde
por razones de método (no puede decir cualquier cosa ni puede presentar
un hecho conocido como si fuera una revelación de último momento),
pero también por sus propias restricciones institucionales que la vuelven
sumisa a las reglas internas. Las legitimaciones exteriores, si son recibidas
por un historiador académico, pueden, incluso, despertar la sospecha
de sus pares. Las historias populares, en cambio, reconocen en la repercusión
pública de mercado su único principio legitimador.
Secretos y conspiraciones
La desconfianza popular hacia los poderosos es la adhesión afectiva de
un modo histórico que responde al modelo de la conspiración. Las
"historias secretas" que nunca nos habrían contado se alimentan
de una idea conspirativa que también suele dirigir los juicios sobre
el presente. Algono se conoce porque ha sido deliberadamente ocultado por una
alianza maligna
del saber y el poder: del revisionismo histórico a los libros de Felipe
Pigna, Jorge Lanata o Pacho O´Donnell, se promete siempre el develamiento
de un secreto. La forma narrativa del complot encierra un enigma que la operación
histórica está encargada de develar. Este desocultamiento tendría
un sentido liberador en la medida en que denunciaría los motivos e intereses
ilegítimos que impulsaron las conspiraciones.
Un complot típico, el de los letrados, tiene como víctimas a los
débiles, alejados de los círculos donde se produce un saber sospechoso
precisamente porque proviene de un ámbito que se define como especializado
(la circularidad del argumento es bien evidente). La forma narrativa del complot
fue característica del revisionismo histórico nacionalista; pero
también hoy lo es de las historias de circulación masiva. En cambio,
la historia académica lo marca con el descrédito. En el complot
todos los detalles son significativos y, de manera extraña al mundo social,
donde así no suceden las cosas, señalan unánimemente hacia
el mismo lado. Como la historia de los héroes patrióticos que
se enseñó en la escuela durante buena parte del siglo XX hasta
que entró en una crisis tan terminal como la institución educativa
pública que la difundía, la narración del complot es frondosa
pero unilineal: muchas peripecias pero un solo principio explicativo. Este formato
se adapta especialmente a los usos públicos de la historia por dos motivos.
Por una parte, introduce un principio de inteligibilidad simple y monocausal
que explica el pasado de modo sencillo y no lo deja suspendido en una trama
hipotética que obstaculiza el enunciado de juicios condenatorios más
o menos instantáneos. Ese principio simple responde además a una
forma canónica de la narración que investiga un crimen que, al
develarse, libera a los
perjudicados, los manipulados, los expoliados, robados y exterminados. Por otra
parte, coloca al narrador en un lugar clásico caracterizado por la omnisciencia,
es decir, una posición que lo hace confiable, puesto que es el que sabe
y el que tiene a su cargo hacer saber, pero que en lo que concierne a los prejuicios
no se distingue de sus lectores. Frente al narrador hipotético de las
historias profesionales, que no es confiable porque ni él mismo confía
en la fuerza de su saber, en la medida en que lo recorta contra las hipótesis,
las lagunas en sus fuentes, el carácter incompleto de toda representación,
la incapacidad narrativa de mucha historia académica actual y las leyes
dubitativas del sistema de precauciones institucionales, el historiador del
complot es narrativamente completo, discursivamente seguro, ideológicamente
afín a sus lectores.
Además, el narrador del complot es habitual en otros géneros.
El "periodismo de investigación" también necesita un
narrador confiable porque, a diferencia del historiador, no siempre puede revelar
sus fuentes y, por lo tanto, la confianza en su palabra debe estar sostenida
por una cualidad que proviene de sus antecedentes y su imagen. No es casual
que el historiador del complot pueda coincidir con el "periodista de investigación",
que frecuentemente tiene a la teoría del complot como modelo de interpretación
de los hechos (reuniones secretas, parentescos o amistades desconocidas, acuerdos
fuera de la escena pública, pactos cuyos firmantes nunca reconocerán,
etc.). El modelo histórico del complot desborda sobre el presente, sosteniendo,
por lo demás, un adagio: "las cosas siempre fueron iguales",
principio de equivalencia universal que se une sin inconvenientes
a otro igualmente poderoso que señala, como se vio, que "las cosas
antes fueron mejores".
La sombra del conflicto
La oposición entre historias de circulación masiva e historias
profesionales es tan inevitable como las diferencias de escritura y de método
que las caracterizan. Unas y otras se observan con resentimiento ya que la historia
masiva obtiene una repercusión pública que la disciplina histórica
buscó y conoció en algunos momentos, pero a la vez aspira a una
respetabilidad intelectual que la academia no va a concederle. Se observan también
con desconfianza porque la historia profesional percibe que sus esfuerzos de
investigación son utilizados por las historias de circulación
masiva sin reconocimiento; y los historiadores masivos también saben
que lo han hecho.
Como sea, la oposición es inevitable no sólo por estas razones
sino porque en el imaginario del historiador profesional está el fantasma
de lo que pudo ser la historia: una fuerza que desborde la academia y los especialistas
para competir por las interpretaciones del pasado en la dimensión pública.
La institución escolar podría ser la mediadora de este conflicto
pero no tiene fuerza. La crisis de una historia nacional presentada por la escuela
y que convenza en primer lugar a quienes deben enseñarla está
acompañada por la dificultad que experimentan los maestros para entenderla,
a causa de una débil formación intelectual que no los habilita
del todo para trabajar con la historia producida en las universidades y extraer
de ella las narraciones para la enseñanza. En el destartalado sistema
escolar argentino, finalmente, es probable que se esté más cerca
de creer la asombrosa afirmación de que Mariano Moreno fue el primer
desaparecido (sobre todo si Pergolini lo pone en la televisión) que de
leer Revolución y guerra de Halperin Donghi.
Aceptar lo primero implica, sencillamente, poner a funcionar una máquina
de analogías. La responsabilidad no puede cargarse por completo ni a
la historia masiva, que ocupa la esfera pública como empleada o socia
del mercado, habla sus lenguas y es escuchada por eso, ni a la historia académica
que sigue un programa que casi ha dado de baja la producción de relatos.
Por Beatriz Sarlo
Para LA NACION - Buenos Aires, 2006
Milenarismo y redención
El milenarismo revolucionario ofrece un modo de la historia cuyo espacio es
la religión o la política, no el mercado ni la academia. La edad
de oro se ubica en el futuro y será precedida por un momento de destrucción
reparadora. Por eso el milenarismo es profético. Si esto es obvio en
la tradición judeocristiana, no lo es menos en las tradiciones revolucionarias
laicas, donde algunos visionarios intelectuales o políticos señalaron
un camino cuyo recorrido sería ineluctable. La profecía le dio
al milenarismo su fuerza porque la doctrina no es completamente de este mundo:
se trata de héroes o semidioses, de santos, de enviados, mensajeros o,
por lo menos, dirigentes carismáticos. En América latina, el momento
de mayor penetración de este discurso fue el del cristianismo revolucionario
de los años sesenta y setenta, que leyó la Biblia en clave tercermundista
y divulgó una secularización del mensaje evangélico.
El milenarismo es radical. Anuncia la sanación de una sociedad caída,
no su reforma. El impulso religioso y moral es redentorista y anula el presente,
que es sólo una etapa de profecía y de preparación, es
decir un lapso suspendido provisionalmente entre lo que fue y el fin de los
tiempos, ya que paraíso o comunismo liquidan definitivamente la temporalidad.
El modo milenarista organiza el sentido de la historia sólo en determinados
períodos y situaciones. Precisamente por el tejido intrincado de creencias
y prácticas, el milenarismo requiere un terreno preparado por la desesperación
(las insurrecciones campesinas) o por la ideología en su sentido más
fuerte y sistemático. El carácter absoluto del modo milenarista
explica también su excepcionalidad: sólo afecta algunos grupos,
en algunas condiciones sociales especiales.
El modo milenarista es trascendente, porque los cambios están garantizados
por una fuerza que trasciende este mundo (o por una clase social que se distingue
esencialmente del resto de las clases). Aunque en los movimientos revolucionarios
el modo milenarista pueda tener una traducción laica, su fundamento nunca
es enteramente laico y los sujetos incluidos nunca son
enteramente autónomos.
Beatriz Sarlo
LA NACION
Link corto: http://www.lanacion.com.ar/773981