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Adolfo Speratti
“El 20 de octubre de 1920, Morón a las diez de la mañana, parecía como siempre, un patio. Nada particular lograba alterar su pastoril semblante. La plaza, con los tres testigos de sus días y sus años, inmóviles en los puestos que aun ocupan. El alcanforero, el ombú y la Araucaria.
Gente, muy poca. Ya había desfilado más temprano a las escuelas, comercios o talleres. Por sus calles semidesiertas pasaban el cartero, el botellero y el afilador. También se paseaban del brazo el tedio, el ocio y el sosiego que casi siempre se metían en algunas oficinas públicas.
La Municipalidad era la menos indemne a la visita.
En la oficina que ocupaba el salón extremo de la derecha, se había instalado el auténtico reinado de la tinta; cuatro escritorios con sus correspondientes jefes o sub-jefes, u oficiales primeros u oficiales segundos quienes empujaban de tanto en tanto y un poquito a algunos expedientes. El resto era cura de reposo o simposio de chismes.
Morón necesitaba sus estímulos para desamodorrarse pero el que había ocurrido ese día no alcanzaba a herir su sensibilidad porque la trascendía. Había muerto un viejo y notable vecino de un quinta de las afueras.
Se movió pausadamente el picaporte de la puerta y sin abrirla del todo, apoyándose en la otra hoja, con rostro sereno y atrayente, galera, bastón, bien trajeado y calzado, que según versiones posteriores, pasado el susto, exhibían inequívocas muestras de haber concurrido por alguno de aquellos famosos bancos hoy en vías de extinción donde desplegaban su incomparable artesanía manual los viejos zapateros.
Con voz suave, de un timbre inolvidable para quien alguna vez le oyera, casi apagada ante la supina indiferencia de los empleados dijo con acento modesto:
—Buenos días señores. ¿No podrían ustedes indicarme dónde se realiza el velatorio del Dr. Miguel Goyena ?
Las cuatro cabezas se miraron. Una de ellas, transformando su boca en una U invertida y rastrillando hacia afuera con sus dedos su mandíbula, expresó su desconocimiento.
—¿No será el señor que están velando al lado de la farmacia de Cogliatti ?, señaló Loza.
Iparraguirre que balanceaba su pierna en el brazo de su sillón bostezó sincera y coreográficamente y aprovechando el impulso final del reflejo preguntó al intruso:
—Y usted quién es señor ?...
—Hipólito Yrigoyen. ”
Speratti, Adolfo: relatos moronenses. - Morón: Autores asociados, 1974.- p. 85-87.