El misil y la semilla
Por Osvaldo Bayer
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Unos construyen la bomba, otros plantan la semilla. Estados Unidos construyó
la bomba y con sus ganancias construyó las torres de su poder. Pero el
poder significa injusticia y la injusticia crea violencia. Y la bomba
construida por el poder terminó por destruir sus torres. Es una constante
y siempre será así pese a que se recen relamidas misas en el Obelisco.
Se buscará el castigo de los desvergonzados y caerán inocentes y así nacerá
la leyenda para los próximos que destruyan las torres.
Por eso, para no gastar ya más palabras (tenemos toda la historia para
aprender) dedicaremos esta hoja hoy a los plantadores de semillas. De
simientes de plantas que crecen entre espinas y hortigas. En una zona
argentina del Pilcomayo de la cual Rigoberta Menchú, Premio Nobel, dijo
que es la región de más pobreza que ha visitado en sus viajes. (Y bueno,
también nosotros tenemos algo para mostrar.) Menos mal que por los habitantes
autóctonos de esas zonas no se rezan misas en el Obelisco sino que allí
actúa una organización de Derechos Humanos. Un conjunto de mujeres y hombres
casi desconocidos pero de buena voluntad. Ellos tratan de reparar el crimen
cometido por los dueños del poder con los aborígenes que poblaban desde
siglos esos paisajes de montañas, valles, ríos, bosques y distancias.
La organización se llama Cháguar, que es el nombre de una planta generosa,
a pesar de que crece en el Chaco semiárido. De esa planta, las mujeres
de la región obtienen una fibra que sirve para tejer y confeccionar principalmente
las bolsitas llamadas “yicas”.
La organización Cháguar trabaja con aborígenes que hablan el chorote,
el wichi, el chulupí, el toba, el guaraní, el chané y el tapiete, todo
esto en la zona del Chaco salteño, y luego, ya en la montaña, el quechua,
con el cual se entienden los coyas. Todos juntos conforman un mosaico
multicultural sorprendente y recién cuando uno toma contacto con ellos
sorprende el aislamiento a que fueron sometidos y la explotación más inhumana
cuando se los destinó, una vez vencidos por las fuerzas militares, a servir
a ingenios y otros trabajos en beneficio de los que tomaron posesión de
la tierra. Es indignante que todavía se enseñe la historia de los ganadores
y no la verdadera historia del genocidio de la denominada “conquista del
desierto”.
En el Colegio Militar y en los centros de estudios de las instituciones
castrenses se siguen estudiando los textos del profesor militar Juan Carlos
Walther, por ejemplo, y por mencionar apenas uno de tantos textos similares.
Es el libro editado por Eudeba, la Editorial Universitaria de Buenos Aires,
titulado La conquista del desierto. Fíjese el lector el idioma perverso
que usa el docente militar contra los auténticos habitantes de las regiones
que luego se denominarían “Argentina”: califica a la matanza de aborígenes
como “sangrienta puja de la civilización contra la barbarie que se cobijaba
en el entonces misterioso y desconocido santuario del desierto”. Creemos
que la frase lo dice todo. Pero la que agregamos deja más al desnudo al
hombre de la civilización: dice que después de Pavón “aún subsistían ignominiosas
fronteras internas, señaladas por las chuzas del salvaje en el linde de
ese vasto desierto en que moraban”. (Habla de las “chuzas” de los aborígenes
pero no de las armas de fuego cristianas.) Cuál era la “civilización”,
¿esa de las sucesivas guerras internas de los “civilizados” donde el degüello
de los prisioneros era una muestra de su caridad cristiana? Se traiciona
el autor al decir que los “salvajes” moraban en el desierto. Entonces
quiere decir que eran los habitantes naturales y que las ignominiosas
fronteras habían sido establecidas por el blanco invasor. La moral del
historiador militar lleva a interpretaciones verdaderamente antológicas.
En realidad, se exterminó al aborigen para robarle su tierra donde vivía
hacía siglos. Esas tropas ávidas y bestialmente crueles, enviadas desde
Buenos Aires, son para el historiador castrense así: “Los expedicionarios
al desierto las más de las veces regaron con su generosa sangre las tierras
recorridas para que fueran libres, o dejaron sus huesos como jalones del
progreso frente a esa lucha contra un indio rudo, altivo y salvaje, que
dominado por un atávico espíritu de libertad –propio del medio en que
vivía– tarde le hizo comprender que la misma no era un acto de guerra,
sino, por el contrario, su objetivo era integrarlo al seno de la sociedad
como un ser civilizado y que así viviera en una paz constructiva”. ¡Qué
buena interpretación sociológica y principalmente tan moderna, la del
historiador militar! Cómo queda al desnudo su mentalidad de esos reprimidos
que siempre terminan por ser represores. Sin saber hace el más hermoso
de los elogios de los habitantes naturales: su espíritu de libertad: ¡Cuánto
tendríamos que aprender de ellos y dejar este atávico arrodillarnos ante
poderosos, popes, papas, generales, dictadores y políticos que nos llevan
de la mano en este mundo egoísta, destruido, de procesiones y misiles!
O fíjese el lector qué decía el democrático Rivadavia, siempre ejemplo
para nuestra enseñanza civilizada: “Solo el poder de la fuerza puede imponerse
a estas hordas y obligarlas a respetar nuestra propiedad y nuestros derechos”.
(A 180 años, qué parecido ese lenguaje al actual de Bush.) Claro, si los
aborígenes no tenían sentido de la propiedad, la propiedad era de por
sí de los blancos. Porque dice Rivadavia. ¿Sólo el poder de la fuerza?
¿Acaso no había tierra suficiente para repartir entre aborígenes y blancos?
¿Por qué no aplicar el sentido cristiano de la solidaridad y la justicia?
El idioma de los políticos y militares es bien claro: si el indio no se
somete, se lo combate, y si se somete, se lo obliga a trabajar. El escrito
del coronel Teófilo O’Donnell que sometió a los aborígenes del Chaco lo
dice bien claro: “Por altas razones de humanidad e interés económico debe
tenerse presente que las tribus han sido y serán por mucho tiempo el elemento
material de trabajo bracero con el cual se deberá contar para la transformación
de los territorios. No se trata pues de una guerra de exterminio del indígena
sino de su conquista pacífica junto con el suelo que ocupa”. Clarísimo,
esta especie de interpretación compasiva occidental y no cristiana: se
lo conquista el indio, y se lo quita el suelo que ocupó y se lo obliga
a un trabajo esclavo. Más claro, imposible. Todo en nombre de la Patria
argentina y de las enseñanzas de Cristo.
Pero pese a todo, subsisten y están allí, con su idioma y su cultura.
Y la fundación Cháguar ha tenido una idea más que feliz, generosa: organizar
talleres entre los niños aborígenes de las comunidades toba, chulupí,
chorote, wichi, chiriguana y coya para que ellos nos describan dónde viven,
quiénes son, sus orígenes, sus cuentos infantiles, sus leyendas y al mismo
tiempo las ilustren. Con eso se haría un libro en dos idiomas, en el original
y en castellano y se repartiría en las demás provincias argentinas y la
capital, para que los niños argentinos se enteren de que existen esos
descendientes de las poblaciones autóctonas perseguidas en el pasado por
el hombre blanco, y actualmente ignorados.
Ya se han hecho talleres de dibujo donde se nota la imaginación y lo distinto.
Los libros serán acompañados por cassettes hablados y de música. Semillas.
Mi admiración por los que piensan y plantan esas semillas. Mientras las
bombas sigan cayendo sobre madres y niños, yo voy a leer las vivencias
de un niño chulupí al ver pasar los yacarés por los riachos. Lo voy a
hacer pero no para demostrar indiferencia ante el incendio del mundo sino
para aprender a llegar a más paz comprendiendo el idioma de la tierra
y aquello que el uniformado describía despectivamente como “el sentimiento
atávico de la Libertad”.
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