Está
ampliamente aceptado que la cura para tan graves males está
al alcance de la mano, y no sin fundamento. Los últimos
años han sido testigos de la caída de tiranías brutales,
de prometedores avances en el conocimiento científico, y
de tantos otros motivos por los que podría esperarse un
futuro mejor. El discurso de los privilegiados está teñido
de confianza y triunfalismo: sabemos el camino a seguir
y no hay otro. El lema que se escucha constantemente, fuerte
y claro, es que "la victoria de los Estados Unidos en la
Guerra Fría es la victoria de unos principios políticos
y económicos: los de la democracia y el libre mercado".
Estos principios son "el impulso para el futuro - un futuro
del que los Estados Unidos son guardián y modelo". Estoy
citando al principal comentarista político del New York
Times, pero el enfoque es convencional, extensamente
repetido en buena parte del globo, y aceptado como esencialmente
correcto incluso por sus críticos. Ha sido también enunciado
como la "Doctrina Clinton", la cual afirma que nuestra misión
en el mundo es "consolidar la victoria de la democracia
y el mercado libre" recién alcanzados. Existe cierto desacuerdo:
en un extremo, para los "idealistas wilsonianos" [de Woodrow
Wilson, presidente de los EE.UU. 1913-1921. N.del.T.]
urge continuar la benévola misión tradicional; en el otro
extremo, los "realistas" ponen en duda que poseamos los
medios para llevar a cabo tales cruzadas de "progresismo
global" ["global meliorism"], y que debamos sacrificar
nuestros intereses en favor de los ajenos. Y entre estos
dos extremos se encuentra el camino a un mundo mejor.
La
realidad me parece a mí bastante diferente. El actual espectro
del debate público sobre política tiene tan poca relevancia
para la política real como sus numerosos antecedentes: ni
los Estados Unidos ni ningún otro poder se han guiado nunca
por el "progreso global". La democracia se encuentra amenazada
mundialmente, incluso en los países más industrializados;
al menos si con "democracia" queremos decir algo substancial
que implique la capacidad de la gente para participar en
el control sobre asuntos personales y colectivos. Lo mismo
se podría decir del comercio. Los ataques contra la democracia
y contra el mercado libre están relacionados. Estos ataques
nacen del poder de entes corporativos cuya estructura interna
es totalitaria, crecientemente entrelazados con y dependientes
de estados fuertes, y en gran medida libres de toda obligación
para con el público. Su inmenso poder sigue creciendo como
resultado de una política social que globaliza el modelo
estructural del Tercer Mundo, con sectores enormemente ricos
y privilegiados frente a un incremento en "la proporción
de aquellos que trabajarán con todos los agravios que impone
esta vida, suspirando en secreto por una distribución más
equitativa de las satisfacciones", como James Madison, el
gran fundador de la democracia estadounidense, predijo hace
200 años. Estas preferencias políticas son más evidentes
en las sociedades anglo-americanas, pero están extendidas
mundialmente. No pueden atribuirse a las "decisiones hechas
por el libre mercado en su infinita aunque misteriosa sabiduría",
"la implacable marea de la 'revolución comercial'", "el
duro individualismo Reaganita", o a la "nueva ortodoxia"
que "otorga al mercado toda la autoridad", citas todas ellas
que oscilan entre una postura liberal y una de izquierdas,
en algunos casos con intención bastante crítica. El análisis
es similar en el resto del espectro político, aunque por
lo general con un tono eufórico. La realidad, por el contrario,
es que la intervención estatal desempeña un papel decisivo,
como en el pasado, y los términos generales en que se desarrolla
la política apenas han cambiado. Las versiones actuales
afirman la "clara subyugación de la clase trabajadora al
capital" durante más de 15 años, en palabras de la prensa
económica, la cual a menudo articula con franqueza las percepciones
de una comunidad empresarial con gran conciencia de clase
y dedicada a la lucha de clases.
Si
estas impresiones son válidas, el camino a un mundo más
justo y libre se encuentra bien alejado de los términos
establecidos por el poder y el privilegio. No pretendo establecer
esa conclusión aquí, tan sólo quiero sugerir que es lo suficientemente
creíble como para merecer consideración. Y en especial afirmar
que las doctrinas dominantes difícilmente sobrevivirían
si no fuese por su contribución a "reglamentar el pensamiento
público tan bien como un ejército reglamenta el cuerpo de
sus soldados", por utilizar la frase del respetado Edward
Bernays, liberal de la escuela de Roosevelt y Kennedy, en
su manual clásico para la industria de las Relaciones Públicas,
de la cual él fue uno de los fundadores y principales figuras.
Bernays
se basaba en su experiencia en la agencia estatal de propaganda
de Woodrow Wilson, el Comité de Información Pública. "El
increíble éxito de la propaganda durante la guerra fue,
por supuesto, lo que abrió los ojos de esa minoría inteligente,
que existe en todas las esferas de la vida, a las posibilidades
de la regulación del pensamiento público", escribió. Su
objetivo era adaptar su experiencia a las necesidades de
las "minorías inteligentes", principalmente líderes en el
ámbito de los negocios, cuya tarea es "la consciente e inteligente
manipulación de los hábitos y las opiniones de las masas".
Tal "ingeniería del consentimiento" es la pura "esencia
del proceso democrático", escribía Bernays poco antes de
haber sido homenajeado por su contribución por la Asociación
Americana de Psicología en 1949. La importancia de "controlar
el pensamiento público" ha ido admitiéndose con mayor franqueza
conforme las luchas populares han conseguido extender las
modalidades de democracia, dando paso así a lo que las elites
liberales dan en llamar "la crisis de la democracia", como
en el caso de poblaciones normalmente pasivas y apáticas
que se organizan con el objetivo de entrar en la arena política
para hacer valer sus intereses y demandas, amenazando la
estabilidad y el orden. Tal y como Bernays lo explicaba,
con "el sufragio y la educación universales, (...) al final
incluso la burguesía acabó temiendo a la gente común, puesto
que por un momento pareció que las masas se convertirían
en el soberano", una tendencia afortunadamente invertida
- o en eso se ha confiado - gracias a los nuevos métodos
diseñados e implementados "para moldear el pensamiento de
las masas".
Para
descubrir el verdadero significado de los "principios políticos
y económicos" que han sido declarados "la ola del futuro",
es necesario ir más allá de ejercicios retóricos y pronunciamientos
públicos e investigar la verdadera práctica y los archivos
documentales internos. El examen detallado de casos particulares
es la opción más gratificante, pero han de ser elegidos
cuidadosamente para proporcionar una descripción equilibrada.
Existen ciertas reglas lógicas. Un acercamiento razonable
es tomar ejemplos elegidos por los mismos proponentes de
las doctrinas, aquellos que representan su "mejor argumento".
Otra posibilidad es investigar los casos donde la influencia
es mayor y la interferencia menor, para ver así los principios
operativos en su forma más pura. Si queremos determinar
qué quería decir el Kremlin con "democracia" o "derechos
humanos", daremos poco crédito a las solemnes denuncias
del Pravda sobre el racismo en los Estados Unidos
o el terrorismo de estado en los estados satélites de éste,
y menos aún a la proclamación enérgica de nobles motivos.
Mucho más informativa es la situación en las "democracias
populares" de Europa del Este. El razonamiento es elemental,
y también es aplicable al auto-designado "guardián y modelo".
Latinoamérica es el terreno de pruebas obvio, en particular
la región de América Central y el Caribe. Allí Washington
se ha enfrentado a pocos retos externos durante cerca de
un siglo, por lo que los principios directores de la política,
y el neoliberal "consenso de Washington" de hoy en día,
se revelan más claramente cuando examinamos cuál es el estado
de la región y cómo se alcanzó.
La
"cruzada por la democracia" de Washington, como se ha dado
en llamar, fue profesada con particular fervor durante la
época de Reagan, siendo Latinoamérica el territorio elegido.
Los resultados se ofrecen a menudo como la mejor ilustración
de cómo los EE.UU. se convirtieron en "la inspiración para
el triunfo de la democracia en nuestros días", por citar
al editor de la principal revista intelectual del liberalismo
norteamericano. El autor, Sanford Lakoff, considera al "histórico
Tratado de Libre Comercio de América del Norte (T.L.C.A.N.-N.A.F.T.A.)"
como un potencial instrumento para la democratización. En
la tradicional región de influencia de los EE.UU., escribe
Lakoff, los países están avanzando hacia la democracia,
habiendo "sobrevivido intervenciones militares" y "crueles
guerras civiles".
Los
principales "obstáculos a la implementación" de la democracia,
sugiere Lakoff, son los "intereses creados" que buscan proteger
los "mercados domésticos", es decir, impedir que las corporaciones
extranjeras (mayormente estadounidenses) obtengan mayor
control aún sobre la sociedad. Hemos de asumir, por lo tanto,
que la democracia se refuerza a través de la transferencia
de la toma de decisiones fundamentales a manos de tiranías
privadas que no reconocen otra responsabilidad que ante
sí mismas, la mayoría de ellas con sede en el extranjero.
Simultáneamente la arena pública ha de seguir reduciéndose
conforme el estado es "minimizado" de acuerdo con los "principios
políticos y económicos" neoliberales que han emergido triunfantes.
Un estudio del Banco Mundial advierte que la nueva ortodoxia
representa "un dramático alejamiento del ideal político
pluralista y participativo, y un acercamiento al ideal autoritario
y tecnocrático", algo que está en consonancia con elementos
fundamentales del pensamiento liberal y progresista del
siglo veinte y, en otra interpretación, del modelo Leninista.
Ambos son más parecidos de lo que se admite normalmente.
Así, profundizando en los razonamientos tácitos, podemos
lograr una mejor comprensión de los conceptos de democracia
y de mercado en su sentido operativo.
Lakoff
no se detiene en el "renacimiento democrático" de Latinoamérica,
pero sí que cita una fuente académica que hizo una importante
contribución a la cruzada de Washington durante los años
ochenta. El autor es Thomas Carothers, quien combina el
academicismo con el "conocimiento interno", habiendo trabajado
en programas de "refuerzo de la democracia" en el Departamento
de Estado con Reagan. Carothers considera el "impulso para
promover la democracia" de Washington "sincero", aunque
mayormente un fracaso. Es más, se trata de un fracaso sistemático:
en el caso de Sudamérica, allí donde la influencia de Washington
era menor, se dio un verdadero progreso hacia la democracia,
al cual la administración Reagan por lo general se opuso,
para después apropiárselo cuando el proceso ya era irreversible.
Allí donde la influencia de Washington era mayor, el progreso
fue menor, y cuando se dio, el papel de los EE.UU. fue marginal
o negativo. Su conclusión es que los EE.UU. intentaron mantener
"el orden básico de (...) sociedades no democráticas" y
evitaron el "cambio de naturaleza populista", buscando "inevitablemente
sólo aquellas formas de cambio democrático verticales y
limitadas que no entrañaban el peligro de perturbar las
estructuras de poder tradicionales, aliadas de los Estados
Unidos durante mucho tiempo".
Esta
última sentencia requiere ser desglosada. El término "Estados
Unidos" se utiliza normalmente para referirse a estructuras
de poder dentro de los Estados Unidos; el "interés nacional"
es el interés de esos grupos, el cual se correlaciona muy
tenuemente con los intereses de la población general. Así,
la conclusión es que Washington buscó formulas verticales
de democracia que no perturbaran las tradicionales estructuras
de poder aliadas durante mucho tiempo a las estructuras
de poder en Estados Unidos.
Para
poder apreciar la significación de este hecho, conviene
examinar atentamente la naturaleza de las democracias parlamentarias.
Los Estados Unidos son el caso más relevante, no sólo por
su poder, sino por poseer unas instituciones democráticas
estables y duraderas. Además, los Estados Unidos son lo
más parecido a un modelo que se puede encontrar. Los Estados
Unidos pueden ser "tan felices como lo deseen", observaba
Thomas Paine en 1776: "ya que tienen ante sí una página
en blanco sobre la que escribir". Las sociedades indígenas
fueron eliminadas casi en su totalidad. Quedaba poco residuo
de previas estructuras europeas, una causa de la relativa
debilidad del contrato social y de sistemas de protección
social, los cuales tienen sus raíces por lo general en instituciones
precapitalistas. Y, de una forma muy poco usual, el orden
socio-político fue diseñado conscientemente. Cuando se investiga
la Historia no se pueden confeccionar experimentos, pero
los EE.UU. son lo más cercano que se puede encontrar a un
"caso ideal" de democracia capitalista estatal.
Hay
que añadir que el principal diseñador del sistema constitucional
era un lúcido y astuto pensador político, James Madison,
cuyos puntos de vista prevalecieron en gran medida. En los
debates sobre la constitución, Madison señaló que en Inglaterra,
si las elecciones "estuvieran abiertas a toda clase de gente,
la propiedad de los terratenientes no estaría segura. Una
ley agraria sobrevendría al momento", dando tierra a los
sin tierra. El sistema que él y sus asociados estaban diseñando
tenía que prevenir tal injusticia, según recomendaba Madison,
y "asegurar los intereses permanentes del país", basados
en el derecho a la propiedad. Es la responsabilidad del
gobierno, declaró Madison, "proteger la minoría de los opulentos
de la mayoría". Para conseguir este objetivo, el poder político
debe descansar en las manos de "la riqueza de la nación",
hombres que "simpaticen suficientemente" con el derecho
a la propiedad y sean "firmes custodios del poder depositado
en ellos", mientras que el resto han de ser marginados y
divididos, ofreciéndoseles sólo una limitada participación
en los asuntos públicos y políticos. Entre académicos madisonianos
existe el consenso según el cual "la constitución fue intrínsecamente
un documento aristocrático diseñado para poner freno a las
tendencias democráticas de la época", otorgando el poder
a los "mejores" y excluyendo a "aquellos que no eran ricos,
bien nacidos, o prominentes en el ejercicio del poder político".
Estas conclusiones normalmente se relativizan con la observación
de que Madison, y el sistema constitucional en general,
trataron de hallar un equilibrio entre los derechos de las
personas y los derechos de la propiedad. Pero tal formulación
es engañosa. La propiedad no tiene derechos. Tanto en la
teoría como en la práctica, el término "derecho de
la propiedad" significa "derecho a la propiedad",
típicamente propiedad material, un derecho personal que
ha de ser privilegiado sobre todos los otros, y que es crucialmente
distinto a los otros en que la posesión del derecho por
parte de una persona priva a otra del mismo. Cuando los
hechos se exponen claramente, podemos apreciar la fuerza
de la doctrina según la cual "la gente que posee el país
tiene que gobernarlo", "una de las máximas favoritas" del
influyente colega de Madison, John Jay, según su biógrafo.
Se
puede afirmar, como hacen algunos historiadores, que esos
principios perdieron su fuerza conforme el territorio nacional
era conquistado y colonizado y la población nativa expulsada
o exterminada. Cualquiera que sea la valoración de aquellos
años, para finales del siglo XIX las doctrinas fundacionales
habían tomado una nueva forma mucho más opresiva.
El
desarrollo de la economía industrial y el nacimiento de
formas corporativas de organización económica dieron un
significado completamente nuevo al término. En un documento
oficial actual, una "persona" es definida sobre una amplia
base e incluye a todo "individuo, partido, sociedad, asociación,
compañía, empresa, fortuna, monopolio, corporación u otra
organización (organizada o no bajo las leyes de cualquier
estado), o cualquier entidad gubernamental", un concepto
que sin duda hubiera asombrado a Madison y a otros cuyas
raíces intelectuales pertenecían a la Ilustración y el liberalismo
clásico, precapitalistas y anticapitalistas en espíritu.
Este
cambio radical en la concepción de los derechos humanos
y la democracia no fue introducido fundamentalmente a través
de legislación, sino por decisiones judiciales y comentario
intelectual. Las corporaciones, que habían sido previamente
consideradas entidades artificiales sin derechos, fueron
investidas con todos los derechos de las personas, incluso
más, puesto que son "personas inmortales" y "personas" de
poder y riqueza extraordinarias. Por si fuera poco, ya no
estaban limitadas a los términos impuestos por los estados,
sino que podían actuar libremente, con controles mínimos.
El trasfondo intelectual que permite garantizar esos derechos
extraordinarios a "entidades legales colectivas" descansa
sobre doctrinas neo-hegelianas también presentes en el bolchevismo
y el fascismo: la idea de que ciertas entidades orgánicas
tienen derechos sobre y por encima de las personas. Los
juristas conservadores se opusieron frontalmente a estas
innovaciones, percatándose de que socavan tanto la idea
tradicional de que los derechos son inherentes a los individuos,
como los principios del mercado. Pero las nuevas formas
de derecho autoritario fueron institucionalizadas, y con
ellas, la legitimación del trabajo asalariado, que era considerado
poco mejor que la esclavitud en el pensamiento estadounidense
de gran parte del siglo XIX, no sólo por el emergente movimiento
obrero sino también por figuras como Abraham Lincoln, el
Partido Republicano y los medios de comunicación oficiales.
Estos
son asuntos con tremendas implicaciones para el buen entendimiento
de la naturaleza de la democracia de mercado. El resultado
material e ideológico ayuda a explicar cómo la "democracia"
en el extranjero ha de reflejar el modelo seguido en casa:
Formas de control verticales, con el público relegado a
una función de "espectador", sin participación en los foros
de decisión que han de excluir a esos "ignorantes y entrometidos
intrusos", de acuerdo con la moderna teoría democrática
convencional. Aquí estoy citando los ensayos sobre democracia
de Walter Lippmann, uno de los intelectuales y periodistas
estadounidenses más respetados del siglo. Pero las ideas
generales son estándar y tienen sólidas raíces en la tradición
constitucional, modificada radicalmente sin embargo, en
la nueva era de entidades legales colectivas.
Volviendo
a la "victoria de la democracia" bajo la tutela de los EE.UU.,
ni Lakoff ni Carothers se preguntan cómo Washington mantuvo
la tradicional estructura de poder en sociedades altamente
antidemocráticas. Los temas de su obra no son las guerras
terroristas que crearon decenas de miles de cadáveres torturados
y mutilados, millones de refugiados, y una destrucción de
la que probablemente no haya vuelta atrás. Guerras contra
la Iglesia en gran medida, ya que ésta se convirtió en el
enemigo allí donde adoptó "la opción preferencial por los
pobres" intentando que la gente que estaba sufriendo consiguiera
un mínimo de justicia y derechos democráticos. Es más que
simbólico que la terrible década de los ochenta se abriera
con el asesinato de un arzobispo que se había convertido
en "la voz de los sin voz," y se cerrara con el asesinato
de seis importantes intelectuales jesuitas que habían tomado
el mismo camino, en ambos casos a manos de fuerzas terroristas
armadas y entrenadas por los vencedores en la "cruzada por
la democracia". Deberíamos tomar debida cuenta del hecho
de que los principales intelectuales disidentes de América
Central fueron doblemente asesinados: muertos y silenciados.
Sus palabras, de hecho sus mismas existencias, son poco
conocidas en los Estados Unidos, al contrario que los disidentes
en estados enemigos, quienes son festejados y admirados;
otro universal cultural, supongo.
Pero
estas cosas no forman parte de la historia tal y como la
reescriben los vencedores. En el estudio de Lakoff, que
no es atípico en este aspecto, lo que quedan son referencias
a "intervenciones militares" y "guerras civiles", sin identificarse
un factor externo. Sin embargo, estos casos no se olvidarán
tan rápidamente por aquellos que buscan un mejor entendimiento
de los principios que van a dar forma al futuro si las estructuras
de poder logran sus objetivos.
Particularmente
reveladora es la descripción que Lakoff hace de Nicaragua,
de nuevo de acuerdo al estándar: "una guerra civil concluyó
tras una elección democrática, y un gran esfuerzo está en
marcha para crear una sociedad más próspera e independiente".
En el mundo real, la superpotencia que estaba atacando a
Nicaragua intensificó su ofensiva durante los primeros comicios
democráticos del país: las elecciones de 1984, monitorizadas
y reconocidas como legítimas por la Asociación de Estudios
Latinoamericanos (L.A.S.A.), las delegaciones parlamentarias
de Irlanda y Gran Bretaña, y otros, incluyendo una hostil
delegación del gobierno holandés que era destacadamente
admiradora de las atrocidades Reaganitas, así como la principal
figura de la democracia centroamericana, José Figueres de
Costa Rica, que a pesar de ser también un observador crítico
juzgó las elecciones legítimas en ese "país invadido" y
pidió a Washington que permitiera a los Sandinistas "acabar
lo que empezaron en paz, se lo merecen". Los EE.UU. se opusieron
vehementemente a la celebración de las elecciones e intentaron
boicotearlas, preocupados por la posibilidad de que unas
elecciones democráticas interfirieran con su guerra terrorista.
Pero tal preocupación se desvaneció gracias al buen comportamiento
del sistema doctrinal, que bloqueó la difusión de esos informes
con remarcable eficacia, adoptando la línea oficial de la
propaganda estatal según la cual las elecciones eran un
fraude carente de todo valor.
También
se ignora el hecho de que según se acercaba la fecha de
las siguientes elecciones, Washington dejó muy claro que
si los resultados no eran los adecuados, los nicaragüenses
continuarían sufriendo la ilegal guerra económica y el "ilícito
uso de la fuerza" que el Tribunal Internacional había condenado
y ordenado que se pusiera fin, por supuesto en vano. Pero
esta vez, el resultado fue aceptable, y celebrado en los
EE.UU. con una explosión de euforia que es muy reveladora.
Al límite de la independencia crítica, el columnista Anthony
Lewis del New York Times se mostró desbordado con
la admiración producida por el "experimento en paz y democracia"
de Washington, prueba de que "vivimos en una era romántica".
Los métodos del experimento no eran secreto alguno. Así,
la revista Time, uniéndose a la celebración por el
"estallido democrático" en Nicaragua, los describía con
franqueza: "hundir la economía y sostener una larga y mortífera
guerra indirecta hasta que los propios nativos, exhaustos,
derroquen el gobierno no deseado", con un "mínimo" coste
para nosotros, dejando a la víctima "con puentes destruidos,
centrales eléctricas saboteadas, y plantaciones arrasadas",
proveyendo al candidato de Washington con "un eslogan ganador"
- acabar con el "empobrecimiento del pueblo nicaragüense"
-, por no hablar del terror continuado, que es mejor dejar
sin mencionar.
Los
métodos de esta "era romántica", y la reacción que provocaron
en círculos intelectuales, nos muestran los principios democráticos
que han emergido victoriosos. También arrojan luz sobre
por qué resulta un "esfuerzo tan difícil (...) crear una
sociedad más próspera y soberana" en Nicaragua. Es cierto
que se está haciendo todo lo posible y que está logrando
cierto éxito para una minoría privilegiada, mientras que
la mayoría de la población se enfrenta con un desastre social
y económico, todo dentro de la conocida pauta seguida en
las dependencias occidentales.
Sabremos
más sobre los principios vencedores si tenemos en mente
que esos mismos representantes del mundo intelectual liberal
habían alentado a que las guerras de Washington se combatieran
sin piedad, con apoyo militar a "fascistas de estilo latino,
(...) sin importar cuántos sean asesinados", porque "los
Estados Unidos tienen prioridades más importantes que los
derechos humanos salvadoreños". El editor Michael Kinsley,
representante de "la izquierda" en la prensa y televisión
convencional, reprochaba asimismo la crítica irreflexiva
a la política oficial de Washington de atacar objetivos
civiles indefensos. Tales operaciones de terrorismo internacional
causan "enorme sufrimiento civil", reconoció Kinsley, pero
pueden ser "perfectamente legítimos" si "el análisis de
costos y beneficios" demuestra que "la cantidad de muerte
y miseria provocada" engendra "democracia", tal y como es
definida por los soberanos mundiales. La opinión intelectual
insiste en que el terror no es un valor en sí mismo, sino
que ha de entenderse con un criterio pragmático. Kinsley
observó más tarde que los fines deseados habían sido logrados:
"empobrecer al pueblo nicaragüense era precisamente el objeto
de la guerra de la Contra y de la política complementaria
de embargo económico y veto a créditos internacionales para
el desarrollo", que "devastó la economía" y "creó el desastre
económico que permitió el que fuera posiblemente el mejor
eslogan para la oposición vencedora". Tras esto, Kinsley
se unió a la bienvenida dada al "triunfo de la democracia"
en las "elecciones libres" de 1990.
Los
estados satélites disfrutan de privilegios similares. Así,
comentando uno más de los ataques israelíes contra el Líbano,
el editor de asuntos internacionales del Boston Globe
H.D.S. Greenway, corresponsal gráfico durante la primera
invasión importante 15 años atrás, afirmaba que "si el bombardeo
de aldeas libanesas, a pesar incluso del coste en vidas,
y el desplazamiento de refugiados civiles hacia el norte
puede consolidar la frontera de Israel, debilitando así
a Hezbollah, y promoviendo la paz, yo diría que 'adelante',
como lo harían muchos árabes e israelíes. Pero la historia
no ha favorecido las aventuras de Israel en el Líbano. Éstas
han solucionado muy poco y casi siempre han creado más problemas".
Por lo tanto, según el criterio pragmático, el asesinato
de numerosos civiles, la expulsión de cientos de miles de
refugiados y la destrucción del sur del Líbano es a lo sumo
una proposición cuestionable.
También
fue reveladora la reacción a las alegaciones periódicas
por parte de la administración Reagan sobre los planes de
Nicaragua para obtener interceptores aéreos de la Unión
Soviética (después de que los EE.UU. hubieran coaccionado
a sus aliados para que no los vendieran). Los 'halcones'
exigieron que Nicaragua fuera bombardeada inmediatamente.
Las 'palomas' replicaron que las alegaciones deberían ser
verificadas primero, y si resultaban ciertas, entonces los
EE.UU. tendrían que bombardear Nicaragua. Aquellos observadores
que estaban en sus cabales entendieron la razón por la cual
Nicaragua podría querer los interceptores aéreos: para proteger
su territorio de los aviones de la C.I.A. que estaban proveyendo
las fuerzas leales a los EE.UU. y suministrándoles información
actualizada que les permitiera ejecutar la orden de atacar
todo "objetivo débil" expuesto. La premisa tácita es que
ningún país tiene el derecho de defender a su población
civil de un ataque estadounidense. La doctrina, que se ha
mantenido indisputada, es interesante. Sería didáctico buscar
equivalentes en otra parte.
El
pretexto de las guerras terroristas de Washington era la
autodefensa, típica justificación de casi cualquier acto
monstruoso, incluso del holocausto nazi. Ronald Reagan,
advirtiendo que "la política y acciones del gobierno de
Nicaragua constituyen una amenaza inusual y extraordinaria
a la seguridad nacional y la política exterior de los Estados
Unidos", declaró "una emergencia nacional para hacer frente
a la amenaza", sin que dicha medida pareciera ridícula.
En otros lugares se reacciona de manera diferente. En respuesta
a los esfuerzos de John F. Kennedy para organizar una acción
colectiva contra Cuba en 1961, un diplomático mexicano afirmaba
que México no podría participar, porque "si declaramos públicamente
que Cuba es una amenaza contra nuestra seguridad, cuarenta
millones de mexicanos se morirían de risa". La opinión ilustrada
occidental toma una actitud más sensata hacia lo que supone
una amenaza extraordinaria contra la seguridad nacional.
Por la misma regla de tres, la U.R.S.S. tenía todo el derecho
de atacar a Dinamarca, puesto que representaba un peligro
mucho mayor a su seguridad, al igual que Polonia y Hungría
cuando dieron los primeros pasos hacia la independencia.
El mero hecho de que tales declaraciones puedan ser hechas
regularmente añade un interrogante más sobre la cultura
intelectual de los vencedores, y otra indicación de a qué
nos enfrentamos.
El
caso de Cuba es esclarecedor en lo que concierne a la substancia
de los pretextos durante la Guerra Fría, como lo son los
principios operativos reales. Éstos se han manifestado de
nuevo con gran claridad en las pasadas semanas, tras la
negativa de Washington a acatar un dictamen de la Organización
Mundial del Comercio (O.M.C.-W.T.O.) favorable a la disconformidad
de la Unión Europea con el embargo, único en su severidad
y que ya había sido condenado como una violación de la ley
internacional por la Organización de los Estados Americanos
(O.E.A.) y repetidas veces por las Naciones Unidas, con
unanimidad casi total. El embargo ha sido recientemente
ampliado con serios castigos para las terceras partes que
desobedezcan los edictos de Washington, otra violación más
del derecho internacional y los acuerdos comerciales entre
países. La respuesta oficial de la administración Clinton,
recogida por el Newspaper of Record, es que "Europa
está desafiando a 'tres décadas de política norteamericana
sobre Cuba que se remonta a la administración Kennedy' cuyo
sólo objetivo es forzar un cambio de gobierno en La Habana".
La administración Clinton también declaró que la O.M.C.
"no tiene competencia para interferir" en un asunto de seguridad
nacional estadounidense, y no puede "obligar a los EE.UU.
a cambiar sus leyes".
El
razonamiento sobre la O.M.C. recuerda a los argumentos oficiales
de los EE.UU. para rechazar las sentencias del Tribunal
Internacional sobre Nicaragua. En ambos casos, los EE.UU.
cuestionaron la jurisdicción ante el previsible veredicto
contra los EE.UU.. Siguiendo la misma lógica, por lo tanto,
ninguno de ellos es un foro apropiado. El asesor legal del
Departamento de Estado reveló que cuando los EE.UU. aceptaron
la jurisdicción del Tribunal Internacional en la década
de los cuarenta, la mayoría de los miembros de la O.N.U.
"estaban alineados con los Estados Unidos y compartían sus
puntos de vista sobre el orden mundial". Pero ahora "muchos
de ellos no puede decirse que compartan nuestro punto de
vista sobre la concepción original de la Carta de las Naciones
Unidas", y "esta misma mayoría a menudo se opone a los Estados
Unidos en importantes asuntos internacionales". En ausencia
de la garantía de que se van a salir con la suya, los EE.UU.
ahora han de "reservarse el poder de determinar si el Tribunal
tiene jurisdicción sobre nosotros en cada caso particular",
bajo el principio de que "los Estados Unidos no reconocen
otra autoridad competente sobre ninguna disputa concerniente
a materias que se encuentren esencialmente dentro de la
jurisdicción doméstica de los Estados Unidos, tal y como
es definida por los Estados Unidos". La "materia doméstica"
en cuestión era el ataque de EE.UU. contra Nicaragua.
Los
medios de comunicación, paralelamente a la opinión intelectual,
convinieron en que el Tribunal se había desacreditado a
sí mismo al fallar en contra de los Estados Unidos. Las
partes cruciales de la sentencia no fueron divulgadas, entre
ellas la resolución que afirma que toda ayuda estadounidense
a la Contra es militar y no humanitaria. Siguió siendo "ayuda
humanitaria" para todo el espectro de opinión respetable
hasta que el terror, la guerra económica y la subversión
diplomática de Washington provocaron la "victoria del juego
limpio de EE.UU".
Volviendo
al caso de la O.M.C., no nos demoremos más en la alegación
de que los Estados Unidos se están jugando su propia existencia
en la estrangulación de la economía cubana. Más interesante
aún es la tesis según la cual los EE.UU. tienen todo el
derecho de derrocar otro gobierno, en este caso a través
de agresión, terrorismo a gran escala durante muchos años
y estrangulación económica. Del mismo modo, la ley y acuerdos
comerciales internacionales son irrelevantes. Los principios
fundamentales del orden mundial que han emergido victoriosos
resuenan de nuevo, alto y claro.
Las
declaraciones de la administración Clinton nunca fueron
cuestionadas, aunque fueron criticadas de un modo restringido
por el historiador Arthur Schlesinger. Escribiendo "como
alguien implicado en la política de la administración Kennedy
sobre Cuba", Schlesinger mantuvo que la administración Clinton
había malentendido la postura de Kennedy. El problema había
sido el "conflicto en el hemisferio" provocado por Cuba
y la "conexión soviética". Pero eso ahora forma parte del
pasado, así que la política de Clinton es un anacronismo,
aunque intachable por lo demás, hemos de deducir.
Schlesinger
no explicó entonces el significado de los términos "conflicto
en el hemisferio" y "conexión soviética", aunque lo hace
en otra parte, en secreto. En un informe remitido al presidente
entrante Kennedy sobre las conclusiones de una Misión Latinoamericana
a principios de 1961, Schlesinger explicó en detalle el
problema de la "creación de conflictos" por parte de Castro
- lo que la administración Clinton ha dado en llamar el
esfuerzo de Cuba "por desestabilizar grandes partes de Latinoamérica":
es decir, "la propagación de la idea de Castro de llevar
los asuntos por uno mismo", un serio problema, añade Schlesinger,
cuando "la distribución de tierra y otras formas de riqueza
nacional favorece inmensamente a las clases propietarias
(...) [y] los pobres y desfavorecidos, estimulados por el
ejemplo de la revolución cubana, están demandando ahora
oportunidades para tener una vida decente". Schlesinger
también explicó la amenaza de la "conexión soviética": "Mientras
tanto, la silueta de la Unión Soviética se cierne sobre
el panorama, ofreciendo grandes créditos para el desarrollo
y presentándose a sí misma como el modelo para lograr la
modernización en una sola generación." La "conexión soviética"
era percibida en términos similares tanto en Washington
como en Londres, desde los orígenes de la Guerra Fría hace
80 años.
A
través de esas explicaciones (secretas) de la "desestabilización"
y "la creación de conflictos en el hemisferio" de Castro
y la "conexión soviética", podemos entender mejor la realidad
de la Guerra Fría. No debería sorprendernos que las posturas
básicas persistan a pesar de que la Guerra Fría pertenece
ya al pasado, lo mismo que existían incluso antes de la
revolución bolchevique: por ejemplo, en la brutal y destructiva
invasión de Haití y de la República Dominicana, una ilustración
del "progresismo global" bajo el lema del "idealismo Wilsoniano".
Habría
que añadir que el objetivo de derrocar el gobierno de Cuba
precede a la administración Kennedy. Castro tomó el poder
en enero de 1959. En junio, la administración Eisenhower
ya había tomado la decisión de que el gobierno tenía que
ser derrocado. Los ataques terroristas desde bases estadounidenses
comenzaron poco después. La decisión formal de destituir
a Castro en favor de un régimen "más comprometido con los
verdaderos intereses del pueblo cubano y más aceptable para
los EE.UU." fue tomada en secreto en marzo de 1960, con
la apostilla de que la operación tenía que llevarse a cabo
"de tal manera que se evite toda apariencia de una intervención
estadounidense", por la reacción que podía esperarse en
Latinoamérica y la necesidad de quitarles un peso de encima
a los ideólogos domésticos. En aquella época la "conexión
soviética" y el "conflicto en el hemisferio" eran nulos,
fuera de la versión de Schlesinger. La C.I.A. estimó que
el gobierno de Castro disfrutaba del apoyo popular (la administración
Clinton tiene evidencia análoga hoy en día). La administración
Kennedy reconoció también que sus intenciones violaban la
ley internacional y las Cartas de la O.N.U. y la O.E.A.,
pero estos puntos fueron dejados de lado sin mayor discusión,
tal y como revelan los archivos desclasificados.
Fin de la primera parte de la Conferencia Davie. 
[2ªparte]
Origen: Z Magazine, septiembre 1997
Traducido por Eneko Sanz y revisado por José
Luís García.