«
... Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez
... »
(Proclama
insurreccional de la Junta Tuitiva en la ciudad de La Paz, 16
de julio de 1809)
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INTRODUCCION:
CIENTO VEINTE MILLONES DE NIÑOS EN EL CENTRO DE LA TORMENTA
La
división internacional del trabajo consiste en que unos países
se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo,
que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó
en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento
se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la
garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó
sus funciones. Este ya no es el reino de las maravillas donde la realidad
derrotaba a la fábula y la imaginación era humillada por
los trofeos de la conquista, los yacimientos de oro y las montañas
de plata. Pero la región sigue trabajando de sirvienta. Continúa
existiendo al servicio de las necesidades ajenas, como fuente y reserva
del petróleo y el hierro, el cobre y la carne, las frutas y el
café, las materias primas y los alimentos con destino a los países
ricos que ganan. consumiéndolos, mucho más de lo que América
Latina gana produciéndolos. Son mucho más altos los impuestos
que cobran los compradores que los precios que reciben los vendedores;
y al fin y al cabo, como declaró en julio de 1968 Covey T. Oliver,
coordinador de la Alianza para el Progreso, «hablar de precios justos
en la actualidad es un concepto medieval. Estamos en plena época
de la libre comercialización ... » Cuanta más libertad se
otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario construir
para quienes padecen los negocios. Nuestros sistemas de inquisidores y
verdugos no sólo funcionan para el mercado externo dominante; proporcionan
también caudalosos manantiales de ganancias que fluyen de los empréstitos
y las inversiones extranjeras en los mercados internos dominados. «Se
ha oído hablar de concesiones hechas por América Latina
al capital extranjero, pero no de concesiones hechas por los Estados Unidos
al capital de otros países...» Es que nosotros no damos concesiones»,
advertía, allá por 1913, el presidente norteamericano Woodrow
Wilson. Él estaba seguro: «Un país -decía- es poseído
y dominado por el capital que en él se haya invertido». Y tenía
razón. Por el camino hasta perdimos el derecho de llamarnos americanos,
aunque los haitianos y los cubanos ya habían asomado a la historia,
como pueblos nuevos, un siglo antes de que los peregrinos del Mayflower
se establecieran en las costas de Plymouth. Ahora América es, para
el mundo, nada más que los Estados Unidos: nosotros habitamos,
a lo sumo, una sub América, una América de segunda clase,
de nebulosa identificación.
Es América Latina, la región de las venas
abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se
ha trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano,
y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder.
Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los
hombres y su capacidad de trabajo y de consumo, los recursos naturales
y los recursos humanos. El modo de producción y la estructura de
clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados, desde fuera,
por su incorporación al engranaje universal del capitalismo. A
cada cual se le ha asignado una función, siempre en beneficio del
desarrollo de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita
la cadena de las dependencias sucesivas, que tiene mucho más de
dos eslabones, y que por cierto también comprende, dentro de América
Latina, la opresión de los países pequeños por sus
vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la explotación
que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes internas
de víveres y mano de obra. (Hace cuatro siglos, ya habían
nacido dieciséis de las veinte ciudades latinoamericanas más
pobladas de la actualidad.)
Para quienes conciben la historia como una competencia,
el atraso y la miseria de América Latina no son otra cosa que el
resultado de su fracaso. Perdimos; otros ganaron. Pero ocurre que quienes
ganaron, ganaron gracias a que nosotros perdimos: la historia del subdesarrollo
de América Latina integra, como se ha dicho, la historia del desarrollo
del capitalismo mundial. Nuestra derrota estuvo siempre implícita
en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza
para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus caporales nativos.
En la alquimia colonial y neocolonial, el oro se transfigura en chatarra,
y los alimentos se convierten en veneno. Potosí, Zacatecas
y Ouro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los esplendores de los
metales preciosos al profundo agujero de los socavones vacíos,
y la ruina fue el destino de la pampa chilena del salitre y de la selva
amazónica del caucho; el nordeste azucarero de Brasil, los bosques
argentinos del quebracho o ciertos pueblos petroleros del lago de Maracaibo
tienen dolorosas razones para creer en la mortalidad de las fortunas que
la naturaleza otorga y el imperialismo usurpa. La lluvia que irriga
a los centros del poder imperialista aboga los vastos suburbios del sistema.
Del mismo modo, y simétricamente, el bienestar de nuestras clases
dominantes - dominantes hacia dentro, dominadas desde fuera- es la maldición
de nuestras multitudes condenadas a una vida de bestias de carga.
La brecha se extiende. Hacia mediados del siglo
anterior, el nivel de vida de los países ricos del mundo excedía
en un cincuenta por ciento el nivel de los países pobres. El desarrollo
desarrolla la desigualdad: Richard Nixon anunció, en abril de 1969,
en su discurso ante la OEA, que a fines del siglo veinte el ingreso per
capita en Estados Unidos será quince veces más alto
que el ingreso en América Latina. La fuerza del conjunto del
sistema imperialista descansa en la necesaria desigualdad de las partes
que lo forman, Y esa desigualdad asume magnitudes cada vez más
dramáticas. Los países opresores se hacen cada vez más
ricos en términos absolutos, pero mucho más en términos
relativos, por el dinamismo de la disparidad creciente. El capitalismo
central puede darse el lujo de crear y creer sus propios mitos
de opulencia, pero los mitos no se comen, y bien lo saben los países
pobres que constituyen el vasto capitalismo periférico.
El ingreso promedio de un ciudadano norteamericano es siete veces mayor
que el de un latinoamericano y aumenta a un ritmo diez veces más
intenso. Y los promedios engañan, por los insondables abismos que
se abren, al sur del río Bravo, entre los muchos pobres v los pocos
ricos de la región. En la cúspide, en efecto, seis millones
de latinoamericanos acaparan, según las Naciones Unidas, el mismo
ingreso que ciento cuarenta millones de personas ubicadas en la base de
la pirámide social. Hay sesenta millones de campesinos cuya fortuna
asciende a veinticinco centavos de dólar por día; en el
otro extremo los proxenetas de la desdicha se dan el lujo de acumular
cinco mil millones de dólares en sus cuentas privadas de Suiza
o Estados Unidos, y derrochan en la ostentación y el lujo estéril
- ofensa y desafío- y en las inversiones improductivas, que constituyen
nada menos que la mitad de la inversión total, los capitales que
América Latina podría destinar a la reposición, ampliación
y creación de fuentes de producción y de trabajo. Incorporadas
desde siempre a la constelación del poder imperialista, nuestras
clases dominantes no tienen el menor interés en averiguar si el
Patriotismo podría resultar más rentable que la traición
o si la mendicidad es la única forma posible de la Política
internacional. Se hipoteca la soberanía porque «no hay otro camino»;
las coartadas de la oligarquía confunden interesadamente la impotencia
de una clase social con el presunto vacío de destino de cada nación.
Josué de Castro declara: «Yo, que he recibido
un premio internacional de la paz, pienso que, infelizmente, no hay otra
solución que la violencia para América Latina». Ciento veinte
millones de niños se agitan en el centro de esta tormenta. La población
de América Latina crece como ninguna otra; en medio siglo se triplicó
con creces. Cada minuto muere un niño de enfermedad o de hambre,
pero en el año 2000 habrá seiscientos cincuenta millones
de latinoamericanos, y la mitad tendrá menos de quince años
de edad: una bomba de tiempo. Entre los doscientos ochenta millones
de latinoamericanos hay, a fines de 1970, cincuenta millones de desocupados
o subocupados y cerca de cien millones de analfabetos; la mitad de los
latinoamericanos vive apiñada en viviendas insalubres. Los tres
mayores mercados de América Latina -Argentina, Brasil y México-
no alcanzan a igualar, sumados, la capacidad de consumo de Francia o de
Alemania occidental, aunque la población reunida de nuestros tres
grandes excede largamente a la de cualquier país europeo.
América Latina produce hoy día, en relación con la
población, menos alimentos que antes de la última guerra
mundial, y sus exportaciones per capita han disminuido tres veces,
a precios constantes, desde la víspera de la crisis de 1929. El
sistema es muy racional desde el punto de vista de sus dueños extranjeros
y de nuestra burguesía de comisionistas, que ha vendido el alma
al Diablo a un precio que hubiera avergonzado a Fausto. Pero el sistema
es tan irracional para todos los demás que cuanto más se
desarrolla más agudiza sus desequilibrios y sus tensiones, sus
contradicciones ardientes. Hasta la industrialización, dependiente
y tardía, que cómodamente coexiste con el latifundio y las
estructuras de la desigualdad, contribuye a sembrar la desocupación
en vez de ayudar a resolverla; se extiende la pobreza y se concentra la
riqueza en esta región que cuenta con inmensas legiones de brazos
caídos que se multiplican sin descanso. Nuevas fábricas
se instalan en los polos privilegiados de desarrollo -Sao Paulo, Buenos
Aires, la ciudad de México- pero menos mano de obra se necesita
cada vez. El sistema no ha previsto esta pequeña molestia: lo que
sobra es gente. Y la gente se reproduce. Se hace el amor con entusiasmo
y sin precauciones. Cada vez queda más gente a la vera del camino,
sin trabajo en el campo, donde el latifundio reina con sus gigantescos
eriales, y sin trabajo en la ciudad, donde reinan las máquinas:
el sistema vomita hombres. Las misiones norteamericanas esterilizan masivamente
mujeres y siembran píldoras, diafragmas, espirales, preservativos
y almanaques marcados, pero cosechan niños; porfiadamente, los
niños latinoamericanos continúan naciendo, reivindicando
su derecho natural a obtener un sitio bajo el sol en estas tierras espléndidas
que podrían brindar a todos lo que a casi todos niegan.
A principios de noviembre de 1968, Richard Nixon comprobó
en voz alta que la Alianza para el Progreso había cumplido siete
años de vida y, sin embargo, se habían agravado la desnutrición
y la escasez de alimentos en América Latina. Pocos meses antes,
en abril, George W. Ball escribía en Life: «Por lo menos
durante las próximas décadas, el descontento de las naciones
más pobres no significará una amenaza de destrucción
del mundo. Por vergonzoso que sea, el mundo ha vivido, durante generaciones,
dos tercios pobre y un tercio rico. Por injusto que sea, es limitado el
poder de los países pobres». Ball había encabezado la delegación
de los Estados Unidos a la Primera Conferencia de Comercio y Desarrollo
en Ginebra, y había votado contra nueve de los doce principios
generales aprobados por la conferencia con el fin de aliviar las desventajas
de los países subdesarrollados en el comercio internacional. Son
secretas las matanzas de la miseria en América Latina; cada año
estallan, silenciosamente, sin estrépito alguno, tres bombas de
Hiroshima sobre estos pueblos que tienen la costumbre de sufrir con los
dientes apretados. Esta violencia sistemática, no aparente pero
real, va en aumento: sus crímenes no se difunden en la crónica
roja, sino en las estadísticas de la FAO. Ball dice que la impunidad
es todavía posible, porque los pobres no pueden desencadenar la
guerra mundial, pero el Imperio se preocupa: incapaz de multiplicar los
panes, hace lo posible por suprimir a los comensales. «Combata la pobreza,
¡mate a un mendigo!», garabateó un maestro del humor negro sobre
un muro de la ciudad de La Paz. ¿Qué se proponen los herederos
de Malthus sino matar a todos los próximos mendigos antes de que
nazcan? Robert McNamara, el presidente del Banco Mundial que había
sido presidente de la Ford y Secretario de Defensa, afirma que la explosión
demográfica constituye el mayor obstáculo para el progreso
de América Latina y anuncia que el Banco Mundial otorgará
prioridad, en sus préstamos, a los países que apliquen planes
para el control de la natalidad. McNamara comprueba con lástima
que los cerebros de los pobres piensan un veinticinco por ciento menos,
y los tecnócratas del Banco Mundial (que ya nacieron) hacen zumbar
las computadoras y generan complicadísimos trabalenguas sobre las
ventajas de no nacer: «Si un país en desarrollo que tiene una renta
media per capita de 150 a 200 dólares anuales logra reducir
su fertilidad en un 50 por ciento en un período de 25 años,
al cabo de 30 años su renta per capita será superior
por lo menos en un 40 por ciento al nivel que hubiera alcanzado de lo
contrario, y dos veces más elevada al cabo de 60 años»,
asegura uno de los documentos del organismo. Se ha hecho célebre
la frase de Lyndon Johnson: «Cinco dólares invertidos contra el
crecimiento de la población son más eficaces que den dólares
invertidos en el crecimiento económico». Dwight Eisenhower pronosticó
que si los habitantes de la tierra seguían multiplicándose
al mismo ritmo no sólo se agudizaría el peligro de la revolución,
sino que además se produciría «una degradación del
nivel de vida de todos los pueblos, el nuestro inclusive».
Los Estados Unidos no sufren, fronteras adentro, el
problema de la explosión de la natalidad, pero se preocupan como
nadie por difundir e imponer, en los cuatro puntos cardinales, la planificación
familiar. No sólo el gobierno; también Rockefeller y la
Fundación Ford padecen pesadillas con millones de niños
que avanzan, como langostas, desde los horizontes del Tercer Mundo. Platón
y Aristóteles se habían ocupado del tema antes que Malthus
y McNamara; sin embargo, en nuestros tiempos, toda esta ofensiva universal
cumple una función bien definida: se propone justificar la muy
desigual distribución de la renta entre los países y entre
las clases sociales, convencer a los pobres de que la pobreza es el resultado
de los hijos que no se evitan y poner un dique al avance de la furia de
las masas en movimiento y rebelión. Los dispositivos intrauterinos
compiten con las bombas y la metralla, en el sudeste asiático,
en el esfuerzo por detener el crecimiento de la población de Vietnam.
En América Latina resulta más higiénico y eficaz
matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o en
las calles. Diversas misiones norteamericanas han esterilizado a millares
de mujeres en la Amazonía, pese a que ésta es la zona habitable
más desierta del planeta. En la mayor parte de los países
latinoamericanos, la gente no sobra: falta. Brasil tiene 38 veces menos
habitantes por kilómetro cuadrado que Bélgica; Paraguay,
49 veces menos que Inglaterra; Perú, 32 veces menos que Japón.
Haití y El Salvador, hormigueros humanos de América Latina,
tienen una densidad de población menor que la de Italia. Los pretextos
invocados ofenden la inteligencia; las intenciones reales encienden la
indignación. Al fin y al cabo, no menos de la mitad de los territorios
de Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay y Venezuela está habitada
por nadie. Ninguna población latinoamericana crece menos que la
del Uruguay, país de viejos, y sin embargo ninguna otra nación
ha sido tan castigada, en los años recientes, por una crisis que
parece arrastrarla al último círculo de los infiernos. Uruguay
está vacío y sus praderas fértiles podrían
dar de comer a una población infinitamente mayor que la que hoy
padece, sobre su suelo, tantas penurias.
Hace más de un siglo, un canciller de Guatemala
había sentenciado proféticamente: «Sería curioso
que del seno mismo de los Estados Unidos, de donde nos viene el mal, naciese
también el remedio». Muerta y enterrada la Alianza para el Progreso,
el Imperio propone ahora, con más pánico que generosidad,
resolver los problemas de América Latina eliminando de antemano
a los latinoamericanos. En Washington tienen ya motivos para sospechar
que los pueblos pobres no prefieren ser pobres. Pero no se puede
querer el fin sin querer los medios: quienes niegan la liberación
de América Latina, niegan también nuestro único renacimiento
posible, y de paso absuelven a las estructuras en vigencia. Los jóvenes
se multiplican, se levantan, escuchan: ¿qué les ofrece la voz del
sistema? El sistema habla un lenguaje surrealista: propone evitar los
nacimientos en estas tierras vacías; opina que faltan capitales
en países donde los capitales sobran pero se desperdician; denomina
ayuda a la ortopedia deformante de los empréstitos y al
drenaje de riquezas que las inversiones extranjeras provocan; convoca
a los latifundistas a realizar la reforma agraria y a la oligarquía
a poner en práctica la justicia social. La lucha de clases no existe
-se decreta- más que por culpa de los agentes foráneos que
la encienden, pero en cambio existen las clases sociales, y a la opresión
de unas por otras se la denomina el estilo occidental de vida. Las expediciones
criminales de los marines tienen por objeto restablecer el orden
y la paz social, y las dictaduras adictas a Washington fundan en las cárceles
el estado de derecho y prohiben las huelgas y aniquilan los sindicatos
para proteger la libertad de trabajo.
¿Tenemos todo prohibido, salvo cruzarnos de brazos?
La pobreza no está escrita en los astros; el subdesarrollo no es
el fruto de un oscuro designio de Dios. Corren años de revolución,
tiempos de redención. Las clases dominantes ponen las barbas en
remojo, y a la vez anuncian el infierno para todos. En cierto modo, la
derecha tiene razón cuando se identifica a sí misma con
la tranquilidad y el orden, es el orden, en efecto, de la cotidiana humillación
de las mayorías, pero orden al fin: la tranquilidad de que la injusticia
siga siendo injusta y el hambre hambrienta. Si el futuro se transforma
en una caja de sorpresas, el conservador grita, con toda razón:
«Me han traicionado». Y los ideólogos de la impotencia, los esclavos
que se miran a sí mismos con los ojos del amo, no demoran en hacer
escuchar sus clamores. El águila de bronce del Maine, derribada
el día de la victoria de la revolución cubana, yace ahora
abandonada, con las alas rotas, bajo un portal del barrio viejo de La
Habana. Desde Cuba en adelante, también otros países han
iniciado por distintas vías y con distintos medios la experiencia
del cambio: la perpetuación del actual orden de cosas es la perpetuación
del crimen.
Los fantasmas de todas las revoluciones estranguladas
o traicionadas a lo largo de la torturada historia latinoamericana se
asoman en las nuevas experiencias, así como los tiempos presentes
habían sido presentidos y engendrados por las contradicciones del
pasado. La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás:
por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será. Por
eso en este libro, que quiere ofrecer una historia del saqueo y a la vez
contar cómo funcionan los mecanismos actuales del despojo, aparecen
los conquistadores en las carabelas y, cerca, los tecnócratas en
los jets, Hernán Cortés y los infantes de marina, los corregidores
del reino y las misiones del Fondo Monetario Internacional, los dividendos
de los traficantes de esclavos y las ganancias de la General Motors. También
los héroes derrotados y las revoluciones de nuestros días,
las infamias y las esperanzas muertas y resurrectas: los sacrificios fecundos.
Cuando Alexander von Humboldt investigó las costumbres de los antiguos
habitantes indígenas de la meseta de Bogotá, supo que los
indios llamaban quihica a las víctimas de las ceremonias
rituales. Quihica significaba puerta: la muerte de cada
elegido abría un nuevo ciclo de ciento ochenta y cinco lunas.
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