PRIMERA PARTE
LA
POBREZA DEL HOMBRE COMO RESULTADO DE LA RIQUEZA DE LA TIERRA
FIEBRE
DEL ORO, FIEBRE DE LA PLATA
EL SIGNO
DE LA CRUZ EN LAS EMPUÑADURAS DE LAS ESPADAS
Cuando
Cristóbal Colón se lanzó a atravesar los grandes
espacios vacíos al oeste de la Ecúmene, había aceptado
el desafío de las leyendas. Tempestades terribles jugarían
con sus naves, como si fueran cáscaras de nuez, y las arrojarían
a las bocas de los monstruos; la gran serpiente de los mares tenebrosos,
hambrienta de carne humana, estaría al acecho. Sólo faltaban
mil años para que los fuegos purificadores del juicio final arrasaran
el mundo, según creían los hombres del siglo xv, y el mundo
era entonces el mar Mediterráneo con sus costas de ambigua proyección
hacia el Africa y Oriente. Los navegantes portugueses aseguraban que el
viento del oeste traía cadáveres extraños y a veces
arrastraba leños curiosamente tallados, pero nadie sospechaba que
el mundo sería, Pronto, asombrosamente multiplicado.
América no sólo carecía de nombre.
Los noruegos no sabían que la habían descubierto hacía
largo tiempo, y el propio Colón murió, después de
sus viajes, todavía convencido de que había llegado al Asia
por la espalda. En 1492, cuando la bota española se clavó
por primera vez en las arenas de las Bahamas, el Almirante creyó
que estas islas eran una avanzada del Japón. Colón llevaba
consigo un ejemplar del libro de Marco Polo, cubierto de anotaciones en
los márgenes de las páginas. Los habitantes de Cipango,
decía Marco Polo, «poseen oro en enorme abundancia y las minas
donde lo encuentran no se agotan jamás... También hay en
esta isla perlas del más puro oriente en gran cantidad. Son rosadas,
redondas y de gran tamaño y sobrepasan en valor a las perlas blancas».
La riqueza de Cipango había llegado a oídos del Gran Khan
Kublai, había despertado en su pecho el deseo de conquistarla:
él había fracasado. De las fulgurantes páginas de
Marco Polo se echaban al vuelo todos los bienes de la creación;
había casi trece mil islas en el mar de la India con montañas
de oro y perlas, y doce clases de especias en cantidades inmensas, además
de la pimienta blanca y negra.
La pimienta, el jengibre, el clavo de olor, la nuez
moscada y la canela eran tan codiciados como la sal para conservar la
carne en invierno sin que se pudriera ni perdiera sabor. Los Reyes Católicos
de España decidieron financiar la aventura del acceso directo a
las fuentes, para liberarse de la onerosa cadena de intermediarios y revendedores
que acaparaban el comercio de las especias y las plantas tropicales, las
muselinas y las armas blancas que provenían de las misteriosas
regiones del oriente. El afán de metales preciosos, medio de pago
para el tráfico comercial, impulsó también la travesía
de los mares malditos. Europa entera necesitaba plata; ya casi estaban
exhaustos los filones de Bohemia, Sajonia y el Tirol.
España vivía el tiempo de la reconquista.
1492 no fue sólo el año del descubrimiento de América,
el nuevo mundo nacido de aquella equivocación de consecuencias
grandiosas. Fue también el año de la recuperación
de Granada. Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, que habían
superado con su matrimonio el desgarramiento de sus dominios, abatieron
a comienzos de 1492 el último reducto de la religión musulmana
en suelo español. Había costado casi ocho siglos recobrar
lo que se había perdido en siete años 1, y la guerra
de reconquista había agotado el tesoro real. Pero ésta era
una guerra santa, la guerra cristiana contra el Islam, y no es casual,
además, que en ese mismo año 1492 ciento cincuenta mil judíos
declarados fueran expulsados del país. España adquiría
realidad como nación alzando espadas cuyas empuñaduras dibujaban
el signo de la cruz. La reina Isabel se hizo madrina de la Santa Inquisición.
La hazaña del descubrimiento de América no podría
explicarse sin la tradición militar de guerra de cruzadas que imperaba
en la Castilla medieval, y la Iglesia no se hizo rogar para dar carácter
sagrado a la conquista de las tierras incógnitas del otro lado
del mar. El Papa Alejandro VI, que era valenciano, convirtió a
la reina Isabel en dueña y señora del Nuevo Mundo. La expansión
del reino de Castilla ampliaba el reino de Dios sobre la tierra.
Tres años después del descubrimiento,
Cristóbal Colón dirigió en persona la campaña
militar contra los indígenas de la Dominicana. Un puñado
de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros especialmente
adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más de quinientos,
enviados a España, fueron vendidos como esclavos en Sevilla y murieron
miserablemente2. Pero algunos teólogos protestaron
y la esclavización de los indios fue formalmente prohibida al nacer
el siglo XVI. En realidad, no fue prohibida sino bendita: antes de cada
entrada militar, los capitanes de conquista debían leer a los indios,
ante escribano público, un extenso y retórico Requerimiento
que los exhortaba a convertirse a la santa fe católica: «Si no
lo hiciéreis, o en ello dilación maliciosamente pusiéreis,
certifícoos que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente
contra vosotros y vos haré guerra por todas las partes y manera
que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia
y de Su Majestad y tomaré vuestras mujeres y hijos y los haré
esclavos, y como tales los venderé, y dispondré de ellos
como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré
todos los males y daños que pudiere ... » 3.
América era el vasto imperio del Diablo, de
redención imposible o dudosa, pero la fanática misión
contra la herejía de los nativos se confundía con la fiebre
que desataba, en las huestes de la conquista, el brillo de los tesoros
del Nuevo Mundo. Bernal Díaz del Castillo, fiel compañero
de Hernán Cortés en la conquista de México, escribe
que han llegado a América «por servir a Dios y a Su Majestad y
también por haber riquezas».
Colón quedó deslumbrado, cuando alcanzó
el atolón de San Salvador, por la colorida transparencia del Caribe,
el paisaje verde, la dulzura y la limpieza del aire, los pájaros
espléndidos y los mancebos «de buena estatura, gente muy hermosa»
y «harto mansa» que allí habitaba. Regaló a los indígenas
«unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían
al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor con que hubieron mucho
placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla». Les mostró
las espadas. Ellos no las conocían, las tomaban por el filo, se
cortaban. Mientras tanto, cuenta el Almirante en su diario de navegación,
«yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro, y vide que
algunos dellos traían un pedazuelo colgando en un agujero que tenían
a la nariz, y por señas pude entender que yendo al Sur o volviendo
la isla por el Sur, que estaba allí un Rey que tenía grandes
vasos dello, y tenía muy mucho». Porque «del oro se hace tesoro,
y con él quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega
a que echa las ánimas al Paraíso». En su tercer viaje Colón
seguía creyendo que andaba por el mar de la China cuando entró
en las costas de Venezuela; ello no le impidió informar que desde
allí se extendía una tierra infinita que subía hacia
el Paraíso Terrenal. También Américo Vespucio, explorador
del litoral de Brasil mientras nacía el siglo XVI, relataría
a Lorenzo de Médicis: «Los árboles son de tanta belleza
y tanta blandura que nos sentíamos estar en el Paraíso Terrenal
... » 4. Con despecho escribía Colón a
los reyes, desde Jamaica, en 1503: «Cuando yo descubrí las Indias,
dije que eran el mayor señorío rico que hay en el mundo.
Yo dije del oro, perlas, piedras preciosas, especierías ... ».
Una sola bolsa de pimienta valía, en el medioevo,
más que la vida de un hombre, pero el oro y la plata eran las llaves
que el Renacimiento empleaba para abrir las puertas del paraíso
en el cielo y las puertas del mercantilismo capitalista en la tierra.
La epopeya de los españoles y los portugueses en América
combinó la propagación de la fe cristiana con la usurpación
y el saqueo de las riquezas nativas. El poder europeo se extendía
para abrazar el mundo. Las tierras vírgenes, densas de selvas y
de peligros, encendían la codicia de los capitanes, los hidalgos
caballeros y los soldados en harapos lanzados a la conquista de los espectaculares
botines de guerra: creían en la gloria, «el sol de los muertos»,
y en la audacia. «A los osados ayuda fortuna», decía Cortés.
El propio Cortés había hipotecado todos sus bienes personales
para equipar la expedición a México. Salvo contadas excepciones
como fue el caso de Colón o Magallanes, las aventuras no eran costeadas
por el Estado, sino por los conquistadores mismos, o por los mercaderes
y banqueros que los financiaban 5.
Nació el mito de Eldorado, el monarca bañado
en oro que los indígenas inventaron para alejar a los intrusos:
desde Gonzalo Pizarro hasta Walter Raleigh, muchos lo persiguieron en
vano por las selvas y las aguas del Amazonas y el Orinoco. El espejismo
del «cerro que manaba plata» se hizo realidad en 1545, con el descubrimiento
de Potosí, pero antes habían muerto, vencidos por el hambre
y por la enfermedad o atravesados a flechazos por los indígenas,
muchos de los expedicionarios que intentaron, infructuosamente, dar alcance
al manantial de la plata remontando el río Paraná.
Había, sí, oro y plata en grandes cantidades,
acumulados en la meseta de México y en el altiplano andino. Hernán
Cortés reveló para España, en 1519, la fabulosa magnitud
del tesoro azteca de Moctezuma, y quince años después llegó
a Sevilla el gigantesco rescate, un aposento lleno de oro y dos de plata,
que Francisco Pizarro hizo pagar al inca Atahualpa antes de estrangularlo.
Años antes, con el oro arrancado de las Antillas había pagado
la Corona los servicios de los marinos que habían acompañado
a Colón en su primer viaje 6. Finalmente, la
población de las islas del Caribe dejó de pagar tributos,
porque desapareció: los indígenas fueron completamente exterminados
en los lavaderos de oro, en la terrible tarea de revolver las arenas auríferas
con el cuerpo a medias sumergido en el agua, o roturando los campos hasta
más allá de la extenuación, con la espalda doblada
sobre los pesados instrumentos de labranza traídos desde España.
Muchos indígenas de la Dominicana se anticipaban al destino impuesto
por sus nuevos opresores blancos: mataban a sus hijos y se suicidaban
en masa. El cronista oficial Fernández de Oviedo interpretaba así,
a mediados del siglo XVI, el holocausto de los antillanos: «Muchos dellos,
por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no trabajar, y otros
se ahorcaron por sus manos propias»7.
RETORNABAN
LOS DIOSES CON LAS ARMAS SECRETAS
A
su paso por Tenerife, durante su primer viaje, había presenciado
Colón una formidable erupción volcánica. Fue como
un presagio de todo lo que vendría después en las inmensas
tierras nuevas que iban a interrumpir la ruta occidental hacia el Asia.
América estaba allí, adivinada desde sus costas infinitas;
la conquista se extendió, en oleadas, como una marea furiosa. Los
adelantados sucedían a los almirantes y las tripulaciones se convertían
en huestes invasoras. Las bulas del Papa habían hecho apostólica
concesión del Africa a la corona de Portugal, y a la corona de
Castilla habían otorgado las tierras «desconocidas como las hasta
aquí descubiertas por vuestros enviados y las que se han de descubrir
en lo futuro ... »: América había sido donada a la reina
Isabel. En 1508, una nueva bula concedió a la corona española,
a perpetuidad, todos los diezmos recaudados en América: el codiciado
patronato universal sobre la Iglesia del Nuevo Mundo incluía el
derecho de presentación real de todos los beneficios eclesiásticos
8.
El Tratado de Tordesillas, suscrito en 1494, permitió
a Portugal ocupar territorios americanos más allá de la
línea divisoria trazada por el Papa, y en 1530 Martim Alfonso de
Sousa fundó las primeras poblaciones portuguesas en Brasil, expulsando
a los franceses. Ya para entonces los españoles, atravesando selvas
infernales y desiertos infinitos, habían avanzado mucho en el proceso
de la exploración y la conquista. En 1513, el Pacífico resplandecía
ante los ojos de Vasco Núñez de Balboa; en el otoño
de 1522, retornaban a España los sobrevivientes de la expedición
de Fernando de Magallanes que habían unido por vez primera ambos
océanos y habían verificado que el mundo era redondo al
darle la vuelta completa; tres años antes habían partido
de la isla de Cuba, en dirección a México, las diez naves
de Hernán Cortés, y en 1523 Pedro de Alvarado se lanzó
a la conquista de Centroamérica; Francisco Pizarro entró
triunfante en el Cuzco, en 1533, apoderándose del corazón
del imperio de los incas; en 1540, Pedro de Valdivia atravesaba el desierto
de Atacama y fundaba Santiago de Chile. Los conquistadores penetraban
el Chaco y revelaban el Nuevo Mundo desde el Perú hasta las bocas
del río más caudaloso del planeta.
Había de todo entre los indígenas de
América: astrónomos y caníbales, ingenieros y salvajes
de la Edad de Piedra. Pero ninguna de las culturas nativas conocía
el hierro ni el arado, ni el vidrio ni la pólvora, ni empleaba
la rueda. La civilización que se abatió sobre estas tierras
desde el otro lado del mar vivía la explosión creadora del
Renacimiento: América aparecía como una invención
más, incorporada junto con la pólvora, la imprenta, el papel
y la brújula al bullente nacimiento de la Edad Moderna. El desnivel
de desarrollo de ambos mundos explica en gran medida la relativa facilidad
con que sucumbieron las civilizaciones nativas. Hernán Cortés
desembarcó en Veracruz acompañado por no más de cien
marineros y 508 soldados; traía 16 caballos, 32 ballestas, diez
cañones de bronce y algunos arcabuces, mosquetes y pistolones.
Y sin embargo, la capital de los aztecas, Tenochtitlán, era por
entonces cinco veces mayor que Madrid y duplicaba la población
de Sevilla, la mayor de las ciudades españolas. Francisco Pizarro
entró en Cajamarca con 180 soldados y 37 caballos. Los indígenas
fueron, al principio, derrotados por el asombro. El emperador Moctezuma
recibió, en su palacio, las primeras noticias: un cerro grande
andaba moviéndose por el mar. Otros mensajeros llegaron después:
« ... mucho espanto le causó el oír cómo estalla
el cañón, cómo retumba su estrépito, y cómo
se desmaya uno; se le aturden a uno los oídos. Y cuando cae el
tiro, una como bola de piedra sale de sus entrañas: va lloviendo
fuego...». Los extranjeros traían «venados» que los soportaban
«tan alto como los techos». Por todas partes venían envueltos sus
cuerpos, «solamente aparecen sus caras. Son blancas, son como si fueran
de cal. Tienen el cabello amarillo, aunque algunos lo tienen negro. Larga
su barba es ... » 9. Moctezuma creyó que era
el dios Quetzalcóatl quien volvía. Ocho presagios habían
anunciado, poco antes, su retorno. Los cazadores le habían traído
un ave que tenía en la cabeza una diadema redonda con la forma
de un espejo, donde se reflejaba el cielo con el sol hacia el poniente.
En ese espejo Moctezuma vio marchar sobre México los escuadrones
de los guerreros. El dios Quetzalcóatl había venido por
el este y por el este se había ido: era blanco y barbudo. También
blanco y barbudo era Huiracocha, el dios bisexual de los incas. Y el oriente
era la cuna de los antepasados heroicos de los mayas 10.
Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar cuentas con sus
pueblos traían armaduras y cotas de malla, lustrosos caparazones
que devolvían los dardos y las piedras; sus armas despedían
rayos mortíferos y oscurecían la atmósfera con humos
irrespirables. Los conquistadores practicaban también, con habilidad
política, la técnica de la traición y la intriga.
Supieron explotar, por ejemplo, el rencor de los pueblos sometidos al
dominio imperial de los aztecas y las divisiones que desgarraban el poder
de los incas. Los tlaxcaltecas fueron aliados de Cortés, y Pizarro
usó en su provecho la guerra entre los herederos del imperio incaico,
Huáscar y Atahualpa, los hermanos enemigos. Los conquistadores
ganaron cómplices entre las castas dominantes intermedias, sacerdotes,
funcionarios, militares, una vez abatidas, por el crimen, las jefaturas
indígenas más altas. Pero además usaron otras armas
o, si se prefiere, otros factores trabajaron objetivamente por la victoria
de los invasores. Los caballos y las bacterias, por ejemplo.
Los caballos habían sido, como los camellos,
originarios de América 11, pero se habían
extinguido en estas tierras. Introducidos en Europa por los jinetes árabes,
habían prestado en el Viejo Mundo una inmensa utilidad militar
y económica. Cuando reaparecieron en América a través
de la conquista, contribuyeron a dar fuerzas mágicas a los invasores
ante los ojos atónitos de los indígenas. Según una
versión, cuando el inca Atahualpa vio llegar a los primeros soldados
españoles, montados en briosos caballos ornamentados con cascabeles
y penachos, que corrían desencadenando truenos y polvaredas con
sus cascos veloces, se cayó de espaldas 12. El
cacique Tecum, al frente de los herederos de los mayas, descabezó
con su lanza el caballo de Pedro de Alvarado, convencido de que formaba
parte del conquistador: Alvarado se levantó y lo mató13.
Contados caballos, cubiertos con arreos de guerra, dispersaban las masas
indígenas y sembraban el terror y la muerte. «Los curas y misioneros
esparcieron ante la fantasía vernácula», durante el proceso
colonizador, «que los caballos eran de origen sagrado, ya que Santiago,
el Patrón de España, montaba en un potro blanco, que había
ganado valiosas batallas contra los moros y judíos, con ayuda de
la Divina Providencia» 14. Las bacterias y los virus
fueron los aliados más eficaces. Los europeos traían consigo,
como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos, varias enfermedades
pulmonares, intestinales y venéreas, el tracoma, el tifus, la lepra,
la fiebre amarilla, las caries que pudrían las bocas. La viruela
fue la primera en aparecer. ¿No sería un castigo sobrenatural aquella
epidemia desconocida y repugnante que encendía la fiebre y descomponía
las carnes? «Ya se fueron a meter en Tlaxcala. Entonces se difundió
la epidemia: tos, granos ardientes, que queman», dice un testimonio indígena,
y otro: «A muchos dio la muerte la pegajosa, apelmazada, dura enfermedad
de granos 15. Los indios morían como moscas;
sus organismos no oponían defensas ante las enfermedades nuevas.
Y los que sobrevivían quedaban debilitados e inútiles. El
antropólogo brasileño Darcy Ribeiro estima16
que más de la mitad de la población aborigen de América,
Australia y las islas oceánicas murió contaminada luego
del primer contacto con los hombres blancos.
«COMO
UNOS PUERCOS HAMBRIENTOS ANSÍAN EL ORO»
A
tiros de arcabuz, golpes de espada y soplos de peste, avanzaban los implacables
y escasos conquistadores de América. Lo cuentan las voces de los
vencidos. Después de la matanza de Cholula, Moctezuma envía
nuevos emisarios al encuentro de Hernán Cortés, quien avanza
rumbo al valle de México. Los enviados regalan a los españoles
collares de oro y banderas de plumas de quetzal. Los españoles
«estaban deleitándose. Como si fueran monos levantaban el oro,
como que se sentaban en ademán de gusto, como que se les renovaba
y se les iluminaba el corazón. Como que cierto es que eso anhelan
con gran sed. Se les ensancha el cuerpo por eso, tienen hambre furiosa
de eso. Como unos puercos hambrientos ansían el oro», dice el texto
náhuatl preservado en el Códice Florentino. Más adelante,
cuando Cortés llega a Tenochtitlán, la espléndida
capital azteca, los españoles entran en la casa del tesoro, «y
luego hicieron una gran bola de oro, y dieron fuego, encendieron, prendieron
llama a todo lo que restaba, por valioso que fuera: con lo cual todo ardió.
Y en cuanto al oro, los españoles lo redujeron a barras ... ».
Hubo guerra, y finalmente Cortés, que había
perdido Tenochtitlán, la reconquistó en 1521. «Y ya no teníamos
escudos, ya no teníamos macanas, y nada teníamos que comer,
ya nada comimos». La ciudad, devastada, incendiada y cubierta de cadáveres,
cayó. «Y toda la noche llovió sobre nosotros». La horca
y el tormento no fueron suficientes: los tesoros arrebatados no colmaban
nunca las exigencias de la imaginación, y durante largos años
excavaron los españoles el fondo del lago de México en busca
del oro y los objetos preciosos presuntamente escondidos por los indios.
Pedro de Alvarado y sus hombres se abatieron sobre
Guatemala y «eran tantos los indios que mataron, que se hizo un río
de sangre, que viene a ser el Olimtepeque», y también «el día
se volvió colorado por la mucha sangre que hubo aquel día».
Antes de la batalla decisiva, «y vístose los indios atormentados,
les dijeron a los españoles que no les atormentaran más,
que allí les tenían mucho oro, plata, diamantes y esmeraldas
que les tenían los capitanes Nehaib Ixquín, Nehaib hecho
águila y león. Y luego se dieron a los españoles
y se quedaron con ellos ... » 17 . Antes de que Francisco
Pizarro degollara al inca Atahualpa, le arrancó un rescate en «andas
de oro y plata que pesaban más de veinte mil marcos de plata, fina,
un millón y trescientos veintiséis mil escudos de oro finísimo
... ». Después se lanzó sobre el Cuzco. Sus soldados creían
que estaban entrando en la Ciudad de los Césares, tan deslumbrante
era la capital del imperio incaico, pero no demoraron en salir del estupor
y se pusieron a saquear el Templo del Sol: «Forcejeando, luchando entre
ellos, cada cual procurando llevarse del tesoro la parte del león,
los soldados, con cota de malla, pisoteaban joyas e imágenes, golpeaban
los utensilios de oro o les daban martillazos para reducirlos a un formato
más fácil y manuable... Arrojaban al crisol, para convertir
el metal en barras, todo el tesoro del templo: las placas que habían
cubierto los muros, los asombrosos árboles forjados, pájaros
y otros objetos del jardín»18.
Hoy día, en el Zócalo, la inmensa plaza desnuda del centro
de la capital de México, la catedral católica se alza sobre
las ruinas del templo más importante de Tenochtitlán, y
el palacio de gobierno está emplazado sobre la residencia de Cuauhtémoc,
el jefe azteca ahorcado por Cortés. Tenochtitlán fue arrasada.
El Cuzco corrió, en el Perú, suerte semejante, pero los
conquistadores no pudieron abatir del todo sus muros gigantescos y hoy
puede verse, al pie de los edificios coloniales, el testimonio de piedra
de la colosal arquitectura incaica.
ESPLENDORES
DEL POTOSÍ: EL CICLO DE LA PLATA
Dicen
que hasta las herraduras de los caballos eran de plata en la época
del auge de la ciudad de Potosí 19. De plata
eran los altares de las iglesias y las alas de los querubines en las procesiones:
en 1658, para la celebración del Corpus Christi, las calles de
la ciudad fueron desempedradas, desde la matriz hasta la iglesia de Recoletos,
y totalmente cubiertas con barras de plata. En Potosí la plata
levantó templos y palacios, monasterios y garitos, ofreció
motivo a la tragedia y a la fiesta, derramó la sangre y el vino,
encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura.
La espada y la cruz marchaban juntas en la conquista y en el despojo colonial.
Para arrancar la plata de América, se dieron cita en Potosí
los capitanes y los ascetas, los caballeros de lidia y los apóstoles,
los soldados y los frailes. Convertidas en piñas y lingotes, las
vísceras del cerro rico alimentaron sustancialmente el desarrollo
de Europa. «Vale un Perú» fue el elogio máximo a las personas
o a las cosas desde que Pizarro se hizo dueño del Cuzco, pero a
partir del descubrimiento del cerro, Don Quijote de la Mancha habla con
otras palabras: «Vale un Potosí», advierte a Sancho. Vena yugular
del Virreinato, manantial de la plata de América, Potosí
contaba con 120 000 habitantes según el censo de 1573. Sólo
veintiocho años habían transcurrido desde que la ciudad
brotara entre los páramos andinos y ya tenía, como por arte
de magia, la misma población que Londres y más habitantes
que Sevilla, Madrid, Roma o París. Hacia 1650, un nuevo censo adjudicaba
a Potosí 160.000 habitantes. Era una de las ciudades más
grandes y más ricas del mundo, diez veces más habitada que
Boston, en tiempos en que Nueva York ni siquiera había empezado
a llamarse así.
La historia de Potosí no había nacido
con los españoles. Tiempo antes de la conquista, el inca Huayna
Cápac había oído hablar a sus vasallos del Sumaj
Orcko, el cerro hermoso, y por fin pudo verlo cuando se hizo llevar, enfermo,
a las termas de Tarapaya. Desde las chozas pajizas del pueblo de Cantumarca,
los ojos del inca contemplaron por primera vez aquel cono perfecto que
se alzaba, orgulloso, por entre las altas cumbres de las serranías.
Quedó estupefacto. Las infinitas tonalidades rojizas, la forma
esbelta y el tamaño gigantesco del cerro siguieron siendo motivo
de admiración y asombro en los tiempos siguientes. Pero el inca
había sospechado que en sus entrañas debía albergar
piedras preciosas y ricos metales, y había querido sumar nuevos
adornos al Templo del Sol en el Cuzco. El oro y la plata que los incas
arrancaban de las minas de Colque Porco y Andacaba no salían de
los límites del reino: no servían para comerciar sino para
adorar a los dioses. No bien los mineros indígenas clavaron sus
pedernales en los filones de plata del cerro hermoso, una voz cavernosa
los derribó. Era una voz fuerte como el trueno, que salía
de las profundidades de aquellas breñas y decía, en quechua:
«No es para ustedes; Dios reserva estas riquezas para los que vienen de
más allá». Los indios huyeron despavoridos y el inca abandonó
el cerro. Antes, le cambió el nombre. El cerro pasó a llamarse
Potojsi, que significa: «Truena, revienta, hace explosión».
«Los que vienen de más allá» no demoraron
mucho en aparecer. Los capitanes de la conquista se abrían paso.
Huayna Cápac ya había muerto cuando llegaron. En 1545, el
indio Huallpa corría tras las huellas de una llama fugitiva y se
vio obligado a pasar la noche en el cerro. Para no morirse de frío,
hizo fuego. La fogata alumbró una hebra blanca y brillante. Era
plata pura. Se desencadenó la avalancha española.
Fluyó la riqueza. El emperador Carlos V dio prontas
señales de gratitud otorgando a Potosí el título
de Villa Imperial y un escudo con esta inscripción: «Soy el rico
Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y envidia
soy de los reyes». Apenas once años después del hallazgo
de Huallpa, ya la recién nacida Villa Imperial celebraba la coronación
de Felipe II con festejos que duraron veinticuatro días y costaron
ocho millones de pesos fuertes. Llovían los buscadores de tesoros
sobre el inhóspito paraje. El cerro, a casi cinco mil metros de
altura, era el más poderoso de los imanes, pero a sus pies la vida
resultaba dura, inclemente: se pagaba el frío como si fuera un
impuesto y en un abrir y cerrar de ojos una sociedad rica y desordenada
brotó, en Potosí, junto con la plata. Auge y turbulencia
del metal: Potosí paso a ser «el nervio principal del reino», según
lo definiera el virrey Hurtado de Mendoza. A comienzos del siglo xvII,
ya la ciudad contaba con treinta y seis iglesias espléndidamente
ornamentadas, otras tantas casas de juego y catorce escuelas de baile.
Los salones, los teatros y los tablados para las fiestas lucían
riquísimos tapices, cortinajes, blasones y obras de orfebrería;
de los balcones de las casas colgaban damascos coloridos y lamas de oro
y plata. Las sedas y los tejidos venían de Granada, Flandes y Calabria;
los sombreros de París y Londres; los diamantes de Ceylán;
las piedras preciosas de la India; las perlas de Panamá; las medias
de Nápoles; los cristales de Venecia; las alfombras de Persia;
los perfumes de Arabia, y la porcelana de China. Las damas brillaban de
pedrería, diamantes y rubíes y perlas, y los caballeros
ostentaban finísimos paños bordados de Holanda. A la lidia
de toros seguían los juegos de sortija y nunca faltaban los duelos
al es- tilo medieval, lances del amor y del orgullo, con cascos de hierro
empedrados de esmeraldas y de vistosos plumajes, sillas y estribos de
filigrana de oro, espadas de Toledo y potros chilenos enjaezados a todo
lujo.
En 1579, se quejaba el oidor Matienzo: «Nunca faltan
-decía- novedades, desvergüenzas y atrevimientos». Por entonces
ya había en Potosí ochocientos tahúres profesionales
y ciento veinte prostitutas célebres, a cuyos resplandecientes
salones concurrían los mineros ricos. En 1608, Potosí festejaba
las fiestas del Santísimo Sacramento con seis días de comedias
y seis noches de máscaras, ocho días de toros y tres de
saraos, dos de torneos y otras fiestas.
ESPAÑA
TENÍA LA VACA, PERO OTROS TOMABAN LA LECHE
Entre
1545 y 1558 se descubrieron las fértiles minas de plata de Potosí,
en la actual Bolivia, y las de Zacatecas y Guanajuato en México;
el proceso de amalgama con mercurio, que hizo posible la explotación
de plata de ley más baja, empezó a aplicarse en ese mismo
período. El «rush» de la plata eclipsó rápidamente
a la minería de oro. A mediados del siglo xvII la plata abarcaba
más del 99 por ciento de las exportaciones minerales de la América
hispánica 20.
América era, por entonces, una vasta bocamina
centrada, sobre todo, en Potosí. Algunos escritores bolivianos,
inflamados de excesivo entusiasmo, afirman que en tres siglos España
recibió suficiente metal de Potosí como para tender un puente
de plata desde la cumbre del cerro hasta la puerta del palacio real al
otro lado del océano. La imagen es, sin duda, obra de fantasía,
pero de cualquier manera alude a una realidad que, en efecto, parece inventada:
el flujo de la plata alcanzó dimensiones gigantescas. La cuantiosa
exportación clandestina de plata americana, que se evadía
de contrabando rumbo a las Filipinas, a la China y a la propia España,
no figura en los cálculos de Earl J. Hamilton 21,
quien a partir de los datos obtenidos en la Casa de Contratación
ofrece, de todos modos, en su conocida obra sobre el tema, cifras asombrosas.
Entre 1503 y 1660, llegaron al puerto de Sevilla 185 mil kilos de oro
y 16 millones de kilos de plata. La plata transportada a España
en poco más de un siglo y medio, excedía tres veces el total
de las reservas europeas. Y estas cifras, cortas, no incluyen el contrabando.
Los metales arrebatados a los nuevos dominios coloniales
estimularon el desarrollo económico europeo y hasta puede decirse
que lo hicieron posible. Ni siquiera los efectos de la conquista de
los tesoros persas que Alejandro Magno volcó sobre el mundo helénico
podrían compararse con la magnitud de esta formidable contribución
de América al progreso ajeno. No al de España, por cierto,
aunque a España pertenecían las fuentes de plata americana.
Como se decía en el siglo xvII, «España es como la boca
que recibe los alimentos, los mastica, los tritura, para enviarlos enseguida
a los demás órganos, y no retiene de ellos por su parte,
más que un gusto fugitivo o las partículas que por casualidad
se agarran a sus dientes» 22. Los españoles tenían
la vaca, pero eran otros quienes bebían la leche. Los acreedores
del reino, en su mayoría extranjeros, vaciaban sistemáticamente
las arcas de la Casa de Contratación de Sevilla, destinadas a guardar
bajo tres llaves, y en tres manos distintas, los tesoros de América.
La
Corona estaba hipotecada. Cedía por adelantado casi todos los cargamentos
de plata a los banqueros alemanes, genoveses, flamencos y españoles23.
También los impuestos recaudados dentro de España corrían,
en eran medida, esta suerte: en 1543, un 65 por ciento del total de las
rentas reales se destinaba al pago de las anualidades de los títulos
de deuda. Sólo en mínima medida la plata americana se incorporaba
a la economía española; aunque quedara formalmente registrada
en Sevilla, iba a parar a manos de los Függer, poderosos banqueros
que habían adelantado al Papa los fondos necesarios para terminar
la catedral de San Pedro, y de otros grandes prestamistas de la época,
al estilo de los WeIser, los Shetz o los Grimaldi. La plata se destinaba
también al pago de exportaciones de mercaderías no españolas
con destino al Nuevo Mundo.
Aquel imperio rico tenía una metrópoli
pobre, aunque en ella la ilusión de la prosperidad levantara burbujas
cada vez más hinchadas: la Corona abría por todas partes
frentes de guerra mientras la aristocracia se consagraba al despilfarro
y se multiplicaban, en suelo español, los curas y los guerreros,
los nobles y los mendigos, al mismo ritmo frenético en que crecían
los precios de las cosas y las tasas de interés del dinero. La
industria moría al nacer en aquel reino de los vastos latifundios
estériles, y la enferma economía española no podía
resistir el brusco impacto del alza de la demanda de alimentos y mercancías
que era la inevitable consecuencia de la expansión colonial. El
gran aumento de los gastos públicos y la asfixiante presión
de las necesidades de consumo en las posesiones de ultramar agudizaban
el déficit comercial y desataban, al galope, la inflación.
Colbert escribía: «Cuanto más comercio con los españoles
tiene un estado, más plata tiene». Había una aguda lucha
europea por la conquista del mercado español que implicaba el mercado
y la plata de América. Un memorial francés de fines del
siglo xvII nos permite saber que España sólo dominaba, por
entonces, el cinco por ciento del comercio con «sus» posesiones coloniales
de más allá del océano, pese al espejismo jurídico
del monopolio: cerca de una tercera parte del total estaba en manos de
holandeses y flamencos, una cuarta parte pertenecía a los franceses,
los genoveses controlaban más del veinte por ciento, los ingleses
el diez y los alemanes algo menos24. América
era un negocio europeo.
Carlos
V, heredero de los Césares en el Sacro Imperio por elección
comprada, sólo había pasado en España dieciséis
de los cuarenta años de su reinado. Aquel monarca de mentón
prominente y mirada de idiota, que había ascendido al trono sin
conocer una sola palabra del idioma castellano, gobernaba rodeado por
un séquito de flamencos rapaces a los que extendía salvoconductos
para sacar de España mulas y caballos cargados de oro y joyas y
a los que también recompensaba otorgándoles obispados y
arzobispados, títulos burocráticos y hasta la primera licencia
para conducir esclavos negros a las colonias americanas. Lanzado a la
persecución del demonio por toda Europa, Carlos V extenuaba el
tesoro de América en sus guerras religiosas. La dinastía
de los Habsburgo no se agotó con su muerte; España habría
de padecer el reinado de los Austria durante casi dos siglos. El gran
adalid de la Contrarreforma fue su hijo Felipe II. Desde su gigantesco
palacio-monasterio del Escorial, en las faldas del Guadarrama, Felipe
II puso en funcionamiento, a escala universal, la terrible maquinaria
de la Inquisición, y abatió sus ejércitos sobre los
centros de la herejía. El calvinismo había hecho presa de
Holanda, Inglaterra y Francia, y los turcos encarnaban el peligro del
retorno de la religión de Alá. El salvacionismo costaba
caro: los pocos objetos de oro y plata, maravillas del arte americano,
que no llegaban ya fundidos desde México Y el Perú, eran
rápidamente arrancados de la Casa de Contratación de Sevilla
y arrojados a las bocas de los hornos.
Ardían
también los herejes o los sospechosos de herejía, achicharrados
por las llamas purificadoras de la Inquisición; Torquemada incendiaba
los libros Y el rabo del diablo asomaba por todos los rincones: la guerra
contra el protestantismo era además la guerra contra el capitalismo
ascendente en Europa. «La perpetuación de la cruzada -dice Elliott
en su obra ya citada- entrañaba la perpetuación de la arcaica
organización social de una nación de cruzados». Los metales
de América, delirio y ruina de España, proporcionaban medios
para pelear contra las nacientes fuerzas de la economía moderna.
Ya Carlos V había aplastado a la burguesía castellana en
la guerra de los comuneros, que se había convertido en una revolución
social contra la nobleza, sus propiedades y sus privilegios. El levantamiento
fue derrotado a partir de la traición de la ciudad de Burgos, que
sería la capital del general Francisco Franco cuatro siglos más
tarde; extinguidos los últimos fuegos rebeldes, Carlos V regresó
a España acompañado de cuatro mil soldados alemanes. Simultáneamente,
fue también ahogada en sangre la muy radical insurrección
de los tejedores, hilanderos y artesanos que habían tomado el poder
en la ciudad de Valencia y lo habían extendido por toda la comarca.
La
defensa de la fe católica resultaba una máscara para la
lucha contra la historia. La expulsión de los judíos -españoles
de religión judía- había privado a España,
en tiempos de los Reyes Católicos, de muchos artesanos hábiles
y de capitales imprescindibles. Se considera no tan importante la expulsión
de los árabes -españoles, en realidad, de religión
musulmana- aunque en 1609 nada menos que 275 mil fueron arriados a la
frontera y ello tuvo desastrosos efectos sobre la economía valenciana,
y los fértiles campos del sur del Ebro, en Aragón, quedaron
arruinados. Anteriormente, Felipe II había echado, por motivos
religiosos, a millares de artesanos flamencos convictos o sospechosos
de protestantismo: Inglaterra los acogió en su suelo, y allí
dieron un importante impulso a las manufacturas británicas.
Como
se ve, las distancias enormes y las comunica- dones difíciles no
eran los principales obstáculos que se oponían al progreso
industrial de España. Los capitalistas españoles se convertían
en rentistas, a través de la compra de los títulos de deuda
de la Corona, y no invertían sus capitales en el desarrollo industrial.
El excedente económico deriva hacia cauces improductivos: los viejos
ricos señores de horca y cuchillo, dueños de la tierra y
de los títulos de nobleza, levantaban palacios y acumulaban joyas;
los nuevos ricos, especuladores y mercaderes, compraban tierras y títulos
de nobleza. Ni unos ni otros pagaban prácticamente impuestos, ni
podían ser encarcelados por deudas. Quien se dedicara a una actividad
industrial perdía automáticamente su carta de hidalguía25.
Sucesivos
tratados comerciales, firmados a partir de las derrotas militares de los
españoles en Europa, otorgaron concesiones que estimularon el tráfico
marítimo entre el puerto de Cádiz, que desplazó a
Sevilla, y los puertos franceses, ingleses, holandeses y hanseáticos.
Cada año entre ochocientas y mil naves descargaban en España
los productos industrializados por otros. Se llevaban la plata de América
y la lana española, que marchaba rumbo a los telares extranjeros
de donde sería devuelta ya tejida por la industria europea en expansión.
Los monopolistas de Cádiz se limitaban a remarcar los productos
industria- les extranjeros que expedían al Nuevo Mundo: si las
manufacturas españolas no podían siquiera atender al mercado
interno, ¿cómo iban a satisfacer las necesidades de las colonias?
Los encajes de Lille y Arraz, las telas holandesas,
los tapices de Bruselas y los brocados de Florencia, los cristales de
Venecia, las armas de Milán y los vinos y lienzos de Francia26
inundaban el mercado español, a expensas de la producción
local, para satisfacer el ansia de ostentación y las exigencias
de consumo de los ricos parásitos cada vez más numerosos
y poderosos en un país cada vez más pobre. La industria
moría en el huevo, y los Habsburgo hicieron todo lo posible por
acelerar su extinción. A mediados del siglo XVI se había
llegado al colmo de autorizar la importación de tejidos extranjeros
al mismo tiempo que se prohibía toda exportación de paños
castellanos que no fueran a América27. Por el
contrario, como ha hecho notar Ramos, muy distintas eran las orienta-
ciones de Enrique VIII o Isabel I en Inglaterra, cuando prohibían
en esta ascendente nación la salida del oro y de la plata, monopolizaban
las letras de cambio, impedían la extracción de la lana
y arrojaban de los puertos británicos a los mercaderes de la Liga
Hanseática del Mar del Norte. Mientras tanto, las repúblicas
italianas protegían su comercio exterior y su industria mediante
aranceles, privilegios y prohibiciones rigurosas: los artífices
no podían expatriarse bajo pena de muerte.
La ruina lo abarcaba todo. De los 16 mil telares que
quedaban en Sevilla en 1558, a la muerte de Carlos V, sólo restaban
cuatrocientos cuando murió Felipe 11, cuarenta años después.
Los siete millones de ovejas de la ganadería andaluza se redujeron
a dos millones. Cervantes retrató en Don Quijote de la Mancha
-novela de gran circulación en América- la sociedad de su
época. Un decreto de mediados del siglo XVI hacía imposible
la importación de libros extranjeros e impedía a los estudiantes
cursar estudios fuera de España; los estudiantes de Salamanca se
redujeron a la mitad en pocas décadas; había nueve mil conventos
y el clero se multiplicaba casi tan intensamente como la nobleza de capa
y espada; 160 mil extranjeros acaparaban el comercio exterior y los derroches
de la aristocracia condenaban a España a la impotencia económica.
Hada 1630, poco más de un centenar y medio de duques, marqueses,
condes y vizcondes recogían cinco millones de ducados de renta
anual, que alimentaban copiosamente el brillo de sus títulos rimbombantes.
El duque de Medinaceli tenía setecientos criados y eran trescientos
los sirvientes del gran duque de Osuna, quien, para burlarse del zar de
Rusia, los vestía con tapados de pieles28. El
siglo XVII fue la época del pícaro, el hambre y las epidemias.
Era infinita la cantidad de mendigos españoles, pero ello no impedía
que también los mendigos extranjeros afluyeran desde todos los
rincones de Europa. Hacia 1700 España contaba ya con 625 mil hidalgos,
señores de la guerra, aunque el país se vaciaba: su población
se había reducido a la mitad en algo más de dos siglos,
y era equivalente a la de Inglaterra, que en el mismo período la
había duplicado. 1700 señala el fin del régimen de
los Habsburgo. La bancarrota era total. Desocupación crónica,
grandes latifundios baldíos, moneda caótica, industria arruinada,
guerras perdidas y tesoros vacíos, la autoridad central desconocida
en las provincias: la España que afrontó Felipe V estaba
«poco menos difunta que su amo muerto»29.
Los
Borbones dieron a la nación una apariencia más moderna,
pero a fines del siglo XVIII el clero español tenía nada
menos que doscientos mil miembros y el resto de la población improductiva
no detenía su aplastante desarrollo, a expensas del subdesarrollo
del país. Por entonces, había aún en España
más de diez mil pueblos y ciudades sujetos a la jurisdicción
señorial de la nobleza y, por lo tanto, fuera del control directo
del rey. Los latifundios y la institución del mayorazgo seguían
intactos. Continuaban en pie el oscurantismo y el fatalismo. No había
sido superada la época de Felipe IV: en sus tiempos, una junta
de teólogos se reunió para examinar el proyecto de construcción
de un canal entre el Manzanares y el Tajo y terminó declarando
que si Dios hubiese querido que los ríos fuesen navegables, Él
mismo los hubiera hecho así.
LA
DISTRIBUCIÓN DE FUNCIONES ENTRE EL CABALLO Y EL JINETE
En
el primer tomo de El capital, escribió Karl Marx: «El
descubrimiento de los yacimientos de oro y plata de América, la
cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas
de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo
de las Indias Orientales, la conversión del continente africano
en cazadero de esclavos negros: son todos hechos que señalan los
albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos
representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento
de la acumulación originaria».
El
saqueo, interno y externo, fue el medio más importante para la
acumulación primitiva de capitales que, desde la Edad Media, hizo
posible la aparición de una nueva etapa histórica en la
evolución económica mundial. A medida que se extendía
la economía monetaria, el intercambio desigual iba abarcando cada
vez más capas sociales y más regiones del planeta. Ernest
Mandel ha sumado el valor del oro y la Plata arrancados de América
hasta 1660, el botín extraído de Indonesia por la Compañía
Holandesa de las Indias Orientales desde 1650 hasta 1780, las ganancias
del capital francés en la trata de esclavos durante el siglo XVIII,
las entradas obtenidas por el trabajo esclavo en las Antillas británicas
y el saqueo inglés de la India durante medio siglo: el resultado
supera el valor de todo el capital invertido en todas las industrias europeas
hacia 1800 30. Mandel hace notar que esta gigantesca
masa de capitales creó un ambiente favorable a las inversiones
en Europa, estimuló el «espíritu de empresa» y financió
directamente el establecimiento de manufacturas que dieron un gran impulso
a la revolución industrial. Pero, al mismo tiempo, la formidable
concentración internacional de la riqueza en beneficio de Europa
impidió, en las regiones saqueadas, el salto a la acumulación
de capital industrial. «La doble tragedia de los países en
desarrollo consiste en que no sólo fueron víctimas de ese
proceso de concentración internacional, sino que posteriormente
han debido tratar de compensar su atraso industrial, es decir, realizar
la acumulación originaria de capital industrial, en un mundo que
está inundado con los artículos manufacturados por una industria
ya madura, la occidental»31.
Las
colonias americanas habían sido descubiertas, conquistadas y colonizadas
dentro del proceso de la expansión del capital comercial. Europa
tendía sus brazos para alcanzar al mundo entero. Ni España
ni Portugal recibieron los beneficios del arrollador avance del mercantilismo
capitalista, aunque fueron sus colonias las que, en medida sustancial,
proporcionaron el oro y la plata que nutrieron esa expansión. Como
hemos visto, si bien los metales preciosos de América alumbraron
la engañosa fortuna de una nobleza española que vivía
su Edad Media tardíamente y a contramano de la historia, simultáneamente
sellaron la ruina de España en los siglos por venir. Fueron otras
las comarcas de Europa que pudieron incubar el capitalismo moderno valiéndose,
en gran parte, de la expropiación de los pueblos primitivos de
América. A la rapiña de los tesoros acumulados sucedió
la explotación sistemática, en los socavones y en los yacimientos,
del trabajo forzado de los indígenas y de los negros esclavos arrancados
de Africa por los traficantes.
Europa
necesitaba oro y plata. Los medios de pago de circulación se multiplicaban
sin cesar y era preciso alimentar los movimientos del capitalismo a la
hora del parto: los burgueses se apoderaban de las ciudades y fundaban
bancos, producían e intercambiaban mercancías, conquistaban
mercados nuevos. Oro, plata, azúcar: la economía colonial,
más abastecedora que consumidora, se estructuró en función
de las necesidades del mercado europeo, y a su servicio. El valor de las
exportaciones latinoamericanas de metales preciosos fue, durante prolongados
períodos del siglo XVI, cuatro veces mayor que el valor de las
importaciones, compuestas sobre todo por esclavos, sal, vino y aceite,
armas, paños y artículos de lujo. Los recursos fluían
para que los acumularan las naciones europeas emergentes. Esta era la
misión fundamental que habían traído los pioneros,
aunque además aplicaran el Evangelio, casi tan frecuentemente como
el látigo, a los indios agonizantes. La estructura económica
de las colonias ibéricas nació subordinada al mercado externo
y, en consecuencia, centralizada en tomo del sector exportador, que concentraba
la renta y el poder.
A
lo largo del Proceso, desde la etapa de los metales al posterior suministro
de alimentos, cada región se identificó con lo que produjo,
y produjo lo que de ella se esperaba en Europa: cada producto, cargado
en las bodegas de los galeones que surcaban el océano, se convirtió
en una vocación y en un destino. La división internacional
del trabajo, tal como fue surgiendo junto con el capitalismo, se parecía
más bien a la distribución de funciones entre un jinete
y un caballo, como dice Paul Baran32. Los mercados del
mundo colonial crecieron como meros apéndices del mercado interno
del capitalismo que irrumpía.
Celso Furtado advierte33 que los
señores feudales europeos obtenían un excedente económico
de la población por ellos dominada, y lo utilizaban, de una u otra
forma, en sus mismas regiones, en tanto que el objetivo principal de los
españoles que recibieron del rey minas, tierras e indígenas
en América, consistía en sustraer un excedente para transferirlo
a Europa. Esta observación contribuye a aclarar el fin último
que tuvo, desde su implantación, la economía colonial americana;
aunque formalmente mostrara algunos rasgos feudales, actuaba al servido
del capitalismo naciente en otras comarcas. Al fin y al cabo, tampoco
en nuestro tiempo la existencia de los centros ricos del capitalismo puede
explicarse sin la existencia de las periferias pobres y sometidas: unos
y otras integran el mismo sistema.
Pero no todo el excedente se evadía hacia Europa.
La economía colonial estaba regida por los mercaderes, los dueños
de las minas y los grandes propietarios de tierras, quienes se repartían
el usufructo de la mano de obra indígena y negra bajo la mirada
celosa y omnipotente de la Corona y su principal asociada, la Iglesia.
El poder estaba concentrado en pocas manos, que enviaban a Europa metales
y alimentos, y de Europa recibían los artículos suntuarios
a cuyo disfrute consagraban sus fortunas crecientes. No tenían,
las clases dominantes, el menor interés en diversificar las economías
internas ni en elevar los niveles técnicos Y culturales de la población:
era otra su función dentro del engranaje internacional para el
que actuaban, y la inmensa miseria popular, tan lucrativa desde el punto
de vista de los intereses reinantes, impedía el desarrollo de un
mercado interno de consumo.
Una
economista francesa34 sostiene que la peor herencia
colonial de América Latina, que explica su considerable atraso
actual, es la falta de capitales. Sin embargo, toda la información
histórica muestra que la economía colonial produjo, en el
pasado, una enorme riqueza a las clases asociadas, dentro de la región,
al sistema colonialista de dominio. La cuantiosa mano de obra disponible,
que era gratuita o prácticamente gratuita, y la gran demanda europea
por los productos americanos, hicieron posible, dice Sergio Bagú35
«una precoz y cuantiosa acumulación de capitales en las colonias
ibéricas. El núcleo de beneficiarios, lejos de irse ampliando,
fue reduciéndose en proporción a la masa de población,
como se desprende del hecho cierto de que el número de europeos
y criollos desocupados aumentara sin cesar». El capital que restaba
en América, una vez deducida la parte del león que se volcaba
al proceso de acumulación primitiva del capitalismo europeo, no
generaba, en estas tierras, un proceso análogo al de Europa, para
echar las bases del desarrollo industrial, sino que se desviaba
a la construcción de grandes palacios y templos ostentosos, a la
compra de joyas y ropas y muebles de lujo, al mantenimiento de servidumbres
numerosas y al despilfarro de las fiestas. En buena medida, también,
ese excedente quedaba inmovilizado en la compra de nuevas tierras o continuaba
girando en las actividades especulativas y comerciales.
En
el ocaso de la era colonial, encontrará Humboldt en México
«una enorme masa de capitales amontonados en manos de los propietarios
de minas, o en las de negociantes que se han retirado del comercio». No
menos de la mitad de la propiedad raíz y del capital total de México
pertenecía, según su testimonio, a la Iglesia, que además
controlaba buena parte de las tierras restantes mediante hipotecas36.
Los mineros mexicanos invertían sus excedentes en la compra de
latifundios, y en los empréstitos en hipoteca, al igual que los
grandes exportadores de Veracruz y Acapulco; la jerarquía clerical
extendía sus bienes en la misma dirección. Las residencias
capaces de convertir al plebeyo en príncipe y los templos despampanantes
nacían como los hongos después de la lluvia.
En
el Perú, a mediados del siglo XVII, grandes capitales procedentes
de los encomenderos, mineros, inquisidores y funcionarios de la administración
imperial se volcaban al comercio. Las fortunas nacidas en Venezuela del
cultivo del cacao, iniciado a fines del siglo XVI, látigo en mano,
a costa de legiones de esclavos negros, se invertían «en nuevas
plantaciones y otros cultivos comerciales, así como en minas, bienes
raíces urbanos, esclavos y hatos de ganado»37.
RUINAS
DE POTOSÍ: EL CICLO DE LA PLATA
Analizando
la naturaleza de las relaciones «metrópoli-satélite» a lo
largo de la historia de América Latina como una cadena de subordinaciones
sucesivas, André Gunder Frank ha destacado, en una de sus obras38,
que las regiones hoy día más signadas por el subdesarrollo
y la pobreza son aquellas que en el pasado han tenido lazos más
estrechos con la metrópoli y han disfrutado de períodos
de auge. Son las regiones que fueron las mayores productoras de bienes
exportados hacia Europa o, posteriormente, hacia Estados Unidos, y las
fuentes más caudalosas de capital: regiones abandonadas por la
metrópoli cuando por una u otra razón los negocios decayeron.
Potosí brinda el ejemplo más claro de esta caída
hacia el vacío.
Las minas de plata de Guanajuato y Zacatecas, en México,
vivieron su auge posteriormente. En los siglos XVI y XVII, el cerro rico
de Potosí fue el centro de la vida colonial americana: a su alrededor
giraban, de un modo u otro, la economía chilena, que le proporcionaba
trigo, carne seca, pieles y vinos; la ganadería y las artesanías
de Córdoba y Tucumán, que la abastecían de animales
de tracción y de tejidos; las minas de mercurio de Huancavélica
y la región de Arica por donde se embarcaba la plata para Lima,
principal centro administrativo de la época. El siglo XVIII señala
el principio del fin para la economía de la plata que tuvo su centro
en Potosí; sin embargo, en la época de la independencia,
todavía la población del territorio que hoy comprende Bolivia
era superior a la que habitaba lo que hoy es la Argentina. Siglo y medio
después, la población boliviana es casi seis veces menor
que la población argentina.
Aquella
sociedad potosina, enferma de ostentación y despilfarro, sólo
dejó a Bolivia la vaga memoria de sus esplendores, las ruinas de
sus iglesias y palacios, y ocho millones de cadáveres de indios.
Cualquiera de los diamantes incrustados en el escudo de un caballero rico
valía más, al fin y al cabo, que lo que un indio podía
ganar en toda su vida de mitayo, pero el caballero se fugó con
los diamantes. Bolivia, hoy uno de los países más pobres
del mundo, podría jactarse -si ello no resultara patéticamente
inútil- de haber nutrido la riqueza de los países más
ricos. En nuestros días, Potosí es una pobre ciudad de la
pobre Bolivia: «La ciudad que más ha dado al mundo y la que menos
tiene», como me dijo una vieja señora potosina, envuelta en un
kilométrico chal de lana de alpaca, cuando conversamos ante el
patio andaluz de su casa de dos siglos. Esta ciudad condenada a la nostalgia,
atormentada por la miseria y el frío, es todavía una herida
abierta del sistema colonial en América: una acusación.
El mundo tendría que empezar por pedirle disculpas.
Se
vive de los escombros. En 1640, el padre Alvaro Alonso-Barba publicó
en Madrid, en la imprenta del reino, su excelente tratado sobre el arte
de los metales. El estaño, escribió Barba, «es veneno»39.
Mencionó cerros donde «hay mucho estaño, aunque lo conocen
pocos, y por no hallarle la plata que todos buscan, le echan por ahí».
En Potosí se explota ahora el estaño que los españoles
arrojaron a un lado como basura. Se venden las paredes de las casas viejas
como estaño de buena ley. Desde las bocas de los cinco mil socavones
que los españoles abrieron en el cerro rico se ha chorreado la
riqueza a lo largo de los siglos. El cerro ha ido cambiando de color a
medida que los tiros de dinamita lo han ido vaciando y le han bajado el
nivel de la cumbre. Los montones de roca, acumulados en torno de los infinitos
agujeros, tienen todos los colores: son rosados, lilas, púrpuras,
ocres, grises, dorados, pardos. Una colcha de retazos. Los llamperos
rompen la roca y las palliris indígenas, de mano sabia para
pesar y separar, picotean, como pajaritos, los restos minerales en busca
de estaño. En los viejos socavones que no están inundados
los mineros entran todavía, la lámpara de carburo en una
mano, encogidos los cuerpos, para arrancar lo que se pueda. Plata no hay.
Ni un relumbrón; los españoles barrían las vetas
hasta con escobillas. Los pallacos cavan a pico y pala pequeños
túneles para extraer veneros de los despojos. «El cerro es rico
todavía -me decía sin asombro un desocupado que arañaba
la tierra con las manos- Dios ha de ser, figúrese: el mineral crece
como si fuera planta, igual». Frente al cerro rico de Potosí, se
alza el testigo de la devastación. Es un monte llamado Huakajchi,
que en quechua significa: «Cerro que ha llorado». De sus laderas brotan
muchos manantiales de agua pura, los «ojos de agua» que dan de beber a
los mineros.
En
sus épocas de auge, al promediar el siglo XVII, la ciudad había
congregado a muchos pintores y artesanos españoles o criollos o
imagineros indígenas que imprimieron su sello al arte colonial
americano. Melchor Pérez de Holguín, el Greco de América,
dejó una vasta obra religiosa que a la vez delata el talento de
su creador y el aliento pagano de estas tierras: se hace difícil
olvidar, por ejemplo, a la espléndida Virgen María que,
con los brazos abiertos, da de mamar con un pecho al niño Jesús
y con el otro a San José. Los orfebres, los cinceladores de platería,
los maestros del repujado y los ebanistas, artífices del metal,
la madera fina, el yeso y los marfiles nobles, nutrieron las numerosas
iglesias y monasterios de Potosí con tallas y altares de infinitas
filigranas, relumbrantes de plata, y púlpitos y retablos valiosísimos.
Los frentes barrocos de los templos, trabajados en piedra, han resistido
el embate de los siglos, pero no ha ocurrido lo mismo con los cuadros,
en muchos casos mortalmente mordidos por la humedad, ni con las figuras
y objetos de poco peso. Los turistas y los párrocos han vaciado
las iglesias de cuanta cosa han podido llevarse: desde los cálices
y las campanas hasta las tallas de San Francisco y Cristo en haya o fresno.
Estas
iglesias desvalijadas, cerradas ya en su mayoría, se están
viniendo abajo, aplastadas por los años. Es una lástima,
porque constituyen todavía, aunque hayan sido saqueadas, formidables
tesoros en pie de un arte colonial que funde y enciende todos los estilos,
valioso en el genio y en la herejía: el «signo escalonado» de Tiahuanacu
en lugar de la cruz y la cruz junto al sagrado sol y la sagrada luna,
las vírgenes y los santos con pelo natural, las uvas y las espigas
enroscadas en las columnas, hasta los capiteles, junto con la kantuta,
la flor imperial de los incas; las sirenas, Baco y la fiesta de la vida
alternando con el ascetismo románico, los rostros morenos de algunas
divinidades y las cariátides de rasgos indígenas. Hay iglesias
que han sido reacondicionadas para prestar, ya vacías de fieles,
otros servicios. La iglesia de San Ambrosio se ha convertido en el cine
Omiste; en febrero de 1970, sobre los bajorrelieves barrocos del frente
se anunciaba el próximo estreno: «El mundo está loco, loco,
loco». El templo de la Compañía de Jesús se convirtió
también en cine, después en depósito de mercaderías
de la empresa Grace y por último en almacén de víveres
para la caridad pública. Pero otras pocas iglesias están
aún, mal que bien, en actividad: hace por lo menos siglo y medio
que los vecinos de Potosí queman cirios a falta de dinero. La de
San Francisco, por ejemplo. Dicen que la cruz de esta iglesia crece algunos
centímetros por año, y que también crece la barba
del Señor de la Vera Cruz, un imponente Cristo de plata y seda
que apareció en Potosí, traído por nadie, hace cuatro
siglos. Los curas no niegan que cada determinado tiempo lo afeitan, y
le atribuyen, hasta por escrito, todos los milagros: conjuraciones sucesivas
de sequías y pestes, guerras en defensa de la ciudad acosada.
Sin embargo, nada pudo el Señor de la Vera Cruz
contra la decadencia de Potosí. La extenuación de la plata
había sido interpretada como un castigo divino por las atrocidades
y los pecados de los mineros. Atrás quedaron las misas espectaculares;
como los banquetes y las corridas de toros, los bailes y los fuegos de
artificio, el culto religioso a todo lujo había sido también,
al fin y al cabo, un subproducto del trabajo esclavo de los indios. Los
mineros hacían, en la época del esplendor, fabulosas donaciones
para las iglesias y los monasterios, y celebraban suntuosos oficios fúnebres.
Llaves de plata pura para las puertas del cielo: el mercader Alvaro Bejarano
había ordenado, en su testamento de 1559, que acompañaran
su cadáver «todos los curas y sacerdotes de Potosí». El
curanderismo y la brujería se mezclaban con la religión
autorizada, en el delirio de los fervores y los pánicos de la sociedad
colonial. La extremaunción con. campanilla y palio podía,
como la comunión, curar al agonizante, aunque resultaba mucho más
eficaz un jugoso testamento para la construcción de un templo o
de un altar de plata. Se combatía la fiebre con los evangelios:
las oraciones en algunos conventos refrescaban el cuerpo; en otros, daban
calor. « El Credo era fresco como el tamarindo o el nitro dulce y la Salve
era cálida como el azahar o el cabello de choclo ... »40.
En
la calle Chuquisaca puede uno admirar el frontis, roído por los
siglos, de los condes de Carma y Cayara, pero el palacio es ahora el consultorio
de un cirujano-dentista; la heráldica del maestre de campo don
Antonio López de Quiroga, en la calle Lanza, adorna ahora una escuelita;
el escudo del marqués de Otavi, con sus leones rampantes, luce
en el pórtico del Banco Nacional. «En qué lugares vivirán
ahora. Lejos se han debido ir ... ». La anciana potosina, atada a su ciudad,
me cuenta que primero se fueron los ricos, y después también
se fueron los pobres: Potosí tiene ahora tres veces menos habitantes
que hace cuatro siglos. Contemplo el cerro desde una azotea de la calle
Uyuni, una muy angosta y viboreante callejuela colonial, donde las casas
tienen grandes balcones de madera tan pegados de vereda a vereda que pueden
los vecinos besarse o golpearse sin necesidad de bajar a la calle. Sobreviven
aquí, como en toda la ciudad, los viejos candiles de luz mortecina
bajo los cuales, al decir de Jaime Molins, «se solventaron querellas de
amor y se escurrieron, como duendes, embozados caballeros, damas elegantes
y tahúres». La ciudad tiene ahora luz eléctrica, pero no
se nota mucho. En las plazas oscuras, a la luz de los viejos faroles,
funcionan las tómbolas por las noches: vi rifar un pedazo de torta
en medio de un gentío.
Junto
con Potosí, cayó Sucre. Esta ciudad del valle, de clima
agradable, que antes se había llamado Charcas, La Plata y Chuquisaca
sucesivamente, disfrutó buena parte de la riqueza que manaba de
las venas del cerro rico de Potosí. Gonzalo Pizarro, hermano de
Francisco, había instalado allí su corte, fastuosa como
la del rey que quiso ser y no pudo; iglesias y caserones, parques y quintas
de recreo brotaban continuamente junto con los juristas, los místicos
y los retóricos poetas que fueron dando a la ciudad, de siglo en
siglo, su sello. «Silencio, es Sucre. Silencio no más, pues. Pero
antes ... ». Antes, ésta fue la capital cultural de dos virreinatos,
la sede del principal arzobispado de América y del más poderoso
tribunal de justicia de la colonia, la ciudad más ostentosa y culta
de América del Sur. Doña Cecilia Contreras de Torres y doña
María de las Mercedes Torralba de Gramajo, señoras de Ubina
y Colquechaca, daban banquetes de Camacho: competían en el derroche
de las fabulosas rentas que producían sus minas de Potosí,
y cuando las opíparas fiestas concluían arrojaban por los
balcones la vajilla de plata y hasta los enseres de oro, para que los
recogiesen los transeúntes afortunados.
Sucre
cuenta todavía con una Torre Eiffel y con sus propios Arcos de
Triunfo, y dicen que con las joyas de su virgen se podría pagar
toda la gigantesca deuda externa de Bolivia. Pero las famosas campanas
de las iglesias que en 1809 cantaron con júbilo a la emancipación
de América, hoy ofrecen un tañido fúnebre. La ronca
campana de San Francisco, que tantas veces anunciara sublevaciones y motines,
hoy dobla por la mortal inmovilidad de Sucre. Poco importa que siga siendo
la capital legal de Bolivia, y que en Sucre resida todavía la Suprema
Corte de justicia. Por las calles pasean innumerables leguleyos, enclenques
y de piel amarilla, sobrevivientes testimonios de la decadencia: doctores
de aquellos que usaban quevedos, con cinta negra y todo. Desde los grandes
palacios vacíos, los ilustres patriarcas de Sucre envían
a sus sirvientes a vender empanadas a las ventanillas del ferrocarril.
Hubo quien supo comprar, en otras horas afortunadas, hasta un título
de príncipe.
En
Potosí y en Sucre sólo quedaron vivos los fantasmas de la
riqueza muerta. En Huanchaca, otra tragedia boliviana, los capitales anglochilenos
agotaron, durante el siglo pasado, vetas de plata de más de dos
metros de ancho, con una altísima ley; ahora sólo restan
las ruinas humeantes de polvo. Huanchaca continúa en los mapas,
como si todavía existiera, identificada como un centro minero todavía
vivo, con su pico y su pala cruzados. ¿Tuvieron mejor suerte las minas
mexicanas de Guanajuato y Zacatecas? Con base en los datos que proporciona
Alexander von Humboldt, se ha estimado en unos cinco mil millones de
dólares actuales la magnitud del excedente económico evadido
de México entre 1760 y 1809, apenas medio siglo, a través
de las exportaciones de plata y oro41. Por entonces
no había minas más importantes en América. El gran
sabio alemán comparó la mina de Valenciana, en Guanajuato,
con la Himmels Furst de Sajonia, que era la más rica de Europa:
la Valenciana producía 36 veces más plata, al filo del siglo,
y dejaba a sus accionistas ganancias 33 veces más altas. El conde
Santiago de la Laguna vibraba de emoción al describir, en 1732,
el distrito minero de Zacatecas y «los preciosos tesoros que ocultan sus
profundos senos», en los cerros «todos honrados con más de cuatro
mil bocas, para mejor servir con el fruto de sus entrañas a ambas
Majestades», Dios y el Rey, y «para que todos acudan a beber y participar
de lo grande, de lo rico, de lo docto, de lo urbano y de lo noble», porque
era «fuente de sabiduría, policía, armas y nobleza ... »42.
El cura Marmolejo describía más tarde a la ciudad de Guanajuato,
atravesada por los puentes, con jardines que tanto se parecían
a los de Semíramis en Babilonia y los templos deslumbrantes, el
teatro, la plaza de toros, los palenques de gallos y las torres y las
cúpulas alzadas contra las verdes laderas de las montañas.
Pero éste era «el país de la desigualdad» y Humboldt pudo
escribir sobre México: «Acaso en ninguna parte la desigualdad es
más espantosa... la arquitectura de los edificios públicos
y privados, la finura del ajuar de las mujeres, el aire de la sociedad;
todo anuncia un extremo de esmero que se contrapone extraordinariamente
a la desnudez, ignorancia y rusticidad del populacho». Los socavones engullían
hombres y mulas en las lomas de las cordilleras; los indios, «que vivían
sólo para salir del día», padecían hambre endémica
y las pestes los mataban como moscas. En un solo año, 1784, una
oleada de enfermedades provocadas por la falta de alimentos que resultó
de una helada arrasadora, había segado más de ocho mil vidas
en Guanajuato.
Los
capitales no se acumulaban, sino que se derrochaban. Se practicaba el
viejo dicho: «Padre mercader, hijo caballero, nieto pordiosero». En una
representación dirigida al gobierno, en 1843, Lucas Alamán
formuló una sombría advertencia, mientras insistía
en la necesidad de defender la industria nacional mediante un sistema
de prohibiciones y fuertes gravámenes contra la competencia extranjera:
«Preciso es recurrir al fomento de la industria, como única fuente
de una prosperidad universal -decía-. De nada serviría a
Puebla la riqueza de Zacatecas, si no fuese por el consumo que proporciona
a sus manufacturas, y si éstas decayesen otra vez como antes ha
sucedido, se arruinaría ese departamento ahora floreciente, sin
que pudiese salvarlo de la miseria la riqueza de aquellas minas». La profecía
resultó certera. En nuestros días, Zacatecas y Guanajuato
ni siquiera son las ciudades más importantes de sus propias comarcas.
Ambas languidecen rodeadas de los esqueletos de los campamentos de la
prosperidad minera. Zacatecas, alta y árida, vive de la agricultura
y exporta mano de obra hacia otros estados; son bajísimas las leyes
actuales de sus minerales de oro y plata, en relación con los buenos
tiempos pasados. De las cincuenta minas que el distrito de Guanajuato
tenía en explotación, apenas quedan, ahora, dos. No crece
la población de la hermosa ciudad, pero afluyen los turistas a
contemplar el esplendor exuberante de los viejos tiempos, a pasear por
las callejuelas de nombres románticos, ricas de leyendas, y a horrorizarse
con las cien momias que las sales de la tierra han conservado intactas.
La mitad de las familias del estado de Guanajuato, con un promedio de
más de cinco miembros, viven actualmente en chozas de una sola
habitación.
EL DERRAMAMIENTO DE LA SANGRE Y DE LAS LÁGRIMAS: Y SIN EMBARGO, EL
PAPA HABÍA RESUELTO QUE LOS INDIOS TENÍAN ALMA
En 1581, Felipe
II había afirmado, ante la audiencia de Guadalajara, que ya un tercio
de los indígenas de América había sido aniquilado, y que los que aún vivían
se veían obligados a pagar tributos por los muertos. El monarca dijo,
además, que los indios eran comprados y vendidos. Que dormían a la intemperie.
Que las madres mataban a sus hijos para salvarlos del tormento en las
minas 43. Pero la hipocresía de la Corona tenía menos límites que
el Imperio: la Corona recibía una quinta parte del valor de los metales
que arrancaban sus súbditos en toda la extensión del Nuevo Mundo hispánico,
además de otros impuestos, y otro tanto ocurría, en el siglo XVIII, con
la Corona portuguesa en tierras de Brasil. La plata y el oro de América
penetraron como un ácido corrosivo, al decir de Engels, por todos los
poros de la sociedad feudal moribunda en Europa, y al servicio del naciente
mercantilismo capitalista los empresarios mineros convirtieron a los indígenas
y a los esclavos negros en un numerosísimo «proletariado externo» de la
economía europea. La esclavitud grecorromana resucitaba en los hechos,
en un mundo distinto; al infortunio de los indígenas de los imperios aniquilados
en la América hispánica hay que sumar el terrible destino de los negros
arrebatados a las aldeas africanas para trabajar en Brasil y en las Antillas.
La economía colonial latinoamericana dispuso de la mayor concentración
de fuerza de trabajo hasta entonces conocida, para hacer posible la mayor
concentración de riqueza de que jamás haya dispuesto civilización alguna
en la historia mundial.
Aquella violenta marea de codicia, horror y bravura
no se abatió sobre estas comarcas sino al precio del genocidio nativo:
las investigaciones recientes mejor fundadas atribuyen al México precolombino
una población que oscila entre los veinticinco y treinta millones, y se
estima que había una cantidad semejante de indios en la región andina;
América Central y las Antillas contaban entre diez y trece millones de
habitantes. Los indios de las Américas sumaban no menos de setenta
millones, y quizás más, cuando los conquistadores extranjeros aparecieron
en el horizonte; un siglo y medio después se habían reducido, en total,
a sólo tres millones y medio 44. Según el marqués de
Barinas, entre Lima y Paita, donde habían vivido más de dos millones de
indios, no quedaban más que cuatro mil familias indígenas en 1685. El
arzobispo Liñán y Cisneros negaba el aniquilamiento de los indios: «Es
que se ocultan -decía- para no pagar tributos, abusando de la libertad
de que gozan y que no tenían en la época de los incas» 45.
Manaba sin cesar el metal de las vetas americanas,
y de la corte española llegaban, también sin cesar, ordenanzas que otorgaban
una protección de papel y una dignidad de tinta a los indígenas, cuyo
trabajo extenuante sustentaba al reino. La ficción de la legalidad amparaba
al indio; la explotación de la realidad lo desangraba. De la esclavitud
a la encomienda de servicios, y de ésta a la encomienda de tributos y
al régimen de salarios, las variantes en la condición jurídica de la mano
de obra indígena no alteraron más que superficialmente su situación real.
La Corona consideraba tan necesaria la explotación inhumana de la fuerza
de trabajo aborigen, que en 1601 Felipe III dictó reglas prohibiendo el
trabajo forzoso en las minas y, simultáneamente, envió otras instrucciones
secretas ordenando continuarlo «en caso de que aquella medida hiciese
flaquear la producción» 46. Del mismo modo, entre 1616 y 1619 el
visitador y gobernador Juan de Solórzano hizo una investigación sobre
las condiciones de trabajo en las minas de mercurio de Huancavélica: «..
el veneno penetraba en la pura médula, debilitando los miembros todos
y provocando un temblor constante, muriendo los obreros, por lo general,
en el espacio de cuatro años», informó al Consejo de Indias y al monarca.
Pero en 1631 Felipe IV ordenó que se continuara allí con el mismo sistema,
y su sucesor, Carlos II, renovó tiempo después el decreto. Estas minas
de mercurio eran directamente explotadas por la Corona, a diferencia de
las minas de plata, que estaban en manos de empresarios privados.
En tres centurias, el cerro rico de Potosí quemó, según
Josiah Conder, ocho millones de vidas. Los indios eran arrancados de las
comunidades agrícolas y arriados, junto con sus mujeres y sus hijos, rumbo
al cerro. De cada diez que marchaban hacia los altos páramos helados,
siete no regresaban jamás. Luis Capoche, que era dueño de minas y de ingenios,
escribió que «estaban los caminos cubiertos que parecía que se mudaba
el reino». En las comunidades, los indígenas habían visto «volver muchas
mujeres afligidas sin sus maridos y muchos hijos huérfanos sin sus padres»
y sabían que en la mina esperaban «mil muertes y desastres». Los españoles
batían cientos de millas a la redonda en busca de mano de obra. Muchos
de los indios morían por el camino, antes de llegar a Potosí. Pero eran
las terribles condiciones de trabajo en la mina las que más gente mataban.
El dominico fray Domingo de Santo Tomás denunciaba al Consejo de Indias,
en 1550, a poco de nacida la mina, que Potosí era una «boca del infierno»
que anualmente tragaba indios por millares y millares y que los rapaces
mineros trataban a los naturales «como a animales sin dueño». Y fray Rodrigo
de Loaysa diría después: «Estos pobres indios son como las sardinas en
el mar. Así como los otros peces persiguen a las sardinas para hacer presa
en ellas y devorarlas, así todos en estas tierras persiguen a los miserables
indios ... » 47. Los caciques de las comunidades tenían la obligación
de remplazar a los mitayos que iban muriendo, con nuevos hombres
de dieciocho a cincuenta años de edad. El corral de repartimiento, donde
se adjudicaban los indios a los dueños de las minas y los ingenios, una
gigantesca cancha de paredes de piedra, sirve ahora para que los obreros
jueguen al fútbol; la cárcel de los mitayos, un informe montón
de ruinas, puede ser todavía contemplada a la entrada de Potosí.
En la Recopilación de Leyes de Indias no faltan decretos
de aquella época estableciendo la igualdad de derechos de los indios y
los españoles para explotar las minas y prohibiendo expresamente que se
lesionaran los derechos de los nativos. La historia formal -letra muerta
que en nuestros tiempos recoge la letra muerta de los tiempos pasados-
no tendría de qué quejarse, pero mientras se debatía en legajos infinitos
la legislación del trabajo indígena y estallaba en tinta el talento de
los juristas españoles, en América la ley «se acataba pero no se cumplía».
En los hechos, «el pobre del indio es una moneda -al decir de Luis Capoche-
con la cual se halla todo lo que es menester, como con oro y plata, y
muy mejor». Numerosos individuos reivindicaban ante los tribunales su
condición de mestizos para que no los mandaran a los socavones, ni los
vendieran y revendieran en el mercado.
A fines del siglo XVIII, Concolorcorvo, por cuyas venas
corría sangre indígena, renegaba así de los suyos: «No negamos que las
minas consumen número considerable de indios, pero esto no procede del
trabajo que tienen en las minas de plata y azogue, sino del libertinaje
en que viven». El testimonio de Capoche, que tenía muchos indios a su
servicio, resulta ilustrativo en este sentido. Las glaciales temperaturas
de la intemperie alternaban con los calores infernales en lo hondo del
cerro. Los indios entraban en las profundidades, «y ordinariamente los
sacan muertos y otros quebradas las cabezas y piernas, y en los ingenios
cada día se hieren». Los mitayos hacían saltar el mineral a punta
de barreta y luego lo subían cargándolo a la espalda, por escalas, a la
luz de una vela. Fuera del socavón, movían los largos ejes de madera en
los ingenios o fundían la Plata a fuego, después de molerla y lavarla.
La «mita» era una máquina de triturar indios. El empleo
del mercurio para la extracción de la plata por amalgama envenenaba tanto
o más que los gases tóxicos en el vientre de la tierra. Hacía caer el
cabello y los dientes y provocaba temblores indominables. Los «azogados»
se arrastraban pidiendo limosna por las calles. Seis mil quinientas fogatas
ardían en la noche sobre las laderas del cerro rico, y en ellas se trabajaba
la plata valiéndose del viento que enviaba el «glorioso san Agustino»
desde el cielo. A causa del humo de los hornos no había pastos ni sembradíos
en un radio de seis leguas alrededor de Potosí, y las emanaciones no eran
menos implacables con los cuerpos de los hombres.
No faltaban las justificaciones ideológicas. La sangría
del Nuevo Mundo se convertía en un acto de caridad o una razón de fe.
Junto con la culpa nació todo un sistema de coartadas para las conciencias
culpables. Se transformaba a los indios en bestias de carga, porque resistían
un peso mayor que el que soportaba el débil lomo de la llama, y de paso
se comprobaba que, en efecto, los indios eran bestias de carga. Un virrey
de México consideraba que no había mejor remedio que el trabajo en las
minas para curar la «maldad natural» de los indígenas. Juan Ginés de Sepúlveda,
el humanista, sostenía que los indios merecían el trato que recibían porque
sus pecados e idolatrías constituían una ofensa contra Dios. El conde
de Buffon afirmaba que no se registraba en los indios, animales frígidos
y débiles, «ninguna actividad del alma». El abate De Paw inventaba una
América donde los indios degenerados alternaban con perros que no sabían
ladrar, vacas incomestibles y camellos impotentes. La América de Voltaire,
habitada por indios perezosos y estúpidos, tenía cerdos con el ombligo
a la espalda y leones calvos y cobardes. Bacon, De Maistre, Montesquieu,
Hume y Bodin se negaron a reconocer como semejantes a los «hombres degradados»
del Nuevo Mundo. Hegel habló de la impotencia física y espiritual de América
y dijo que los indígenas habían perecido al soplo de Europa 48.
En el siglo XVII, el padre Gregorio García sostenía
que los indios eran de ascendencia judía, porque al igual que los judíos
«son perezosos, no creen en los milagros de jesucristo y no están agradecidos
a los españoles por todo el bien que les han hecho». Al menos, no negaba
este sacerdote que los indios descendieran de Adán y Eva: eran numerosos
los teólogos y pensadores que no habían quedado convencidos por la Bula
del Papa Paulo III, emitida en 1537, que había declarado a los indios
«verdaderos hombres». El padre Bartolomé de Las Casas agitaba la corte
española con sus denuncias contra la crueldad de los conquistadores de
América: en 1557, un miembro del real consejo le respondió que los indios
estaban demasiado bajos en la escala de la humanidad para ser capaces
de recibir la fe 49. Las Casas dedicó su fervorosa vida a la defensa
de los indios frente a los desmanes de los mineros y los encomenderos.
Decía que los indios preferían ir al infierno para no encontrarse con
los cristianos.
A los conquistadores y colonizadores se les «encomendaban»
indígenas para que los catequizaran. Pero como los indios debían al «encomendero»
servicios personales y tributos económicos, no era mucho el tiempo que
quedaba para introducirlos en el cristiano sendero de la salvación. En
recompensa a sus servicios, Hernán Cortés había recibido veintitrés mil
vasallos; se repartían los indios al mismo tiempo que se otorgaban las
tierras mediante mercedes reales o se las obtenía por el despojo directo.
Desde 1536 los indios eran otorgados en encomienda, junto con su descendencia,
por el término de dos vidas: la del encomendero y su heredero inmediato;
desde 1629 el régimen se fue extendiendo, en la práctica. Se vendían las
tierras con los indios adentro 50. En el siglo XVIII, los indios,
los sobrevivientes, aseguraban la vida cómoda de muchas generaciones por
venir. Como los dioses vencidos persistían en sus memorias, no faltaban
coartadas santas para el usufructo de su mano de obra por parte de los
vencedores: los indios eran paganos, no merecían otra vida. ¿Tiempos pasados?
Cuatrocientos veinte años después de la Bula del Papa Paulo III, en septiembre
de 1957, la Corte Suprema de justicia del Paraguay emitió una circular
comunicando a todos los jueces del país que «los indios son tan seres
humanos como los otros habitantes de la república ... » Y el Centro de
Estudios Antropológicos de la Universidad Católica de Asunción realizó
posteriormente una encuesta reveladora en la capital y en el interior:
de cada diez paraguayos, ocho creen que «los indios son como animales».
En Caaguazú, en el Alto Paraná y en el Chaco, los indios son cazados como
fieras, vendidos a precios baratos y explotados en régimen de virtual
esclavitud. Sin embargo, casi todos los paraguayos tienen sangre indígena,
y el Paraguay no se cansa de componer canciones, poemas y discursos en
homenaje al «alma guaraní».
LA NOSTALGIA PELEADORA DE TÚPAC AMARU
Cuando los españoles irrumpieron en América, estaba en su apogeo el imperio
teocrático de los incas, que extendía su poder sobre lo que hoy llamamos
Perú, Bolivia y Ecuador, abarcaba parte de Colombia y de Chile y llegaba
hasta el norte argentino y la selva brasileña; la confederación de los
aztecas había conquistado un alto nivel de eficacia en el valle de México,
y en Yucatán y Centroamérica la civilización espléndida de los mayas persistía
en los pueblos herederos, organizados para el trabajo y la guerra.
Estas sociedades han dejado numerosos testimonios de
su grandeza, a pesar de todo el largo tiempo de la devastación: monumentos
religiosos levantados con mayor sabiduría que las pirámides egipcias,
eficaces creaciones técnicas para la pelea contra la naturaleza, objetos
de arte que delatan un invicto talento. En el museo de Lima pueden verse
centenares de cráneos que fueron objeto de trepanaciones y curaciones
con placas de oro y plata por parte de los cirujanos incas. Los mayas
habían sido grandes astrónomos, habían medido el tiempo y el espacio con
precisión asombrosa, y habían descubierto el valor de la cifra cero antes
que ningún otro pueblo en la historia. Las acequias y las islas artificiales
creadas por los aztecas deslumbraron a Hernán Cortés, aunque no eran de
oro.
La conquista rompió las bases de aquellas civilizaciones.
Peores consecuencias que la sangre y el fuego de la guerra tuvo la implantación
de una economía minera. Las minas exigían grandes desplazamientos de población
y desarticulaban las unidades agrícolas comunitarias; no sólo extinguían
vidas innumerables a través del trabajo forzado, sino que además, indirectamente,
abatían el sistema colectivo de cultivos. Los indios eran conducidos a
los socavones, sometidos a la servidumbre de los encomenderos y obligados
a entregar por nada las tierras que obligatoriamente dejaban o descuidaban.
En la costa del Pacífico los españoles destruyeron o dejaron extinguir
los enormes cultivos de maíz, yuca, frijoles, pallares, maní, papa dulce;
el desierto devoró rápidamente grandes extensiones de tierra que habían
recibido vida de la red incaica de irrigación. Cuatro siglos y medio después
de la conquista sólo quedan rocas y matorrales en el lugar de la mayoría
de los caminos que unían el imperio. Aunque las gigantescas obras públicas
de los incas fueron, en su mayor parte, borradas por el tiempo o por la
mano de los usurpadores, restan aún, dibujadas en la cordillera de los
Andes, las interminables terrazas que permitían y todavía permiten cultivar
las laderas de las montañas. Un técnico norteamericano 51 estimaba,
en 1936, que si en ese año se hubieran construido, con métodos modernos,
esas terrazas, hubieran costado unos treinta mil dólares por acre. Las
terrazas y los acueductos de irrigación fueron posibles, en aquel imperio
que no conocía la rueda, el caballo ni el hierro, merced a la prodigiosa
organización y a la perfección técnica lograda a través de una sabia división
del trabajo, pero también gracias a la fuerza religiosa que regía la relación
del hombre con la tierra que era sagrada y estaba, por lo tanto, siempre
viva.
También habían sido asombrosas las respuestas aztecas
al desafío de la naturaleza. En nuestros días, los turistas conocen por
«jardines flotantes» las pocas islas sobrevivientes en el lago desecado
donde ahora se levanta, sobre las ruinas indígenas, la capital de México.
Esas islas habían sido creadas por los aztecas para dar respuesta al problema
de la falta de tierras en el lugar elegido para la creación de Tenochtitlán.
Los indios habían trasladado grandes masas de barro desde las orillas
y habían apresado las nuevas islas de limo entre delgadas paredes de cañas,
hasta que las raíces de los árboles les dieron firmeza. Por entre los
nuevos espacios de tierra se deslizaban los canales de agua. Sobre estas
islas inusitadamente fértiles creció la poderosa capital de los aztecas,
con sus amplias avenidas, sus palacios de austera belleza y sus pirámides
escalonadas: brotada mágicamente de la laguna, estaba condenada a desaparecer
ante los embates de la conquista extranjera. Cuatro siglos demoraría México
para alcanzar una población tan numerosa como la que existía en aquellos
tiempos.
Los indígenas eran, como dice Darcy Ribeiro, el combustible
del sistema productivo colonial. «Es casi seguro -escribe Sergio Bagú-
que a las minas hispanas fueron arrojados centenares de indios escultores,
arquitectos, ingenieros y astrónomos confundidos entre la multitud esclava,
para realizar un burdo y agotador trabajo de extracción. Para la economía
colonial, la habilidad técnica de esos individuos no interesaba. Sólo
contaban ellos como trabajadores no calificados». Pero no se perdieron
todas las esquirlas de aquellas culturas rotas. La esperanza del renacimiento
de la dignidad perdida alumbraría numerosas sublevaciones indígenas. En
1781 Túpac Amaru puso sitio al Cuzco.
Este cacique mestizo, directo descendiente de los emperadores
incas, encabezó el movimiento mesiánico y revolucionario de mayor envergadura.
La gran rebelión estalló en la provincia de Tinta. Montado en su caballo
blanco, Túpac Amaru entró en la plaza de Tungasuca y al son de tambores
y pututus anunció que había condenado a la horca al corregidor real Antonio
Juan de Arriaga, y dispuso la prohibición de la mita de Potosí. La provincia
de Tinta estaba quedando despoblada a causa del servicio obligatorio en
los socavones de plata del cerro rico. Pocos días después, Túpac Amaru
expidió un nuevo bando por el que decretaba la libertad de los esclavos.
Abolió todos los impuestos y el «repartimiento» de mano de obra indígena
en todas sus formas. Los indígenas se sumaban, por millares y millares,
a las fuerzas del «padre de todos los pobres y de todos los miserables
y desvalidos». Al frente de sus guerrilleros, el caudillo se lanzó sobre
el Cuzco. Marchaba predicando arengas: todos los que murieran bajo sus
órdenes en esta guerra resucitarían para disfrutar las felicidades y las
riquezas de las que habían sido despojados por los invasores. Se sucedieron
victorias y derrotas; por fin, traicionado y capturado por uno de sus
jefes, Túpac Amaru fue entregado, cargado de cadenas, a los realistas.
En su calabozo entró el visitador Areche para exigirle, a cambio de promesas,
los nombres de los cómplices de la rebelión. Túpac Amaru le contestó con
desprecio: «Aquí no hay más cómplice que tú y yo; tú por opresor, y yo
por libertador, merecemos la muerte»52.
Túpac fue sometido a suplicio, junto con su esposa,
sus hijos y sus principales partidarios, en la plaza del Wacaypata, en
el Cuzco. Le cortaron la lengua. Ataron sus brazos y sus piernas a cuatro
caballos, para descuartizarlo, pero el cuerpo no se partió. Lo decapitaron
al pie de la horca. Enviaron la cabeza a Tinta. Uno de sus brazos fue
a Tungasuca y el otro a Carabaya. Mandaron una pierna a Santa Rosa y la
otra a Livitaca. Le quemaron el torso y arrojaron las cenizas al río Watanay.
Se recomendó que fuera extinguida toda su descendencia, hasta el cuarto
grado.
En 1802 otro cacique descendiente de los incas, Astorpilco,
recibió la visita de Humboldt. Fue en Cajamarca, en el exacto sitio donde
su antepasado, Atahualpa, había visto por primera vez al conquistador
Pizarro. El hijo del cacique acompañó al sabio alemán a recorrer las ruinas
del pueblo y los escombros del antiguo palacio incaico, y mientras caminaban
le hablaba de los fabulosos tesoros escondidos bajo el polvo y las cenizas.
«¿No sentís a veces el antojo de cavar en busca de los tesoros para satisfacer
vuestras necesidades?», le preguntó Humboldt. Y el joven contestó: «Tal.
antojo no nos viene. Mi padre dice que sería pecaminoso. Si tuviéramos
las ramas doradas con todos los frutos de oro, los vecinos blancos nos
odiarían y nos harían daño»53. El cacique cultivaba un pequeño
campo de trigo. Pero eso no bastaba para ponerse a salvo de la codicia
ajena. Los usurpadores, ávidos de oro y plata y también de brazos esclavos
para trabajar las minas, no demoraron en abalanzarse sobre las tierras
cuando los cultivos ofrecieron ganancias tentadoras. El despojo continuó
todo a lo largo del tiempo, y en 1969, cuando se anunció la reforma agraria
en el Perú, todavía los diarios daban cuenta, frecuentemente, de que los
indios de las comunidades rotas de la sierra invadían de tanto en tanto,
desplegando sus banderas, las tierras que habían sido robadas a ellos
o a sus antepasados, y eran repelidos a balazos por el ejército. Hubo
que esperar casi dos siglos desde Túpac Amaru para que el general nacionalista
Juan Velasco Alvarado recogiera y aplicara aquella frase del cacique,
de resonancias inmortales: «¡Campesino! ¡El patrón ya no comerá más tu
pobreza! ».
Otros héroes que el tiempo se ocupó de rescatar de
la derrota fueron los mexicanos Hidalgo y Morelos. Miguel Hidalgo, que
había sido hasta los cincuenta años un apacible cura rural, un buen día
echó a vuelo las campanas de la iglesia de Dolores llamando a los indios
a luchar por su liberación: «¿Queréis empeñaros en el esfuerzo de recuperar,
de los odiados españoles, las tierras robadas a vuestros antepasados hace
trescientos años?». Levantó el estandarte de la virgen india de Guadalupe,
y antes de seis semanas ochenta mil hombres lo seguían, armados con machetes,
picas, hondas, arcos y flechas. El cura revolucionario puso fin a los
tributos y repartió las tierras de Guadalajara; decretó la libertad de
los esclavos; abalanzó sus fuerzas sobre la ciudad de México. Pero fue
finalmente ejecutado, al cabo de una derrota militar y, según dicen, dejó
al morir un testimonio de apasionado arrepentimiento54. La revolución
no demoró en encontrar un nuevo jefe, el sacerdote José María Morelos:
«Deben tenerse como enemigos todos los ricos, nobles y empleados de primer
orden ... ». Su movimiento -insurgencia indígena y revolución social-
llegó a dominar una gran extensión del territorio de México hasta que
Morelos fue también derrotado y fusilado. La independencia de México,
seis años después, «resultó ser un negocio perfectamente hispánico, entre
europeos y gentes nacidas en América... una lucha política dentro de la
misma clase reinante»55. El encomendado fue convertido en peón
y el encomendero en hacendado56.
LA SEMANA SANTA DE LOS INDIOS TERMINA SIN RESURRECCIÓN
A principios de nuestro siglo, todavía los dueños de los pongos,
indios dedicados al servicio doméstico, los ofrecían en alquiler a través
de los diarios de La Paz. Hasta la revolución de 1952, que devolvió a
los indios bolivianos el pisoteado derecho a la dignidad, los pongos
comían las sobras de la comida del perro, a cuyo costado dormían, y se
hincaban para dirigir la palabra a cualquier persona de piel blanca. Los
indígenas habían sido bestias de carga para llevar a la espalda los equipajes
de los conquistadores: las cabalgaduras eran escasas. Pero en nuestros
días pueden verse, por todo el altiplano andino, changadores aimaraes
y quechuas cargando fardos hasta con los dientes a cambio de un pan duro.
La neumoconiosis había sido la primera enfermedad profesional de América;
en la actualidad, cuando los mineros bolivianos cumplen treinta y cinco
años de edad, ya sus pulmones se niegan a seguir trabajando: el implacable
polvo de sílice impregna la piel del minero, le raja la cara y las manos,
le aniquila los sentidos del olfato y el sabor, y le conquista los pulmones,
los endurece y los mata.
Los turistas adoran fotografiar a los indígenas del
altiplano vestidos con sus ropas típicas. Pero ignoran que la actual vestimenta
indígena fue impuesta por Carlos III a fines del siglo XVIII. Los trajes
femeninos que los españoles obligaron a usar a las indígenas eran calcados
de los vestidos regionales de las labradoras extremeñas, andaluzas y vascas,
y otro tanto ocurre con el peinado de las indias, raya al medio, impuesto
por el virrey Toledo. No sucede lo mismo, en cambio, con el consumo de
coca, que no nació con los españoles; ya existía en tiempos de los incas.
La coca se distribuía, sin embargo, con mesura; el gobierno incaico la
monopolizaba y sólo permitía su uso con fines rituales o para el duro
trabajo en las minas. Los españoles estimularon agudamente el consumo
de coca. Era un espléndido negocio. En el siglo XVI se gastaba tanto,
en Potosí, en ropa europea para los opresores como en coca para los oprimidos.
Cuatrocientos mercaderes españoles vivían, en el Cuzco, del tráfico de
coca; en las minas de plata de Potosí entraban anualmente den mil cestos,
con un millón de kilos de hojas de coca. La Iglesia extraía impuestos
a la droga. El inca Garcilaso de la Vega nos dice, en sus «comentarios
reales», que la mayor parte de la renta del obispo y de los canónigos
y demás ministros de la iglesia del Cuzco provenía de los diezmos sobre
la coca, y que el transporte y la venta de este producto enriquecían a
muchos españoles. Con las escasas monedas que obtenían a cambio de su
trabajo, los indios compraban hojas de coca en lugar de comida: masticándolas,
podían soportar mejor, al precio de abreviar la propia vida, las mortales
tareas impuestas. Además de la coca, los indígenas consumían aguardiente,
y sus propietarios se quejaban de la propagación de los «vicios maléficos».
A esta altura del siglo veinte, los indígenas de Potosí continúan masticando
coca para matar el hambre y matarse y siguen quemándose las tripas con
alcohol puro. Son las estériles revanchas de los condenados. En las minas
bolivianas, los obreros llaman todavía mita a su salario.
Desterrados en su propia tierra, condenados al éxodo
eterno, los indígenas de América Latina fueron empujados hacía las zonas
más pobres, las montañas áridas o el fondo de los desiertos, a medida
que se extendía la frontera de la civilización dominante. Los indios
han padecido y padecen -síntesis del drama de toda América Latina- la
maldición de su propia riqueza. Cuando se descubrieron los placeres
de oro del río Bluefields, en Nicaragua, los indios carcas fueron rápidamente
arrojados lejos de sus tierras en las riberas, y ésta es también la historia
de los indios de todos los valles fértiles y los subsuelos ricos del río
Bravo al sur. Las matanzas de los indígenas que comenzaron con Colón nunca
cesaron. En Uruguay y en la Patagonia argentina, los indios fueron exterminados,
el siglo pasado, por tropas que los buscaron y los acorralaron en los
bosques o en el desierto, con el fin de que no estorbaran el avance organizado
de los latifundios ganaderos57. Los indios yaquis, del estado mexicano
de Sonora, fueron sumergidos en un baño de sangre para que sus tierras,
ricas en recursos minerales y fértiles para el cultivo, pudieran ser vendidas
sin inconvenientes a diversos capitalistas norteamericanos. Los sobrevivientes
eran deportados rumbo a las plantaciones de Yucatán. Así, la península
de Yucatán se convirtió no sólo en el cementerio de los indígenas mayas
que habían sido sus dueños, sino también en la tumba de los indios yaquis,
que llegaban desde lejos: a principios de siglo, los cincuenta reyes del
henequén disponían de más de den mil esclavos indígenas en sus plantaciones.
Pese a su excepcional fortaleza física, raza de gigantes hermosos, dos
tercios de los yaquis murieron durante el primer año de trabajo esclavo58.
En nuestros días, la fibra de henequén sólo Puede competir con sus sustitutos
sintéticos gracias al nivel de vida sumamente bajo de sus obreros. Las
cosas han cambiado, es cierto, pero no tanto como se cree, al menos para
los indígenas de Yucatán: «Las condiciones de vida de esos trabajadores
se asemeja en mucho al trabajo esclavo», dice el profesor Arturo Bonilla
Sánchez59. En las pendiente andinas cercanas a Bogotá, el peón
indígena está obligado a entregar jornadas gratuitas de trabajo para que
el hacendado le permita cultivar, en las noches de claro de luna, su propia
parcela: «Los antepasados de este indio cultivaban libremente, sin contraer
deudas, el suelo rico de la llanura, que no pertenecía a nadie. ¡Él trabaja
gratis para asegurarse el derecho de cultivar la pobre montaña! » 60.
No se salvan, en nuestros días, ni siquiera los indígenas
que viven aislados en el fondo de las selvas. A principios de este siglo,
sobrevivían aún doscientas treinta tribus en Brasil; desde entonces han
desaparecido noventa, borradas del planeta por obra y gracia de las armas
de fuego y los microbios. Violencia y enfermedad, avanzadas de la civilización:
el contacto con el hombre blanco continúa siendo, para el indígena, el
contacto con la muerte. Las disposiciones legales que desde 1537 protegen
a los indios de Brasil se han vuelto contra ellos. De acuerdo con el texto
de todas las constituciones brasileñas, son «los primitivos y naturales
señores» de las tierras que ocupan. Ocurre que cuanto más ricas resultan
esas tierras vírgenes más grave se hace la amenaza que pende sobre sus
vidas; la generosidad de la naturaleza los condena al despojo y al crimen.
La cacería de indios se ha desatado, en estos últimos años, con furiosa
crueldad; la selva más grande del mundo, gigantesco espacio tropical abierto
a la leyenda y a la aventura, se ha convertido, simultáneamente, en el
escenario de un nuevo sueño americano. En tren de conquista, hombres
y empresas de los Estados Unidos se han abalanzado sobre la Amazonia como
si fuera un nuevo Far West. Esta invasión norteamericana ha encendido
como nunca la codicia de los aventureros brasileños. Los indios mueren
sin dejar huellas y las tierras se venden en dólares a los nuevos interesados.
El oro y otros minerales cuantiosos, la madera y el caucho, riquezas cuyo
valor comercial los nativos ignoran, aparecen vinculadas a los resultados
de cada una de las escasas investigaciones que se han realizado. Se sabe
que los indígenas han sido ametrallados desde helicópteros y avionetas,
que se les ha inoculado el virus de la viruela, que se ha arrojado dinamita
sobre sus aldeas y se les ha obsequiado azúcar mezclada con estricnina
y sal con arsénico. El propio director del Servicio de Protección a los
Indios, designado por la dictadura de Castelo Branco para sanear la administración,
fue acusado, con pruebas, de cometer cuarenta y dos tipos diferentes de
crímenes contra los indios. El escándalo estalló en 1968.
La sociedad indígena de nuestros días no existe en
el vacío, fuera del marco general de la economía latinoamericana. Es verdad
que hay tribus brasileñas todavía encerradas en la selva, comunidades
del altiplano aisladas por completo del mundo, reductos de barbarie en
la frontera de Venezuela, pero por lo general los indígenas están
incorporados al sistema de producción y al mercado de consumo, aunque
sea en forma indirecta. Participan, como víctimas, de un orden económico
y social donde desempeñan el duro papel de los más explotados entre los
explotados. Compran y venden buena parte de las escasas cosas que consumen
y producen, en manos de intermediarios poderosos y voraces que cobran
mucho y pagan poco; son jornaleros en las plantaciones, la mano de obra
más barata, y soldados en las montañas; gastan sus días trabajando para
el mercado mundial o peleando por sus vencedores. En países como Guatemala,
por ejemplo, constituyen el eje de la vida económica nacional: año tras
año, cíclicamente, abandonan sus tierras sagradas, tierras altas,
minifundios del tamaño de un cadáver, para brindar doscientos mil brazos
a las cosechas del café, el algodón y el azúcar en las tierras bajas.
Los contratistas los transportan en camiones, como ganado, y no siempre
la necesidad decide: a veces decide el aguardiente. Los contratistas pagan
una orquesta de marimba y hacen correr el alcohol fuerte: cuando el indio
despierta de la borrachera, ya lo acompañan las deudas. Las pagará trabajando
en tierras cálidas que no conoce, de donde regresará al cabo de algunos
meses, quizá con algunos centavos en el bolsillo, quizá con tuberculosis
o paludismo. El ejército colabora eficazmente en la tarea de convencer
a los remisos61. La expropiación de los indígenas -usurpación de
sus tierras y de su fuerza de trabajo- ha resultado y resulta simétrica
al desprecio racial, que a su vez se alimenta de la objetiva degradación
de las civilizaciones rotas por la conquista. Los efectos de la conquista
y todo el largo tiempo de la humillación posterior rompieron en pedazos
la identidad cultural y social que los indígenas habían alcanzado. Sin
embargo, esa identidad triturada es la única que persiste en Guatemala62.
Persiste en la tragedia. En semana santa, las procesiones de los herederos
de los mayas dan lugar a terribles exhibiciones de masoquismo colectivo.
Se arrastran las pesadas cruces, se participa de la flagelación de Jesús
paso a paso durante el interminable ascenso del Gólgota; con aullidos
de dolor, se convierte Su muerte y Su entierro en el culto de la propia
muerte y el propio entierro, la aniquilación de la hermosa vida remota.
La semana santa de los indios guatemaltecos termina sin Resurrección.
VILLA RICA DE OURO PRETO: LA POTOSÍ DE ORO
La fiebre del oro, que continúa imponiendo la muerte o la esclavitud a
los indígenas de la Amazonia, no es nueva en Brasil; tampoco sus estragos.
Durante dos siglos a partir del descubrimiento, el
suelo de Brasil había negado los metales, tenazmente, a sus propietarios
portugueses. La explotación de la madera, el «palo Brasil», cubrió el
primer período de colonización de las costas, y pronto se organizaron
grandes plantaciones de azúcar en el nordeste. Pero, a diferencia de la
América española, Brasil parecía vacío de oro y plata. Los portugueses
no habían encontrado allí civilizaciones indígenas de alto nivel de desarrollo
y organización, sino tribus salvajes y dispersas. Los aborígenes desconocían
los metales; fueron los portugueses quienes tuvieron que descubrir, por
su propia cuenta, los sitios en que se habían depositado los aluviones
de oro en el vasto territorio que se iba abriendo, a través de la derrota
y el exterminio de los indígenas, a su paso de conquista.
Los bandeirantes63 de la región de Sao
Paulo habían atravesado la vasta zona entre la Serra de Mantiqueira y
la cabecera del río Sao Francisco, y habían advertido que los lechos y
los bancos de varios ríos y riachuelos que por allí corrían contenían
trazas de oro aluvial en pequeñas cantidades visibles. La acción milenaria
de las lluvias había roído los filones de oro de las rocas y los había
depositado en los ríos, en el fondo de los valles y en las depresiones
de las montañas. Bajo las capas de arena, tierra o arcilla, el pedregoso
subsuelo ofrecía pepitas de oro que era fácil extraer del cascalho
de cuarzo; los métodos de extracción se hicieron más complicados a medida
que se fueron agotando los depósitos más superficiales. La región de Minas
Gerais entró así, impetuosamente, en la historia: la mayor cantidad de
oro hasta entonces descubierta en el mundo fue extraída en el menor espacio
de tiempo.
«Aquí el oro era bosque», dice, ahora, el mendigo,
y su mirada planea sobre las torres de las iglesias. «Había oro en las
veredas, crecía como pasto». Ahora él tiene setenta y cinco años de edad
y se considera a sí mismo una tradición de Mariana (Ribeirao do Carmo),
la pequeña ciudad minera cercana a Ouro Preto, que se conserva, como Ouro
Preto, detenida en el tiempo. «La muerte es cierta, la hora incierta.
Cada cual tiene su tiempo marcado», me dice el mendigo. Escupe sobre la
escalinata de piedra y sacude la cabeza: «Les sobraba el dinero», cuenta,
como si los hubiera visto. «No sabían dónde poner el dinero y por eso
hacían una iglesia al lado de la otra».
En otros tiempos, esta comarca era la más importante
del Brasil. Ahora... «Ahora no», me dice el viejo. «Ahora esto no tiene
vida ninguna. Aquí no hay jóvenes. Los jóvenes se van». Camina descalzo,
a mi lado, a pasos lentos bajo el tibio sol de la tarde: «¿Ve? ahí, en
el frente de la iglesia, están el sol y la luna. Eso significa que los
esclavos trabajaban día y noche. Este templo fue hecho por los negros;
aquél por los blancos. Y aquélla es la casa de Monseñor Alipio, que murió
a los noventa y nueve años justos». A lo largo del siglo XVIII, la producción
brasileña del codiciado mineral superó el volumen total del oro que España
había extraído de sus colonias durante los dos siglos anteriores64.
Llovían los aventureros y los cazadores de fortuna. Brasil tenía trescientos
mil habitantes en 1700; un siglo después, al cabo de los años del oro,
la población se había multiplicado once veces. No menos de trescientos
mil portugueses emigraron a Brasil durante el siglo XVIII, «un contingente
mayor de población... que el que España aportó a todas sus colonias de
América»65. Se estima en unos diez millones el total de negros
esclavos introducidos desde Africa, a partir de la conquista de Brasil
y hasta la abolición de la esclavitud: si bien no se dispone de cifras
exactas para el siglo XVIII, debe tenerse en cuenta que el ciclo del oro
absorbió mano de obra esclava en proporciones enormes.
Salvador de Bahía fue la capital brasileña del próspero
ciclo del azúcar en el nordeste, pero la «edad del oro» de Minas Gerais
trasladó al sur el eje económico y político del país y convirtió a Río
de Janeiro, puerto de la región, en la nueva capital de Brasil a partir
de 1763. En el centro dinámico de la flamante economía minera, brotaron
las ciudades, campamentos nacidos del boom y bruscamente acrecidos
en el vértigo de la riqueza fácil, «santuarios para criminales, vagabundos
y malhechores» -según las corteses palabras de una autoridad colonial
de la época. La Villa Rica de Ouro Preto había conquistado categoría de
ciudad en 1711; nacida de la avalancha de los mineros, era la quintaesencia
de la civilización del oro. Simáo Ferreira Machado la describía, veintitrés
años después, y decía que el poder de los comerciantes de Ouro Preto excedía
incomparablemente al de los más florecientes mercaderes de Lisboa: «Hacia
acá, como hacia un puerto, se dirigen y son recogidas en la casa real
de la moneda las grandiosas sumas de oro de todas las minas. Aquí viven
los hombres mejor educados, tanto los laicos como los eclesiásticos. Este
es el asiento de toda la nobleza y la fuerza de los militares. Esta es,
en virtud de su posición natural, la cabeza de América íntegra; y por
el poder de sus riquezas, es la perla preciosa del Brasil». Otro escritor
de la época, Francisco Tavares de Brito, definía en 1732 a Ouro Preto
como «la Potosí de oro»66.
Con frecuencia llegaban a Lisboa quejas y protestas
por la vida pecaminosa en Ouro Preto, Sabará, Sáo Joao d'El Rei, Ribeiráo
do Carmo y todo el turbulento distrito minero. Las fortunas se hacían
y se deshacían en un abrir y cerrar de ojos. El padre Antonil denunciaba
que sobraban mineros dispuestos a pagar una fortuna por un negro que tocara
bien la trompeta y el doble por una prostituta mulata, «para entregarse
con ella a continuos y escandalosos pecados», pero los hombres de sotana
no se portaban mejor: de la correspondencia oficial de la época pueden
extraerse numerosos testimonios contra los «clérigos maus» que infestaban
la región. Se los acusaba de hacer uso de su inmunidad para sacar oro
de contrabando dentro de las pequeñas efigies de los santos de madera.
En 1705, se afirmaba que no había en Minas Gerais ni un solo cura dispuesto
a interesarse en la fe cristiana del pueblo, y seis años después la Corona
llegó a prohibir el establecimiento de cualquier orden religiosa en el
distrito minero.
Proliferaban, de todos modos, las hermosas iglesias
construidas y decoradas en el original estilo barroco característico de
la región. Minas Gerais atraía a los mejores artesanos de la época. Exteriormente,
los templos aparecían sobrios, despojados; pero el interior, símbolo del
alma divina, resplandecía en el oro puro de los altares, los retablos,
los pilares y los paneles en bajorrelieve; no se escatimaban los metales
preciosos, para que las iglesias pudieran alcanzar «también las riquezas
del Cielo», como aconsejaba el fraile Miguel de Sáo Francisco en 1710.
Los servicios religiosos tenían altísimos precios, pero todo era fantásticamente
caro en las minas. Como había ocurrido en Potosí, Ouro Preto se lanzaba
al derroche de su riqueza súbita. Las procesiones y los espectáculos daban
lugar a la exhibición de vestidos y adornos de lujo fulgurante. En 1733
una festividad religiosa duró más de una semana. No sólo se hacían procesiones
a pie, a caballo y en triunfales carros de nácar, sedas y oro, con trajes
de fantasía y alegorías, sino también torneos ecuestres, corridas de toros
y danzas en las calles al son de flautas, gaitas y guitarras67.
Los mineros despreciaban el cultivo de la tierra y
la región padeció epidemias de hambre en plena prosperidad, hacia 1700
y 1713: los millonarios tuvieron que comer gatos, perros, ratas, hormigas,
gavilanes. Los esclavos agotaban sus fuerzas y sus días en los lavaderos
de oro. «Allí trabajan -escribía Luis Gomes Ferreira-68, allí comen,
y a menudo allí tienen que dormir; y como cuando trabajan se bañan en
sudor, con sus pies siempre sobre la tierra fría, sobre piedras o en el
agua, cuando descansan o comen, sus poros se cierran y se congelan de
tal forma que se hacen vulnerables a muchas peligrosas enfermedades, como
las muy severas pleuresías, apoplejías, convulsiones, parálisis, neumonías
y muchas otras». La enfermedad era una bendición del cielo que aproximaba
la muerte. Los capitaes do mato de Minas Gerais cobraban recompensas
en oro a cambio de las cabezas cortadas de los esclavos que se fugaban.
Los esclavos se llamaban «piezas de Indias» cuando
eran medidos, pesados y embarcados en Luanda; los que sobrevivían a la
travesía del océano se convertían, ya en Brasil, en «las manos y los pies»
del amo blanco. Angola exportaba esclavos bantúes y colmillos de elefante
a cambio de ropa, bebidas y armas de fuego; pero los mineros de Ouro Preto
preferían a los negros que venían de la pequeña playa de Whyc1ah, en la
costa de Guinea, porque eran más vigorosos, duraban un poco más y tenían
poderes mágicos para descubrir el oro. Cada minero necesitaba, además,
por lo menos una amante negra de Whydah para que la suerte lo acompañara
en las exploraciones69. La explosión del oro no sólo incremento
la importación de esclavos, sino que además absorbió buena parte de la
mano de obra negra ocupada en las plantaciones de azúcar y tabaco de otras
regiones de Brasil, que quedaron sin brazos. Un decreto real de 1711 prohibió
la venta de los esclavos ocupados en tareas agrícolas con destino al servicio
en las minas, con la excepción de los que mostraran «perversidad de carácter».
Resultaba insaciable el hambre de esclavos de Ouro Preto. Los en casos
excepcional negros morían rápidamente, sólo es llegaban a soportar siete
años continuos de trabajo. Eso sí: antes de que cruzaran el Atlántico,
los Portugueses los bautizaban a todos. Y en Brasil tenían la obligación
de asistir a misa, aunque les estaba Prohibido entrar en la capilla mayor
o sentarse en los bancos.
A mediados del siglo XVIII, Ya muchos de los mineros
se habían trasladado a la Serra do Frio en busca de diamantes. Las piedras
cristales que los cazadores de oro habían arrojado a un costado mientras
exploraban los lechos de los ríos habían resultado ser diamantes. Minas
Gerais ofrecía oro y diamantes en matrimonio, en proporciones parejas.
El floreciente campamento de Tijuco se convirtió en el centro del distrito
diamantino, y en él, al igual que en Ouro Preto, los ricos vestían a la
última moda europea y se traían desde el otro lado del mar las ropas,
las armas y los muebles más lujosos: horas del delirio y el derroche.
Una esclava mulata, Francisca da Silva, conquistó su libertad al convertirse
en la amante del millonario Joao Fernandes de Oliveira, virtual soberano
de Tijuco, y ella, que, era fea y ya tenía dos hijos, se convirtió en
la Xica que manda 70. Como nunca había visto el mar y quería
tenerlo cerca, su caballero le construyó un gran lago artificial en el
que puso un barco con tripulación y todo. Sobre las faldas de la sierra
de Sao Francisco levantó para ella un castillo, con un jardín de plantas
exóticas y cascadas artificiales; en su honor daba opíparos banquetes
regados por los mejores vinos, bailes nocturnos de nunca acabar y funciones
de teatro y conciertos. Todavía en 1818, Tijuco festejó a lo grande el
casamiento del príncipe de la corte portuguesa. Diez años antes, John
Mawe, un inglés que visitó Ouro Preto, se asombró de su pobreza; encontró
casas vacías y sin valor, con letreros que las ponían infructuosamente
en venta, y comió comida inmunda y escasa 71. Tiempo atrás había
estallado la rebelión que coincidió con la crisis en la comarca del oro.
José Joaquim da Silva Xavier, «Tiradentes», había sido ahorcado y despedazado,
y otros luchadores por la independencia habían partido desde Ouro Preto
hacia la cárcel o el exilio.
CONTRIBUCIÓN DEL ORO DE BRASIL AL PROGRESO DE INGLATERRA
El oro había empezado a fluir en el preciso momento en que Portugal firmaba
el tratado de Methuen, en 1703, con Inglaterra. Esta fue la coronación
de una larga serie de privilegios conseguidos por los comerciantes británicos
en Portugal. A cambio de algunas ventajas para sus vinos en el mercado
inglés, Portugal abría su propio mercado, y el de sus colonias, a las
manufacturas británicas. Dado el desnivel de desarrollo industrial ya
por entonces existente, la medida implicaba una condenación a la ruina
para las manufacturas locales. No era con vino como se pagarían los tejidos
ingleses, sino con oro, con el oro de Brasil, y por el camino quedarían
paralíticos los telares de Portugal. Portugal no se limitó a matar en
el huevo a su propia industria, sino que, de paso, aniquiló también los
gérmenes de cualquier tipo de desarrollo manufacturero en el Brasil. El
reino prohibió el funcionamiento de refinerías de azúcar en 1715; en 1729,
declaró crimen la apertura de nuevas vías de comunicación en la región
minera; en 1785, ordenó incendiar los telares y las hilanderías brasileñas.
Inglaterra y Holanda, campeonas del contrabando del
oro y los esclavos, que amasaron grandes fortunas en el tráfico ilegal
de carne negra, atrapaban por medios ilícitos, según se estima,
más de la mitad del metal que correspondía al impuesto del «quinto real»
que debía recibir, de Brasil, la corona portuguesa. Pero Inglaterra no
recurría solamente al comercio prohibido para canalizar el oro brasileño
en dirección a Londres. Las vías legales también le pertenecían. El auge
del oro, que implicó el flujo de grandes contingentes de población portuguesa
hacía Minas Gerais, estimuló agudamente la demanda colonial de productos
industriales y proporcionó, a la vez, medios para pagarlos. De la misma
manera que la plata de Potosí rebotaba en el suelo de España, el oro de
Minas Gerais sólo pasaba en tránsito por Portugal. La metrópoli se convirtió
en simple intermediaria. En 1755, el marqués de Pombal, primer ministro
portugués, intentó la resurrección de una política proteccionista, pero
ya era tarde: denunció que los ingleses habían conquistado Portugal sin
los inconvenientes de una conquista, que abastecían las dos terceras partes
de sus necesidades y que los agentes británicos eran dueños de la totalidad
del comercio portugués. Portugal no producía prácticamente nada y tan
ficticia resultaba la riqueza del oro que hasta los esclavos negros que
trabajaban las minas de la colonia eran vestidos por los ingleses72.
Celso Furtado ha hecho notar73 que Inglaterra,
que seguía una política clarividente en materia de desarrollo industrial,
utilizó el oro de Brasil para pagar importaciones esenciales de otros
países y pudo concentrar sus inversiones en el sector manufacturero. Rápidas
y eficaces innovaciones tecnológicas pudieron ser aplicadas gracias a
esta gentileza histórica de Portugal. El centro financiero de Europa se
trasladó de Amsterdam a Londres. Según las fuentes británicas, las
entradas de oro brasileño en Londres alcanzaban a cincuenta mil libras
por semana en algunos períodos. Sin esta tremenda acumulación de reservas
metálicas, Inglaterra no hubiera podido enfrentar, posteriormente, a Napoleón.
Nada quedó, en suelo brasileño, del impulso dinámico
del oro, salvo los templos y las obras de arte. A fines del siglo XVIII,
aunque todavía no se habían agotado los diamantes, el país estaba postrado.
El ingreso per capita de los tres millones largos de brasileños no superaba
los cincuenta dólares anuales al actual poder adquisitivo, según los cálculos
de Furtado, y éste era el nivel más bajo de todo el período colonial.
Minas Gerais cayó a pique en un abismo de decadencia y ruina. Increíblemente,
un autor brasileño, agradece el favor y sostiene que el capital inglés
que salió de Minas Gerais «sirvió para la inmensa red bancaria que propició
el comercio entre las naciones y tornó posible levantar el nivel de vida
de los pueblos capaces de progreso»74. Condenados inflexiblemente
a la pobreza en función del progreso ajeno, los pueblos mineros «incapaces»
quedaron aislados y tuvieron que resignarse a arrancar sus alimentos de
las pobres tierras ya despojadas de metales y piedras preciosas. La agricultura
de subsistencia ocupó el lugar de la economía minera 75. En nuestros
días, los campos de Minas Gerais son, como los del nordeste, reinos del
latifundio y de los «coroneles de hacienda», impertérritos bastiones del
atraso. La venta de trabajadores mineiros a las haciendas de otros
estados es casi tan frecuente como el tráfico de esclavos que los nordestinos
padecen. Franklin de Oliveira recorrió Minas Gerais hace poco tiempo.
Encontró casas de palo a pique, pueblitos sin agua ni luz, prostitutas
con una edad media de trece años en la ruta al valle de Jequitinhonha,
locos y famélicos a la vera de los caminos. Lo cuenta en su reciente libro
A tragédia da renovaçao brasileira. Henri Gorceix había
dicho, con razón, que Minas Gerais tenía un corazón de oro en un pecho
de hierro76 pero la explotación de su fabuloso quadrilátero
ferrífero corre por cuenta, en nuestros días, de la Hanna Mining Co.
y la Bethlehem Steel, asociadas al efecto: los yacimientos fueron entregados
en 1964, al cabo de una siniestra historia. El hierro, en manos extranjeras,
no dejará más de lo que el oro dejó.
Sólo la explosión del talento había quedado como recuerdo
del vértigo del oro, por no mencionar los agujeros de las excavaciones
y las pequeñas ciudades abandonadas. Portugal no pudo, tampoco, rescatar
otra fuerza creadora que no fuera la revolución estética. El convento
de Mafra, orgullo de Dom Joáo V, levantó a Portugal de la decadencia artística:
en sus carillones de treinta y siete campanas, sus vasos y sus candelabros
de oro macizo, centellea todavía el oro de Minas Gerais. Las iglesias
de Minas han sido bastante saqueadas y son raros los objetos sacros, de
tamaño portátil, que en ellas perduran, pero para siempre quedaron, alzadas
sobre las ruinas coloniales, las monumentales obras barrocas, los frontispicios
y los púlpitos, los retablos, las tribunas, las figuras humanas, que diseñó,
talló o esculpió Antonio Francisco Lisboa, el «Aleijadinho», el «Tullidito»,
el hijo genial de una esclava y un artesano. Ya agonizaba el siglo XVIII
cuando el «Aleijadinho» comenzó a modelar en piedra un conjunto de grandes
figuras sagradas, al pie del santuario de Bom Jesus de Matosinhos, en
Congonhas do Campo. La euforia del oro era cosa del pasado: la obra se
llamaba Los profetas, pero ya no había ninguna gloria por profetizar.
Toda la pompa y la alegría se habían desvanecido y no quedaba sitio para
ninguna esperanza. El testimonio final, grandioso como un entierro para
aquella fugaz civilización del oro nacida para morir, fue dejado a los
siglos siguientes por el artista más talentoso de toda la historia de
Brasil. El «Aleijadinho», desfigurado y mutilado por la lepra, realizó
su obra maestra amarrándose el cincel y el martillo a las manos sin dedos
y arrastrándose de rodillas, cada madrugada, rumbo a su taller.
La leyenda asegura que en la iglesia de Nossa Senhora
das Mercés e Misericordia, de Minas Gerais, los mineros muertos celebran
todavía misa en las frías noches de lluvia. Cuando el sacerdote se vuelve,
alzando las manos desde el altar mayor, se le ven los huesos de la cara.
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1 J.H.
Elliott, La España imperial, Barcelona, 1965.
2 L. Capitan y Henri Lorin, El trabajo en América, antes
y después de Colón, Buenos Aires, 1948.
3 Daniel Vidart, Ideología y realidad de América,
Montevideo, 1968.
4 Luis Nicolau D´Olwer, Cronistas de las culturas precolombinas,
México, 1963. El abogado Antonio de León Pinelo dedicó
dos tomos enteros a demostrar que el Edén estaba en América.
En El Paraíso en el Nuevo Mundo (Madrid, 1656)), incluyó
un mapa de América del Sur en el que puede verse, al centro, el
jardín del Edén regado por el Amazonas, El Río de
la Plata, el Orinoco y el Magdalena. El fruto prohibido era el plátano.
El mapa indicaba el lugar excato donde había partido el Arca de
Noé, cuando el Diluvio Universal.
5 J. M. Ots Capdequí, El estado español en las
Indias, México, 1941.
6 Earl J. Hamilton, American Treasure and the Price Revolution
in Spain (1501-1650), Massachusetts, 1934.
7 Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural
de las Indias, Madrid, 1959. La interpretación hizo escuela.
Me asombra leer, en el último libro del técnico francés
René Dumon, Cuba, est-il socialiste?, París, 1970:
"Los incendios no fueron totalmente exterminados. Sus genes subsisten
en los cromosomas cubanos. Ellos entían una tal aversión
por la tensión que exige el trabajo continuo, que algunos se suicidaron
antes que aceptar el trabajo forzado..."
8 Guillermo Vázquez Franco, La conquista justificada,
Montevideo, 1968, y J. H. Elliott, op.cit.
9 Según los informantes indígenas de fray
Bernardino de Sahagún, en el Códice Florentino. Miguel León-Portilla,
Visión de los vencidos, México, 1967.
10 Estas asombrosas coincidencias han estimulado la hipótesis
de que los dioses de las religiones indígenas habían sido
en realidad europeos llegados a estas tierras mucho antes que Colón.
Rafael Pineda Yáñez, La isla y Colón, Buenos
Aires, 1955.
11 Jacquetta Hawkes, Prehistoria, en la Historia de la
Humanidad, de la UNESCO, Buenos Aires, 1966.
12 Miguel León-Portilla, El reverso de la Conquista.
Relaciones aztecas, mayas e incas, México, 1964.
13 Miguel León-Portilla, op. cit.
14 Gustavo Adolfo Otero, Vida social en el coloniaje, La Paz,
1958.
15 Autores anónimos de Tatlelolco e informantes de Sahagún,
en Miguel León-Portilla, op. cit.
16 Darcy Ribeiro, Las Américas y la civilización,
tomo I: La civilización occidental y nosotros. Los pueblos
testimonio, Buenos Aires, 1969.
17 Miguel León-Portilla, op. cit.
18 Ibid.
19 Para la reconstrucción del apogeo del Potosí, el
autor ha consultado los siguientes testimonios del pasado: Pedro Vicente
Cañete y Domínguez, Potosí colonial; guía
histórica, geográfica, política, civil y legal del
gobierno e intendencia de la provincia de Potosí, La Paz, 1939;
Luis Capoche, Relación general de la Villa Imperial de Potosí,
Madrid, 1959; y Nicolás de Martínez Arzanz y Vela, Historia
de la Villa Imperial de Potosí, Buenos Aires, 1943. Además,
las Crónicas Potosinas, de Vicente González Quesada,
París, 1890, y La ciudad única, de Jaime Molins,
Potosí, 1961.
20 Earl J. Hamilton, op.cit.
21 Ibid.
22 Citado por Gustavo Adolfo Otero, op. cit.
23 J.H. Elliott, op. cit., y Earl J. Hamilton,
op. cit.
24 Roland Mousnier, Los siglos XVI y XVII, volumen IV
de la Historia general de las civilizaciones, de Maurice Crouzet. Barcelona,
1967.
25 J. Vicens Vives, director, Historia social y económica
de España y América, volúmenes II y III, Barcelona,
1957.
26 Jorge Abelardo Ramos, Historia de la nación latinoamericana,
Buenos Aires, 1968.
27 J. H. Elliott, op.cit.
28 La especie no se ha extinguido. Abro una revista de Madrid,
de fines de 1969, leo: ha muerto doña Teresa Bertrán de
Lis y Pidal Gorouski y Chico de Guzmán, duquesa de Albuquerque
y marquesa de los Alcañices y de los Balbases, y la llora el viudo
duque de Albuquerque, Don Beltrán Alonso Osorio y Díez de
Rivera Martos y Figueroa, marqués de Alcañices, de los Balbases,
de Cadreita, de Cuéllar, de Cullera, de Montaos, conde de Fuensaldaña,
de Grajal, De Huelma, de Ledesma, de la Torre, de Villanueva de Cañedo,
de Villahumbrosa, tres veces Grande de España.
29 John Lynch, Administración colonial española,Buenos
Aires, 1962.
30 Ernest Mandel, Tratado de economía marxista,
México, 1969.
31 Ernest Mandel, La teoría marxista de la acumulación
primitiva y la industrialización del Tercer Mundo, revista
Amaru, núm. 6, lima, abril-junio de 1968.
32 Paul Baran, Economía política del crecimiento,
México 1959.
33 Celso Furtado, La economía latinoamericana desde la
conquista ibérica hasta la revolución cubana, Santiago
de Chile, 1969, y México, 1969.
34 J. Beujeau-Garnier, L´économie de l´Amerique
Latine, París, 1949.
35 Sergio Bagú, Economía de la sociedad colonial.
Ensayo de historia comparada de América Latina, Buenos Aires,
1949.
36 Alexander von Humboldt, Ensayo sobre el Reino de la Nueva
España, México, 1944.
37 Sergio Bagú, op. cit.
38 André Gunder Frank, Capitalism and Underdevelopment
in Latin America, Nueva York, 1967.
39 Álvaro Alonso-Barba, Arte de los metales, Potosí,
1967.
40 Gustavo Adolfo Otero, op. cit.
41 Fernando Carmona, prólogo a Diego López Rosado,
Historia y pensamiento económico de México, México,
1968.
42 D. Joseph Rivera Bernárdez, Conde Santiago de la Laguna,
Descripción breve de la muy noble y leal ciudad de Zacatecas,
en Gabriel Salinas de la Torre, Testimnios de Zacatecas, México,
1946. Además de esta obra y del ensayo de Humboldt, el autor ha
consultado: Luis Chávez Orozco, Revolución industrial-Revolución
política, Biblioteca del Obrero y Campesiono, México,
s. f.; Lucio Marmolejo, Efemérides guanajuatenses, o datos para
formar la historia de la ciudad de Guanajuato, Guanajuato, 1883; José
María Luis Mora, México y sus revoluciones, México,
1965; y para los datos de la actualidad, La economía del Estado
de Zacatecas y La economía del Estado de Guanajuato, de la
serie de investigaciones del Sistema de Bancos de Comercio, México,
1968.
43 John Colfier, The Indians of America, Nueva York, 1947.
44 Según Darcy Ribeiro, op. cit., con datos de Henry F.
Dobyns, Paul Thompson y otros.
45 Emilio Romero, Historia económica del Perú, Buenos Aires,
1949.
46 Enrique Finot, Nueva historia de Bolivia, Buenos Aires,
1946.
47 Obras citadas.
48 Antonello Gerbi, La disputa del Nuevo Mundo, México,
1960, y Daniel Vidart, op. cit.
49 Lewis Hanke, Estudios sobre fray Bartolomé de Las Casas y
sobre la lucha por la justicia en la conquista española de América,
Caracas, 1968.
50 J. M. Ots Capdequí, op. cit.
51 Un miembro del Servicio Norteamericano de Conservación de Suelos,
según John Collier, op. cit.
52 Daniel Valcárcel, La rebelión de Túpac Amaru, México,
1947.
53 Alexander von Humboldt, Ansichten der Natur, tomo II.
Citado en Adolf Meyer-Abich y otros, Alejandro de Humboldt (1769-1969),
Bad Godesberg, 1969.
54 Tulio Halperin Donghi, Historia contemporánea de América
Latina, Madrid, 1969.
55 Emest Gruening, Mexico and its Heritage, Nueva York,
1928.
56 Alonso Aguilar Monteverde, Dialéctica de la economía mexicana,
México, 1968.
57 Los últimos charrúas, que hacia 1832 sobrevivían saqueando novillos
en las campiñas salvajes del norte del Uruguay, sufrieron la traición
del presidente Fructuoso Rivera. Alejados de la espesura que les daba
protección, desmontados y desarmados por las falsas promesas de amistad,
fueron abatidos en un paraje llamado la Boca del Tigre: «Los clarines
tocaron a degüello -cuenta el escritor Eduardo Acevedo Díaz (diario La
Época, 19 de agosto de 1890-. La horda se revolvió desesperada, cayendo
uno tras otro sus mocetones bravíos, como toros heridos en la nuca.» Varios
caciques murieron. Los pocos indios que pudieron romper el cerco de fuego
se vengaron poco después. Perseguidos por el hermano de Rivera, le tendieron
una emboscada y lo acribillaron a lanzazos junto con sus soldados. El
cacique Sepe «hizo cubrir con algunos nervios del cadáver el extremo de
la moharra de su lanza». En la Patagonia argentina, a fines de siglo,
los soldados cobraban contra la presentación de cada par de testículos.
La novela de David Viñas Los dueños de la tierra (Buenos Aires,
1959) se abre con la cacería de los indios: «Porque matar era como violar
a alguien. Algo bueno. Y hasta gustaba: había que correr, se podía gritar,
se sudaba y después se sentía hambre... Los disparos se habían ido espaciando.
Seguramente había quedado algún cuerpo enhorquetado en uno de esos nidos.
Un cuerpo de indio echado hacia atrás, con una mancha negruzca entre los
muslos ... »
58 John Kenneth Turner, México bárbaro, México, 1967.
59 Arturo Bonilla Sánchez, Un problema que se agrava: la subocupación
rural, en Neolatifundismo, y explotación, De Emiliano Zapata a Anderson
Clayton & Co., varios autores, México, 1968.
60 René Dumont, Tierras vivas. Problemas de la reforma agraria
en el mundo, México, 1963.
61 Eduardo Galeano, Guatemala, país ocupado, México, 1967.
62 Los mayas quichés creían en un solo dios, practicaban el ayuno,
la penitencia, la abstinencia y la confesión; creían en el diluvio y en
el fin del mundo: el cristianismo no les aportó grandes novedades. La
descomposición religiosa comenzó con la colonia. La religión católica
sólo asimiló algunos aspectos mágicos y totémicos de la religión maya,
en la tentativa vana de someter la fe indígena a la ideología de los conquistadores.
El aplastamiento de la cultura original abrió paso al sincretismo, y así
se recogen, por ejemplo, en la actualidad, testimonios de la involución
con respecto a aquella evolución alcanzada: «Don Volcán necesita carne
humana bien tostadita». Carlos Guzmán Böckler y Jean-Loup Herbert, Guatemala:
una interpretación histórico-social, México, 1970.
63 Las bandeiras paulistas eran bandas errantes de organización
paramilitar y de fuerza variable. Sus expediciones selva adentro desempeñaron
un papel importante en la colonización interior de Brasil.
64 Celso Furtado, op. cit.
65 Celso Furtado, Formación económica del Brasil, México,
1959.
66 C. R. Boxer, The Golden Age of Brazil (1695-1750), California,
1969.
67 Augusto de Lima Júnior, Vila Rica de Ouro Preto. Sintese
histórica e descritiva, Belo Horizonte, 1957.
68 C. R. Boxer, op. cit.
69 C. R. Boxer, op. cit. En Cuba se atribuían propiedades
medicinales a las esclavas. Según el testimonio de Esteban Montejo, «había
un tipo de enfermedad que recogían los blancos. Era una enfermedad en
las venas y en las partes masculinas. Se quitaba con las negras. El que
la cogía se acostaba con una negra y se la pasaba. Así se curaban enseguida».
Miguel Barnet, Biografía de un cimarrón, Buenos Aires, 1968.
70 Joaquim Felício dos Santos, Memorias do Distrito Diamantino,
Río de Janeiro, 1956.
71 Augusto de Lima Júnior, op. cit.
72 Allan K. Manchester, British Preeminence in Brazil. its Rise
and Fall, Chapel Hill, Carolina del Norte, 1933.
73 Celso Furtado, op. cit.
74 Augusto de Lima Júnior, op. cit. El autor siente una
gran alegría por «la expansión del imperialismo colonizador, que los ignorantes
de hoy, movidos por sus maestros moscovitas, califican de crimen».
75 Roberto C. Simonsen, História económica do Brasil (1500-
1820), Sao Paulo, 1962.
76 Eponina Ruas, Ouro Preto. Sua história, seus templos e monumentos,
Río de Janeiro, 1950.
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