Emergiendo desde la
Atlántida al Santuario del Espíritu
Carta Nº 23
LA VERDAD
Las verdades humanas evolucionan: nacen, crecen y declinan. Por tanto el
espíritu humano pasa fácilmente sin verdades, pero
no puede vivir sin certezas
Víctor Manuel Guzmán Villena
Frecuentemente se confunde la verdad la certeza. Este último término sirve para
designar el estado del espíritu que se cree en posesión de la verdad; no hay
que hablar de la certeza de una proposición y si a la verdad o a la evidencia debe
referirse: la certeza es un estado mental, por tanto podemos decir que es la
convicción que tiene el espíritu de que los objetos son tal y como el ser
humano los concibe. La simple certeza es una creencia, la verdad es un
conocimiento, y antes de conocer una sola verdad la humanidad poseía muchas
certezas.
La concepción
de la verdad ha variado considerablemente en el curso de las edades. Para unos
fue una identidad, para otros una utilidad, y una comodidad para otros. A los
escépticos les parece simplemente un error irrefutable en un momento dado. Los
diccionarios descubren claramente esas divergencias. Sus definiciones se
limitan generalmente a considerar a la verdad como cualidad por la cual las
cosas aparecen tales como ellas son, también representa la conformidad del
pensamiento con la realidad, la Real Academia da una definición que compromete
poco: “La verdad -dice- es la realidad de lo que es verdadero”. Si nos
referimos luego a la palabra verdadero, vemos que lo verdadero representa “lo
que es conforme a la verdad”. Tales explicaciones están visiblemente
desprovistas de sentido real. Ganarían los diccionarios en exactitud y claridad
si llamaran simplemente verdad a la idea que nosotros nos formamos de las
cosas.
Las
definiciones científicas son más modestas, pero también más precisas. El sabio,
dejando aparte las realidades inaccesibles, considera toda verdad como una
relación, generalmente mensurable, entre dos fenómenos, cuya esencia permanece
ignorada. Han sido precisos no pocos siglos de reflexiones y de esfuerzos para
llegar a esta fórmula. Esta es de aplicación a los conocimientos científicos,
no a las creencias religiosas, políticas o morales. Estas por su origen
afectivo, místico o colectivo, tienen como única base la adhesión que les prestan
aquellos que las aceptan. Se las admite, ya por supuesta evidencia, ya porque
las concepciones contrarias parecen inaceptables, o sobre todo, porque han
obtenido el asentimiento universal, ese asentimiento que se considera como el
solo criterio de las verdades que no son de naturaleza científica.
Los pragmáticos imaginan, sin embargo, haber descubierto en
la utilidad un nuevo criterio de la verdad; y no es otra cosa que los que
nosotros encontramos ventajoso en el orden de nuestro pensamiento, de igual
manera que el bien es sencillamente lo que reputamos conveniente en el orden de
nuestras acciones. Tal definición me parece apenas admisible. La utilidad y la
verdad son nociones claramente distintas. Se puede aceptar lo que es útil, pero
sin confundirlo por eso con la verdad.
En su
evolución la verdad fue en otro tiempo inseparable de la fijeza. Las verdades
constituían entidades inmutables independientes de los tiempos y de los
hombres. Esa creencia de la inmutabilidad de las cosas y de las certezas que de
esa inmutabilidad se derivaron reinó hasta el día en que los progresos de la
ciencia las condenaron a desaparecer. La astronomía mostró que las estrellas,
consideradas antes como inmóviles en el firmamento, corrían por espacio a una
velocidad vertiginosa. La biología probó que las especies vivas, antes
consideradas como invariables se transforman lentamente. El mismo átomo perdió
su eternidad y vino a ser un agregado de fuerzas transitoriamente condesadas.
Antes tales
resultados, el concepto de verdad se halla cada vez más vacilante, hasta el
punto de parecer a muchos pensadores un concepto desprovisto de sentido real.
Certezas religiosas, filosóficas, morales y científicas han ido desplomándose
sucesivamente, no dejando en su lugar más que una sucesión continúa de cosas
efímeras. Tal concepción parece eliminar enteramente la noción de las verdades
fijas. Yo, juzgo, sin embargo, posible conciliar la idea de su carácter
transitorio. Algunos ejemplos muy sencillos bastarán para justificar esta
proposición. Es sabido que la fotografía reproduce el desplazamiento rápido de
un cuerpo, ejemplo el de un caballo a galope, por medio de imágenes, cuya
duración de la impresión es del orden de la centésima de segundo.
La imagen así obtenida representa una fase de movimientos de
una verdad absoluta, pero efímera. Absoluta durante un corto instante, pasa a
ser falsa después. Es preciso reemplazarla, como hace el cine o el video, por
otra imagen de valor tan absoluto como efímero. Esta comparación, modificando
simplemente la escala de los tiempos, es aplicable a las diversas verdades.
Estas, aunque
cambiantes, tienen la misma relación con la realidad que las fotografías
instantáneas de que acabamos de hablar, o también que la reflexión de las ondas
de un espejo. La imagen es movible y sin embargo, siempre verdadera. En las
transformaciones rápidas, lo absoluto de la verdad puede no tener más que una
duración de centésima de segundo. Para ciertas verdades morales, la unidad de
ese tiempo será la vía de algunas generaciones. Para las verdades que se
refieren a la invariabilidad de las especies, la unidad se encontrará
representada por millones de años. Así la duración de las verdades varía desde
algunas centésimas de segundo a varios millones de siglos. Esto comprueba que
una verdad puede ser a un tiempo absoluta y transitoria.
Las
precedentes comparaciones exactas desde el punto de vista de las verdades
objetivas independientes de nosotros, lo son muchos menos para las certezas subjetivas:
concepciones religiosas, políticas y morales, especialmente. Como no contiene
más que débiles porciones de realidad, están condicionadas únicamente por la
idea que nosotros nos formamos de las cosas, según el tiempo, la raza, el grado
de conocimiento y cultura, etc. Es, pues, natural que, variando ellas, la
verdad corresponde a los pensamientos y a las necesidades de una época no baste
a llenar las de otra época.
La noción de
verdad, a la vez estable y efímera, reemplazará seguramente en la filosofía del
porvenir a las verdades inmutables de otro tiempo o a las sumarias negaciones
del momento actual. De hecho es raro que el ser humano elija libremente sus
certezas. Se las impone el ambiente y él sigue las variaciones de éste. Las
opiniones y las creencias se modifican por esta razón con cada grupo social.
Los medios que influencian nuestras concepciones pueden
varias lentamente, pero acaban siempre por cambiar. La marcha del mundo se
puede comparar al curso del un río, éste arrastra moléculas siempre poco más o
menos que semejantes, mientras que en la mayor parte de los fenómenos del
universo, los de la vida social especialmente, el tiempo arrastra elementos
constantemente modificados. Se modifican porque un ser cualquiera, planta,
animal, ser humano o sociedad están sometidos a dos fuerzas que obran sin
cesar, y que lo transforman gradualmente: los medios pasados de los que la
herencia conserva su sello y los medios presentes. Esta doble influencia
condiciona toda la vida mental, y por consiguiente las verdades morales y
sociales, que son su expresión. Si el tiempo, por ejemplo, precipitara su curso
como en las imágenes, la existencia sería de tal modo abreviado que nuestras
ideas morales se verían desconcertadas. No durando casi la vida del individuo,
éste se interesaría sólo por los de su especie. Un intenso altruismo dominaría
todas las relaciones. Si, por el contrario, el tiempo marchara lento y la existencia durara varios siglos, la
característica de los humanos sería un feroz egoísmo.
Diremos para
concluir que, como todos los fenómenos de la naturaleza, las verdades humanas
evolucionan: nacen, crecen y declinan. Por tanto el espíritu humano pasa
fácilmente sin verdades, pero no puede vivir sin certezas.