Un miembro de mi comunidad religiosa, íntimo amigo y poeta por naturaleza, me hizo notar una vez que no veríamos aumentar las vocaciones mientras la vida religiosa no volviera a ser vivida nuevamente como una aventura espiritual. Tiene que volver a arrebatarnos un sueño, tiene que volver a fascinarnos una visión y a apasionarnos una búsqueda. Tenemos que volver a escuchar un mensaje que se nos dice en lo más hondo del corazón. Sólo eso reavivará en nosotros la audacia, la voluntad de consagrarnos de por vida y no mirar nunca para atrás. La experiencia de la vida religiosa se desvirtúa hasta la insipidez burguesa cuando se configura según los mismos instintos utilitarios de un mundo inclinado a fomentar los más bajos deseos del común denominador. La vida religiosa deja de apasionar cuando está demasiado pegada a la tierra. A través de este libro deseo contribuir a reencender el asombro y la poesía, para que la vida religiosa recobre su divina atracción como forma especial de amor a Cristo y a los que Él desea salvar.
La renovación de la vida consagrada que se ha llevado a cabo desde el Vaticano II, tiene aspectos culturales y políticos tanto como aspectos religiosos. Desde el punto de vista político un lector de la Democracia en América, de Tocqueville, podría interpretarla como un paso de la aristocracia a la democracia. La vida religiosa norteamericana tiene profundas raíces en Europa. En su viaje a través del Atlántico ha preservado ciertos elementos de un estilo proveniente de la aristocracia europea. En tanto que los religiosos de una época anterior servían diligentemente a los pobres de una Iglesia de inmigrantes, su formación les había enseñado también a mantenerse a distancia del mundo y a entregarse a una especie de cultivo elegante de la búsqueda de la perfección. A veces la espiritualidad podía tomar la forma de gran introspección y de un cuidado especial por "la hermosura del alma".
Por otra parte, la cultura aristocrática tiene, ciertamente, sus rasgos positivos, como por ejemplo el sentido de la auto-estima, de la dignidad personal, del porte agraciado, y del esfuerzo por la excelencia. De hecho, si los miembros de las congregaciones religiosas, examinamos nuestra vida, la mayoría de nosotros encontrará que fuimos atraídos a la vida religiosa por algún aristócrata espiritual, por alguna persona "hermosa", de nuestra familia, vecindad o congregación, que nos habló con acentos de sabiduría y santidad y fue símbolo de la presencia de Dios. Lo que nos impresiona de una persona no es tanto lo que dice o hace, cuanto lo que es.
El Vaticano II puso a las congregaciones religiosas frente al doble desafío de despojarse de la impedimenta de una cultura europea que languidecía, y de profundizar en el carisma de los fundadores. Como parte de su esfuerzo por adecuar los roles eclesiales a las necesidades del mundo, la Perfectae Caritatis y la legislación subsiguiente, empujó a los religiosos a releer su carisma fundacional a la luz de las necesidades de los tiempos y a eliminar estructuras caducas. El concilio, teniendo en cuenta que la Iglesia se hallaba a punto de florecer en una Iglesia-mundo, la espoleó para que pasara de un modo de conciencia clásico a otro histórico.
Impulsados por el Vaticano II y bajo la influencia de la revolución cultural de los años 60 y 70, las congregaciones religiosas norteamericanas introdujeron muchos cambios sorprendentes. La rica vida de los fundadores fue reexplorada, se reestudiaron los carismas, se escribieron nuevas constituciones, se propusieron nuevos criterios para seleccionar y mantener o dejar ministerios. En esta selección de ministerios se abandonó la consideración exclusiva del ‘producto’ -prestar servicios, de educación o de salud- en favor de una orientación de ‘mercado’ según la cual la congregación tomaba nota de las necesidades sociales de los tiempos y confeccionaba sus ministerios para que correspondieran a las prioridades o demandas del ’consumidor’. Las congregaciones tradicionales hasta entonces encerradas en sí mismas, presionaron a sus líderes a colaborar con otras congregaciones a través de las recién fundadas conferencias de superiores mayores. El diálogo y la preocupación por el desarrollo de los individuos vino a reemplazar las órdenes de la santa obediencia ya sea en los programas de formación como en el procedimiento de destinación de los religiosos a diferentes cargos y ministerios. Se modificaron las estructuras y modelos de gobierno para incorporar los principios de subsidiaridad y de colegialidad en la toma de decisiones. Se esfumaron las fronteras entre vida consagrada y vida laical al incorporar colaboradores laicos y reclutar un buen número de voluntarios laicos en un común empeño misionero. Se quitó relieve a la dimensión contemplativa de la vida religiosa favoreciendo la dimensión llamada profética, interpretada ésta como consagración a los pobres y a las causas de la paz y la justicia.
Tan drásticos fueron los cambios que a veces pudo parecer que las congregaciones religiosas estaban aventando el trigo con la paja. Toda una sub-cultura religiosa quedó desmantelada y fueron cuestionadas convicciones de larga tradición en la vida religiosa. Se llegó a poner en duda el proyecto mismo de vida religiosa como realidad eclesial válida para nuestros días. El cambio más evidente fue el abandono del hábito religioso. Pero más drástica y radical aún fue la revisión de la obediencia, de las estructuras de gobierno, de las costumbres de la vida común y de la oración en común. En muchas congregaciones femeninas se desechó completamente el papel de la superiora local; la mayor parte de las cuestiones pasaron a decidirse por consenso y, en cuanto a las destinaciones apostólicas, empezó a tener peso decisivo la consideración de los deseos y de la realización personales. Rápidamente se fueron abandonando muchos apostolados colectivos en los campos de la educación y la salud y fueron reemplazados por apostolados y ministerios individuales o realizados por pequeños grupos.
No se puede negar que, desde un punto de vista sicológico, muchos de los cambios fueron saludables. Se suprimieron reglas y normas minuciosas que ahogaban el crecimiento y engendraban mezquindad. La formación religiosa apuntaba ahora a lograr la responsabilidad propia de personas adultas más que la espiritualidad de la niñez. Tendió a desaparecer el escrúpulo. Se animaba a los individuos a desarrollar sus talentos y capacidades creativas, y a expresar sus deseos y opiniones. Las opciones apostólicas eran más diversificadas, más adaptadas a los talentos y legítimos deseos de las personas, y con frecuencia respondían más adecuadamente a las necesidades reales de los tiempos. La vida de oración, que a menudo parecía mecánica y basada en la recitación rutinaria, se volvió más libre y personal, se cambiaron los retiros predicados por retiros personalizados, y muchos encontraron fuerza y consuelo en una forma renovada de los Ejercicios de san Ignacio.
A pesar de estos y de otros resultados positivos, se tiene hoy la impresión de que se debilitaron y hasta se perdieron el sentido de la identidad, las metas comunes, y la imagen congregacional; cosas todas esenciales para un grupo de religiosos llamados a vivir juntos por el Señor, que viven una vida regular de edificación mutua, la cual les ayuda a crecer en santidad a la vez que a atender a las necesidades de los demás. Algunos críticos se quejaban de que, junto con las prácticas de devoción particulares, estaba desapareciendo de muchas casas religiosas la devoción misma, y que, para algunos religiosos, el seguimiento literal de Cristo ya no parecía ser un fin primario. Otros creían que, en el periodo posterior al Vaticano II, la búsqueda del pluralismo al estilo norteamericano se había convertido en fin en sí misma, con la consecuente pérdida del objetivo común. Los corazones parecían estar divididos. Las religiosas no parecían distinguirse, en su vida y apariencia, de trabajadoras sociales laicas. Los escritos sobre la vida religiosa estaban fuertemente teñidos de jerga sociológica y empresarial, más que de evocaciones evangélicas. Se debilitó y hasta desapareció el, antes vivo, sentido de "vocación": de haber sido llamados por Dios para una aventura religiosa. En parte debido a eso, se secó la fuente de vocaciones en el primer mundo; muchos religiosos profesos abandonaron las filas y, de los que se quedaron, un buen número se fue a vivir en una órbita exterior a su comunidad, manteniendo relaciones laxas, distantes o superficiales con el grupo.
A pesar de todo eso, los miembros de las conferencias masculinas y femeninas de superiores mayores -la CMSM y la LCWR- siguieron prodigando alabanzas irrestrictas a los cambios y continuaron ideando una plétora de juntas y talleres. La mayor parte de los comentaristas sobre la vida religiosa preferían subrayar los rasgos benéficos de las nuevas libertades y parecían ignorar los aspectos caóticos de la renovación.
Sólo recientemente un cierto número de escritores ha empezado a preguntar si la renovación misma no había fracasado. Hubo quienes cuestionaron si no se habría cedido demasiado a lo novedoso. Si a veces no se había sometido acríticamente el juicio a la ideología corriente de la "political correctness" (perfil de la izquierda). Otros lamentaban que, a pesar del barniz democrático-participativo, las burocracias congregacionales que habían reemplazado a la "madre superiora" hubiesen descubierto modos aún más eficaces que los de aquélla para suprimir el disenso y ejercer el control sobre el grupo. Se levantaron voces que reclamaban corregir los rumbos de la renovación. Muchas de estas advertencias tenían en común una visión crítica del, así llamado, "modelo liberal" de renovación, en boga desde el Vaticano II. Divergían, sin embargo, en sus recomendaciones concretas: unos urgiendo una más profunda investigación de las grandes espiritualidades y carismas de los fundadores(l) y otros propugnando que era necesario ir, más allá del liberalismo, hacia un pluralismo aún más radical(2).
Los compiladores de un importante estudio sociológico sobre la Vida Religiosa en EE.UU. (Nygren y Ukeritis) han arrojado luz sobre algunos de los principales problemas de la vida religiosa actual. Uno es la falta de claridad suficiente en los roles, especialmente entre las religiosas y entre los miembros jóvenes de las congregaciones, tanto masculinas como femeninas. Otro es la dicotomía, a menudo existente, entre la verbalización de los compromisos de una congregación y su comportamiento efectivo. El estudio muestra que muchos miembros de los grupos que hicieron la opción preferencial por los pobres en sus declaraciones acerca de la misión, a menudo se oponen luego a abandonar los ministerios tradicionales entre los acomodados. El tercer problema principal se centraba en torno al área del liderazgo. El estudio ha señalado la escasez de líderes eficientes, capaces de articular una visión de futuro que vaya acompañada además por estrategias concretas. Ha puesto en duda igualmente que haya sido un acierto el haber introducido en la vida religiosa, en forma global e indiscriminada, las estructuras de la democracia secular. Si las estructuras de autoridad anteriores eran excesivamente rígidas, los procesos actuales de consenso terminan a menudo en elásticos compromisos, mientras que, por su parte, los procesos basados en el discernimiento personal, animan a los participantes a interpretar sus deseos personales como si fueran mociones del Espíritu Santo. Una importante conclusión del estudio de Nygren-Ukeritis es que ningún grupo religioso parece capaz de atraer un número considerable de nuevos miembros a menos que: 1) tenga un fuerte liderazgo, 2) imponga fuertes exigencias a sus miembros y 3) cuente con ritos y costumbres visibles que les distingan de otros grupos.
¿A dónde queremos llegar con todo esto? Está claro que no podemos dar un toque a retirada fundamentalista al pasado. El Vaticano II y su llamada al aggiornamento no puede ser rechazado. Al contrario, tenemos que adentrarnos más en el Concilio y sondear su auténtico espíritu. Tenemos que reconocer que nos llamó no sólo a modernizar y cambiar, sino también a vivir una espiritualidad más profunda. Si a los religiosos se les pidió descartar meros formalismos, fue con la idea de llevar a cabo un redescubrimiento más profundo de su carisma y que, de este modo, se convertiesen en una poderosa fuerza espiritual en la Iglesia y en el mundo. Los religiosos tenían que ser para la Iglesia lo que la Iglesia debía ser para el mundo.
La pregunta principal que tenemos que hacer ahora es: "¿Estamos donde el Vaticano II quería que estuviéramos cuando nos invitó a cambiar?" Comparada con la vida religiosa de hace 30 años, ¿la que se vive hoy es una expresión mejor del carisma del fundador y un signo más vivo del corazón del Evangelio para la Iglesia y el mundo?
La respuesta a esta pregunta no es tan evidente. Lo que sí está claro para el observador más superficial es que la renovación de la vida religiosa no puede consistir únicamente en absorber sin crítica todos los elementos de la cultura actual. La inculturación del Evangelio y de la vida religiosa en las diferentes culturas es importante, pero la inculturación es un complejo proceso de tamizado. Como toda cultura tiene aspectos positivos y negativos y es importante que, al intentar la inculturación, tengamos en cuenta ambos aspectos. Debemos esforzarnos por modificar la vida religiosa teniendo en cuenta los elementos de nuestra cultura religiosa que estén en conformidad con el Evangelio. Y en este sentido existen elementos significativos. Pero por otro lado, debemos desarrollar también nuevos rasgos ascéticos para que la vida religiosa nos ayude a contrarrestar aquellos aspectos de la cultura que son corrosivos y afectan una vida que quiere ser vivida en total armonía con los misterios del Evangelio.
La sociedad norteamericana tiene cualidades envidiables que son la admiración de los extranjeros. Los inmigrantes llegados a los Estados Unidos se sienten sorprendidos por la amplitud de nuestras libertades religiosas y políticas, por la relativa paz dentro de un gran pluralismo, por nuestra capacidad para participar en los procesos políticos no sólo votando sino demostrando en favor de los derechos civiles, criticando a los líderes políticos y hablando abiertamente de muchas maneras. Estos derechos son preciosos y nunca deberían ser considerados como una dádiva o una concesión. Por otro lado, también hemos de reconocer las serias deficiencias de nuestra sociedad, los elementos de decadencia que hablan de debilitamiento. Estos elementos se manifiestan de la manera más dramática en las MTV (video clips), con su glorificación del individualismo hedonista en donde predominan los deseos personales, unos MTV plagados de sexo pornográfico, violencia, satanismo y blasfemia. Esos elementos también se manifiestan en la explosión del homicidio, el embarazo de las adolescentes, el divorcio, el adulterio fácil, la concesión del derecho al aborto voluntario, el suicidio de adolescentes, y el generalizado declinar de la familia, documentado todo ello recientemente por el informe de la Carnegie Corporation sobre la situación de los menores de edad. Un autor, reflexionando sobre las estadísticas de divorcio contenidas en este estudio, llega a la conclusión de que "aquellas afirmaciones simplistas de los liberales de allá por los años 70: ‘que las mujeres podían salir adelante ellas solas, que la ruptura familiar no ocasionaría ningún daño duradero a los hijos, que la familia de padre y madre no tenía por qué ser necesariamente la norma’, -todas han demostrado ser falsas"((3). En Norteamérica la infancia ya no es tiempo de inocencia y alegría. Las escuelas públicas de nuestras ciudades son a menudo lugares de terror, donde algunos jóvenes portan armas y otros requieren seguimiento sicológico y salas de meditación para elaborar el asesinato de un amigo. Cuando oímos decir a algunos jóvenes -como yo lo he oído- que les gustaría recibir un tiro para experimentar algo de importancia, es evidente que algo no funciona bien.
El deslizamiento cultural hacia el crimen, la violencia y el sexo de ocasión, está relacionado con la filosofía subyacente de la libertad arbitraria. Ella es la que produce las familias uni-parentales y prohibe corregir a los hijos para no lastimar la auto-estima juvenil. ¿No se habrá vuelto nuestra democracia demasiado permisiva e igualitaria? ¿No se habrá convertido la tolerancia en un deber moral tan avasallador que ha borrado otros valores igualmente o más importantes, valores que son esenciales para la moral y la familia?
Esa tolerancia sin límites ¿no estará destruyendo de hecho aquellas estructuras sociales que posibilitan la vida en la libertad y la dignidad? Por ejemplo: resulta cada día más evidente que la ilegitimidad es un factor decisivo en el origen del crimen, en el abuso de la droga y en las crisis de la asistencia social. ¿No nos habremos rendido a una filosofía que considera que todos los pecados sociales derivan de la desigualdad económica y, en el proceso, está erosionando el sentido de responsabilidad personal? Y viniendo más a nuestro tema: ¿hasta qué punto esa filosofía y esas actitudes están marcando la renovación actual de la vida religiosa?
En nuestro admirable esfuerzo por poner en práctica la opción preferencial por los pobres en el primer y tercer mundo, ¿no habremos olvidado otro reto igualmente importante: la conversión y evangelización de una porción crecientemente paganizada de América del Norte? En este sentido, la retirada, de los jesuitas y de miembros de otras congregaciones religiosas, del apostolado educativo: ¿no habrá ocasionado la pérdida de una gran oportunidad para presentar el Evangelio directamente y como un desafío ante nuestra cultura y su liderazgo? ¿No deberíamos dirigir nuestros esfuerzos apostólicos a formular un juicio crítico de la cultura norteamericana, demasiado confiada por un lado en la ciencia, considerada como único vehículo de la verdad y por otro lado en un sistema de valores demasiado proclive a dar rienda suelta a los instintos?
Es importante que las críticas al camino que ha venido recorriendo la renovación de la vida religiosa desde el Vaticano II no sean descalificadas, como si proviniesen de meras nostalgias románticas del pasado. Los ensayos que he reunido en este volumen expresan la convicción de que la renovación de la vida religiosa no puede continuar como hasta el presente. Cinco aparecieron anteriormente en revistas y ahora reaparecen en forma revisada y ampliada. En orden de aparición, son "Vida religiosa y religión", Review for Religious, vol. 51, julio-agosto 1992, pp. 527-539; "Vida Religiosa y Modernidad", Review for Religious, mayo-junio 1991, vol. 50, pp. 339-351; "Vocaciones y laicización de la vida religiosa", America, marzo 14, 1987, pp. 207-211; "Fe y justicia: delicado equilibrio", America, julio 15, 1989, pp. 32-36 y 45; y "Vocaciones religiosas: nuevos signos de los tiempos", Review for Religious, septiembre-octubre 1993, vol. 53, pp. 745-763. Agradezco a los editores de America y de Review for Religious por su autorización para reimprimir estos artículos. Estos ensayos examinan el impacto de la cultura moderna en diferentes aspectos de la vida religiosa, en la formación, en las vocaciones, en los esfuerzos por la justicia social y en la fe misma. Añado tres nuevos ensayos: sobre la castidad del célibe, la vida de comunidad y la necesidad de una visión en el liderazgo religioso. En todos ellos insisto en que la renovación actual de la vida religiosa pasa por un cambio de actitudes y por la imaginativa recuperación del perdido espíritu de aventura y de fe. Esto no se logrará ni principal ni únicamente mediante exámenes sociológicos de actitudes, por muy competentes que sean. Más bien tendremos que hacernos preguntas, abrir nuevos campos, encontrar otras metáforas, todo ello en la oración y la reflexión.
¿Estamos dónde Dios quería que estuviésemos cuando el Vaticano II nos invitó a cambiar? Creo que no. En nuestra prisa por suprimir estructuras de la vida religiosa y por liberarnos de los aspectos opresivos de nuestras instituciones, hemos fracasado en tomar conciencia de que nuestros fundadores eran, por encima de todo, constructores de instituciones. Eran emprendedores que se lanzaban a levantar un corps de conversión común en favor de la obra del Señor, un cuerpo para la edificación común que encarnara en el mundo un aspecto particular del Evangelio. Precisamente porque fundaron instituciones, modos de vida, por eso fueron capaces de reunir gente que consagrara sin egoísmo ninguno su ser entero. No eran poetas llenos de metáforas, ni teólogos o ideólogos que urdieran un sistema, ni siquiera santos que vivieran una vida personal santa; eran y son lo que nosotros les llamamos: fundadores. Estudiamos a los teólogos y a los ideólogos, leemos a los poetas, a los fundadores los seguimos.
Una consecuencia de esto es que el carisma de un(a) fundador(a) no puede entenderse independientemente de la institución que fundó. El carisma de la fundación no es un mero conjunto de ideas, una atmósfera ética que cada uno es libre de vivir a su modo. Separado de su aspecto colectivo y estructural, se pierde en parte el sentido del carisma. De hecho, las reglas y estructuras originales pueden ser el lugar privilegiado para estudiar su sentido.
Un ejemplo podría ayudarnos. El principal historiador de una congregación religiosa masculina, fundada en el siglo XIX, hizo un estudio sobre aquellas normas del fundador de la congregación que parecen más chocantes para la sensibilidad moderna. Un ejemplo de ellas es la norma del fundador según la cual cada miembro de la comunidad debía acudir una vez al mes al superior local, arrodillarse delante de él, confesar sus faltas, abrirle su corazón y pedir sus consejos. El historiador no pretendía, en absoluto, urgir un regreso literal a esta práctica, sino revelar un aspecto importante del concepto que el fundador tenía del superior, del cual no se esperaba que fuese principalmente un administrador eficiente, sino ante todo un auténtico líder espiritual, preocupado vital y concretamente por la vida espiritual y el desarrollo de cada uno de los miembros de la comunidad. La insistencia del fundador en que el miembro de la comunidad se arrodillase delante del superior no tiene nada que ver con las prácticas jerárquicas feudales. El arrodillarse tenía más bien como fin poner en aprietos al superior y asegurar en ambos una actitud de humildad, con la esperanza de que se dejasen de lado todos los juegos de poder y que las personas se pudieran encontrar auténticamente entre sí delante de Dios. Al fin del análisis el historiador recomienda que, ya sea que se arrodille o no, e independientemente de que lo haga una vez por mes o cada tantos o cuantos meses, los superiores y los miembros de una comunidad deberían reencontrarse una y otra vez en diálogo de fe. En opinión de este historiador, la renovación de las prácticas comunes no debe dejar de expresar las realidades espirituales sobre las cuales está fundada una congregación, y sin las cuales la existencia de dichas prácticas no tiene sentido.
La pasión no volverá a la vida religiosa, ni los jóvenes vendrán a ella, mientras las congregaciones no recobren el sentido de aquella aventura colectiva y religiosa, que empujó a nuestros fundadores hasta el sacrificio y el heroísmo. Reflexionando sobre los anhelos de los jóvenes, Paul Claudel decía que más que el placer desean el heroísmo. Esto quedó una vez más en evidencia durante los grandiosos encuentros de jóvenes con Juan Pablo II en 1993 en Denver, Colorado. Es hora de reclamar a los religiosos el arte de comprometerse de por vida con su congregación y, por medio de ella, retar a los jóvenes a correr en ayuda de la Iglesia en un tiempo de crisis. Esto se logrará yendo, más allá de los conceptos de la sociología y de la administración comercial de los negocios, a un nivel de renovación que sea, al mismo tiempo, una verdadera reforma; que busque su inspiración en las murallas de la ciudad de Ávila y en los acentos místicos de la Subida del Monte Carmelo. Un modo de vida burgués, una vida religiosa que se contente con un aggiornamento superficial y anhele ardientemente incorporar los valores de la sociedad que la rodea, ya no suscita ninguna pregunta y no puede cumplir ninguna función crítica.