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LA ISLA DE FIDEL
(por
Leopoldo Marechal)

"¡Cuba, qué linda es Cuba! Quien la defiende la quiere
más." Esta canción popular nos siguió, a mi mujer y a mí, durante los 40
días en que fuimos huéspedes de la isla de Fidel Castro, donde transcurre
la experiencia económicosocial más fascinante de esta segunda mitad del
siglo.
Cuando la "Casa de las Américas" me invitó a visitar la patria de Martí,
como jurado de su certamen anual de literatura, me asombré:
—¿Cómo puede ser —me dije— que un Estado marxista-leninista invite a un
cristiano viejo, como yo, que además es un antiguo "justicialista", hombre
de tercera posición?
Y decidí viajar a la isla en busca de respuestas a esa pregunta, y a otras
que yo me había formulado acerca de un pequeño país del Caribe sobre el
cual gravitan leyendas negras y leyendas blancas, miedos y amores tal vez
prefabricados. Entre las cosas de mi equipaje llevaba dos aforismos de mi
cosecha, útiles para estos casos: 1° "Hombre soy, y nada que sea humano me
asusta", y 2° "El miedo nace de la ignorancia: es necesario conocer para
no temer".
Cuba, nación bloqueada, tiene aún dos puertas exteriores de acceso a su
territorio: una es Praga y la otra México. Las "Líneas Cubanas de
Aviación" cumplen el esfuerzo heroico de unir la isla con esos dos puntos;
dispone de sólo cuatro aviones Britannia, de 1958, que hacen prodigios con
sus cuatro turbohélices, evitando los cielos hostiles del "mundo libre".
A mí me tocó entrar por México., En el aeropuerto de la capital azteca,
tras esperar algunos días el azaroso avión de la Cubana, me topo con un
colega del Perú y otro de Guatemala que también se dirigen a Cuba. Un
agente del aeropuerto adorna nuestros pasaportes con un gran sello que
dice: Salió a Cuba, inscripción insólita que atribuyo a un bizantinismo de
la burocracia. Otro agente, lleno de cordialidad, nos toma fotografías
individuales, hecho que confundo con un rasgo de la proverbial donosura
mexicana.
—Esas fotografías —me aclara el guatemalteco— son para el F.B.I. de los
Estados Unidos.
—Ignoraba que el F.B.I. se interesase tanto por un certamen de literatura
—comento.
Y ya estamos en vuelo, sobre el Golfo de México, rumbo a una isla
sospechada, sospechosa. Es, sin duda, un país socialista, sudoroso de
planes quinquenales, con músculos tensos y frentes deslustradas por el
materialismo histórico. Una de las azafatas distribuye bocadillos de
caviar: ¿no es una referencia evidente a la Cortina de Hierro? Pero, a
manera de un desmentido, vienen los daiquiri espirituosos y la fragante
caja de habanos.
¡Cuba, qué linda es Cuba! Y, mirándolo bien, ¿las mismas azafatas no
tienen el ritmo cimbreante de las palmeras y la frescura de los bananos en
flor?
Horas más tarde aterrizamos en el aeropuerto José Martí. En el atardecer
de invierno, advertimos cierto calor y cierta humedad de trópico. Nos
aguardan allá Ricardo y Norma, jóvenes, eficientes y plácidos en cierta
madurez acelerada: se anuncia en ellos la "efebocracia" o gobierno de los
jóvenes; así me definió más tarde don Pedro González, profesor jubilado de
la Universidad de California, el régimen de Cuba revolucionaria, régimen
sin ancianos visibles, de jóvenes, adolescentes y niños.
Los "carros" nos conducen a La Habana por un camino bordeado de palmeras:
la ciudad no está lejos, y poco después vemos erguirse sus grandes
monobloques, en cuyas ventanas empiezan a brillar las luces de la noche.
Llegamos, por fin, al Hotel Nacional, que será nuestra casa durante
cuarenta días. Es un edificio monumental, concebido por la imaginación
lujosa que requerían los fines a que se lo destinaba, lugar de week end
para millonarios en exaltación, tahúres internacionales, actores famosos
de la cinematografía. Lo asombroso es que la revolución lo haya
conservado, como los demás hoteles, restaurantes y cabarets de Cuba, en la
plenitud de sus actividades, con personal y servicios completos.
Ya en nuestra habitación, abrimos las ventanas que dan al mar y vemos la
bahía de La Habana, con su antiguo morro, a cuyos pies festonea la espuma.
En otra parte del hotel, y entre palmeras, una gran piscina de natación
que abandonan ya unos bañistas corridos por la noche.
Pero, ¿qué formas se yerguen allá, en aquel terreno vecino al parque? Son
dos pequeñas baterías antiaéreas, cuyas bocas de fuego apuntan al Norte.
La mucama de nuestro piso, joven y hermosa, entra en nuestra habitación y
lo prepara todo con una meticulosidad tranquila de mansión solariega.
—Mercedes es mi nombre —le dice a Elbiamor con un despunte de risa—. ¿De
dónde eres tú?
—De la Argentina —responde.
—¡La patria del Che! —recuerda Mercedes.
Nos pide que cuidemos los materiales del hotel. Ahora son del pueblo todo:
ella lo sabe porque no hace mucho que fue "alfabetizada" y ya tiene una
"conciencia social".
—Antes de la revolución —aclara—, yo no podía entrar en este hotel.
—¿Por qué no? —interrogo.
—Soy una mujer de color.
Vuelve a reír con su blanca dentadura de choclo. Elbiamor, entre lágrimas,
besa su mejilla de ébano.
Bajamos al comedor. Luego de la cena nos llevarán a Varadero, donde se
realiza la última sesión del Encuentro de Poetas, organizado en homenaje a
Rubén Darío al cumplirse el centenario de su nacimiento. En el comedor me
encuentro con Julio Cortázar: hace veinte años que no nos vemos. Abrazo su
fuerte y magro esqueleto de alambre. Su melena y sus patillas le dan el
aspecto de un beatle. Hemos de actuar en el mismo jurado de novela. Antes
de separarnos me anuncia, en voz baja, con cierto humor perverso:
—Han llegado cuarenta y dos originales de gran envergadura.
Arañas de cristal, manteles lujosos, vajillas resplandecientes, flores y
músicas, evocan en el gran comedor los esplendores del antiguo régimen.
Son los mismos camareros de ayer, con los mismos smokings y la misma
eficiencia; sirven cocktails de frutas tropicales, langostas y otros
manjares, a una concurrencia visiblemente internacional, de la que
formamos parte. Sí, son los mismos; pero ahora trabajan en una revolución.
No tardaremos en tutearnos con ellos y llamarnos "compañeros", diferentes
en la función social que cumplimos, iguales en cierta dignidad niveladora.
En los días que seguirán, repetiremos esa experiencia extraña con todos
los hombres de la isla; la aprenderemos y sabremos que la palabra
"humanidad" puede recobrar aún su antiguo calor solidario.
Esa misma noche, en una suite fantástica, llegamos a las playas de
Varadero, a ciento cincuenta kilómetros de la capital. A quién se le
ocurrió la idea de reunir a una pléyade de poetas iberoamericanos con el
solo fin de celebrar a Rubén Darío ¿Se perseguía un objetivo puramente
poético? ¿Por qué no?, me dije antes de llegar. Cuba fue siempre vivero de
poetas.
Y recordé aquellos versos de Darío que figuran en su poema dedicado a
Roosevelt:
"Eres los Estados Unidos,/eres el futuro invasor/de la América ingenua que
tiene sangre indígena/que aún reza a Jesucristo y aún habla en español".
¡Qué resonancia profética tenían esos versos del nicaragüense, junto al
mar de las Antillas, y en Cuba, que aún tiene la pretensión exorbitante de
ser libre, de edificar en libertad sus estructuras nacionales!
Varadero está de fiesta por un poeta muerto y una nación viva. Entre las
mesas ubicadas al aire libre, veo de pronto a Nicolás Guillen: también él
me ha reconocido, y éste es mi segundo abrazo demorado, en una noche de
iniciación. Después correrá el buen ron de la isla, cantarán los
improvisadores de décimas, bailarán los litúrgicos danzarines afrocubanos,
y la señora del poeta Fernández Retamar ha de brindarle a Elbiamor una
enorme caracola del Caribe.
A la mañana siguiente nos bañamos en aquel mar de
colores cambiantes, o discurrimos con los compañeros, en blancas y
finísimas arenas, como vidrio molido. Por la noche, dando fin al
Encuentro de Poetas, cenamos en la gran morada que fue de mister Dupont,
el financista internacional que apuraba en ella sus week end para
contrarrestar el frío de sus computadoras instaladas en Nueva York.
Cierto, la casa es monumental, con su embarcadero propio, su piscina y
su jungla; pero adolece de un mal gusto que parecería insanable en la
mentalidad de los Cresos. El hall, verbigracia, en conjunto inarmónico,
reúne un piano de cola, un órgano Hammond, muebles en anarquía, cuadros
y tapices anónimos que parecen salidos de una casa de remate.
Afortunadamente, aquella noche una revolución socialista consigue hacer
el milagro de dignificar la casa y sus tristes objetos: poetas y
escritores de Iberoamérica están sentados a la mesa de los periclitados
banqueros: nalgas líricas o filosóficas sustituyen en los sillones
dorados a las nalgas macizas del capitalismo. Se come, se bebe, se
recita, se canta. Por un instante me asalta la idea curiosa de que me
estoy bebiendo los estacionados vinos del opulento y alegre pirata.
Mister Dupont, disculpe: la Historia no se detiene.
Han entrado los danzarines negros y los cantores que eternizan su
África. Discutimos o bailamos, ¿qué importa la distinción en esta
primera noche del mundo? Desde su mesa, un grupo de cubanos entona en mi
honor "Los muchachos peronistas".
Lo peor es el regreso, claro está. Entre un poeta de guayabera blanca y
un sociólogo de guayabera gris, camino junto al mar feérico, bajo el
plenilunio. Y mi inquietud toma la forma de un remordimiento: ¿seremos
nosotros, una minoría, los únicos usufructuantes de una herencia
reciente? El de guayabera blanca me responde:
—Tranquilízate, alma buena. En Cuba no hay ahora ningún hambriento; no
hay desnudos ni descalzos; no hay desocupación, ni despidos, ni
embargos; no hay mendigos ni analfabetos.
En cuarenta días de viajes, estudios e inquisiciones, pude comprobar,
más larde, la verdad que había en las aseveraciones del poeta, y lo
fácil que es resolver un problema de justicia social cuando un pueblo se
decide a tomar el toro por las astas. Pero en aquella noche de Varadero
las preguntas afluyen a mis labios de recién venido:
—¿Pero el marxismo-leninismo es esto? ¿Nada más que esto?
El sociólogo se vuelve al poeta y le dice con ese tono inimitable de la
travesura cubana:
—No creo que Fidel haya leído ni ochenta páginas de El Capital.
—¿Es que pueden leerse más de ochenta páginas? —reflexiona el poeta.
—Sin embargo —insisto—, el propio Fidel se ha declarado marxista.
—¿Y por qué no? —argumenta el sociólogo—. A juzgar por algunas
Encíclicas, más de un Papa está en ese riesgo. ¿Y sabes por qué? Porque
el marxismo se resuelve al fin en una "dialéctica" que se adapta muy
bien a cualquier forma de lo contingente social. Quiero decir que sirve
tanto para un barrido como para un fregado, si se trata de barrer o
fregar en una vieja estructura político económica.
Yo me rio:
—El viejo Marx —arguyo— ha prolongado su gloria merced a esa
flexibilidad de su dialéctica. Pero, en cambio, lanzó al mundo una "logofobia"
retardante de muchos procesos revolucionarios.
—¿Qué es una "logofobia"? —inquiere el de la guayabera blanca.
—Logofobia —respondo— es el terror a ciertas palabras. Y el término
"marxismo", una de las más actuales.
—¡Eso merece un extra seco en las rocas! —ruge el sociólogo
entusiasmado.
—Lo tomaremos en cuanto exponga mi enseñanza paralela sobre la "logolatria".
—¿Y qué diablo es una "logolatria"?
—Es una adoración de la palabra por la palabra misma —le contesto—.
Generalmente, se toma una logolatria para defenderse de una logofobia.
—¿Ejemplos de logolatrías?
—Los términos "democracia", "liberalismo", "civilización occidental y
cristiana" o "defender nuestro estilo de vida", esto último,
naturalmente, a costa de los estilos ajenos.
—¿No es ésa una muletilla del Tío Sam?
—El Tío Sam, ¡qué tío!
Suenan tres carcajadas en la noche del trópico. Pero el sociólogo de
guayabera gris tiende una mano al horizonte marítimo:
—¡Silencio! —dice—. El Tío Sam está desvelado, a noventa millas náuticas
de aquí.
—¿Qué hace?
—Está revisando su cuadragésimo submarino atómico.
—¿Con qué fin?
—Le quita el sueño, entre otras cosas, una islita de siete millones de
habitantes que ha tenido el tupé de ensayar un régimen socialista en sus
propias barbas
De regreso en La Habana, es necesario leer los
voluminosos originales del concurso. Así lo hago, y así lo hacen conmigo
el guatemalteco Mario Monteforte Toledo, el argentino Julio Cortázar, el
joven español Juan Marsé, y el veterano escritor de Cuba, José Lezama
Lima. Pero hay que cumplir otras actividades paralelas: visitar
institutos, conceder reportajes, dialogar con estudiantes y obreros,
asistir a teatros y cines, donde se cumple una actividad febril.
Cuba, en su bloqueo, necesita mostrar lo que hizo en ocho años de
revolución; porque sabe que el mejor alegato en favor de la revolución
cubana es Cuba misma. Esos trajines y contactos me han permitido conocer
a la gente de pueblo en su intimidad.
El pueblo cubano es de la más pura fibra española (casi andaluza, yo
diría), entretejida con más que abundantes hebras africanas, que le
añaden una soltura de ritmos y una sensibilidad en lo mágico, por la
cual ha de convertir en "rituales" casi todos sus gestos, desde un baile
folklórico a una revolución. Libre ya de opresiones de "factoría" —y de
sus "mimesis" consiguientes—, reintegrado a su natural esencia, el
hombre cubano es un ser extrovertido y alegre, con imaginación creadora
y voluntad para los combates necesarios, incapaz de resentimientos,
fácil a los olvidos, propenso al diálogo y a la autocrítica.
Todo esto deberán tener muy en cuenta los que intenten alargar un brazo
amenazador sobre la tierra de Martí; porque no es difícil advertir allá
que si el cubano entona pacíficamente una copla en la Bodeguita del
Medio, o baila displicentemente una guaracha en El Rancho, de Santiago,
tiene siempre en una mano el machete de cortar caña de azúcar y en la
otra la culata invisible de una metralleta.
Cierta mañana, y a mi pedido, un arquitecto arqueólogo, joven como todo
el mundo en la isla, me hace recorrer la vieja Habana: su catedral, en
el más puro estilo de la colonia, es la más bella que conozco,
incluyendo la de México; los palacios condales, al enmarcar la plaza de
la catedral, integran un conjunto arquitectónico de sobria pureza.
Mi acompañante y mentor me conduce luego al Castillo de la Fuerza,
reducto castrense que los españoles erigieron antaño contra los
invasores de la isla, reales algunos y hasta hoy siempre posibles.
Cruzamos el puente levadizo, recorremos los oscuros pasillos, nos
asomamos a las troneras y almenares.
—Esta fortaleza —dice mi guía— es un símbolo perfecto de Cuba.
—¿Por qué?
—Sus constructores y defensores representaron al colonialismo; sus
atacantes representaron a la piratería. Y, hasta Fidel, Cuba se ha
debatido entre colonialistas y piratas.
—¿Ya no? —insisto.
—El riesgo subsiste en potencia. ¿Tú eres argentino?
—Sí.
—Entonces has de saber, en carne propia, que hay nuevas formas de
colonialismo y nuevas formas de piratería.
"¡Tocado!", me digo en mi alma. Y el arqueólogo concluye:
—La revolución cubana sólo tiene su explicación entera en la Historia
Nacional de Cuba.
Regreso al hotel, en cuyos ámbitos empiezo a conocer la naturaleza de
sus huéspedes. Ya me topé con los tenistas polacos, tan elegantes con
sus conjuntos rojos de pantalón y remera. Eludo ahora a los ciclistas
hispanoamericanos que han de correr la Vuelta de Cuba: llevan siempre
consigo sus bicicletas, en el comedor y en los ascensores; Cortázar me
comunica su sospecha de que los corredores duermen con sus máquinas y
tienen con ellas relaciones extraconyugales (¡diablo de novelista!).
Luego me voy a la piscina: es un gran espejo de agua entre palmeras y
bajo el sol de Cáncer, que acaricia y muerde a la vez como un ungüento.
¿Quiénes han invadido la piscina, tan solitaria otras veces? Porque la
gente de Cuba sólo nada en verano, y la isla está en la mitad de su
invierno.
Estudio a los invasores: no hay duda, son caras y pelambres del mundo
eslavo. Y al fin identifico a los deportistas soviéticos, entre los
cuales alza su mole ciclópea el campeón olímpico de levantamiento de
pesas. Paseándose en torno de la piscina muy a lo peripatético, Dalmiro
Sáenz jury en el certamen de cuento, lee originales con toda la gravedad
que le consiente su pantalón de baño.
—¿Qué hacen aquí los rusos? —me pregunta, indicando a los Invasores.
—Vienen a descansar, después de su zafra —le respondo.
—¿Qué zafra?
—La del Uranio 235.
Dalmiro estudia mi respuesta. Y, sin embargo, su atención está fija en
el cíclope ruso.
—Un gran levantador —me dice.
—No hay duda —le contesto—: ahora me crucé con él en la cafetería, y lo
estudié en el fondo de los ojos.
—¿Qué viste?
—Una caverna del paleolítico y un gran desfile de brontosaurios.
Naturalmente, hay rusos en Cuba, y checos, y búlgaros, y polacos,
técnicos, hombres de deportes y hasta turistas. ¿Por qué "naturalmente"?
Se dice que cuando, triunfante su revolución, Fidel Castro se dirigía a
la capital, llevaba in mente dos preocupaciones: evitar que la burguesía
local, dúctil actriz de la historia cubana, intentase usufructuar 'pro
domo sua', como lo hizo tantas veces desde la colonia, un triunfo que
había costado sangre y lágrimas; y evitar que hiciese lo propio el
marxismo intelectual y minoritario, que también alentaba en la isla,
como sucede aquí y en todas partes. Fácil es deducir que una "tercera
posición" equilibrante maduraba en la cabeza del líder. Y se produjo
entonces la intervención y bloqueo contra una pequeña y esforzada nación
que sólo buscaba una reforma de sus estructuras para lograr su propio
estilo de vida.
Claro está, bloqueada y amenazada, la isla de Fidel, sin combustibles,
sin industrias básicas y sin comunicaciones, habría tenido que declinar
su revolución; los norteamericanos, que no tienen experiencia ni
prudencia históricas, la arrojaron a la órbita de Rusia, que tiene todo
eso y, además, un estilo y método revolucionarios.
Por aquellos días, los cubanos entonaban el estribillo siguiente: "Los
rusos nos dan, / los yanquis nos quitan: / por eso lo queremos a Nikita".
Cierto es que más tarde, cuando los rusos, movidos por la estrategia de
la hora, retiraron los cohetes cedidos a Cuba, se cantó este estribillo:
"Nikita, Nikita, / lo que se da no se quita".
Un oyente que escuchaba esta explicación, me dijo:
—No puede ser: es demasiado ingenuo, demasiado "simplista".
—Compañero —intervine yo—, ahí está la madre del borrego, como decimos
en Argentina. Desde hace muchos años observo una tendencia universal a
desconfiar de las explicaciones "simplistas"; en cambio, se prefiere
complicar los esquemas en lo político, en lo social, en lo económico, y
hacer una metafísica inextricable de lo que es naturalmente "simple". A
mi entender, toda esa complejomanía proviene de los interesados en
"enturbiar las aguas".
Pero, impuesta o no por las circunstancias, es de imaginar lo que una
teoría filosófico social, como el marxismo, logra o puede lograr en un
pueblo que, como el cubano, tiene toda la soltura, toda la imaginación
y, además, todas las alegres contradicciones del mundo latino. Está
dándose aquí, evidentemente, un comunismo sui géneris, o más bien una
empresa nacional "comunitaria" que deja perplejos a los otros Estados
marxistas, en razón de su originalidad fuera de serie.
Un soviético, un checoslovaco, un búlgaro, de los que frecuentemente
visitan a Cuba, no dejan de preguntarse, vista la espontánea y confesa
"heterodoxia" cubana:
—¿Qué desconcertante flor latina estará brotando en las viejas y
teóricas barbas de Marx?
De pronto nos anuncian que Fidel Castro ha de
asistir, en San Andrés, provincia de Pinar del Río, a la inauguración de
una comunidad erigida en plena montaña.
Llegamos al atardecer en un ómnibus (allá le dicen guagua) de
construcción checa, atravesando villas coloreadas y paisajes de sueño.
Una concentración multitudinaria se ha instalado allá: son hombres y
mujeres de toda la isla, que quieren oír a Fidel. Además, está jugándose
allí mismo un trascendente partido de baseball, el de los "industriales"
contra los "granjeros": el baseball es el deporte nacional, como el
fútbol entre nosotros, y suscita en las tribunas populares las mismas
discusiones y trompadas que se dan en la "bombonera", por ejemplo; el
mismo Fidel Castro es un "bateador" satisfactorio. El partido concluye:
ganaron los "industriales". Risas y broncas. Pero la noche ha caído; se
oye un helicóptero; y poco después una gran figura barbada sube a la
plataforma.
Déjenme ahora esbozar un retrato del líder.
Fidel Castro es un hombre joven, apenas cuarentón, fuerte y sólido en su
uniforme verdeoliva; cariñosamente lo llaman El Caballo, en razón de su
fortaleza militante. Bien plantado en la tribuna, deja oír su alocución
directa, con una voz resonante y a la vez culta, que traiciona en él al
universitario metido por las circunstancias en un uniforme castrense. Al
hablar acaricia los micrófonos; y en algún instante de pausa dubitativa
se rasca la cabeza con un índice crítico, lo cual hace sonreír a sus
oyentes.
Reúne a los "compañeros", les habla de asuntos concretos: planes de
trabajo análisis y crítica de lo ya realizado, exhortaciones de conducta
civil, palabras de aliento y de censura según el caso. Nunca se dirige a
ellos en primera persona del singular —"yo"—, sino en la primera y
segunda del plural —"nosotros" y "ustedes"—, lo cual le confiere un tono
de entrecasa, humano y familiar, que borra en él cualquier arista de
demagogia o se resuelve en una demagogia tan sutil que nadie la
advierte. Dialoga con el pueblo que lo interroga y le sirve de coro, lo
cual me trae algunas reminiscencias argentinas: "Oye, Fidel, ¿y esto?
Oye, Fidel, ¿y aquello?" Y Fidel Castro recoge las preguntas en el aire
y las contesta, rápido, certero y a menudo incisivo.
Una de sus preocupaciones actuales es el "burocratismo" en que suelen
aletargarse y morir las revoluciones. Informa en un discurso que se ha
creado la Comisión Nacional contra el Burocratismo; y una quincena más
tarde anunciará en otro:
—Compañeros, la Comisión Nacional contra el Burocratismo se ha
burocratizado.
Conoce a fondo los problemas generales de su pueblo, y hasta los
particulares de sus individuos, tanto en el bien como en el mal. Durante
el huracán "Flora", que asoló a la isla, condujo un tanque anfibio de
salvataje y estuvo a punto de morir ahogado. En el corte de caña de
azúcar, empresa nacional que moviliza hoy a todos los habitantes, Fidel
Castro interviene, como todos, y no cortando algunas cañas simbólicas,
sino trabajando jornadas enteras a razón de ocho horas cada una.
Esta noche lo escucho en San Andrés: hace frío en la montaña, vinimos
desprevenidos y nos abrigamos con mantas del ejército. Fidel no es ya el
orador "larguero" y teatral, imagen con la que aún se lo ridiculiza
fuera: sus apariciones en público son cada vez más escasas y sus
discursos cada vez más cortos. En esta oportunidad, además de referirse
al asunto concreto de la reunión, toca dos puntos que me interesan como
escucha foráneo: define a la suya como a la "primera revolución
socialista de América", y es verdad que lo ha dicho muchas veces. Pero,
a continuación, la identifica con una "segunda independencia de Cuba", y
me acuerdo entonces de lo que dijo el arqueólogo en el Castillo de la
Fuerza: "La revolución cubana sólo tiene su explicación entera en la
Historia Nacional de Cuba".
Ya en el ómnibus o guagua, que a través de la noche nos devuelve a la
capital, y mientras Ricardo y Ernesto cantan aquello de "¿Cuándo volveré
al bohío?", sin duda para que no se duerma el compañero chofer en el
volante, doy cuenta de mis observaciones al sociólogo en guayabera gris
que compartió con nosotros la bodega ilustre de mister Dupont.
—Evidentemente —me dice—, el movimiento revolucionario de Fidel en pro
de la "segunda independencia" no es más ni menos que una continuación
inevitable del movimiento de José Martí en favor de la "primera".
—Es tan verdad —asiento yo—, que la figura de Martí está hoy en Cuba tan
presente y es tan actual como la del mismo Fidel, y los escritos de
Martí abundan en la formulación teórica del movimiento castrista.
Los cantantes del ómnibus han pasado en este momento a la canción "No la
llores", y el de la guayabera gris insiste:
—Esa continuidad revolucionaria está favorecida por el hecho de que la
pasada historia de Cuba y la presente casi se tocan. Y si no,
recapitulemos: la gesta de Martí comienza en 1895; el primer Presidente
de Cuba, Tomás Estrada Cabrera, es reconocido por "ellos" en 1902;
luego, dos Gobernadores norteamericanos, con el pretexto de pacificar la
isla, se mantienen en el poder hasta 1909; después, una serie de
gobiernos, electos o dictatoriales, que duran o no según el apoyo de los
Estados Unidos, cuyos intereses económicos en la isla son cada vez más
fuertes. La primera independencia (José Martí) y la segunda (Fidel
Castro) se parecen como dos gotas de agua. Tienen los mismos opositores:
un imperialismo exterior, ávido y prepotente, y una oligarquía local en
colaboración con el primero. Uno y otro líder se parecen hasta en el
modus operandi que utilizan: desembarcos furtivos en la costa cubana,
internación en los montes, actividad de guerrillas. Lo único que añade
Fidel a esa empresa insistente de Cuba es el acento de lo social
económico, que, por otra parte, resuena hoy universalmente.
Las luces de La Habana se nos vienen encima. En el recibimiento del
hotel (que allá se llama "carpeta") encuentro una nota de Granma, órgano
del Partido, en la cual se me solicita un reportaje. Granma es el nombre
del yate que, en 1956, trajo a Fidel Castro y a sus 82 compañeros desde
México a la provincia de Oriente, donde la Sierra Maestra ofrecía un
camino ya histórico de operaciones.
Al día siguiente respondo a las dos preguntas del reportaje:
—Usted —inquiere mi reporter—, que ha sido testigo y partícipe de la
historia de nuestro continente a lo largo de este siglo, ¿cómo definiría
este momento de América latina?
—Desde hace tiempo —respondo—, América latina vive en estado "agónico",
vale decir de lucha, según el significado etimológico de la palabra. Y
esa lucha tiende, o debe tender, a lo que Fidel Castro llamó anoche
"segunda independencia". Yo diría que nuestro continente pugna por
entrar en su verdadero "tiempo histórico": lo que vivió hasta hoy es una
suerte de prehistoria.
—¿Qué impresiones tiene usted de su primer viaje a Cuba?
—A primera vista, y mirada con ojos imparciales, Cuba me parece un
laboratorio donde se plasma la primera experiencia socialista de
Iberoamérica. Por encima de cualquier "parnaso teórico" de ideas,
entiendo que Cuba está realizando una revolución nacional y popular,
típicamente cubana e iberoamericana, que puede servir no de patrón, sino
de ejemplo a otras que, sin duda, se darán en nuestro continente, cada
una con su estilo propio y su propia originalidad.
Resuelto ya el certamen literario de La Casa de las Américas, hemos de
viajar al interior de la isla con el propósito de visitar la base
militar de Guantánamo y después Minas de Frío.
Desde la ventana de mi cuarto estudio las dos pequeñas baterías
antiaéreas que, según dije, apuntan al norte marinero. Porque a 90
millas de aquí está un enemigo al que no se odia ni se teme pero se lo
vigila en un tranquilo alerta. Esas dos baterías tienen, ante mis ojos,
la puerilidad de la honda de David ante la cara inmensa de un Goliath en
acecho. Regularmente, el crucero "Oxford" entra en las aguas
territoriales de Cuba, y su blanca silueta se recorta en el horizonte
marítimo.
Desde Miami, las emisoras difunden noticias truculentas: el malecón de
La Habana está lleno de fusilados que hieden al sol; faltan alimentos en
la isla; Fidel Castro ha desaparecido misteriosamente. Yo estoy ahora
observando el malecón lleno de paseantes alegres y de tranquilos
pescadores; todos comen bien en la isla y hace unas horas vi a Fidel
Castro en una reunión de metalúrgicos.
Pero en otro lugar del territorio, el enemigo está más cerca y se hace
visible. ¿Dónde? En Guantánamo. Yo estoy en Guantánamo, junto al mar del
Caribe, donde los norteamericanos tienen la base conocida, separados de
los cubanos por una cortina de alambre tejido. Ese límite somero es el
lugar de las "provocaciones". Converso con la tropa del destacamento
cubano, miro fotografías y documentales cinematográficos.
—A veces —me dice un oficial—, los marines yanquis arrojan piedras al
destacamento, con las mismas actitudes y el furor de un peacher de
baseball; otras, en son de burla, parodian ante los centinelas de Cuba
los movimientos de los bailes afrocubanos, u orinan ostensiblemente
cuando izamos nuestra bandera.
—¿Y ustedes qué hacen? —pregunto. La consigna es no responder a las
provocaciones. Uno de nuestros centinelas les volvió la espalda, sólo
para no verlos.
—¿Y ellos qué hicieron?
—Lo mataron de un tiro en la nuca. Vea usted las fotografías del
cadáver.
Desde Guantánamo, tras regresar a nuestra base de Santiago de Cuba, nos
dirigimos a la Sierra Maestra con el propósito de subir a Minas de Frío,
cumbre donde el comandante Ernesto Che Guevara tuvo su cuartel de
operaciones. Siguiendo la norma revolucionaria de instalar escuelas
donde hubo cuarteles y escenarios de lucha, se ha fundado un centro
educacional, donde se preparan los maestros del futuro.
La subida es difícil, ya que se hace por una cuesta empinada, rica en
torrenteras y despeñaderos, que hasta no hace mucho sólo era transitable
a pie o a lomo de mula. Nosotros la franqueamos en un camión de guerra
soviético, que en dos horas de trajín, sacudones y patinadas nos deja en
la cima, algo así como un altiplano donde conviven 7.000 alumnos,
muchachas y muchachos de todas las pieles, bien alojados y guarnecidos.
—¿Por qué instalar esa escuela en una cumbre sometida a todos los
rigores climáticos?
—Para fortalecer y templar —responden— a los jóvenes que han de ejercer
el magisterio en los más duros rincones de la isla. Nuestra campaña de
alfabetización, iniciada en 1961, redujo el índice de analfabetos a un
3,5 por ciento. Ahora, Fidel quiere que toda Cuba sea una escuela.
Y abordamos a los alumnos, con su ropa y zapatos de montaña (ellas,
naturalmente, con ruleros en la cabeza). Blancos, negros y mulatos
tienen la conversación fácil y una seguridad alegre que anula toda
ostentación o dramatismo. Quieren saber de nosotros: los fascinan
nuestros diversos tonos del idioma español. Al fin, piden que cantemos;
yo berreo una vidalita sureña, y Juan Marsé arriesga una sardana de su
terruño catalán.
¡Tendría tantas cosas que referir! Sólo puedo hacerlo
en síntesis rapsódicas o en pantallazos de cinematografía. Estamos ahora
en un grande y viejo taller metalúrgico, donde Fidel Castro reúne a
trabajadores y estudiantes de escuelas tecnológicas.
Tras un intento inicial de industrialización, la isla entera se vuelca hoy
a los afanes de la agricultura. Pero hay que pensar en el futuro, y el
conductor habla: se refiere a la explotación de los minerales que abundan
en las sierras, a sus aleaciones posibles, a los futuros altos hornos y
acerías, a la perfección técnica de los obreros. Un químico visitante, que
tengo a mi costado, musita:
—¡Sueña! ¡Esta soñando en alta voz!
—¿Qué importa? —le contesto—. ¿Qué importa, si todo este pueblo que lo
escucha está soñando con él? Al fin y al cabo, ¿qué sueña? La ilusión de
una felicidad en la soberanía, siempre posible y siempre demorada. ¿No
están, acaso, en ese mismo sueño todas las otras repúblicas de
Iberoamérica?
Y Fidel sigue hablando, frente a los rostros encendidos, Fidel está
soñando: ¡pobre del que se ría!
Esta mañana, Elbiamor y yo estamos a solas con Haydée Santamaría, heroína
de la revolución cubana en sus preparativos y combates. Su hermano y su
prometido fueron torturados hasta morir, frente a ella misma, para que
revelara el paradero de los jefes. Toda revolución cruenta deja siempre
como posible y hasta inevitable el juego numeral de las víctimas, de modo
tal que uno y otro bando puedan sentarse a la mesa y barajar en el tapete
sus propios muertos. Haydée no lo hace, aunque tal vez en sus sueños
perdure una pesadilla de ojos arrancados. Perdonar y olvidar —nos ha dicho
ella—. y sobre todo combatir por un orden humano y una sociedad que hagan
imposibles, en adelante, los horrores de la jungla.
Detrás de ese afán, ella trabaja día y noche, como si fuese la madre, la
hermana y la novia del movimiento. De pronto recuerda mi cristianismo y el
de Elbiamor:
—Antes de la revolución —nos dice—, yo era creyente, como todos los míos.
Después entendí que, si deseaba trabajar por un orden nuevo, debía
prescindir de Dios, olvidarlo.
No entendemos el por qué de tal resolución, romántica, y callamos.
—El otro día, infiere de pronto—, mi hija de cuatro años me preguntó quién
era Dios.
—¿Y qué le respondió usted?
—Le dije que Dios era todo lo hermoso, lo bueno y lo verdadero que nos
gustaba en la naturaleza.
La miramos con ternura.
—Belleza- Bondad y Verdad —le dije al fin—: son, justamente, tres nombres
y tres atributos de lo Divino.
Haydée calla. Luego se dirige a su escritorio y me trae como obsequio una
caja de habanos construida con maderas preciosas de Cuba.
¿Y el ambiente religioso de la isla? Puedo decir que actualmente se oficia
con regularidad en los templos católicos y protestantes. En las santerías
se ofrece al público el acervo iconográfico tradicional, junto con la
utilería de las magias africanas, que conservan en la Isla una tradición
semejante. Fidel Castro, en una campaña contra las malezas rurales,
aconsejó, no sin humorismo, respetar las hierbas rituales de los brujos.
En realidad, no se manifiesta en Cuba ni menor ni mayor religiosidad
verdadera que en muchos otros países del orbe cristiano, incluido el
nuestro.
Sé, de muy buena fuente, que en el Comité Central del Partido hay
católicos viejos y católicos de reciente conversión, además de algunos
marxistas puros, uno de los cuales, en su inocencia, me confesó haber
bautizado a un niño con champagne y en el nombre de Marx, de Lenin y de
Fidel. Y digo "en su inocencia", porque aquel hombre, fundamentalmente
bueno, "no sabía lo que hacía", dicho evangélicamente.
Triunfante la gesta revolucionaria, tuvo un despunte de oposición en
algunos sacerdotes de nacionalidad española y algunos pastores
protestantes de nacionalidad estadounidense, que obraban, sin duda, por
razones "patrióticas". Fidel Castro dijo, entonces, que todo cristiano
debería ser, por definición, un revolucionario. Recuerdo que hace ya
muchos años, en cierto debate sobre el comunismo realizado en París,
alguien (creo que Jacques Maritain) definió al comunismo como una "versión
materialista del Evangelio". Pensé yo en aquel entonces que era preferible
tener y practicar una versión materialista del Evangelio a no tener ni
practicar ninguna.
Y me digo ahora, con más ciencia y experiencia, que toda realización en el
orden amoroso de la caridad, sea consciente o inconsciente, entraña en sí
misma una "petición" de Jesucristo.
Terminó para nosotros la Misión Cuba. Una tarde respondemos a los alumnos,
en la Escuela de Letras. Uno me pregunta por el Facundo, de
Sarmiento, y le aclaro algunas nociones. Otro interroga sobre El
Matadero, de Echeverría, y César Fernández Moreno se encarga de las
respuestas. Pero todos los cubanos acuden al corte de caña: gobernantes y
gobernados, obreros y estudiantes, artistas y técnicos.
Se ha iniciado la Séptima Zafra de la Revolución, que promete ser la más
cuantiosa del siglo. Los contingentes están saliendo a la tierra (o a la
caña, como dicen allá): todos van alegres, porque el trabajo ya no es una
"maldición antigua", sino un esfuerzo que hace doler las manos en el
machete, los tres primeros días, y concluye por mudarse en una felicidad
virgiliana.
Estamos en el aeropuerto José Martí, como a nuestra llegada; el
cuatrimotor Britannia nos espera, trajinado y temible a los ojos de
Elbiamor. Nuestros compañeros de Cuba nos despiden: hay calor en sus manos
y esperanza en sus voces. El avión toma la pista: ellos quedan allá, con
su ensueño acunado entre peligros, y sin otro sostén que su líder y los
símbolos de su enseña nacional, enumerados en la misma canción con que
inicié esta crónica: "Un Fidel que vive en las montañas, un rubí, cinco
franjas y una estrella".
Fuente: Obras completas de
Leopoldo Marechal.
[Se permite la reproducción citando
Eurindia.galeon.com como fuente]
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