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Amor Supremo
LA NATURALEZA y la revelación a una dan
testimonio del amor de Dios. Nuestro Padre celestial es la
fuente de vida, de sabiduría y de gozo. Mirad las maravillas y
bellezas de la naturaleza. Pensad en su prodigiosa adaptación
a las necesidades y a la felicidad, no solamente del hombre,
sino de todas las criaturas vivientes. El sol y la lluvia que
alegran y refrescan la tierra; los montes, los mares y los
valles, todos nos hablan del amor del Creador. Dios es el que
suple las necesidades diarias de todas sus criaturas. Ya el
salmista lo dijo en las bellas palabras siguientes:
"Los ojos de todos miran a ti, Y tú les das
su alimento a su tiempo. Abres tu mano, Y satisfaces el deseo
de todo ser viviente". (Salmo 145: 15, 16.)
Dios hizo al hombre perfectamente santo y
feliz; y la hermosa tierra no tenía, al salir de la mano del
Creador, mancha de decadencia, ni sombra de maldición. La
transgresión de la ley de Dios, de la ley de amor, es lo que
ha traído consigo dolor y muerte. Sin embargo, en medio del
sufrimiento que resulta del pecado se manifiesta el amor de
Dios. Está escrito que Dios maldijo la tierra por causa del
hombre. (Génesis 3: 17) Los cardos y espinas - las
dificultades y pruebas que hacen de su vida una vida de afán y
cuidado - le fueron asignados para su bien, como parte de la
preparación necesaria, según el plan de Dios, para su
elevación de la ruina y degradación que el pecado había
causado. El mundo, aunque caído, no es todo tristeza y
miseria. En la naturaleza misma hay mensajes de esperanza y
consuelo. Hay flores en los cardos y las espinas están
cubiertas de rosas.
"Dios es amor", está escrito en cada capullo
de flor que se abre, en cada tallo de la naciente hierba. Los
hermosos pájaros que llenan el aire de melodías con sus
preciosos cantos, las flores exquisitamente matizadas que en
su perfección perfuman el aire, los elevados árboles del
bosque con su rico follaje de viviente verdor, todos dan
testimonio del tierno y paternal cuidado de nuestro Dios y de
su deseo de hacer felices a sus hijos.
La Palabra de Dios revela su carácter. El
mismo ha declarado su infinito amor y piedad. Cuando Moisés
dijo: "Ruégote me permitas ver tu gloria", Jehová respondió:
"Yo haré que pase toda mi benignidad ante tu vista". (Éxodo
33: 18, 19) Tal es su gloria. Jehová pasó delante de Moisés y
clamó: "Jehová, Jehová, Dios compasivo y clemente lento en
iras y grande en misericordia y en Fidelidad; que usa de
misericordia hasta la milésima generación; que perdona la
iniquidad, la transgresión y el pecado". (Éxodo 34: 6, 7)
"Lento en iras y grande en misericordia" (Jonás 4: 2) "Porque
se deleita en la misericordia". (Miqueas 7: 18)
Dios ha unido nuestros corazones a él con
pruebas innumerables en los cielos y en la tierra. Mediante
las cosas de la naturaleza y los más profundos y tiernos lazos
que el corazón humano pueda conocer en la tierra, ha procurado
revelársenos. Con todo, estas cosas sólo representan
imperfectamente su amor. Aunque se habían dado todas estas
pruebas evidentes, el enemigo del bien cegó el entendimiento
de los hombres, para que éstos mirasen a Dios con temor, para
que lo considerasen severo e implacable. Satanás indujo a los
hombres a concebir a Dios como un ser cuyo principal atributo
es una justicia inexorable, como un juez severo, un duro,
estricto acreedor. Pintó al Creador como un ser que está
velando con ojo celoso por discernir los errores y faltas de
los hombres, para visitarlos con juicios. Por esto vino Jesús
a vivir entre los hombres, para disipar esa densa sombra,
revelando al mundo el amor infinito de Dios.
El Hijo de Dios descendió del cielo para
manifestar al Padre. "A Dios nadie jamás le ha visto: el Hijo
unigénito, que está en el seno del Padre, él le ha dado a
conocer". (S. Juan 1: 18) "Ni al Padre conoce nadie, sino el
Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quisiere revelar". (S. Mateo
11: 27) Cuando uno de sus discípulos le dijo: "Muéstranos al
Padre", Jesús respondió: "Tanto tiempo hace que estoy con
vosotros, ¿y todavía no me conoces, Felipe? El que me ha visto
a mí, ha visto al Padre: ¿Cómo pues dices tú: Muéstranos al
Padre? " (S. Juan 14: 8, 9).
Jesús dijo, describiendo su misión terrenal:
Jehová "me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres;
me a enviado para proclamar a los cautivos, y a los ciegos
recobro la vista para poner en libertad a los oprimidos". (s.
Lucas 4: 18.), esta era su obra. Pasó haciendo bien y sanando
a todos los oprimidos de Satanás.
Había aldeas enteras donde no se oía un
gemido de dolor en casa alguna, porque él había pasado por
ellas y sanado a todos sus enfermos. Su obra demostraba su
divina unción. En cada acto de su vida revelaba amor,
misericordia y compasión; su corazón rebosaba de tierna
simpatía por los hijos de los hombres. Tomó la naturaleza del
hombre para poder simpatizar con sus necesidades. Los más
pobres y humildes no tenían temor de allegársele. Aun los
niñitos se sentían atraídos hacia él. Les gustaba subir a sus
rodillas y contemplar ese rostro pensativo, que irradiaba
benignidad y amor, Jesús no suprimió una palabra de verdad,
sino que profirió siempre la verdad con amor. Hablaba con el
mayor tacto, cuidado y misericordiosa atención, en su trato
con las gentes. Nunca fue áspero, nunca habló una palabra
severa innecesariamente, nunca dio a un alma sensible una pena
innecesaria. No censuraba la debilidad humana. Hablaba la
verdad, pero siempre con amor. Denunciaba la hipocresía, la
incredulidad y la iniquidad; pero las lágrimas velaban su voz
cuando profería sus fuertes reprensiones. Lloró sobre
Jerusalén, la ciudad amada que rehusó recibirlo, a él, el
Camino, la Verdad y la Vida. Habían rechazado al Salvador, mas
él los consideraba con piadosa ternura. La suya fue una vida
de abnegación y verdadera solicitud por los demás. Toda alma
era preciosa a sus ojos. A la vez que siempre llevaba consigo
la dignidad divina, se inclinaba con la más tierna
consideración hacia cada uno de los miembros de la familia de
Dios. En todos los hombres veía almas caídas a quienes era su
misión salvar.
Tal es el carácter de Cristo como se revela
en su vida. Este es el carácter de Dios. Del corazón del Padre
es de donde manan los ríos de compasión divina, manifestada en
Cristo para todos los hijos de los hombres. Jesús el tierno y
piadoso Salvador, era Dios "manifestado en la carne" (1
Timoteo 3: 16) .
Jesús vivió, sufrió y murió para redimirnos.
El se hizo "Varón de dolores" para que nosotros fuésemos
hechos participantes del gozo eterno. Dios permitió que su
Hijo amado, lleno de gracia y de verdad, viniese de un mundo
de indescriptible gloria, a un mundo corrompido y manchado por
el pecado, oscurecido con la sombra de la muerte y la
maldición. Permitió que dejase el seno de su amor, la
adoración de los ángeles, para sufrir vergüenza, insulto,
humillación, odio y muerte. "El castigo de nuestra paz cayó
sobre él, y por sus llagas nosotros sanamos" (Isaías 53: 5).
¡Miradlo en el desierto, en el Getsemaní, sobre la cruz! El
Hijo inmaculado de Dios tomó sobre sí la carga del pecado. El
que había sido uno con Dios, sintió en su alma la terrible
separación que hace el pecado entre Dios y el hombre. Esto
arrancó de sus labios el angustioso clamor: "¡Dios mío! ¡Dios
mío! ¿por qué me has desamparado?" (S. Mateo 27: 46). La carga
del pecado, el conocimiento de su terrible enormidad y de la
separación que causa entre el alma y Dios, quebrantó el
corazón del Hijo de Dios.
Pero este gran sacrificio no fue hecho a fin
de crear amor en el corazón del Padre para con el hombre, ni
para moverlo a salvar. ¡No, no! "Porque de tal manera amó Dios
al mundo, que dio a su Hijo unigénito" (S. Juan 3: 16). No es
que el Padre nos ame por causa de la gran propiciación, sino
que proveyó la propiciación porque nos ama. Cristo fue el
medio por el cual él pudo derramar su amor infinito sobre un
mundo caído. "Dios estaba en Cristo, reconciliando consigo
mismo al mundo" (2 Corintios 5: 19). Dios sufrió con su Hijo.
En la agonía del Getsemaní, en la muerte del Calvario, el
corazón del Amor Infinito pagó el precio de nuestra redención.
Jesús decía: "Por esto el Padre me ama, por
cuanto yo pongo mi vida para volverla a tomar" (S. Juan 10:
17). Es decir: "De tal manera os amaba mi Padre, que aún me
ama más porque he dado mi vida para redimiros. Por haberme
hecho vuestro Sustituto y Fianza, por haber entregado mi vida
y tomado vuestras responsabilidades, vuestras transgresiones,
soy más caro a mi Padre; por mi sacrificio, Dios puede ser
justo y, sin embargo, el justificador del que cree en Jesús".´
Nadie sino el Hijo de Dios podía efectuar
nuestra redención; porque sólo él, que estaba en el seno del
Padre podía darlo a conocer. Sólo él, que conocía la altura y
la profundidad del amor de Dios, podía manifestarlo. Nada
menos que el infinito sacrificio hecho por Cristo en favor del
hombre caído podía expresar el amor del Padre hacia la perdida
humanidad.
"Porque de tal manera amó Dios al mundo, que
dio a su Hijo unigénito". Lo dio no solamente para que viviese
entre los hombres, no sólo para que llevase los pecados de
ellos y muriese como su sacrificio; lo dio a la raza caída.
Cristo debía identificarse con los intereses y necesidades de
la humanidad. El que era uno con Dios se ha unido con los
hijos de los hombres con lazos que jamás serán quebrantados.
Jesús "no se avergüenza de llamarlos hermanos" (Hebreos 2:
11). Es nuestro Sacrificio, nuestro Abogado, nuestro Hermano,
lleva nuestra forma humana delante del trono del Padre, y por
las edades eternas será uno con la raza que ha redimido: es el
Hijo del hombre. Y todo esto para que el hombre fuese
levantado de la ruina y degradación del pecado, para que
reflejase el amor de Dios y participase del gozo de la
santidad.
El precio pagado por nuestra redención, el
sacrificio infinito que hizo nuestro Padre celestial al
entregar a su Hijo para que muriese por nosotros, debe darnos
un concepto elevado de lo que podemos ser hechos por Cristo.
Al considerar el inspirado apóstol Juan "la altura", "la
profundidad" y "la anchura" del amor del Padre hacia la raza
que perecía, se llena de alabanzas y reverencia, y no pudiendo
14 encontrar lenguaje conveniente en que expresar la grandeza
y ternura de este amor, exhorta al mundo a contemplarlo.
"¡Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados
hijos de Dios!" (1 S. Juan 3: 1) ¡Qué valioso hace esto al
hombre! Por la transgresión, los hijos del hombre se hacen
súbditos de Satanás. Por la fe en el sacrificio reconciliador
de Cristo, los hijos de Adán pueden ser hechos hijos de Dios.
Al revestirse de la naturaleza humana, Cristo eleva a la
humanidad. Los hombres caídos son colocados donde pueden, por
la relación con Cristo, llegar a ser en verdad dignos del
nombre de "hijos de Dios".
Tal amor es incomparable. ¡Hijos del Rey
celestial! ¡Promesa preciosa! ¡Tema para la más profunda
meditación! ¡El incomparable amor de Dios para con un mundo
que no lo amaba! Este pensamiento tiene un poder subyugador y
cautiva el entendimiento a la voluntad de Dios. Cuanto más
estudiamos el carácter divino a la luz de la cruz, más vemos
la misericordia, la ternura y el perdón unidos a la equidad y
la justicia, y más claramente discernimos pruebas innumerables
de un amor infinito y de una tierna piedad que sobrepuja la
ardiente simpatía y los anhelosos sentimientos de la madre
para con su hijo extraviado.
"Romperse puede todo lazo humano, Separarse
el hermano del hermano, Olvidarse la madre de sus hijos,
Variar los astros sus senderos fijos; Mas ciertamente nunca
cambiará El amor providente de Jehová".
La Más Urgente Necesidad del Hombre
EL HOMBRE estaba dotado
originalmente de facultades nobles y de un entendimiento
bien equilibrado. Era perfecto y estaba en armonía con Dios.
Sus pensamientos eran puros, sus designios santos. Pero por
la desobediencia, sus facultades se pervirtieron y el
egoísmo sustituyó al amor. Su naturaleza se hizo tan débil
por la transgresión, que le fue imposible, por su propia
fuerza, resistir el poder del mal. Fue hecho cautivo por
Satanás, y hubiera permanecido así para siempre si Dios no
hubiese intervenido de una manera especial. El propósito del
tentador era contrariar el plan que Dios había tenido al
crear al hombre y llenar la tierra de miseria y desolación.
Quería señalar todo este mal como el resultado de la obra de
Dios al crear al hombre.
El hombre, en su estado de
inocencia, gozaba de completa comunión con Aquel "en quien
están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la
ciencia" (Colosenses 2: 3.) Mas después de su caída, no pudo
encontrar gozo en la santidad y procuró ocultarse de la
presencia de Dios. Y tal es aún la condición del corazón no
renovado. No está en armonía con Dios, ni encuentra gozo en
la comunión con él. El pecador no podría ser feliz en la
presencia de Dios; le desagradaría la compañía de los seres
santos. Y si se le pudiese permitir entrar en el cielo, no
hallaría alegría en aquel lugar. El espíritu de amor puro
que reina allí donde responde cada corazón al corazón del
Amor Infinito, no haría vibrar en su alma cuerda alguna de
simpatía. Sus pensamientos, sus intereses, sus móviles,
serían distintos de los que mueven a los moradores
celestiales. Sería una nota discordante en la melodía del
cielo. El cielo sería para él un lugar de tortura. Ansiaría
ocultarse de la presencia de Aquel que es su luz y el centro
de su gozo. No es un decreto arbitrario de parte de Dios el
que excluye del cielo a los malvados: ellos mismos se han
cerrado las puertas por su propia ineptitud para aquella
compañía. La gloria de Dios sería para ellos un fuego
consumidor. Desearían ser destruidos para esconderse del
rostro de Aquel que murió por salvarlos.
Es imposible que escapemos
por nosotros mismos del abismo del pecado en que estamos
sumidos. Nuestro corazón es malo y no lo podemos cambiar.
"¿Quién podrá sacar cosa limpia de inmunda? Ninguno" (Job
14: 4 )"Por cuanto el ánimo carnal es enemistad contra Dios;
pues no está sujeto a la ley de Dios, ni a la verdad lo
puede estar" (Romanos 8: 7). La educación, la cultura, el
ejercicio de la voluntad, el esfuerzo humano todos tienen su
propia esfera, pero para esto no tienen ningún poder. Pueden
producir una corrección externa de la conducta, pero no
pueden cambiar el corazón; no pueden purificar las fuentes
de la vida. Debe haber un poder que obre en el interior, una
vida nueva de lo alto, antes de que el hombre pueda
convertirse del pecado a la santidad. Ese poder es Cristo.
Solamente su gracia puede vivificar las facultades muertas
del alma y atraerlas a Dios, a la santidad. El Salvador
dijo: "A menos que el hombre naciere de nuevo", a menos que
reciba un corazón nuevo, nuevos deseos, designios y móviles
que lo guíen a una nueva vida, "no puede ver el reino de
Dios" (S. Juan 3: 3). La idea de que solamente es necesario
desarrollar lo bueno que existe en el hombre por naturaleza,
es un engaño fatal. "El hombre natural no recibe las cosas
del Espíritu de Dios; porque le son insensatez; ni las puede
conocer, por cuanto se disciernen espiritualmente" (1
Corintios 2: 14). "No te maravilles de que te dije: os es
necesario nacer de nuevo" (S. Juan 3: 7.) De Cristo está
escrito: "En él estaba la vida; y la vida era la luz de los
hombres" (S. Juan 1: 4), el único "nombre debajo del cielo
dado a los hombres, en el cual podamos ser salvos" (Hechos
4: 12).
No basta comprender la bondad
amorosa de Dios, ni percibir la benevolencia y ternura
paternal de su carácter. No basta discernir la sabiduría y
justicia de su ley, ver que está fundada sobre el eterno
principio del amor. El apóstol Pablo veía todo esto cuando
exclamó: "Consiento en que la ley es buena", "la ley es
santa, y el mandamiento, santo y justo y bueno". Mas él
añadió en la amargura de su alma agonizante y desesperada:
"Soy carnal, vendido bajo el poder del pecado" (Romanos 7:
12, 14). Ansiaba la pureza, la justicia que no podía
alcanzar por sí mismo, y dijo: "¡Oh hombre infeliz que soy!
¿quién me libertará de este cuerpo de muerte?" (Romanos 7:
24). La misma exclamación ha subido en todas partes y en
todo tiempo, de corazones sobrecargados. No hay más que una
contestación para todos: "'¡He aquí el Cordero de Dios, que
quita el pecado del mundo!" (S. Juan 1: 29).
Muchas son las figuras por
las cuales el Espíritu de Dios ha procurado ilustrar esta
verdad y hacerla clara a las almas que desean verse libres
de la carga del pecado. Cuando Jacob pecó, engañando a Esaú,
y huyó de la casa de su padre, estaba abrumado por el
conocimiento de su culpa. Solo y abandonado como estaba,
separado de todo lo que le hacía preciosa la vida, el único
pensamiento que sobre todos los otros oprimía su alma, era
el temor de que su pecado lo hubiese apartado de Dios, que
fuese abandonado del cielo. En medio de su tristeza, se
recostó para descansar sobre la tierra desnuda. Rodeábanlo
solamente las solitarias montañas, y cubríalo la bóveda
celeste con su manto de estrellas. Habiéndose dormido, una
luz extraordinaria se le apareció en su sueño; y he aquí, de
la llanura donde estaba recostado, una inmensa escalera
simbólica parecía conducir a lo alto, hasta las mismas
puertas del cielo, y los ángeles de Dios subían y descendían
por ella; al paso que de la gloria de las alturas se oyó la
voz divina que pronunciaba un mensaje de consuelo y
esperanza. Así hizo Dios conocer a Jacob aquello que
satisfacía la necesidad y el ansia de su alma: un Salvador.
Con gozo y gratitud vio revelado un camino por el cual él,
como pecador, podía ser restaurado a la comunión con Dios.
La mística escalera de su sueño representaba a Jesús, el
único medio de comunicación entre Dios y el hombre.
Esta es la misma figura a la
cual Cristo se refirió en su conversación con Natanael,
cuando dijo: "Veréis abierto el cielo, y a los ángeles de
Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre" (S. Juan
1: 51). Al caer, el hombre se apartó de Dios: la tierra fue
cortada del cielo. A través del abismo existente entre ambos
no podía haber ninguna comunión. Mas mediante Cristo, el
mundo está unido otra vez con el cielo. Con sus propios
méritos, Cristo ha salvado el abismo que el pecado había
hecho, de tal manera que los hombres pueden tener comunión
con los ángeles ministradores. Cristo une al hombre caído,
débil y miserable, con la Fuente del poder Infinito.
Mas vanos son los sueños de
progreso de los hombres, vanos todos sus esfuerzos por
elevar a la humanidad, si menosprecian la única fuente de
esperanza y amparo para la raza caída. "Toda dádiva buena y
todo don perfecto" (Santiago 1: 17) es de Dios. No hay
verdadera excelencia de carácter fuera de él. Y el único
camino para ir a Dios es Cristo, quien dice: "Yo soy el
Camino, y la Verdad, y la Vida; nadie viene al Padre sino
por mí". (S. Juan 14: 6)
El corazón de Dios suspira
por sus hijos terrenales con un amor más fuerte que la
muerte. Al dar a su Hijo nos ha vertido todo el cielo en un
don. La vida, la muerte y la intercesión del Salvador, el
ministerio de los ángeles, la imploración del Espíritu
Santo, el Padre que obra sobre todo y por todo, el interés
incesante de los seres celestiales: todos están empeñados en
la redención del hombre.
¡Oh, contemplemos el
sacrificio asombroso que ha sido hecho por nosotros!
Procuremos apreciar el trabajo y la energía que el cielo
está empleando para rescatar al perdido y traerlo de nuevo a
la casa de su Padre. Jamás podrían haberse puesto en acción
motivos más fuertes y energías más poderosas: los grandiosos
galardones por el bien hacer, el goce del cielo, la compañía
de los ángeles, la comunión y el amor de Dios y de su Hijo,
la elevación y el acrecentamiento de todas nuestras
facultades por las edades eternas, ¿no son éstos incentivos
y estímulos poderosos que nos instan a dedicar a nuestro
Creador y Salvador el amante servicio de nuestro corazón?
Y por otra parte, los juicios
de Dios pronunciados contra el pecado, la retribución
inevitable, la degradación de nuestro carácter y la
destrucción final, se presentan en la Palabra de Dios para
amonestarnos contra el servicio de Satanás.
¿No apreciaremos la
misericordia de Dios? ¿Qué más podía hacer? Pongámonos en
perfecta relación con Aquel que nos ha amado con estupendo
amor. Aprovechemos los medios que nos han sido provistos
para que seamos transformados conforme a su semejanza y
restituidos a la comunión de los ángeles ministradores, a la
armonía y comunión del Padre y el Hijo.
Un Poder Misterioso que Convence
¿COMO se justificará el
hombre con Dios? ¿Cómo se hará justo el pecador? Solamente
por intermedio de Cristo podemos ponernos en armonía con
Dios y la santidad; pero, ¿cómo debemos ir a Cristo? Muchos
formulan la misma pregunta que hicieron las multitudes el
día de Pentecostés, cuando, convencidas de su pecado,
exclamaron: "¿Qué haremos?" La primera palabra de
contestación de Pedro fue: "Arrepentíos". Poco después, en
otra ocasión, dijo: "Arrepentíos pues, y volveos a Dios;
para que sean borrados vuestros pecados" (Hechos 2: 38; 3:
19).
El arrepentimiento comprende
tristeza por el pecado y abandono del mismo. No
renunciaremos al pecado a menos que veamos su pecaminosidad;
mientras no lo repudiemos de corazón, no habrá cambio real
en la vida.
Hay muchos que no entienden
la naturaleza verdadera del arrepentimiento. Gran número de
personas se entristecen por haber pecado y aun se reforman
exteriormente, porque temen que su mala vida les acarree
sufrimientos. Pero esto no es arrepentimiento en el sentido
bíblico. Lamentan la pena más bien que el pecado. Tal fue el
dolor de Esaú cuando vio que había perdido su primogenitura
para siempre. Balaam, aterrorizado por el ángel que estaba
en su camino con la espada desnuda, reconoció su culpa 22
por temor de perder la vida; mas no experimentó un
arrepentimiento sincero del pecado, ni un cambio de
propósito, ni aborrecimiento del mal. Judas Iscariote,
después de traicionar a su Señor, exclamó: "¡He pecado,
entregando la sangre inocente!" (S. Mateo 27: 4).
Esta confesión fue arrancada
a la fuerza de su alma culpable por un tremendo sentido de
condenación y una pavorosa expectación de juicio. Las
consecuencias que habían de resultarle lo llenaban de
terror, pero no experimentó profundo quebrantamiento de
corazón, ni dolor de alma por haber traicionado al Hijo
inmaculado de Dios y negado al santo de Israel. Cuando
Faraón sufría los juicios de Dios, reconoció su pecado a fin
de escapar del castigo, pero volvió a desafiar al cielo tan
pronto como cesaron las plagas. Todos éstos lamentaban los
resultados del pecado, pero no sentían tristeza por el
pecado mismo.
Mas cuando el corazón cede a
la influencia del Espíritu de Dios, la conciencia se
vivifica y el pecador discierne algo de la profundidad y
santidad de la sagrada ley de Dios, fundamento de su
gobierno en los cielos y en la tierra. "La Luz verdadera,
que alumbra a todo hombre que viene a este mundo" (S. Juan
1: 9), ilumina las cámaras secretas del alma y se
manifiestan las cosas ocultas. La convicción se posesiona de
la mente y del corazón. El pecador tiene entonces conciencia
de la justicia de Jehová y siente terror de aparecer en su
iniquidad e impureza delante del que escudriña los
corazones. Ve el amor de Dios, la belleza de la santidad y
el gozo de la pureza. Ansía ser purificado y restituido a la
comunión del cielo.
La oración de David después
de su caída es una ilustración de la naturaleza del
verdadero dolor por el pecado. Su arrepentimiento era
sincero y profundo. No hizo ningún esfuerzo por atenuar su
crimen; ningún deseo de escapar del juicio que lo amenazaba
inspiró su oración. David veía la enormidad de su
transgresión; veía las manchas de su alma; aborrecía su
pecado. No imploraba solamente el perdón, sino también la
pureza del corazón. Deseaba tener el gozo de la santidad
-ser restituido a la armonía y comunión con Dios. Este era
el lenguaje de su alma:
"¡Bienaventurado aquel cuya
transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado!
¡Bienaventurado el hombre a
quien Jehová no atribuye la iniquidad, cuyo espíritu no hay
engaño! (Salmo 32: 1, 2)
¡Apiádate de mí, oh Dios,
conforme a tu misericordia; conforme a la muchedumbre de tus
piedades, borra mis transgresiones !
. . . Porque yo reconozco mis
transgresiones, y mi pecado está siempre delante de mí....
¡Purifícame con hisopo, y
seré limpio; lávame, y quedaré más blanco que la nieve! .
¡Crea en mí, oh Dios, un
corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí!
¡No me eches de tu presencia,
y no me quites tu Santo Espíritu!
¡Restitúyeme el gozo de tu
salvación, y el Espíritu de gracia me sustente!...
¡Líbrame del delito de
sangre, oh Dios, el Dios de mi salvación!
¡cante mi lengua tu
justicia!" (Salmo 51: 1, 14)
Efectuar un arrepentimiento
como éste, está más allá del alcance de nuestro propio
poder; se obtiene solamente de Cristo, quien ascendió a lo
alto y ha dado dones a los hombres.
Precisamente éste es un punto
sobre el cual muchos yerran, y por esto dejan de recibir la
ayuda que Cristo quiere darles. Piensan que no pueden ir a
Cristo a menos que se arrepientan primero, y que el
arrepentimiento los prepara para el perdón de sus pecados.
Es verdad que el arrepentimiento precede al perdón de los
pecados, porque solamente el corazón quebrantado y contrito
es el que siente la necesidad de un Salvador. Pero, ¿debe el
pecador esperar hasta que se haya arrepentido, para poder ir
a Jesús? ¿Ha de ser el arrepentimiento un obstáculo entre el
pecador y el Salvador?
La Biblia no enseña que el
pecador deba arrepentirse antes de poder aceptar la
invitación de Cristo: "¡Venid a mí todos los que estáis
cansados y agobiados, y yo os daré descanso!" (S. Mateo 11:
28). La virtud que viene de Cristo es la que guía a un
arrepentimiento genuino. San Pedro habla del asunto de una
manera muy clara en su exposición a los israelitas, cuando
dice: "A éste, Dios le ensalzó con su diestra para ser
Príncipe y Salvador, a fin de dar arrepentimiento a Israel,
y remisión de pecados". (Hechos 5: 31) No podemos
arrepentirnos sin que el Espíritu de Cristo despierte la
conciencia, más de lo que podemos ser perdonados sin Cristo.
Cristo es la fuente de todo
buen impulso. El es el único que puede implantar en el
corazón enemistad contra el pecado. Todo deseo de verdad y
de pureza, toda convicción de nuestra propia pecaminosidad,
es una prueba de que su Espíritu está obrando en nuestro
corazón.
Jesús dijo: "Yo, si fuere
levantado en alto de sobre la tierra, a todos los atraeré a
mí mismo" (S. Juan 12: 32). Cristo debe ser revelado al
pecador como el Salvador que muere por los pecados del
mundo; y cuando consideramos al Cordero de Dios sobre la
cruz del Calvario, el misterio de la redención comienza a
abrirse a nuestra mente y la bondad de Dios nos guía al
arrepentimiento. Al morir Cristo por los pecadores,
manifestó un amor incomprensible; y este amor, a medida que
el pecador lo contempla, enternece el corazón, impresiona la
mente e inspira contricción en el alma.
Es verdad que algunas veces
los hombres se avergüenzan de sus caminos pecaminosos y
abandonan algunos de sus malos hábitos antes de darse cuenta
de que son atraídos a Cristo. Pero cuando hacen un esfuerzo
por reformarse, con un sincero deseo de hacer el bien, es el
poder de Cristo el que los está atrayendo. Una influencia de
la cual no se dan cuenta, obra sobre el alma, la conciencia
se vivifica y la vida externa se enmienda. Y a medida que
Cristo los induce a mirar su cruz y contemplar a quien han
traspasado sus pecados, el mandamiento despierta la
conciencia. La maldad de su vida, el pecado profundamente
arraigado en su alma se les revela. Comienzan a entender
algo de la justicia de Cristo y exclaman "¿Qué es el pecado,
para que exigiera tal sacrificio por la redención de su
víctima? ¿Fueron necesarios todo este amor, todo este
sufrimiento, toda esta humillación, para que no
pereciéramos, sino que tuviéramos vida eterna?" .
El pecador puede resistir a
este amor, puede rehusar ser atraído a Cristo; pero si no se
resiste será atraído a Jesús; un conocimiento del plan de la
salvación lo guiará al pie de la cruz, arrepentido de sus
pecados, que han causado los sufrimientos del amado Hijo de
Dios.
La misma inteligencia divina
que obra en la naturaleza, habla al corazón de los hombres y
crea un deseo indecible de algo que no tienen. Las cosas del
mundo no pueden satisfacer su ansiedad. El Espíritu de Dios
está suplicándoles que busquen las cosas que sólo pueden dar
paz y descanso: la gracia de Cristo y el gozo de la
santidad. Por medio de influencias visibles e invisibles,
nuestro Salvador está constantemente obrando para atraer el
corazón de los hombres de los vanos placeres del pecado a
las bendiciones infinitas que pueden disfrutar en él. A
todas estas almas que están procurando vanamente beber en
las cisternas rotas de este mundo, se dirige el mensaje
divino: "El que tiene sed, ¡venga! ¡y el que quiera, tome
del agua de la vida, de balde!" (Apocalipsis 22: 17)
Los que en vuestro corazón
anheláis algo mejor que lo que este mundo puede dar,
reconoced este deseo como la voz de Dios que habla a
vuestras almas. Pedidle que os dé arrepentimiento, que os
revele a Cristo en su amor infinito y en su pureza perfecta.
En la vida del Salvador quedaron perfectamente
ejemplificados los principios de la ley de Dios y el amor a
Dios y al hombre. La benevolencia y el amor desinteresado
fueron la vida de su alma. Contemplándolo, nos inunda la luz
de nuestro Salvador y podemos ver la pecaminosidad de
nuestro corazón.
Podemos lisonjearnos como
Nicodemo de que nuestra vida ha sido muy buena, de que
nuestro carácter es perfecto y pensar que no necesitamos
humillar nuestro corazón delante de Dios como el pecador
común, pero cuando la luz de Cristo resplandece en nuestras
almas, vemos cuán impuros somos; discernimos el egoísmo de
nuestros motivos y la enemistad contra Dios, que ha manchado
todos los actos de nuestra vida. Entonces conocemos que
nuestra propia justicia es en verdad como andrajos inmundos
y que solamente la sangre de Cristo puede limpiarnos de las
manchas del pecado y renovar nuestro corazón a su semejanza.
Un rayo de luz de la gloria
de Dios, un destello de la pureza de Cristo que penetre en
el alma, hace dolorosamente visible toda mancha de pecado y
descubre la deformidad y los defectos del carácter humano.
Hace patentes los deseos impuros, la infidelidad del corazón
y la impureza de los labios. Los actos de deslealtad del
pecador que anulan la ley de Dios, quedan expuestos a su
vista y su espíritu se aflige y se oprime bajo la influencia
escudriñadora del Espíritu de Dios. Se aborrece a si mismo
viendo el carácter puro y sin mancha de Cristo.
Cuando el profeta Daniel vio
la gloria que rodeaba al mensajero celestial que le había
sido enviado, se sintió abrumado por su propia debilidad e
imperfección. Describiendo el efecto de la maravillosa
escena, dice: "No quedó en mi esfuerzo, y mi lozanía se me
demudó en palidez de muerte, y no retuve fuerza alguna"
(Daniel 10: 8). Cuando el alma se conmueve de esta manera,
odia el egoísmo, aborrece el amor propio y busca, mediante
la justicia de Cristo, la pureza de corazón que está en
armonía con la ley de Dios y con el carácter de Cristo.
San Pablo dice que "en cuanto
a justicia que haya en la ley", es decir, en cuanto se
refiere a las obras externas, era "irreprensible"
(Filipenses 3: 6), pero cuando comprendió el carácter
espiritual de la ley, se vio a sí mismo pecador. Juzgado por
la letra de la ley como los hombres la aplican a la vida
externa, se había abstenido de pecado; pero cuando miró en
la profundidad de sus santos preceptos y se vio como Dios lo
veía, se humilló profundamente y confesó su maldad. Dice: "Y
yo aparte de la ley vivía en un tiempo: mas cuando vino el
mandamiento, revivió el pecado, y yo morí' (Romanos 7: 9).
Cuando vio la naturaleza espiritual de la ley, mostrósele el
pecado en su verdadera deformidad y su estimación propia se
desvaneció.
No todos los pecados son
delante de Dios de igual magnitud; hay diferencia de pecados
a su juicio, como la hay a juicio de los hombres; sin
embargo, aunque éste o aquel acto malo pueda parecer frívolo
a los ojos de los hombres, ningún pecado es pequeño a la
vista de Dios. El juicio de los hombres es parcial e
imperfecto; mas Dios ve todas las cosas como son realmente.
El borracho es detestado y se dice que su pecado lo excluirá
del cielo, mientras que el orgullo, el egoísmo y la codicia
muchísimas veces pasan sin condenarse.
Sin embargo, éstos son
pecados que ofenden especialmente a Dios; porque son
contrarios a la benevolencia de su carácter, a ese amor
desinteresado que es la misma atmósfera del universo que no
ha caído. El que cae en alguno de los pecados grandes puede
avergonzarse y sentir su pobreza y necesidad de la gracia de
Cristo; pero el orgullo no siente ninguna necesidad y así
cierra el corazón a Cristo y a las infinitas bendiciones que
él vino a derramar.
El pobre publicano que oraba
diciendo: "¡Dios, ten misericordia de mí, pecador!" (S.
Lucas 18: 13) se consideraba a sí mismo como un hombre muy
malvado y así lo consideraban los demás, pero él sentía su
necesidad, y con su carga de pecado y vergüenza vino delante
de Dios implorando su misericordia., Su corazón estaba
abierto para que el Espíritu de Dios hiciese en él su obra
de gracia y lo libertase del poder del pecado. La oración
jactanciosa y presuntuosa del fariseo mostró que su corazón
estaba cerrado a la influencia del Espíritu Santo. Por estar
lejos de Dios, no tenía idea de su propia corrupción, que
contrastaba con la perfección de la santidad divina. No
sentía necesidad alguna y no recibió nada.
Si percibís vuestra condición
pecaminosa, no esperéis a haceros mejores vosotros mismos
¡Cuántos hay que piensan que no son bastante buenos para ir
a Cristo! ¿Esperáis haceros mejores por vuestros propios
esfuerzos? "¿Puede acaso el etíope mudar su piel, o el
leopardo sus manchas? entonces podréis vosotros también
obrar bien, que estáis habituados a obrar mal". (Jeremías
13: 23 ) Hay ayuda para nosotros solamente en Dios. No
debemos permanecer en espera de persuasiones más fuertes, de
mejores oportunidades o de caracteres más santos. Nada
podemos hacer por nosotros mismos. Debemos ir a Cristo tales
como somos.
Pero nadie se engañe a sí
mismo con el pensamiento de que Dios, en su grande amor y
misericordia, salvará aun a aquellos que rechazan su gracia.
La excesiva corrupción del pecado puede conocerse solamente
a la luz de la cruz. Cuando los hombres insisten en que Dios
es demasiado bueno para desechar a los pecadores, miren al
Calvario. Fue porque no había otra manera en que el hombre
pudiese ser salvo, porque sin este sacrificio era imposible
que la raza humana escapara del poder contaminador del
pecado y se pusiera en comunión con los seres santos,
imposible que los hombres llegaran a ser partícipes de la
vida espiritual; fue por esta causa por lo que Cristo tomó
sobre sí la culpabilidad del desobediente y sufrió en lugar
del pecador. El amor, los sufrimientos y la muerte del Hijo
de Dios, todo da testimonio de la terrible enormidad del
pecado y prueba que no hay modo de escapar de su poder, ni
esperanza de una vida más elevada, sino mediante la sumisión
del alma a Cristo.
Algunas veces los
impenitentes se excusan diciendo de los que profesan ser
cristianos: "Soy tan bueno como ellos. No son más abnegados,
sobrios, ni circunspectos en su conducta que yo. Les gustan
los placeres y la complacencia propia tanto como a mí". Así
hacen de las faltas de otros una excusa por su propio
descuido del deber. Pero los pecados y faltas de otros no
justifican los nuestros. Porque el Señor no nos ha dado un
imperfecto modelo humano. Se nos ha dado como modelo al
inmaculado Hijo de Dios, y los que se quejan de la mala vida
de los que profesan ser creyentes, son los que deberían
presentar una vida y un ejemplo más nobles. Si tienen un
concepto tan alto de lo que un cristiano debe ser, ¿no es su
pecado tanto mayor? Saben lo que es bueno y, sin embargo
rehúsan hacerlo.
Cuidaos de las dilaciones. No
posterguéis la obra de abandonar vuestros pecados y buscar
la pureza del corazón por medio de Jesús. Aquí es donde
miles y miles han errado, para su perdición eterna. No
insistiré sobre la brevedad e incertidumbre de la vida; pero
hay un terrible peligro, un peligro que no se entiende
suficientemente, en retardarse en ceder a la invitación del
Espíritu Santo de Dios, en preferir vivir en el pecado,
porque tal demora consiste realmente en eso. El pecado, por
pequeño que se suponga, no puede consentirse sino a riesgo
de una pérdida infinita. Lo que no venzamos nos vencerá y
determinará nuestra destrucción.
Adán y Eva se persuadieron de
que por una cosa de tan poca importancia, como comer la
fruta prohibida, no podrían resultar tan terribles
consecuencias como Dios les había declarado. Pero esta cosa
tan pequeña era la transgresión de la santa e inmutable ley
de Dios; separaba de Dios al hombre y abría las compuertas
de la muerte y de miserias sin número sobre nuestro mundo.
Siglo tras siglo ha subido de nuestra tierra un continuo
lamento de aflicción, y la creación a una gime bajo la
fatiga terrible del dolor, como consecuencia de la
desobediencia del hombre. El cielo mismo ha sentido los
efectos de la rebelión del hombre contra Dios. El Calvario
está delante de nosotros como un recuerdo del sacrificio
asombroso que se requirió para expiar la transgresión de la
ley divina. No consideremos el pecado como cosa trivial.
Toda transgresión, todo
descuido o rechazo de la gracia de Cristo, obra
indirectamente sobre vosotros; endurece el corazón, deprava
la voluntad, entorpece el entendimiento y, no solamente os
hace menos inclinados a ceder, sino también menos capaces de
ceder a la tierna invitación del Espíritu de Dios.
Muchos están apaciguando su
conciencia inquieta con el pensamiento de que pueden cambiar
su mala conducta cuando quieran; de que pueden tratar con
ligereza las invitaciones de la misericordia y, sin embargo,
seguir siendo llamados. Piensan que después de menospreciar
al Espíritu de gracia, después de echar su influencia del
lado de Satanás, en un momento de terrible necesidad pueden
cambiar de conducta. Pero esto no se hace tan fácilmente. La
experiencia y la educación de una vida entera han amoldado
de tal manera el carácter, que pocos desean después recibir
la imagen de Jesús.
Un solo rasgo malo de
carácter, un solo deseo pecaminoso, acariciado
persistentemente, neutralizan a veces todo el poder del
Evangelio. Toda indulgencia pecaminosa fortalece la aversión
del alma hacia Dios. El hombre que manifiesta un descreído
atrevimiento o una impasible indiferencia hacia la verdad,
no está sino segando la cosecha de su propia siembra. En
toda la Biblia no hay amonestación más terrible contra el
hábito de jugar con el mal que las palabras del hombre
sabio, cuando dice: "Prenderán al impío sus propias
iniquidades' (Proverbios 5: 22).
Cristo está pronto para
libertarnos del pecado, pero no fuerza la voluntad; y si por
la persistencia en el pecado la voluntad misma se inclina
enteramente al mal y no deseamos ser libres, si no queremos
aceptar su gracia, ¿qué más puede hacer? Hemos obrado
nuestra propia destrucción por nuestro deliberado rechazo de
su amor. "¡He aquí ahora es el tiempo acepto! ¡he aquí ahora
es el día de salvación!" (2 Corintios 6: 2). "¡Hoy, si
oyereis su voz, no endurezcáis vuestros corazones!" (Hebreos
3: 7, 8).
"El hombre ve lo que aparece,
mas el Señor ve el corazón" (1 Samuel 16: 7), el corazón
humano con sus encontradas emociones de gozo y de tristeza,
el extraviado y caprichoso corazón, morada de tanta impureza
y engaño. El sabe sus motivos, sus mismos intentos y miras.
Id a él con vuestra alma manchada como está. Como el
salmista, abrid sus cámaras al ojo que todo lo ve,
exclamando "¡Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón:
ensáyame, y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí algún
camino malo, y guíame en el camino eterno!" (Salmo 139: 23,
24).
Muchos aceptan una religión
intelectual, una forma de santidad, sin que el corazón esté
limpio. Sea vuestra oración: "¡Crea en mí, oh Dios, un
corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí!"
(Salmo 51: 10). Sed leales con vuestra propia alma. Sed tan
diligentes, tan persistentes, como lo seríais si vuestra
vida mortal estuviera en peligro. Este es un asunto que debe
arreglarse entre Dios y vuestra alma; arreglarse para la
eternidad. Una esperanza supuesta, y nada más, llegará a ser
vuestra ruina.
Estudiad la Palabra de Dios
con oración. Esa Palabra os presenta, en la ley de Dios y en
la vida de Cristo, los grandes principios de la santidad,
sin la cual "nadie verá al Señor'. (Hebreos 12: 14) Convence
de pecado; revela plenamente el camino de la salvación.
Prestadle atención como a la voz de Dios que os habla.
Cuando veáis la enormidad del
pecado, cuando os veáis como sois en realidad, no os
entreguéis a la desesperación. Pues a los pecadores es a
quienes Cristo vino a salvar. No tenemos que reconciliar a
Dios con nosotros, sino ¡oh maravilloso amor! "Dios estaba
en Cristo, reconciliando consigo mismo al mundo" (2
Corintios 5: 19 ). El está solicitando por su tierno amor
los corazones de sus hijos errados. Ningún padre según la
carne podría ser tan paciente con las faltas y yerros de sus
hijos, como lo es Dios con aquellos a quienes trata de
salvar. Nadie podría argüir más tiernamente con el pecador.
Jamás labios humanos han dirigido invitaciones más tiernas
que él al extraviado. Todas sus promesas, sus
amonestaciones, no son sino la expresión de su indecible
amor.
Cuando Satanás viene a
decirte que eres un gran pecador, mira a tu Redentor y habla
de sus méritos. Lo que te ayudará será el mirar su luz.
Reconoce tu pecado, pero di al enemigo que "Cristo Jesús
vino al mundo para salvar a los pecadores" (1 Timoteo 1: 15)
y que puedes ser salvo por su incomparable amor. Jesús hizo
una pregunta a Simón con respecto a dos deudores. El primero
debía a su señor una suma pequeña y el segundo una muy
grande; pero él perdonó a ambos, y Cristo preguntó a Simón
cuál deudor amaría más a su señor. Simón contestó: "Aquel a
quien más perdonó" (S. Lucas 7: 43). Hemos sido grandes
deudores, pero Cristo murió para que fuésemos perdonados.
Los méritos de su sacrificio son suficientes para
presentarlos al Padre en nuestro favor. Aquellos a quienes
ha perdonado más, lo amarán más, y estarán más cerca de su
trono alabándolo por su grande amor e infinito sacrificio.
Cuanto más plenamente comprendemos el amor de Dios, más nos
percatamos de la pecaminosidad del pecado. Cuando vemos cuán
larga es la cadena que se nos ha arrojado para rescatarnos,
cuando entendemos algo del sacrificio infinito que Cristo ha
hecho en nuestro favor, el corazón se derrite de ternura y
contrición.
El Secreto del Crecimiento
EN LA Biblia se llama
nacimiento al cambio de corazón por el cual somos hechos
hijos de Dios. También se lo compara con la germinación de
la buena semilla sembrada por el labrador. De igual modo los
que están recién convertidos a Cristo, son como "niños
recién nacidos", "creciendo" (1 S. Pedro 2: 2; Efesios 4:
15). a la estatura de hombres en Cristo Jesús. Como la buena
simiente en el campo, tienen que crecer y dar fruto. Isaías
dice que serán "llamados árboles de justicia, plantados por
Jehová mismo, para que él sea glorificado" (Isaías 61: 3).
Del mundo natural se sacan así ilustraciones para ayudarnos
a entender mejor las verdades misteriosas de la vida
espiritual.
Toda la sabiduría e
inteligencia de los hombres no puede dar vida al objeto más
pequeño de la naturaleza. Solamente por la vida que Dios
mismo les ha dado pueden vivir las plantas y los animales.
Asimismo es solamente mediante la vida de Dios como se
engendra la vida espiritual en el corazón de los hombres. Si
el hombre no "naciere de nuevo" (S. Juan 3: 3) no puede ser
hecho participante de la vida que Cristo vino a dar.
Lo que sucede con la vida,
sucede con el crecimiento. Dios es el que hace florecer el
capullo y fructificar las flores. Su poder es el que hace a
la simiente desarrollar "primero hierba, luego espiga, luego
grano lleno en la espiga" (S. Marcos 4: 28). El profeta
Oseas dice que Israel "echará flores como el lirio". "Serán
revivificados como el trigo, y florecerán como la vid" (Oseas
14: 5, 7). Y Jesús nos dice: "¡Considerad los lirios, cómo
crecen!" (S. Lucas 12: 27). Las plantas y las flores crecen
no por su propio cuidado o solicitud o esfuerzo, sino porque
reciben lo que Dios ha proporcionado para que les dé vida.
El niño no puede por su solicitud o poder propio añadir algo
a su estatura. Ni vosotros podréis por vuestra solicitud o
esfuerzo conseguir el crecimiento espiritual. La planta y el
niño crecen al recibir de la atmósfera que los rodea aquello
que les da vida: el aire, el sol y el alimento. Lo que estos
dones de la naturaleza son para los animales y las plantas,
es Cristo para los que confían en él. El es su "luz eterna",
"escudo y sol" (Isaías 60: 19; Salmo 84: 11). Será como el
"rocío a Israel". "Descenderá como la lluvia sobre el césped
cortado" (Oseas 14: 5; Salmo 72: 6) El es el agua viva, "el
pan de Dios . . . que descendió del cielo, y da vida al
mundo" (S. Juan 6: 33).
En el don incomparable de su
Hijo, ha rodeado Dios al mundo entero en una atmósfera de
gracia tan real como el aire que circula en derredor del
globo. Todos los que quisieren respirar esta atmósfera
vivificante vivirán y crecerán hasta la estatura de hombres
y mujeres en Cristo Jesús. Como la flor se torna hacia el
sol, a fin de que los brillantes rayos la ayuden a
perfeccionar su belleza y simetría, así debemos tornarnos
hacia el Sol de Justicia, a fin de que la luz celestial
brille sobre nosotros, para que nuestro carácter se
transforme a la imagen de Cristo.
Jesús enseña la misma cosa
cuando dice: "¡Permaneced en mí, y yo en vosotros! Como no
puede el sarmiento llevar fruto de sí mismo, si no
permaneciera en la vid, así tampoco vosotros, si no
permaneciereis en mí.... Porque separados de mí nada podéis
hacer' (S. Juan 15: 4, 5). Así también vosotros necesitáis
del auxilio de Cristo, para poder vivir una vida santa, como
la rama depende del tronco principal para su crecimiento y
fructificación. Fuera de él no tenéis vida. No hay poder en
vosotros para resistir la tentación o para crecer en la
gracia o en la santidad. Morando en él podéis florecer.
Recibiendo vuestra vida de él, no os marchitaréis ni seréis
estériles. Seréis como el árbol plantado junto a arroyos de
aguas.
Muchos tienen la idea de que
deben hacer alguna parte de la obra solos. Ya han confiado
en Cristo para el perdón de sus pecados, pero ahora procuran
vivir rectamente por sus propios esfuerzos. Mas tales
esfuerzos se desvanecerán. Jesús dice: "Porque separados de
mí nada podéis hacer". Nuestro crecimiento en la gracia,
nuestro gozo, nuestra utilidad, todo depende de nuestra
unión con Cristo. solamente estando en comunión con él
diariamente, a cada hora permaneciendo en él, es como hemos
de crecer en la gracia. El no es solamente el autor sino
también el consumador de nuestra fe. Cristo es el principio,
el fin, la totalidad. Estará con nosotros no solamente al
principio y al fin de nuestra carrera, sino en cada paso del
camino. David dice: "A Jehová he puesto siempre delante de
mí; porque estando él a mi diestra, no resbalaré" (Salmo 16:
8).
Preguntaréis, tal vez: "¿Cómo
permaneceremos en Cristo? " Del mismo modo en que lo
recibisteis al principio. "De la manera, pues que
recibisteis a Cristo Jesús el Señor, así andad en él". "El
justo... vivirá por la fe' (Colosenses 2: 6; Hebreos 10:
38). Habéis profesado daros a Dios, con el fin de ser
enteramente suyos, para servirle y obedecerle, y habéis
aceptado a Cristo como vuestro Salvador. No podéis por
vosotros mismos expiar vuestros pecados o cambiar vuestro
corazón; mas habiéndoos entregado a Dios, creísteis que por
causa de Cristo él hizo todo esto por vosotros. Por la fe
llegasteis a ser de Cristo, y por la fe tenéis que crecer en
él dando y tomando a la vez. Tenéis que darle todo: el
corazón, la voluntad, la vida, daros a él para obedecer
todos sus requerimientos; y debéis tomar todo: a Cristo, la
plenitud de toda bendición, para que habite en vuestro
corazón y para que sea vuestra fuerza, vuestra justicia,
vuestra eterna ayuda, a fin de que os dé poder para
obedecerle.
Conságrate a Dios todas las
mañanas; haz de esto tu primer trabajo. Sea tu oración:
"Tómame ¡oh Señor! como enteramente tuyo. Pongo todos mis
planes a tus pies. Úsame hoy en tu servicio. Mora conmigo y
sea toda mi obra hecha en ti". Este es un asunto diario.
Cada mañana conságrate a Dios por ese día. Somete todos tus
planes a él, para ponerlos en práctica o abandonarlos según
te lo indicare su providencia. Sea puesta así tu vida en las
manos de Dios y será cada vez mas semejante a la de Cristo.
La vida en Cristo es una vida
de reposo. Puede no haber éxtasis de la sensibilidad, pero
debe haber una confianza continua y apacible. Vuestra
esperanza no está en vosotros; está en Cristo. Vuestra
debilidad está unida a su fuerza, vuestra ignorancia a su
sabiduría, vuestra fragilidad a su eterno poder. Así que no
debéis miraros a vosotros, ni depender de vosotros, mas
mirad a Cristo. Pensad en su amor, en su belleza y en la
perfección de su carácter. Cristo en su abnegación, Cristo
en su humillación, Cristo en su pureza y santidad, Cristo en
su incomparable amor: esto es lo que debe contemplar el
alma. Amándole, imitándole, dependiendo enteramente de él,
es como seréis transformados a su semejanza.
Jesús dice: "Permaneced en
mí" Estas palabras dan idea de descanso, estabilidad,
confianza. También nos invita: "¡Venid a mí ... y os daré
descanso!" (S. Mateo 11: 28). Las palabras del salmista
expresan el mismo pensamiento: "Confía calladamente en
Jehová, y espérale con paciencia". E Isaías asegura que "en
quietud y confianza será vuestra fortaleza" (Salmo 37: 7;
Isaías 30: 15). Este descanso no se funda en la inactividad:
porque en la invitación del Salvador la promesa de descanso
está unida con el llamamiento al trabajo: "Tomad mi yugo
sobre vosotros, y . . hallaréis descanso". (S. Mateo 11 :
29) El corazón que más plenamente descansa en Cristo es el
mas ardiente y activo en el trabajo para él.
Cuando el hombre dedica
muchos pensamientos a sí mismo, se aleja de Cristo:
manantial de fortaleza y vida. Por esto Satanás se esfuerza
constantemente por mantener la atención apartada del
Salvador e impedir así la unión y comunión del alma con
Cristo. Los placeres del mundo, los cuidados de la vida Y
sus perplejidades y tristezas, las faltas de otros o
vuestras propias faltas e imperfecciones: hacia alguna de
estas cosas, o hacia todas ellas, procura desviar la mente.
No seáis engañados por sus maquinaciones. A muchos que son
realmente concienzudos y que desean vivir para Dios, los
hace también detenerse a menudo en sus faltas y debilidades,
y al separarlos así de Cristo, espera obtener la victoria.
No debemos hacer de nuestro yo el centro de nuestros
pensamientos, ni alimentar ansiedad ni temor acerca de si
seremos salvos o no. Todo esto es lo que desvía el alma de
la Fuente de nuestra fortaleza. Encomendad vuestra alma al
cuidado de Dios y confiad en él. Hablad de Jesús y pensad en
él. Piérdase en él vuestra personalidad. Desterrad toda
duda; disipad vuestros temores. Decid con el apóstol Pablo:
"Vivo; mas no ya yo, sino que Cristo vive en mí: y aquella
vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el
Hijo de Dios, el cual me amó, y se dio a sí mismo por mí' (Gálatas
2: 20). Reposad en Dios. El puede guardar lo que le habéis
confiado. Si os ponéis en sus manos, él os hará más que
vencedores por Aquel que nos amó.
Cuando Cristo se humanó, se
unió a sí mismo a la humanidad con un lazo de amor que jamás
romperá poder alguno, salvo la elección del hombre mismo.
Satanás constantemente nos presenta engaños para inducirnos
a romper este lazo: elegir separarnos de Cristo. Sobre esto
necesitamos velar, luchar, orar, para que ninguna cosa pueda
inducirnos a elegir otro maestro; pues estamos siempre
libres para hacer esto. Mas tengamos los ojos fijos en
Cristo, y él nos preservará. Confiando en Jesús estamos
seguros. Nada puede arrebatarnos de su mano. Mirándolo
constantemente, "somos transformados en la misma semejanza,
de gloria en gloria, así como por el Espíritu del Señor' (2
Corintios 3: 18.)
Así fue como los primeros
discípulos se hicieron semejantes a nuestro Salvador. Cuando
ellos oyeron las palabras de Jesús, sintieron su necesidad
de él. Lo buscaron, lo encontraron, lo siguieron. Estaban
con él en la casa, a la mesa, en su retiro, en el campo.
Estaban con él como discípulos con un maestro, recibiendo
diariamente de sus labios lecciones de santa verdad. Lo
miraban como los siervos a su señor, para aprender sus
deberes. Aquellos discípulos eran hombres sujetos "a las
mismas debilidades que nosotros" (Santiago 5: 17). Tenían la
misma batalla con el pecado. Necesitaban la misma gracia, a
fin de poder vivir una vida santa.
Aun Juan, el discípulo amado,
el que más plenamente llegó a reflejar la imagen del
salvador, no poseía naturalmente esa belleza de carácter. No
solamente hacía valer sus derechos y ambicionaba honores,
sino que era impetuoso y se resentía bajo las injurias. Mas
cuando se le manifestó el carácter de Cristo, vio sus
defectos y el conocimiento de ellos lo humilló. La fortaleza
y la paciencia, el poder y la ternura, la majestad y la
mansedumbre que él vio en la vida diaria del Hijo de Dios,
llenaron su alma de admiración y amor. De día en día era su
corazón atraído hacia Cristo, hasta que se olvidó de sí
mismo por amor a su Maestro. Su genio, resentido y
ambicioso, cedió al poder transformador de Cristo. La
influencia regeneradora del Espíritu Santo renovó su
corazón. El poder del amor de Cristo transformó su carácter.
Este es el resultado seguro de la unión con Jesús. Cuando
Cristo habita en el corazón, la naturaleza entera se
transforma. El Espíritu de Cristo y su amor, ablandan el
corazón, someten el alma y elevan los pensamientos y deseos
a Dios y al cielo.
Cuando Cristo ascendió a los
cielos, la sensación de su presencia permaneció aún con los
que le seguían. Era una presencia personal, llena de amor y
luz. Jesús, el Salvador, que había andado y conversado y
orado con ellos, que había hablado a sus corazones palabras
de esperanza y consuelo, fue arrebatado de ellos al cielo
mientras les comunicaba aún un mensaje de paz, y los acentos
de su voz: "He aquí yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo" (S. Mateo 28: 20), llegaban todavía
a ellos, cuando una nube de ángeles lo recibió. Había
ascendido al cielo en forma humana. Sabían que estaba
delante del trono de Dios, como Amigo y Salvador suyo
todavía; que sus simpatías no habían cambiado; que estaba
aún identificado con la doliente humanidad. Estaba
presentando delante de Dios los méritos de su propia sangre,
estaba mostrándole sus manos y sus pies traspasados, como
memoria del precio que había pagado por sus redimidos.
Sabían que él había ascendido al cielo para prepararles
lugar y que vendría otra vez para llevarlos consigo.
Al congregarse después de su
ascensión, estaban ansiosos de presentar sus peticiones al
Padre en el nombre de Jesús. Con solemne temor se postraron
en oración, repitiendo la promesa: "Todo cuanto pidiereis al
Padre en mi nombre, él os lo dará. Hasta ahora no habéis
pedido nada en mi nombre: pedid y recibiréis, para que
vuestro gozo sea completo" (S. Juan 16: 23, 24). Extendieron
más y más la mano de la fe presentando aquel poderoso
argumento: "¡Cristo Jesús es el que murió; más aún, el que
fue levantado de entre los muertos; el que está a la diestra
de Dios; el que también intercede por nosotros!" (Romanos 8:
34) Y en el día de Pentecostés vino a ellos la presencia del
Consolador, del cual Cristo había dicho: "Estará en
vosotros". Y les había dicho más: "Os conviene que yo vaya;
porque si no me fuere, el Consolador no vendrá a vosotros;
mas si me fuere, os le enviaré" (S. Juan 14: 17 ; 16: 7). Y
desde aquel día Cristo había de morar continuamente por el
Espíritu en el corazón de sus hijos. Su unión con ellos era
más estrecha que cuando él estaba personalmente con ellos.
La luz, el amor y el poder de la presencia de Cristo
resplandecían en ellos, de tal manera que los hombres,
mirándolos, "se maravillaban; y al fin los reconocían, que
eran de los que habían estado con Jesús" (Hechos 4: 13).
Todo lo que Cristo fue para
sus primeros discípulos, desea serlo para sus hijos hoy;
porque en su última oración, realizada con el pequeño grupo
de discípulos que reunió a su alrededor, dijo: "No ruego
solamente por éstos, sino por aquellos también que han de
creer en mí por medio de la palabra de ellos" (S. Juan 17:
20).
Jesús oró por nosotros y
pidió que fuésemos uno con él, así como él es uno con el
Padre. ¡Qué unión tan preciosa! El Salvador había dicho de
sí mismo: "No puede el Hijo hacer nada de sí mismo", "el
Padre, morando en mí, hace sus obras" (S. Juan 5: 19; 14:
10). De modo que si Cristo está en nuestro corazón, obrará
en nosotros "así el querer como el obrar a causa de su buena
voluntad" (Filipenses 2:13). Trabajaremos como trabajó él;
manifestaremos el mismo espíritu. Y amándole y morando en él
así, creceremos "en todos respectos en el que es la Cabeza,
es decir, en Cristo" (Efesios 4: 15).
¿Podemos Comunicarnos con Dios?
DIOS nos habla por la
naturaleza y por la revelación, por su providencia y por la
influencia de su Espíritu. Pero esto no es suficiente,
necesitamos abrirle nuestro corazón. Para tener vida y
energía espirituales debemos tener verdadero intercambio con
nuestro Padre celestial. Puede ser nuestra mente atraída
hacia él; podemos meditar en sus obras, sus misericordias,
sus bendiciones; pero esto no es, en el sentido pleno de la
palabra, estar en comunión con él. Para ponernos en comunión
con Dios, debemos tener algo que decirle tocante a nuestra
vida real.
Orar es el acto de abrir
nuestro corazón a Dios como a un amigo. No es que se
necesite esto para que Dios sepa lo que somos, sino a fin de
capacitarnos para recibirlo. La oración no baja a Dios hasta
nosotros, antes bien nos eleva a él.
Cuando Jesús estuvo sobre la
tierra, enseñó a sus discípulos a orar. Les enseñó a
presentar Dios sus necesidades diarias y a echar toda su
solicitud sobre él. Y la seguridad que les dio de que sus
oraciones serían oídas, nos es dada también a nosotros.
Jesús mismo, cuando habitó
entre los hombres, oraba frecuentemente. Nuestro Salvador se
identificó con nuestras necesidades y flaquezas
convirtiéndose en un suplicante que imploraba de su Padre
nueva provisión de fuerza, para avanzar fortalecido para el
deber y la prueba. El es nuestro ejemplo en todas las cosas.
Es un hermano en nuestras debilidades, "tentado en todo así
como nosotros", pero como ser inmaculado, rehuyó el mal;
sufrió las luchas y torturas de alma de un mundo de pecado.
Como humano, la oración fue para él una necesidad y un
privilegio. Encontraba consuelo y gozo en estar en comunión
con su Padre. Y si el Salvador de los hombres, el Hijo de
Dios, sintió la necesidad de orar, ¡cuánto más nosotros,
débiles mortales, manchados por el pecado, no debemos sentir
la necesidad de orar con fervor y constancia!
Nuestro Padre celestial está
esperando para derramar sobre nosotros la plenitud de sus
bendiciones. Es privilegio nuestro beber abundantemente en
la fuente de amor infinito. ¡Qué extraño que oremos tan
poco! Dios está pronto y dispuesto a oír la oración sincera
del más humilde de sus hijos y, sin embargo, hay de nuestra
parte mucha cavilación para presentar nuestras necesidades
delante de Dios. ¿Qué pueden pensar los ángeles del cielo de
los pobres y desvalidos seres humanos, que están sujetos a
la tentación, cuando el gran Dios lleno de infinito amor se
compadece de ellos y está pronto para darles más de lo que
pueden pedir o pensar y que, sin embargo, oran tan poco y
tienen tan poca fe? Los ángeles se deleitan en postrarse
delante de Dios, se deleitan en estar cerca de él. Es su
mayor delicia estar en comunión con Dios; y con todo, los
hijos de los hombres, que tanto necesitan la ayuda que Dios
solamente puede dar, parecen satisfechos andando sin la luz
del Espíritu ni la compañía de su presencia.
Las tinieblas del malo cercan
a aquellos que descuidan la oración. Las tentaciones
secretas del enemigo los incitan al pecado; y todo porque no
se valen del privilegio que Dios les ha concedido de la
bendita oración. ¿Por qué han de ser los hijos e hijas de
Dios tan remisos para orar, cuando la oración es la llave en
la mano de la fe para abrir el almacén del cielo, en donde
están atesorados los recursos infinitos de la Omnipotencia?
Sin oración incesante y vigilancia diligente, corremos el
riesgo de volvernos indiferentes y de desviarnos del sendero
recto. Nuestro adversario procura constantemente obstruir el
camino al propiciatorio, para que, no obtengamos mediante
ardiente súplica y fe, gracia y poder para resistir a la
tentación.
Hay ciertas condiciones según
las cuales Podemos esperar que Dios oiga y conteste nuestras
oraciones. Una de las primeras es que sintamos necesidad de
su ayuda. El nos ha hecho esta promesa: "Porque derramaré
aguas sobre la tierra sedienta, y corrientes sobre el
sequedal' (Isaías 44: 3). Los que tienen hambre y sed de
justicia, los que suspiran por Dios, pueden estar seguros de
que serán hartos. El corazón debe estar abierto a la
influencia del Espíritu; de otra manera no puede recibir las
bendiciones de Dios.
Nuestra gran necesidad es en
sí misma un argumento y habla elocuentemente en nuestro
favor. Pero se necesita buscar al Señor para que haga estas
cosas por nosotros. Pues dice: "Pedid, y se os dará" (S.
Mateo 7: 7 ). Y "el que ni aún a su propio Hijo perdonó,
sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de
dar también de pura gracia, todas las cosas juntamente con
él?" (Romanos 8: 32).
Si toleramos la iniquidad en
nuestro corazón, si estamos apegados a algún pecado
conocido, el Señor no nos oirá; mas la oración del alma
arrepentida y contrita será siempre aceptada. Cuando hayamos
confesado con corazón contrito todos nuestros pecados
conocidos, podremos esperar que Dios conteste nuestras
peticiones. Nuestros propios méritos nunca nos recomendarán
a la gracia de Dios. Es el mérito de Jesús lo que nos salva
y su sangre lo que nos limpia; sin embargo, nosotros tenemos
una obra que hacer para cumplir las condiciones de la
aceptación. La oración eficaz tiene otro elemento: la fe.
"Porque es preciso que el que viene a Dios, crea que existe,
y que se ha constituido remunerador de los que le buscan"
(Hebreos 11: 6 ). Jesús dijo a sus discípulos: "Todo cuanto
pidiereis en la oración, creed que lo recibisteis ya; y lo
tendréis". (S. Marcos 11: 24). ¿Creemos al pie de la letra
todo lo que nos dice?
La seguridad es amplia e
ilimitada, y fiel es el que ha prometido. Cuando no
recibimos precisamente las cosas que pedimos y al instante,
debemos creer aún que el Señor oye y que contestará nuestras
oraciones. Somos tan cortos 96 de vista y propensos a errar,
que algunas veces pedimos cosas que no serían una bendición
para nosotros, y nuestro Padre celestial contesta con amor
nuestras oraciones dándonos aquello que es para nuestro más
alto bien, aquello que nosotros mismos desearíamos si,
alumbrados de celestial saber, pudiéramos ver todas las
cosas como realmente son. Cuando nos parezca que nuestras
oraciones no son contestadas, debemos aferrarnos a la
promesa; porque el tiempo de recibir contestación
seguramente vendrá y recibiremos las bendiciones que más
necesitamos. Por supuesto, pretender que nuestras oraciones
sean siempre contestadas en la misma forma y según la cosa
particular que pidamos, es presunción. Dios es demasiado
sabio para equivocarse y demasiado bueno para negar un bien
a los que andan en integridad. Así que no temáis confiar en
él, aunque no veáis la inmediata respuesta de vuestras
oraciones. Confiad en la seguridad de su promesa: "Pedid, y
se os dará".
Si consultamos nuestras dudas
y temores, o procuramos resolver cada cosa que no veamos
claramente, antes de tener fe, solamente se acrecentarán y
profundizarán las perplejidades. Mas si venimos a Dios
sintiéndonos desamparados y necesitados, como realmente
somos, si venimos con humildad y con la verdadera
certidumbre de la fe le presentamos nuestras necesidades a
Aquel cuyo conocimiento es infinito, a quien nada se le
oculta y quien gobierna todas las cosas por su voluntad y
palabra, él puede y quiere atender nuestro clamor y hacer
resplandecer su luz en nuestro corazón. Por la oración
sincera nos ponemos en comunicación con la mente del
Infinito. Quizás no tengamos al instante ninguna prueba
notable de que el rostro de nuestro Redentor está inclinado
hacia nosotros con compasión y amor; sin embargo es así. No
podemos sentir su toque manifiesto, mas su mano nos sustenta
con amor y piadosa ternura.
Cuando imploramos
misericordia y bendición de Dios, debemos tener un espíritu
de amor y perdón en nuestro propio corazón. ¿Cómo podemos
orar: "Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros
perdonamos a nuestros deudores" (S. Mateo 6:12) y abrigar,
sin embargo, un espíritu que no perdona? Si esperamos que
nuestras oraciones sean oídas, debemos perdonar a otros como
esperamos ser perdonados nosotros.
La perseverancia en la
oración ha sido constituida en condición para recibir.
Debemos orar siempre si queremos crecer en fe y en
experiencia. Debemos ser "perseverantes en la oración"
(Romanos 12: 12). "Perseverad en la oración, velando en
ella, con acciones de gracia". (Colosenses 4: 2). El apóstol
Pedro exhorta a los cristianos a que sean "sobrios, y
vigilantes en las oraciones" (1 S. Pedro 4: 7). San Pablo
ordena: "En todas las circunstancias, por medio de la
oración y la plegaria, con acciones de gracias, dense a
conocer vuestras peticiones a Dios" (Filipenses 4: 6).
"Vosotros empero, hermanos,... - dice Judas - orando en el
Espíritu Santo, guardaos en el amor de Dios" (S. Judas 20,
21). Orar sin cesar es mantener una unión no interrumpida
del alma con Dios, de modo que la vida de Dios fluya a la
nuestra; y de nuestra vida la pureza y la santidad refluyan
a Dios.
Es necesario ser diligentes
en la oración; ninguna cosa os lo impida. Haced cuanto
podáis para que haya una comunión continua entre Jesús y
vuestra alma. Aprovechad toda oportunidad de ir donde se
suela orar. Los que están realmente procurando estar en
comunión con Dios, asistirán a los cultos de oración, fieles
en cumplir su deber, ávidos y ansiosos de cosechar todos los
beneficios que puedan alcanzar. Aprovecharán toda
oportunidad de colocarse donde puedan recibir rayos de luz
celestial.
Debemos también orar en el
círculo de nuestra familia; y sobre todo no descuidar la
oración privada, porque ésta es la vida del alma. Es
imposible que el alma florezca cuando se descuida la
oración. La sola oración pública o con la familia no es
suficiente. En medio de la soledad abrid vuestra alma al ojo
penetrante de Dios. La oración secreta sólo debe ser oída
del que escudriña los corazones: Dios. Ningún oído curioso
debe recibir el peso de tales peticiones. En la oración
privada el alma esta libre de las influencias del ambiente,
libre de excitación. Tranquila pero fervientemente se
extenderá la oración hacia Dios. Dulce y permanente será la
influencia que dimana de Aquel que ve en lo secreto, cuyo
oído está abierto a la oración que sale de lo profundo del
alma. Por una fe sencilla y tranquila el alma se mantiene en
comunión con Dios y recoge los rayos de la luz divina para
fortalecerse y sostenerse en la lucha contra Satanás. Dios
es el castillo de nuestra fortaleza.
Orad en vuestro gabinete; y
al ir a vuestro trabajo cotidiano, levantad a menudo vuestro
corazón a Dios. De este modo anduvo Enoc con Dios. Esas
oraciones silenciosas llegan como precioso incienso al trono
de la gracia. Satanás no puede vencer a aquel cuyo corazón
esta así apoyado en Dios. No hay tiempo o lugar en que sea
impropio orar a Dios. No hay nada que pueda impedirnos
elevar nuestro corazón en ferviente oración. En medio de las
multitudes y del afán de nuestros negocios, podemos ofrecer
a Dios nuestras peticiones e implorar la divina dirección,
como lo hizo Nehemías cuando hizo la petición delante del
rey Artajerjes. En dondequiera que estemos podemos estar en
comunión con él. Debemos tener abierta continuamente la
puerta del corazón, e invitar siempre a Jesús a venir y
morar en el alma como huésped celestial.
Aunque estemos rodeados de
una atmósfera corrompida y manchada, no necesitamos respirar
sus miasmas, antes bien podemos vivir en la atmósfera limpia
del cielo. Podemos cerrar la entrada a toda imaginación
impura y a todo pensamiento perverso, elevando el alma a
Dios mediante la oración sincera. Aquellos cuyo corazón esté
abierto para recibir el apoyo y la bendición de Dios,
andarán en una atmósfera más santa que la del mundo y
tendrán constante comunión con el cielo.
Necesitamos tener ideas más
claras de Jesús y una comprensión más completa de las
realidades eternas. La hermosura de la santidad ha de
consolar el corazón de los hijos de Dios: y para que esto se
lleve a cabo, debemos buscar las revelaciones divinas de las
cosas celestiales.
Extiéndase y elévese el alma
para que Dios pueda concedernos respirar la atmósfera
celestial. Podemos mantenernos tan cerca de Dios que en
cualquier prueba inesperada nuestros pensamientos se vuelvan
a él tan naturalmente como la flor se vuelve al sol.
Presentad a Dios vuestras
necesidades, gozos, tristezas, cuidados y temores. No podéis
agobiarlo ni cansarlo. El que tiene contados los cabellos de
vuestra cabeza, no es indiferente a las necesidades de sus
hijos. "Porque el Señor es muy misericordioso y compasivo'
(Santiago 5: 11). Su amoroso corazón se conmueve por
nuestras tristezas y aún por nuestra presentación de ellas.
Llevadle todo lo que confunda vuestra mente. Ninguna cosa es
demasiado grande para que él no la pueda soportar; él
sostiene los mundos y gobierna todos los asuntos del
universo. Ninguna cosa que de alguna manera afecte nuestra
paz es tan pequeña que él no la note. No hay en nuestra
experiencia ningún pasaje tan oscuro que él no pueda leer,
ni perplejidad tan grande que él no pueda desenredar.
Ninguna calamidad puede acaecer al más pequeño de sus hijos,
ninguna ansiedad puede asaltar el alma, ningún gozo alegrar,
ninguna oración sincera escaparse de los labios, sin que el
Padre celestial esté al tanto de ello, sin que tome en ello
un interés inmediato. El "sana a los quebrantados de
corazón, y venda sus heridas" (Salmo 147: 3). Las relaciones
entre Dios y cada una de las almas son tan claras y plenas
como si no hubiese otra alma por la cual hubiera dado a su
Hijo amado.
Jesús decía: "Pediréis en mi
nombre; y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros;
porque el Padre mismo os ama' (S. Juan 16: 26, 27 ) "Yo os
elegí a vosotros... para que cuanto pidiereis al Padre en mi
nombre, él os lo dé" (S. Juan 15: 16). Orar en nombre de
Jesús es más que una mera mención de su nombre al principio
y al fin de la oración. Es orar con los sentimientos y el
espíritu de Jesús, creyendo en sus promesas, confiando en su
gracia y haciendo sus obras.
Dios no pretende que algunos
de nosotros nos hagamos ermitaños o monjes, ni que nos
retiremos del mundo a fin de consagrarnos a los actos de
adoración. Nuestra vida debe ser como la vida de Cristo, que
estaba repartida entre la montaña y la multitud. El que no
hace nada más que orar, pronto dejará de hacerlo o sus
oraciones llegarán a ser una rutina formal. Cuando los
hombres se alejan de la vida social, de la esfera del deber
cristiano y de la obligación de llevar su cruz; cuando dejan
de trabajar ardientemente por el Maestro que trabajaba con
ardor por ellos, pierden lo esencial de la oración y no
tienen ya estímulo para la devoción. Sus oraciones llegan a
ser personales y egoístas. No pueden orar por las
necesidades de la humanidad o la extensión del reino de
Cristo, ni pedir fuerza con que trabajar.
Sufrimos una pérdida cuando
descuidamos la oportunidad de asociarnos para fortalecernos
y edificarnos mutuamente en el servicio de Dios. Las
verdades de su Palabra pierden en nuestras almas su
vivacidad e importancia. Nuestros corazones dejan de ser
alumbrados y vivificados por la influencia santificadora y
declinamos en espiritualidad. En nuestra asociación como
cristianos perdemos mucho por falta de simpatías mutuas. El
que se encierra completamente dentro de sí mismo no esta
ocupando la posición que Dios le señaló. El cultivo
apropiado de los elementos sociales de nuestra naturaleza
nos hace simpatizar con otros y es para nosotros un medio de
desarrollarnos y fortalecernos en el servicio de Dios.
Si todos los cristianos se
asociaran, hablando entre ellos del amor de Dios y de las
preciosas verdades de la redención, su corazón se
robustecería y se edificarían mutuamente. Aprendamos
diariamente más de nuestro Padre celestial, obteniendo una
nueva experiencia de su gracia, y entonces desearemos hablar
de su amor; así nuestro propio corazón se encenderá y
reanimará. Si pensáramos y habláramos más de Jesús y menos
de nosotros mismos, tendríamos mucho más de su presencia.
Si tan sólo pensáramos en él
tantas veces como tenemos pruebas de su cuidado por
nosotros, lo tendríamos siempre presente en nuestros
pensamientos y nos deleitaríamos en hablar de él y en
alabarle. Hablamos de las cosas temporales porque tenemos
interés en ellas. Hablamos de nuestros amigos porque los
amamos; nuestras tristezas y alegrías están ligadas con
ellos. Sin embargo, tenemos razones infinitamente mayores
para amar a Dios que para amar 103 a nuestros amigos
terrenales, y debería ser la cosa más natural del mundo
tenerlo como el primero en todos nuestros pensamientos,
hablar de su bondad y alabar su poder. Los ricos dones que
ha derramado sobre nosotros no estaban destinados a absorber
nuestros pensamientos y amor de tal manera que nada
tuviéramos que dar a Dios; antes bien, debieran hacernos
acordar constantemente de él y unirnos por medio de los
vínculos del amor y gratitud a nuestro celestial Benefactor.
Vivimos demasiado apegados a lo terreno. Levantemos nuestros
ojos hacia la puerta abierta del santuario celestial, donde
la luz de la gloria de Dios resplandece en el rostro de
Cristo, quien "también puede salvar hasta lo sumo a los que
se acercan a Dios por medio de él" (Hebreos 7: 25).
Debemos alabar más a Dios por
su misericordia "y sus maravillas para con los hijos de
Adán' (Salmo 107: 8). Nuestros ejercicios de devoción no
deben consistir enteramente en pedir y recibir. No estemos
pensando siempre en nuestras necesidades y nunca en las
bendiciones que recibimos. No oramos nunca demasiado, pero
somos muy parcos en dar gracias. Somos diariamente los
recipientes de las misericordias de Dios y, sin embargo,
¡cuán poca gratitud expresamos, cuán poco lo alabamos por lo
que ha hecho por nosotros!
Antiguamente el Señor ordenó
esto a Israel, para cuando se congregara para su servicio:
"Y los comeréis allí delante de Jehová vuestro Dios; y os
regocijaréis vosotros y vuestras familias en toda empresa de
vuestra mano, en que os habrá bendecido Jehová vuestro Dios"
(Deuteronomio 12: 7). Aquello que se hace para la gloria de
Dios debe hacerse con alegría, con cánticos de alabanza y
acción de gracias, no con tristeza y semblante adusto.
Nuestro Dios es un Padre
tierno y misericordioso. Su servicio no debe mirarse como
una cosa que entristece, como un ejercicio que desagrada.
Debe ser un placer adorar al Señor y participar en su obra.
Dios no quiere que sus hijos, a los cuales proporcionó una
salvación tan grande, trabajen como si él fuera un amo duro
y exigente. El es nuestro mejor amigo, y cuando lo adoramos,
quiere estar con nosotros para bendecirnos y confortarnos,
llenando nuestro corazón de alegría y amor. El Señor quiere
que sus hijos se consuelen en su servicio y hallen más
placer que penalidad en el trabajo. El quiere que los que lo
adoran saquen pensamientos preciosos de su cuidado y amor,
para que estén siempre contentos y tengan gracia para
conducirse honesta y fielmente en todas las cosas.
Es preciso juntarnos en torno
de la cruz. Cristo, y Cristo crucificado, debe ser el tema
de nuestra meditación, conversación y más gozosa emoción.
Debemos tener presentes todas las bendiciones que recibimos
de Dios, y al darnos cuenta de su gran amor, debiéramos
estar prontos a confiar todas las cosas a la mano que fue
clavada en la cruz por nosotros.
El alma puede elevarse hasta
el cielo en las alas de la alabanza. Dios es adorado con
cánticos y música en las mansiones celestiales, y al
expresarle nuestra gratitud, nos aproximamos al culto de los
habitantes del cielo. "El que ofrece sacrificio de alabanza
me glorificará' (Salmo 50: 23). Presentémonos, pues, con
gozo reverente delante de nuestro Creador con "acciones de
gracias y voz de melodía" (Isaías 51: 3).
Los Dos Lenguajes de la Providencia
SON muchas las formas en que
Dios está procurando dársenos a conocer y ponernos en
comunión con él. La naturaleza habla sin cesar a nuestros
sentidos. El corazón que está preparado quedará impresionado
por el amor y la gloria de Dios tal como se revelan en las
obras de sus manos. El oído atento puede escuchar y entender
las comunicaciones de Dios por las cosas de la naturaleza.
Los verdes campos, los elevados árboles, los botones y las
flores, la nubecilla que pasa, la lluvia que cae, el arroyo
que murmura, las glorias de los cielos, hablan a nuestro
corazón y nos invitan a conocer a Aquel que lo hizo todo.
Nuestro Salvador entrelazó
sus preciosas lecciones con las cosas de la naturaleza. Los
árboles, los pájaros, las flores, los valles, las colinas,
los lagos y los hermosos cielos, así como los incidentes y
las circunstancias de la vida diaria, fueron todos ligados a
las palabras de verdad, a fin de que sus lecciones fuesen
así traídas a menudo a la memoria, aún en medio de los
cuidados de la vida de trabajo del hombre.
Dios quiere que sus hijos
aprecien sus obras y se deleiten en la sencilla y tranquila
hermosura con que él ha adornado nuestra morada terrenal. El
es amante de lo bello y, sobre todo, ama la belleza del
carácter, que es más atractiva que todo lo externo; y quiere
que cultivemos la pureza y la sencillez, las gracias
características de las flores.
Si tan sólo queremos
escuchar, las obras que Dios ha hecho nos enseñarán
lecciones preciosas de obediencia y confianza. Desde las
estrellas que en su carrera por el espacio sin huellas
siguen de siglo en siglo sus sendas asignadas, hasta el
átomo más pequeño, las cosas de la naturaleza obedecen a la
voluntad del Creador. Y Dios cuida y sostiene todas las
cosas que ha creado. El que sustenta los innumerables mundos
diseminados por la inmensidad, también tiene cuidado del
gorrioncillo que entona sin temor su humilde canto. Cuando
los hombres van a su trabajo o están orando; cuando
descansan o se levantan por la mañana; cuando el rico se
sacia en el palacio, o cuando el pobre reúne a sus hijos
alrededor de su escasa mesa, el Padre celestial vigila
tiernamente a todos. No se derraman lágrimas sin que él lo
note. No hay sonrisa que para él pase inadvertida.
Si creyéramos plenamente
esto, toda ansiedad indebida desaparecería. Nuestras vidas
no estarían tan llenas de desengaños como ahora; porque cada
cosa, grande o pequeña, debe dejarse en las manos de Dios,
quien no se confunde por la multiplicidad de los cuidados,
ni se abruma por su peso. Gozaríamos entonces del reposo del
alma al cual muchos han sido por largo tiempo extraños.
Cuando vuestros sentidos se
deleiten en la amena belleza de la tierra, pensad en el
mundo venidero que nunca conocerá mancha de pecado ni de
muerte; donde la faz de la naturaleza no llevará más la
sombra de la maldición. Que vuestra imaginación represente
la morada de los justos y entonces recordad que será más
gloriosa que cuanto pueda figurarse la más brillante
imaginación. En los variados dones de Dios en la naturaleza
no vemos sino el reflejo más pálido de su gloria. Está
escrito: "¡Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, y que jamás
entraron en pensamiento humano - las cosas grandes que ha
preparado Dios para los que le aman!" (1 Corintios 2: 9).
El poeta y el naturalista
tienen muchas cosas que decir acerca de la naturaleza, pero
es el cristiano el que más goza de la belleza de la tierra,
porque reconoce la obra de la mano de su Padre y percibe su
amor en la flor, el arbusto y el árbol. Nadie que no los
mire como una expresión del amor de Dios al hombre puede
apreciar plenamente la significación de la colina ni del
valle, del río ni del mar.
Dios nos habla mediante sus
obras providenciales y por la influencia de su Espíritu
Santo en el corazón. En nuestras circunstancias y ambiente,
en los cambios que suceden diariamente en torno nuestro,
podemos encontrar preciosas lecciones, si tan sólo nuestros
corazones están abiertos para recibirlas. El salmista,
trazando la obra de la Providencia divina, dice: "La tierra
está llena de la misericordia de Jehová" (Salmo 33 : 5).
"¡Quien sea sabio, observe estas cosas; y consideren todos
la misericordia de Jehová!" (Salmo 107:43).
Dios nos habla también en su
Palabra. En ella tenemos en líneas más claras la revelación
de su carácter, de su trato con los hombres y de la gran
obra de la redención. En ella se nos presenta la historia de
los patriarcas y profetas y de otros hombres santos de la
antigüedad. Ellos eran hombres sujetos "a las mismas
debilidades que nosotros" (Santiago 5: 17). Vemos cómo
lucharon entre descorazonamientos como los nuestros, cómo
cayeron bajo tentaciones como hemos caído nosotros y, sin
embargo, cobraron nuevo valor y vencieron por la gracia de
Dios; y recordándolos, nos animamos en nuestra lucha por la
justicia. Al leer el relato de los preciosos sucesos que se
les permitió experimentar, la luz, el amor y la bendición
que les tocó gozar y la obra que hicieron por la gracia a
ellos dada, el espíritu que los inspiró enciende en nosotros
un fuego de santo celo y un deseo de ser como ellos en
carácter y de andar con Dios como ellos.
Jesús dijo de las Escrituras
del Antiguo Testamento - y ¡cuánto más cierto es esto acerca
del Nuevo! - : "Ellas son las que dan testimonio de mí" (S.
Juan 5: 39), el Redentor, Aquel en quien vuestras esperanzas
de vida eterna se concentran. Sí, la Biblia entera nos habla
de Cristo. Desde el primer relato de la creación, de la cual
se dice: "Sin él nada de lo que es hecho, fue hecho" (S.
Juan 1:3), hasta la última promesa: "¡He aquí, yo vengo
presto!" (Apocalipsis 22: 12) leemos acerca de sus obras y
escuchamos su voz. Si deseáis conocer al Salvador, estudiad
las Santas Escrituras.
Llenad vuestro corazón de las
palabras de Dios. Son el agua viva que apaga vuestra sed.
Son el pan vivo que descendió del cielo. Jesús declara: "A
menos que comáis la carne del Hijo del hombre, y bebáis su
sangre, no tendréis vida en vosotros" Y al explicarse, dice:
"Las palabras que yo os he hablado espíritu y vida son" (S.
Juan 6: 53, 63). Nuestros cuerpos viven de lo que comemos y
bebemos; y lo que sucede en la vida natural sucede en la
espiritual: lo que meditamos es lo que da tono y vigor a
nuestra naturaleza espiritual.
El tema de la redención es un
tema que los ángeles desean escudriñar; será la ciencia y el
canto de los redimidos durante las interminables edades de
la eternidad. ¿No es un pensamiento digno de atención y
estudio ahora? La Infinita misericordia y el amor de Jesús,
el sacrificio hecho en nuestro favor, demandan de nosotros
la más seria y solemne reflexión. Debemos espaciarnos en el
carácter de nuestro querido Redentor e Intercesor. Debemos
meditar sobre la misión de Aquel que vino a salvar a su
pueblo de sus pecados. Cuando contemplemos así los asuntos
celestiales, nuestra fe y amor serán más fuertes y nuestras
oraciones más aceptables a Dios, porque se elevarán siempre
con más fe y amor. Serán inteligentes y fervientes. Habrá
una confianza constante en Jesús y una experiencia viva y
diaria en su poder de salvar completamente a todos los que
van a Dios por medio de él.
A medida que meditemos en la
perfección del Salvador, desearemos ser enteramente
transformados y renovados conforme a la imagen de su pureza.
Nuestra alma tendrá hambre y sed de ser hecha como Aquel a
quien adoramos. Mientras más concentremos nuestros
pensamientos en Cristo, más hablaremos de él a otros y lo
representaremos ante el mundo.
La Biblia no fue escrita
solamente para el hombre erudito; al contrario, fue
destinada a la gente común. Las grandes verdades necesarias
para la salvación están presentadas con tanta claridad como
la luz del mediodía; y nadie equivocará o perderá el camino,
salvo los que sigan su juicio privado en vez de la voluntad
divina tan claramente revelada.
No debemos conformarnos con
el testimonio de ningún hombre en cuanto a lo que enseñan
las Santas Escrituras, sino que debemos estudiar las
palabras de Dios por nosotros mismos. Si dejamos que otros
piensen por nosotros, nuestra energía quedará mutilada y
limitadas nuestras aptitudes. Las nobles facultades del alma
pueden perder tanto por no ejercitarse en temas dignos de su
concentración, que lleguen a ser incapaces de penetrar la
profunda significación de la Palabra de Dios. La
inteligencia se desarrollará si se emplea en investigar la
relación de los asuntos de la Biblia, comparando texto con
texto y lo espiritual con lo espiritual.
No hay ninguna cosa mejor
para fortalecer la inteligencia que el estudio de las Santas
Escrituras. Ningún libro es tan potente para elevar los
pensamientos, para dar vigor a las facultades, como las
grandes y ennoblecedoras verdades de la Biblia. Si se
estudiara la Palabra de Dios como se debe, los hombres
tendrían una grandeza de espíritu, una nobleza de carácter y
una firmeza de propósito, que raramente pueden verse en
estos tiempos.
No se saca sino un beneficio
muy pequeño de una lectura precipitada de las Sagradas
Escrituras. Uno puede leer toda la Biblia y quedarse, sin
embargo, sin ver su belleza o comprender su sentido profundo
y oculto. Un pasaje estudiado hasta que su significado nos
parezca claro y evidentes sus relaciones con el plan de la
salvación, es de mucho más valor que la lectura de muchos
capítulos sin un propósito determinado y sin obtener ninguna
instrucción positiva. Tened vuestra Biblia a mano, para que
cuando tengáis oportunidad la leáis; retened los textos en
vuestra memoria. Aún al ir por la calle, podéis leer un
pasaje y meditar en él hasta que se grabe en la mente.
No podemos obtener sabiduría
sin una atención verdadera y un estudio con oración. Algunas
porciones de la Santa Escritura son en verdad demasiado
claras para que se puedan entender mal; pero hay otras cuyo
significado no es superficial, para que se vea a primera
vista. Se debe comparar pasaje con pasaje. De haber un
escudriñamiento cuidadoso y una reflexión acompañada de
oración. Y tal estudio será abundantemente recompensado.
Como el minero descubre vetas de precioso metal ocultas
debajo de la superficie de la tierra, así también el que
perseverantemente escudriña la Palabra de Dios buscando sus
tesoros ocultos, encontrará verdades del mayor valor, que se
ocultan de la vista del investigador descuidado. Las
palabras de la inspiración, examinadas en el alma, serán
como ríos de agua que manan de la fuente de la vida.
Nunca se debe estudiar la
Biblia sin oración. Antes de abrir sus páginas debemos pedir
la iluminación del Espíritu Santo, y ésta nos será dada.
Cuando Natanael vino a Jesús, el Salvador exclamó: "He aquí
verdaderamente un israelita, en quien no hay engaño. Dícele
Natanael: ¿De dónde me conoces? Jesús respondió y dijo:
Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la
higuera, te vi" (S. Juan 1: 47, 48). Así también nos verá
Jesús en los lugares secretos de oración, si lo buscamos
para que nos dé luz para saber lo que es la verdad. Los
ángeles del mundo de luz estarán con los que busquen con
humildad de corazón la dirección divina.
El Espíritu Santo exalta y
glorifica al Salvador. Es su oficio presentar a Cristo, la
pureza de su justicia y la gran salvación que tenemos por
él. Jesús dice: El "tomará de lo mío, y os lo anunciará' (S.
Juan 16: 14). El Espíritu de verdad es el único maestro
eficaz de la verdad divina. ¡Cuánto no estimará Dios a la
raza humana, siendo que dio a su Hijo para que muriese por
ella y manda su Espíritu para que sea el maestro y continuo
guía del hombre!.
¿Qué Debe Hacerse con la Duda?
MUCHOS, especialmente los que
son nuevos en la vida cristiana, se sienten a veces turbados
con las sugestiones del escepticismo. Hay muchas cosas en la
Biblia que no pueden explicar y ni siquiera entender, y
Satanás las emplea para hacer vacilar su fe en las Santas
Escrituras como revelación de Dios. Preguntan: "¿Cómo sabré
cuál es el buen camino? Si la Biblia es en verdad la Palabra
de Dios, ¿cómo puedo librarme de estas dudas y
perplejidades?
Dios nunca nos exige que
creamos sin darnos suficiente evidencia sobre la cual fundar
nuestra fe. Su existencia, su carácter, la veracidad de su
Palabra, todas estas cosas están establecidas por abundantes
testimonios que excitan nuestra razón. Sin embargo, Dios no
ha quitado nunca toda posibilidad de duda. Nuestra fe debe
reposar sobre evidencias, no sobre demostraciones. Los que
quieran dudar tendrán oportunidad; al paso que los que
realmente deseen conocer la verdad, encontrarán abundante
evidencia sobre la cual basar su fe.
Es imposible para el espíritu
finito del hombre comprender plenamente el carácter o las
obras del Infinito. Para la inteligencia mas perspicaz, para
el espíritu más ilustrado, aquel santo Ser debe siempre
permanecer envuelto en el misterio. "¿Puedes tú descubrir
las cosas recónditas de Dios? ¿puedes hasta lo sumo llegar a
conocer al Todopoderoso? Ello es alto como el cielo, ¿qué
podrás hacer? más hondo es que el infierno, ¿ que podrás
saber?' (Job 11: 7, 8).
El apóstol Pablo exclama: "¡Oh
profundidad de las riquezas, así de la sabiduría como de la
ciencia de Dios! ¡cuán inescrutables son sus juicios, e
ininvestigables sus caminos!" (Romanos 11: 33). Mas aunque
"nubes y tinieblas están alrededor de él; justicia y juicio
son el asiento de su trono" (Salmo 97: 2). Pero donde
comprendemos su modo de obrar con nosotros y los motivos que
lo mueven, descubrimos su amor y misericordia sin límites
unidos a su infinito poder. Podemos entender de sus
designios cuanto es bueno para nosotros saber, y más allá de
esto debemos confiar todavía en la mano omnipotente y en el
corazón lleno de amor.
La Palabra de Dios, como el
carácter de su divino Autor, presenta misterios que nunca
podrán ser plenamente comprendidos por seres finitos. La
entrada del pecado en el mundo, la encarnación de Cristo, la
regeneración y otros muchos asuntos que se presentan en la
Biblia, son misterios demasiado profundos para que la mente
humana los explique, o para que los comprenda siquiera
plenamente. Pero no tenemos razón para dudar de la Palabra
de Dios porque no podamos entender los misterios de su
providencia. En el mundo natural estamos siempre rodeados de
misterios que no podemos sondear. Aun las formas más
humildes de la vida presentan un problema que el más sabio
de los filósofos es incapaz de explicar. Por todas partes se
presentan maravillas que superan nuestro conocimiento.
¿Debemos sorprendernos de que en el mundo espiritual haya
también misterios que no podamos sondear? La dificultad está
únicamente en la debilidad y estrechez del espíritu humano.
Dios nos ha dado en las Santas Escrituras pruebas
suficientes de su carácter divino y no debemos dudar de su
Palabra porque no podamos entender los misterios de su
providencia.
El apóstol Pedro dice que hay
en las Escrituras "cosas difíciles de entender, que los
ignorantes e inconstantes tuercen, . . . para su propia
destrucción" (2 S. Pedro 3: 16). Los incrédulos han
presentado las dificultades de las Sagradas Escrituras como
un argumento en contra de la Biblia; pero muy lejos de ello,
éstas constituyen una fuerte prueba de su divina
inspiración. Si no contuvieran acerca de Dios sino aquello
que fácilmente pudiéramos comprender, si su grandeza y
majestad pudieran ser abarcadas por inteligencias finitas,
entonces la Biblia no llevaría las credenciales inequívocas
de la autoridad divina. La misma grandeza y los mismos
misterios de los temas presentados, deben inspirar fe en
ella como Palabra de Dios.
La Biblia presenta la verdad
con una sencillez y una adaptación tan perfecta a las
necesidades y anhelos del corazón humano, que ha asombrado y
encantado a los espíritus más cultivados, al mismo tiempo
que capacita al humilde e inculto para discernir el camino
de la salvación. Sin embargo, estas verdades sencillamente
declaradas tratan de asuntos tan elevados, de tan grande
trascendencia, tan infinitamente fuera del alcance de la
comprensión humana, que sólo podemos aceptarlos porque Dios
nos lo ha declarado. Así está patente el plan de la
redención delante de nosotros, de modo que cualquiera pueda
ver el camino que ha de tomar a fin de arrepentirse para con
Dios y tener fe en nuestro Señor Jesucristo, a fin de que
sea salvo de la manera señalada por Dios. Sin embargo, bajo
estas verdades tan fácilmente entendibles, existen misterios
que son el escondedero de su gloria; misterios que abruman
la mente investigadora y que, sin embargo, inspiran fe y
reverencia al sincero investigador de la verdad. Cuanto más
escudriña éste la Biblia tanto más profunda es su convicción
de que es la Palabra del Dios vivo, y la razón humana se
postra ante la majestad de la revelación divina.
Reconocer que no podemos
entender plenamente las grandes verdades de la Biblia, es
solamente admitir que la mente finita es insuficiente para
abarcar lo infinito; que el hombre, con su limitado
conocimiento humano, no puede entender los designios de la
Omnisciencia.
Por cuanto no pueden sondear
todos los misterios de la Palabra de Dios, los escépticos y
los incrédulos la rechazan; y no todos los que profesan
creer en la Biblia están libres de este peligro. El apóstol
dice: "Mirad, pues, hermanos, no sea que acaso haya en
alguno de vosotros, un corazón malo de incredulidad, en el
apartarse del Dios vivo" (Hebreos 3: 12). Es bueno estudiar
detenidamente las enseñanzas de la Biblia, e investigar "las
profundidades de Dios", hasta donde se revelan en las Santas
Escrituras. Porque aunque "las cosas secretas pertenecen a
Jehová nuestro Dios", "las reveladas nos pertenecen a
nosotros" (Deuteronomio 29: 29). Mas es la obra de Satanás
pervertir las facultades de investigación del entendimiento.
Cierto orgullo se mezcla en la consideración de la verdad
bíblica, de modo que cuando los hombres no pueden explicar
todas sus partes como quieren, se impacientan y se sienten
derrotados. Es para ellos demasiado humillante reconocer que
no pueden entender las palabras inspiradas. No están
dispuestos a esperar pacientemente hasta que Dios juzgue
oportuno revelarles la verdad. Creen que su sabiduría humana
sin auxilio es suficiente para hacerles entender las Santas
Escrituras y, cuando no pueden hacerlo, niegan virtualmente
su autoridad. Es verdad que muchas teorías y doctrinas que
se consideran generalmente derivadas de la Biblia no tienen
fundamento en ella y, a la verdad, son contrarias a todo el
tenor de la inspiración. Estas cosas han sido motivo de duda
y perplejidad para muchos espíritus. No son, sin embargo,
imputables a la Palabra de Dios, sino a la perversión que
los hombres han hecho de ella.
Si fuera posible para los
seres terrenales obtener un pleno conocimiento de Dios y de
sus obras, no habría ya para ellos, después de lograrlo, ni
descubrimiento de nuevas verdades, ni crecimiento en
conocimiento, ni desarrollo ulterior del espíritu o del
corazón. Dios no sería ya supremo, y el hombre, habiendo
alcanzado el límite del conocimiento y progreso, dejaría de
adelantar. Demos gracias a Dios de que no sea así. Dios es
infinito; "en él están todos los tesoros de la sabiduría y
de la ciencia" (Colosenses 2: 3). Y por toda la eternidad
los hombres podrán estar siempre escudriñando, siempre
aprendiendo sin poder agotar nunca, sin embargo, los tesoros
de la sabiduría, la bondad y el poder.
Dios quiere que aun en esta
vida las verdades de su Palabra continúen siempre
revelándose a su pueblo. Y hay sólo un modo para obtener
este conocimiento. No podemos llegar a entender la Palabra
de Dios sino por la iluminación del Espíritu por el cual fue
dada la Palabra. "Las cosas de Dios nadie las conoce, sino
el Espíritu de Dios" (1 Corintios 2: 11) ;"porque el
Espíritu escudriña todas las cosas, y aun las cosas
profundas de Dios" (1 Corintios 2: 10). Y la promesa del
Salvador a sus discípulos fue: "Mas cuando viniere Aquel, el
Espíritu de verdad, él os guiará al conocimiento de toda la
verdad; ... porque tomará de lo mío, y os lo anunciará' (S.
Juan 16: 13, 14).
Dios quiere que el hombre
haga uso de la facultad de razonar que le ha dado; y el
estudio de la Biblia fortalece y eleva la mente como ningún
otro estudio puede hacerlo. Con todo, debemos cuidarnos de
no deificar la razón, porque está sujeta a las debilidades y
flaquezas de la humanidad. Si no queremos que las Sagradas
Escrituras estén veladas para nuestro entendimiento, de modo
que no podamos comprender ni las verdades más sencillas,
debemos tener la sencillez y la fe de un niño, estar
dispuestos a aprender, e implorar la ayuda del Espíritu
Santo. El conocimiento del poder y la sabiduría de Dios y la
conciencia de nuestra incapacidad para comprender su
grandeza, debe inspirarnos humildad, y debemos abrir su
Palabra con santo temor, como si compareciéramos ante él.
Cuando tomamos la Biblia, nuestra razón debe reconocer una
autoridad superior a ella misma y el corazón y la
inteligencia deben postrarse ante el gran YO SOY. Hay muchas
cosas aparentemente difíciles u oscuras, que Dios hará
claras y sencillas para los que así procuren entenderlas.
Mas sin la dirección del Espíritu Santo, estaremos
continuamente expuestos a torcer las Sagradas Escrituras o a
interpretarlas mal. Hay muchas maneras de leer la Biblia que
no aprovechan y que causan en algunos casos un daño
positivo. Cuando el Libro de Dios se abre sin oración y
reverencia; cuando los pensamientos y afectos no están fijos
en Dios, o en armonía con su voluntad, el corazón está
envuelto en la duda; y entonces, con el mismo estudio de la
Biblia, se fortalece el escepticismo. El enemigo se
posesiona de los pensamientos y sugiere interpretaciones
incorrectas. Cuando los hombres no procuran estar en armonía
con Dios en obras y en palabras, por instruidos que sean,
están expuestos a errar en su modo de entender las Santas
Escrituras y no es seguro confiar en sus explicaciones. Los
que escudriñan las Escrituras para buscar contradicciones,
no tienen penetración espiritual. Con vista perturbada
encontrarán muchas razones para dudar y no creer en cosas
realmente claras y sencillas.
Pero, disfráceselo como se
quiera, el amor al pecado es casi siempre la causa real de
la duda y el escepticismo. Las enseñanzas y restricciones de
la Palabra de Dios no agradan al corazón orgulloso, lleno de
pecado; y los que no quieren obedecer sus mandamientos,
fácilmente dudan de su autoridad. Para llegar al
conocimiento de la verdad, debemos tener un deseo sincero de
conocer la verdad y buena voluntad en el corazón para
obedecerla. Todos los que estudien la Biblia con este
espíritu, encontrarán en abundancia pruebas de que es la
Palabra de Dios y pueden obtener un conocimiento de sus
verdades que los hará sabios para la salvación.
Cristo dijo: "Si alguno
quisiere hacer su voluntad, conocerá de mi enseñanza' (S.
Juan 7: 17). En vez de discutir y cavilar tocante a aquello
que no entendáis, aprovechad la luz que ya brilla sobre
vosotros y recibiréis mayor luz. Mediante la gracia de
Cristo, cumplid todos los deberes que hayáis llegado a
entender y seréis capaces de entender y cumplir aquellos de
los cuales todavía dudáis.
Hay una prueba que está al
alcance de todos, del más educado y del más ignorante, la
prueba de la experiencia. Dios nos invita a probar por
nosotros mismos la realidad de su Palabra, la verdad de sus
promesas. El nos dice: "Gustad y ved que Jehová es bueno'
(Salmo 34: 8). En vez de depender de las palabras de otro,
tenemos que probar por nosotros mismos. Dice: "Pedid, y
recibiréis" (S. Juan 16: 24). Sus promesas se cumplirán.
Nunca han faltado; nunca pueden faltar. Y cuando seamos
atraídos a Jesús y nos regocijemos en la plenitud de su
amor, nuestras dudas y tinieblas desaparecerán ante la luz
de su presencia. El apóstol Pablo dice que Dios "nos ha
libertado de la potestad de las tinieblas, y nos ha
trasladado al reino del Hijo de su amor" (Colosenses 1: 13).
Y todo aquel que ha pasado de muerte a vida "ha puesto su
sello a esto, que Dios es veraz' (S. Juan 3: 33). Puede
testificar: "Necesitaba auxilio y lo he encontrado en Jesús.
Fueron suplidas todas mis necesidades, fue satisfecha el
hambre de mi alma y ahora la Biblia es para mí la revelación
de Jesucristo. ¿Me preguntáis por qué creo en Jesús? Porque
es para mí un Salvador divino. ¿Por qué creo en la Biblia?
Porque he hallado que es la voz de Dios para mi alma".
Podemos tener en nosotros mismos el testimonio de que la
Biblia es verdadera y de que Cristo es el Hijo de Dios.
Sabemos que no estamos siguiendo fábulas astutamente
imaginadas.
San Pedro exhorta a los
hermanos a crecer "en la gracia, y en el conocimiento de
nuestro Señor y Salvador Jesucristo' (2 S. Pedro 3: 18).
Cuando el pueblo de Dios crece en la gracia, obtiene
constantemente un conocimiento más claro de su Palabra.
Contempla nueva luz y belleza en sus sagradas verdades. Esto
es lo que ha sucedido en la historia de la iglesia en todas
las edades y continuará sucediendo hasta el fin. "Pero la
senda de los justos es como la luz de la aurora, que se va
aumentando en resplandor hasta que el día es perfecto'
(Proverbios 4: 18).
Por medio de la fe podemos
mirar lo futuro y confiar en las promesas de Dios respecto
al 115desarrollo de la inteligencia, a la unión de las
facultades humanas con las divinas y al contacto directo de
todas las potencias del alma con la Fuente de Luz. Podemos
regocijarnos de que todas las cosas que nos han confundido
en las providencias de Dios serán entonces aclaradas; las
cosas difíciles de entender serán entonces reveladas; y
donde nuestro entendimiento finito veía solamente confusión
y desorden, veremos la más perfecta y hermosa armonía.
"Porque ahora vemos oscuramente, como por medio de un
espejo, mas entonces, cara a cara; ahora conozco en parte,
pero entonces conoceré así como también soy conocido" (1
Corintios 13: 12).
Cómo Lograr una Magnífica Renovación
"SI ALGUNO está en Cristo, es
una nueva criatura: las cosas viejas pasaron ya, he aquí que
todo se ha hecho nuevo" (2 Corintios 5: 17).
Tal vez alguno no Podrá decir
el tiempo o el lugar exacto, ni trazar toda la cadena de
circunstancias del proceso de su conversión; pero esto no
prueba que no se haya convertido. Cristo dijo a Nicodemo:
"El viento de donde quiere sopla, y oyes su sonido, mas no
sabes de dónde viene, ni adónde va; así es todo aquel que es
nacido del Espíritu" (S. Juan 3: 8). Así como el viento es
invisible y, sin embargo, se ven y se sienten claramente sus
efectos, así obra el Espíritu de Dios en el corazón humano.
El poder regenerador que ningún ojo humano puede ver,
engendra una vida nueva en el alma; crea un nuevo ser
conforme a la imagen de Dios. Aunque la obra del Espíritu es
silenciosa e imperceptible, sus efectos son manifiestos.
Cuando el corazón ha sido renovado por el Espíritu de Dios,
el hecho se manifiesta en la vida. Al paso que no podemos
hacer nada para cambiar nuestro corazón, ni para ponernos en
armonía con Dios, al paso que no debemos confiar para nada
en nosotros ni en nuestras buenas obras, nuestras vidas han
de revelar si la gracia de Dios mora en nosotros. Se notará
un cambio en el carácter, en las costumbres y ocupaciones.
La diferencia será muy clara e inequívoca entre lo que han
sido y lo que son. El carácter se da a conocer, no por las
obras buenas o malas que de vez en cuando se ejecutan, sino
por la tendencia de las palabras y de los actos en la vida
diaria.
Es cierto que puede haber una
corrección del comportamiento externo, sin el poder
regenerador de Cristo. El amor a la influencia y el deseo de
la estimación de otros pueden producir una vida muy
ordenada. El respeto propio puede impulsarnos a evitar la
apariencia del mal. Un corazón egoísta puede ejecutar obras
generosas. ¿De qué medio nos valdremos, entonces, para saber
a qué clase pertenecemos?
¿Quién posee nuestro corazón?
¿Con quién están nuestros pensamientos? ¿De quién nos gusta
hablar? ¿Para quién son nuestros más ardientes afectos y
nuestras mejores energías? Si somos de Cristo, nuestros
pensamientos están con él y nuestros más gratos pensamientos
son para él. Todo lo que tenemos y somos lo hemos consagrado
a él. Deseamos vehementemente ser semejantes a él, tener su
Espíritu, hacer su voluntad y agradarle en todo.
Los que son hechos nuevas
criaturas en Cristo Jesús manifiestan los frutos del
Espíritu: "amor, gozo, paz, longanimidad, benignidad,
bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza". (Gálatas 5: 22,
23) Ya no se conforman por más tiempo con las
concupiscencias anteriores, sino que por la fe del Hijo de
Dios siguen sus pisadas, reflejan su carácter y se purifican
a sí mismos así como él es puro. Aman ahora las cosas que en
un tiempo aborrecían y aborrecen las cosas que en otro
tiempo amaban. El que era orgulloso y dominante, ahora es
manso y humilde de corazón. El que antes era vano y
altanero, ahora es serio y discreto. El que antes era
borracho, ahora es sobrio y el que era libertino, puro. Han
dejado las costumbres y modas vanas del mundo. Los
cristianos no buscan "el adorno exterior", sino que "sea
adornado el hombre interior del corazón, con la ropa
imperecedera de un espíritu manso y sosegado" (1 S. Pedro 3:
3, 4).
No hay evidencia de
arrepentimiento verdadero cuando no se produce una reforma
en la vida. Si restituye la prenda, devuelve lo que hubiere
robado, confiesa sus pecados y ama a Dios y a su prójimo, el
pecador puede estar seguro de que pasó de muerte a vida.
Cuando venimos a Cristo, como
seres errados y pecaminosos, y nos hacemos participantes de
su gracia perdonadora, nace en nuestro corazón el amor a él.
Toda carga resulta ligera; porque el yugo de Cristo es
suave. Nuestros deberes se hacen deliciosos y los
sacrificios, un gozo. El sendero que en el pasado nos
parecía cubierto de tinieblas ahora brilla con los rayos del
Sol de Justicia.
La belleza del carácter de
Cristo se verá en los que le siguen. Era su delicia hacer la
voluntad de Dios. El poder predominante en la vida de
nuestro Salvador era el amor a Dios y el celo por su gloria.
El amor embellecía y ennoblecía todas sus acciones. El amor
es de Dios, no puede producirlo u originarlo el corazón
inconverso. Se encuentra solamente en el corazón donde
Cristo reina. "Nosotros amamos, por cuanto él nos amó
primero". (1 S. Juan 4: 19) En el corazón regenerado por la
gracia divina, el amor es el móvil de las acciones. Modifica
el carácter, gobierna los impulsos, restringe las pasiones,
domina la enemistad y ennoblece los afectos. Este amor
alimentado en el alma, endulza la vida y derrama una
influencia purificadora en todo su derredor
Hay dos errores contra los
cuales los hijos de Dios, particularmente los que apenas han
comenzado a confiar en su gracia, deben especialmente
guardarse. El primero, sobre el que ya se ha insistido, es
el de fijarse en sus propias obras, confiando en alguna cosa
que puedan hacer, para ponerse en armonía con Dios. El que
está procurando llegar a ser santo mediante sus propios
esfuerzos por guardar la ley, está procurando una
imposibilidad. Todo lo que el hombre puede hacer sin Cristo
está contaminado de amor propio y pecado. Solamente la
gracia de Cristo, por medio de la fe, puede hacernos santos.
El error opuesto y no menos
peligroso es que la fe en Cristo exime a los hombres de
guardar la ley de Dios; que puesto que solamente por la fe
somos hechos participantes de la gracia de Cristo, nuestras
obras no tienen nada que ver con nuestra redención.
Pero nótese aquí que la
obediencia no es un mero cumplimiento externo, sino un
servicio de amor. La ley de Dios es una expresión de su
misma naturaleza; es la personificación del gran principio
del amor y, en consecuencia, el fundamento de su gobierno en
los cielos y en la tierra. Si nuestros corazones son
regenerados a la semejanza de Dios, si el amor divino es
implantado en el corazón, ¿no se manifestará la ley de Dios
en la vida? Cuando es implantado el principio del amor en el
corazón, cuando el hombre es renovado conforme a la imagen
del que lo creó, se cumple en él la promesa del nuevo pacto:
"Pondré mis leyes en su corazón, y también en su mente las
escribiré" (Hebreos 10: 16). Y si la ley está escrita en el
corazón, ¿no modelará la vida? La obediencia, es decir, el
servicio y la lealtad de amor, es la verdadera prueba del
discipulado. Siendo así, la Escritura dice: "Este es el amor
de Dios, que guardemos sus mandamientos" "El que dice: Yo le
conozco, y no guarda sus mandamientos, es mentiroso, y no
hay verdad en él" (1 S. Juan 5: 3; 2: 4) En vez de que la fe
exima al hombre de la obediencia, es la fe, y sólo ella, la
que lo hace participante de la gracia de Cristo y lo
capacita para obedecerlo.
No ganamos la salvación con
nuestra obediencia; porque la salvación es el don gratuito
de Dios, que se recibe por la fe. Pero la obediencia es el
fruto de la fe. "Sabéis que él fue manifestado para quitar
los pecados, y en él no hay pecado. Todo aquel que mora en
él no peca; todo aquel que peca no le ha visto, ni le ha
conocido". (1 S. Juan 3: 5, 6) He aquí la verdadera prueba.
Si moramos en Cristo, si el amor de Dios mora en nosotros,
nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras
acciones, tienen que estar en armonía con la voluntad de
Dios como se expresa en los preceptos de su santa ley.
"¡Hijitos míos, no dejéis que nadie os engañe! el que obra
justicia es justo, así como él es justo""(1 S. Juan 3: 7).
Sabemos lo que es justicia por el modelo de la santa ley de
Dios, como se expresa en los Diez Mandamientos dados en el
Sinaí.
Esa así llamada fe en Cristo,
que según se declara exime a los hombres de la obligación de
la obediencia a Dios, no es fe sino presunción. "Por gracia
sois salvos, por medio de la fe". Mas "la fe, si no tuviere
obras, es de suyo muerta' (Efesios 2: 8; Santiago 2: 7).
Jesús dijo de sí mismo antes de venir al mundo: "Me
complazco en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está
en medio de mi corazón" (Salmo 40: 8). Y cuando estaba por
ascender a los cielos, dijo otra vez: "Yo he guardado los
mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor' (S. Juan
15: 10). La Escritura dice: "¡Y en esto sabemos que le
conocemos a él, a saber, si guardamos sus mandamientos....
El que dice que mora en él, debe también él mismo andar así
como él anduvo' (1 S. Juan 2: 3 - 6). "Pues que Cristo
también sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo, para que
sigáis en sus pisadas" (1 S. Pedro 2: 21).
La condición para alcanzar la
vida eterna es ahora exactamente la misma de siempre, tal
cual era en el paraíso antes de la caída de nuestros
primeros padres: la perfecta obediencia a la ley de Dios, la
perfecta justicia. Si la vida eterna se concediera con
alguna condición inferior a ésta, peligraría la felicidad de
todo el universo. Se le abriría la puerta al pecado con todo
su séquito de dolor y miseria para siempre.
Era posible para Adán, antes
de la caída, conservar un carácter justo por la obediencia a
la ley de Dios. Mas no lo hizo, y por causa de su caída
tenemos una naturaleza pecaminosa y no podemos hacernos
justos a nosotros mismos. Puesto que somos pecadores y
malos, no podemos obedecer perfectamente una ley santa. No
tenemos por nosotros mismos justicia con que cumplir lo que
la ley de Dios demanda. Mas Cristo nos ha preparado una vía
de escape. Vivió sobre la tierra en medio de pruebas y
tentaciones tales como las que nosotros tenemos que
arrostrar. Sin embargo, su vida fue impecable. Murió por
nosotros y ahora ofrece quitarnos nuestros pecados y
vestirnos de su justicia. Si os entregáis a él y lo aceptáis
como vuestro Salvador, por pecaminosa que haya sido vuestra
vida, seréis contados entre los justos por consideración a
el. El carácter de Cristo toma el lugar del vuestro, y
vosotros sois aceptados por Dios como si no hubierais
pecado.
Más aún, Cristo cambia el
corazón. Habita en vuestro corazón por la fe. Debéis
mantener esta comunión con Cristo por la fe y la sumisión
continua de vuestra voluntad a él; mientras hagáis esto, él
obrará en vosotros para que queráis y hagáis conforme a su
voluntad. Así podréis decir: " Aquella vida que ahora vivo
en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual
me amó, y se dio a sí mismo por mí" (Gálatas 2: 20 ). Así
dijo Jesús a sus discípulos: "No sois vosotros quienes
habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en
vosotros' (S. Mateo 10: 20). De modo que si Cristo obra en
vosotros, manifestaréis el mismo espíritu y haréis las
mismas obras: obras de justicia y obediencia.
Así pues no hay nada en
nosotros mismos de que jactarnos. No tenemos motivo para
ensalzarnos. El único fundamento de nuestra esperanza es la
justicia de Cristo imputada a nosotros y la que produce su
Espíritu obrando en nosotros y por nosotros.
Cuando hablamos de la fe
debemos tener siempre presente una distinción. Hay una clase
de creencia enteramente distinta de la fe. La existencia y
el poder de Dios, la verdad de su Palabra, son hechos que
aun Satanás y sus huestes no pueden negar de corazón. La
Biblia dice que "los demonios lo creen, y tiemblan"
(Santiago 2: 19), pero ésta no es fe. Donde no sólo hay una
creencia en la Palabra de Dios, sino una sumisión de la
voluntad a él; donde se le da a él el corazón y los afectos
se fijan en él, allí hay fe, fe que obra por el amor y
purifica el alma. Mediante esta fe, el corazón se renueva
conforme a la imagen de Dios. Y el corazón que en su estado
carnal no se sujetaba a la ley de Dios ni tampoco podía, se
deleita después en sus santos preceptos, diciendo con el
salmista: "¡Oh cuánto amo tu ley! todo el día es ella mi
meditación' (Salmo 119: 97). Y la justicia de la ley se
cumple en nosotros, los que no andamos "conforme a la carne,
mas conforme al espíritu' (Romanos 8: 1).
Hay quienes han conocido el
amor perdonador de Cristo y desean realmente ser hijos de
Dios; sin embargo, reconocen que su carácter es imperfecto y
su vida defectuosa, y están propensos a dudar de que sus
corazones hayan sido regenerados por el Espíritu Santo. A
los tales quiero decirles que no se abandonen a la
desesperación. Tenemos a menudo que postrarnos y llorar a
los pies de Jesús por causa de nuestras culpas y errores;
pero no debemos desanimarnos. Aun si somos vencidos por el
enemigo, no somos arrojados, ni abandonados, ni rechazados
por Dios. No; Cristo está a la diestra de Dios e intercede
por nosotros. Dice el discípulo amado: "Estas cosas os
escribo, para que no pequéis. Y si alguno pecare, abogado
tenemos para con el Padre, a saber, a Jesucristo el Justo"
(1 S. Juan 2: 1). Y no olvidéis las palabras de Cristo:
"Porque el Padre mismo os ama' (S. Juan 16: 27). El quiere
que os reconciliéis con él, quiere ver su pureza y santidad
reflejadas en vosotros. Y si tan sólo queréis entregaros a
él, el que comenzó en vosotros la buena obra la
perfeccionará, hasta el día de Jesucristo. Orad con más
fervor; creed más plenamente. A medida que desconfiemos de
nuestra propia fuerza, confiaremos en el poder de nuestro
Redentor, y luego alabaremos a Aquel que es la salud de
nuestro rostro.
Cuanto más cerca estéis de
Jesús, más imperfectos os reconoceréis, porque veréis más
claramente vuestros defectos a la luz del contraste de su
perfecta naturaleza. Esta es una evidencia de que los
engaños de Satanás han perdido su poder y de que el Espíritu
de Dios os está despertando.
No puede existir amor
profundo por Jesús en el corazón que no comprende su propia
perversidad. El alma que se haya transformado por la gracia
de Cristo, admirará su divino carácter. Pero el no ver
nuestra propia deformidad moral, es una prueba inequívoca de
que no hemos llegado a ver la belleza y excelencia de
Cristo.
Mientras menos cosas dignas
de estima veamos en nosotros, más encontraremos que estimar
en la pureza y santidad infinitas de nuestro Salvador. Una
idea de nuestra pecaminosidad nos puede guiar a Aquel que
nos puede perdonar; y cuando, comprendiendo nuestra
impotencia, nos esforcemos en seguir a Cristo, él se nos
revelará con poder. Cuanto más nos guíe la necesidad a él y
a la Palabra de Dios, tanto más elevada visión tendremos de
su carácter y más plenamente reflejaremos su imagen.
Para Obtener la Paz Interior
"EL QUE encubre sus
transgresiones, no prosperará; mas quien las confiese y las
abandone, alcanzará misericordia" (Proverbios 28: 13).
Las condiciones para obtener
la misericordia de Dios son sencillas, justas y razonables.
El Señor no nos exige que hagamos alguna cosa penosa para
obtener el perdón de los pecados. No necesitamos hacer
largas y cansadoras peregrinaciones, ni ejecutar duras
penitencias, para encomendar nuestras almas al Dios de los
cielos o para expiar nuestra transgresión; mas el que
confiesa su pecado y se aparta de él, alcanzará
misericordia.
El apóstol dice: "Confesad
pues vuestros pecados los unos a los otros, y orad los unos
por los otros, para que seáis sanados" (Santiago 5: 16).
Confesad vuestros pecados a Dios, quien sólo puede
perdonarlos, y vuestras faltas unos a otros. Si has dado
motivo de ofensa a tu amigo o vecino, debes reconocer tu
falta, y es su deber perdonarte libremente. Debes entonces
buscar el perdón de Dios, porque el hermano a quien s
ofendido pertenece a Dios y al perjudicarlo has pecado
contra su Creador y Redentor. Debemos presentar el caso
delante del único y verdadero Mediador, nuestro gran Sumo
Sacerdote, que "ha sido tentado en todo punto, así como
nosotros, mas sin pecado" que es capaz de compadecerse de
nuestras flaquezas" (Hebreos 4: 15) y es poderoso para
limpiarnos de toda mancha de pecado.
Los que no se han humillado
de corazón delante de Dios reconociendo su culpa, no han
cumplido todavía la primera condición de la aceptación. Si
no hemos experimentado ese arrepentimiento, del cual nadie
se arrepiente, y no hemos confesado nuestros pecados con
verdadera humillación de alma y quebrantamiento de espíritu,
aborreciendo nuestra iniquidad, no hemos buscado
verdaderamente el perdón de nuestros pecados; y si nunca lo
hemos buscado, nunca hemos encontrado la paz de Dios. La
única razón porque no obtenemos la remisión de nuestros
pecados pasados es que no estamos dispuestos a humillar
nuestro corazón y a cumplir con las condiciones de la
Palabra de verdad. Se nos dan instrucciones explícitas
tocante a este asunto. La confesión de nuestros pecados, ya
sea pública o privada, debe ser de corazón y voluntaria. No
debe ser arrancada al pecador. No debe hacerse de un modo
ligero y descuidado o exigirse de aquellos que no tienen
real comprensión del carácter aborrecible del pecado. La
confesión que brota de lo íntimo del alma sube al Dios de
piedad infinita. El salmista dice: "Cercano está Jehová a
los quebrantados de corazón, y salva a los de espíritu
contrito" (Salmo 34: 18).
La verdadera confesión es
siempre de un carácter específico y declara pecados
particulares. Pueden ser de tal naturaleza que solamente
pueden presentarse delante de Dios. Pueden ser males que
deben confesarse individualmente a los que hayan sufrido
daño por ellos; pueden ser de un carácter público y, en ese
caso, deberán confesarse públicamente. Toda confesión debe
hacerse definida y al punto, reconociendo los mismos pecados
de que seáis culpables.
En los días de Samuel los
israelitas se extraviaron de Dios. Estaban sufriendo las
consecuencias del pecado; porque habían perdido su fe en
Dios, el discernimiento de su poder y su sabiduría para
gobernar a la nación y su confianza en la capacidad del
Señor para defender y vindicar su causa. Se apartaron del
gran Gobernante del universo y quisieron ser gobernados como
las naciones que los rodeaban. Antes de encontrar paz
hicieron esta confesión explícita: "Porque a todos nuestros
pecados hemos añadido esta maldad de pedir para nosotros un
rey" (1 Samuel 12: 19). Tenían que confesar el mismo pecado
del cual estaban convencidos. Su ingratitud oprimía sus
almas y los separaba de Dios.
Dios no acepta la confesión
sin sincero arrepentimiento y reforma. Debe haber un cambio
decidido en la vida; toda cosa que sea ofensiva a Dios debe
dejarse. Esto será el resultado de una verdadera tristeza
por el pecado. Se nos presenta claramente la obra que
tenemos que hacer de nuestra parte: "¡Lavaos, limpiaos;
apartad la maldad de vuestras obras de delante de mis ojos;
cesad de hacer lo malo; aprended a hacer lo bueno; buscad lo
justo; socorred al oprimido; mantened el derecho del
huérfano defended la causa de la viuda!" (Isaías 1: 16, 17)
"Si el inicuo devolviere la prenda, restituyere lo robado, y
anduviere en los estatutos de la vida, sin cometer
iniquidad, ciertamente vivirá; no morirá" (Ezequiel 33: 15).
San Pablo dice, hablando de la obra de arrepentimiento:
"Pues, he aquí, esto mismo, el que fuisteis entristecidos
según Dios, ¡qué solícito cuidado obró en vosotros! y qué
defensa de vosotros mismos! y ¡qué indignación! y ¡qué
temor! y ¡qué ardiente deseo! y ¡qué celo! y ¡qué justicia
vengativa! En todo os habéis mostrado puros en este asunto"
(2 Corintios 7: 11).
Cuando el pecado ha
amortiguado la percepción moral, el injusto no discierne los
defectos de su carácter, ni comprende la enormidad del mal
que ha cometido y, a menos que ceda al poder convincente del
Espíritu Santo, permanecerá parcialmente ciego sin percibir
su pecado. Sus confesiones no son sinceras ni de corazón.
Cada vez que reconoce su maldad trata de excusar su conducta
declarando que si no hubiese sido por ciertas
circunstancias, no habría hecho esto o aquello, de lo que se
lo reprueba.
Después de que Adán y Eva
hubieron comido de la fruta prohibida, los embargó un
sentimiento de vergüenza y terror. Al principio solamente
pensaban en cómo podrían excusar su pecado y escapar de la
terrible sentencia de muerte. Cuando el Señor les habló
tocante a su pecado, Adán respondió, echando la culpa en
parte a Dios y en parte a su compañera: "La mujer que
pusiste aquí conmigo me dio del árbol, y comí". La mujer
echó la culpa a la serpiente, diciendo: "La serpiente me
engañó, y comí" (Génesis 3: 12, 13) ¿Por qué hiciste la
serpiente? ¿Por qué le permitiste que entrase en el Edén?
Esas eran las preguntas implicadas en la excusa de su
pecado, haciendo así a Dios responsable de su caída. El
espíritu de justificación propia tuvo su origen en el padre
de la mentira y ha sido exhibido por todos los hijos e hijas
de Adán. Las confesiones de esta clase no son inspiradas por
el Espíritu divino y no serán aceptables para Dios. El
arrepentimiento verdadero induce al hombre a reconocer su
propia maldad, sin engaño ni hipocresía. Como el pobre
publicano que no osaba ni aun alzar sus ojos al cielo,
exclamará: "Dios, ten misericordia de mí, pecador", y los
que reconozcan así su iniquidad serán justificados, porque
Jesús presentará su sangre en favor del alma arrepentida.
Los ejemplos de
arrepentimiento y humillación genuinos que da la Palabra de
Dios revelan un espíritu de confesión sin excusa por el
pecado, ni intento de justificación propia. San Pablo no
procura defenderse; pinta su pecado como es, sin intentar
atenuar su culpa. Dice: "Lo cual también hice en Jerusalén,
encerrando yo mismo en la cárcel a muchos de los santos
habiendo recibido autorización de parte de los jefes de los
sacerdotes; y cuando se les daba muerte, yo echaba mi voto
contra ellos. Y castigándolos muchas veces, por todas las
sinagogas, les hacia fuerza para que blasfemasen; y estando
sobremanera enfurecido contra ellos, iba en persecución de
ellos hasta las ciudades extranjeras". (Hechos 26: 10, 11).
Sin vacilar declara: "Cristo Jesús vino al mundo para salvar
a los pecadores; de los cuales yo soy el primero" (1 Timoteo
1: 15). 41 El corazón humilde y quebrantado, enternecido por
el arrepentimiento genuino, apreciará algo del amor de Dios
y del costo del Calvario; y como el hijo se confiesa a un
padre amoroso, así presentará el que esté verdaderamente
arrepentido todos sus pecados delante de Dios. "Si
confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para
perdonarnos nuestros pecados, y limpiarnos de toda
iniquidad' (1 S. Juan 1: 9).
La Fuente de Regocijo y Felicidad
LOS hijos de Dios están
llamados a ser representantes de Cristo y a mostrar
siempre la bondad y la misericordia del Señor. Como Jesús
nos reveló el verdadero carácter del Padre, así tenemos
que revelar a Cristo a un mundo que no conoce su ternura y
piadoso amor. "De la manera que tú me enviaste a mí al
mundo -decía Jesús-, así también yo los he enviado a ellos
al mundo". "Yo en ellos, y tú en mí,... para que conozca
el mundo que tú me enviaste" (S. Juan 17: 18, 23). El
apóstol Pablo dice a los discípulos de Jesús: "Sois
manifiestamente una epístola de Cristo", "conocida y leída
de todos los hombres" (2 Corintios 3: 3, 2). En cada uno
de sus hijos, Jesús envía una carta al mundo. Si sois
discípulos de Cristo, él envía en vosotros una carta a la
familia, al pueblo, a la calle donde vivís. Jesús que mora
en vosotros, quiere hablar a los corazones que no lo
conocen. Tal vez no leen la Biblia o no oyen la voz que
les habla en sus páginas; no ven el amor de Dios en sus
obras. Mas si eres un verdadero representante de Jesús,
puede ser que por ti sean inducidos a conocer algo de su
bondad y sean ganados para amarlo y servirlo.
Los cristianos son como
portaluces en el camino al cielo. Tienen que reflejar
sobre el mundo la luz de Cristo que brilla sobre ellos. Su
vida y su carácter deben ser tales que por ellos adquieran
otros una idea justa de Cristo y de su servicio.
Si representamos
verdaderamente a Cristo, haremos que su servicio parezca
atractivo, como es en realidad. Los cristianos que llenan
su alma de amargura y tristeza, murmuraciones y quejas,
están representando ante otros falsamente a Dios y la vida
cristiana. Hacen creer que Dios no se complace en que sus
hijos sean felices, y en esto dan falso testimonio contra
nuestro Padre celestial.
Satanás triunfa cuando
puede inducir a los hijos de Dios a la incredulidad y al
desaliento. Se regocija cuando nos ve desconfiar de Dios,
dudando de su buena voluntad y de su poder para salvarnos.
Le agrada hacernos sentir que el Señor nos hará daño por
sus providencias. Es la obra de Satanás representar al
Señor como falto de compasión y piedad. Tergiversa la
verdad respecto a él. Llena la imaginación de ideas falsas
tocante a Dios; y en vez de espaciarnos en la verdad con
respecto a nuestro Padre celestial, muchísimas veces
fijamos la mente en las falsas representaciones de Satanás
y deshonramos a Dios desconfiando de él y murmurando
contra él. Satanás siempre procura presentar la vida
religiosa como una vida de tinieblas. Desea hacerla
aparecer penosa y difícil; y cuando el cristiano, por su
incredulidad, presenta en su vida la religión bajo este
aspecto, secunda la falsedad de Satanás.
Muchos al recorrer el
camino de la vida, fijan sus ojos en sus errores, fracasos
y desengaños, y sus corazones se llenan de dolor y
desaliento. Mientras estaba yo en Europa, una hermana que
había estado haciendo esto y que se hallaba profundamente
apenada, me escribió pidiéndome algunos consejos que la
animaran. La noche que siguió a la lectura de su carta,
soñé que estaba yo en un jardín y que uno, al parecer
dueño del jardín, me conducía por los caminos del mismo.
Yo estaba recogiendo flores y gozando de su fragancia,
cuando esta hermana, que había estado caminando a mi lado,
me llamó la atención a algunos feos zarzales que le
estorbaban el paso. Allí estaba ella afligida y llena de
pesar. No iba por el camino siguiendo al guía, sino que
caminaba entre espinas y abrojos. "¡Oh!" murmuró ella,
"¿no es una lástima que este hermoso jardín esté echado a
perder por las espinas?" Entonces el que nos guiaba dijo:
"No hagáis caso de las espinas, porque solamente os
molestarán. Cortad las rosas, los lirios y los claveles".
¿No ha habido en vuestra
experiencia algunas horas felices? ¿No habéis tenido
algunos momentos preciosos en que vuestro corazón ha
palpitado de gozo respondiendo al Espíritu de Dios? Cuando
abrís el libro de vuestra experiencia pasada, ¿no
encontráis algunas páginas agradables? ¿No son las
promesas de Dios fragantes flores que crecen a cada lado
de vuestro camino? ¿No permitiréis que su belleza y
dulzura llenen vuestro corazón de gozo?
Las espinas y abrojos
únicamente os herirán y causarán dolor; y si vosotros
recogéis solamente estas cosas y las presentáis a otros,
¿no estáis, además de menospreciar la bondad de Dios,
impidiendo que los demás anden en el camino de la vida?
No es bueno reunir todos
los recuerdos desagradables de la vida pasada, sus
iniquidades y desengaños, hablar de estos recuerdos y
llorarlos hasta estar abrumados de desaliento. El hombre
desalentado está lleno de tinieblas, echa fuera de su
propio corazón la luz divina y proyecta sombra en el
camino de los otros.
Gracias a Dios que nos ha
presentado hermosísimos cuadros. Reunamos las pruebas
benditas de su amor y tengámoslas siempre presentes. El
Hijo de Dios que deja el trono de su Padre y reviste su
divinidad con la humanidad para poder rescatar al hombre
del poder de Satanás; su triunfo en nuestro favor, que
abre el cielo a los pecadores y revela a la vista humana
la morada donde la Divinidad descubre su gloria; la raza
caída, levantada de lo profundo de la ruina en que Satanás
la había sumergido, puesta de nuevo en relación con el
Dios infinito, vestida de la justicia de Cristo y exaltada
hasta su trono después de sufrir la prueba divina por la
fe en nuestro Redentor: tales son las cosas que Dios
quiere que contemplemos.
Cuando parece que dudamos
del amor de Dios y que desconfiamos de sus promesas, lo
deshonramos y contristamos su Santo Espíritu . ¿Cómo se
sentiría una madre si sus hijos estuvieran quejándose
constantemente de ella, como si no tuviera buenas
intenciones para con ellos, cuando el esfuerzo de su vida
entera hubiese sido fomentar sus intereses y
proporcionarles comodidades? Suponed que dudaran de su
amor: quebrantarían su corazón. ¿Cómo se sentiría un padre
si así lo trataran sus hijos? ¿Y cómo puede mirarnos
nuestro Padre celestial cuando desconfiamos de su amor,
que le ha inducido a dar a su Hijo unigénito para que
tengamos vida? El apóstol dice: "El que ni aun a su propio
Hijo perdonó, sino que le entregó por todos nosotros,
¿cómo no nos ha de dar también de pura gracia todas las
cosas?" (Romanos 3: 32). Y sin embargo, cuántos están
diciendo con sus hechos si no con sus palabras: "El Señor
no dijo esto para mí. Tal vez ame a otros, pero a mí no me
ama".
Todo esto esta destruyendo
vuestra propia alma, pues cada palabra de duda que
proferís da lugar a las tentaciones de Satanás; hace
crecer en vosotros la tendencia a dudar y es un agravio de
parte vuestra a los ángeles ministradores. Cuando Satanás
os tiente, no salga de vosotros ninguna palabra de duda o
tinieblas. Si elegís abrir la puerta a sus sugestiones, se
llenará vuestra mente de desconfianza y rebelión. Si
habláis de vuestros sentimientos, cada duda que expreséis
no reaccionará solamente sobre vosotros, sino que será una
semilla que germinará y dará fruto en la vida de otros, y
tal vez sea imposible contrarrestar la influencia de
vuestras palabras. Tal vez podáis reponeros vosotros de la
hora de la tentación y del lazo de Satanás; mas puede ser
que otros que hayan sido dominados por vuestra influencia,
no puedan escapar de la incredulidad que hayáis insinuado.
¡Cuanto importa que hablemos solamente las cosas que den
fuerza espiritual y vida!
Los ángeles están atentos
para oír qué clase de informe dais al mundo acerca de
vuestro Señor. Conversad de Aquel que vive para interceder
por nosotros ante el Padre. Esté la alabanza de Dios en
vuestros labios y corazones cuando estrechéis la mano de
un amigo. Esto atraerá sus pensamientos a Jesús.
Todos tenemos pruebas,
aflicciones duras que sobrellevar y tentaciones fuertes
que resistir. Pero no las contéis a los mortales, antes
llevad todo a Dios en oración. Tengamos por regla el no
proferir nunca palabras de duda o desaliento. Si hablamos
palabras de santo gozo y de esperanza, podremos hacer
mucho más para alumbrar el camino de otros y fortalecer
sus esfuerzos.
Hay muchas almas valientes,
en extremo acosadas por la tentación, casi a punto de
desmayar en el conflicto que sostienen con ellas mismas y
con las potencias del mal. No las desalentéis en su dura
lucha. Alegradlas con palabras de valor, ricas en
esperanza, que las impulsen por su camino. De este modo la
luz de Cristo resplandecerá en vosotros. "Ninguno de
nosotros vive para sí" (Romanos 14: 7). Por vuestra
influencia inconsciente pueden los demás ser alentados y
fortalecidos o desanimados y apartados de Cristo y de la
verdad.
Hay muchos que tienen ideas
muy erróneas sobre la vida y el carácter de Cristo.
Piensan que carecía de calor y alegría, que era austero,
severo y triste. Para muchos toda la vida religiosa se
presenta bajo este aspecto sombrío.
Se dice a menudo que Jesús
lloraba, pero que nunca se supo que haya sonreído. Nuestro
Salvador fue a la verdad un varón de tristezas y dolores,
porque abrió su corazón a todas las miserias de los
hombres. Pero aunque su vida era abnegada y llena de
dolores y cuidados, su espíritu no quedaba abrumado por
ellos. En su rostro no se veía una expresión de amargura o
dolor, sino siempre de paz y serenidad. Su corazón era un
manantial de vida. Y dondequiera iba, llevaba descanso y
paz, gozo y alegría.
Nuestro Salvador fue
profunda e intensamente serio, pero nunca sombrío o
huraño. La vida de los que lo imitan estará por cierto
llena de propósitos serios; tendrán un profundo sentido de
su responsabilidad personal. Reprimirán la inconsiderada
liviandad; entre ellos no habrá júbilo tumultuoso, ni
bromas groseras; pues la religión de Jesús da paz como un
río. No extingue la luz del gozo, ni impide la jovialidad,
ni oscurece el rostro alegre y sonriente. Cristo no vino
para ser servido sino para servir; y cuando su amor reine
en nuestro corazón, seguiremos su ejemplo.
Si tenemos siempre
presentes las acciones egoístas e injustas de otros,
encontraremos que es imposible amarlos como Cristo nos ha
amado; pero si nuestros pensamientos se espacian
continuamente en el maravilloso amor y piedad de Cristo
por nosotros, manifestaremos el mismo espíritu para con
los demás. Debemos amarnos y respetarnos mutuamente, no
obstante las faltas e imperfecciones que no podemos menos
que observar. Debemos cultivar la humildad y la
desconfianza en nosotros mismos y una paciencia llena de
ternura para con las faltas ajenas. Esto destruye toda
clase de egoísmo y nos hace de corazón grande y generoso.
El salmista dice: "Confía
en Jehová y obra el bien; habita tranquilo en la tierra, y
apaciéntate de la verdad" (Salmo 37: 3). "Confía en
Jehová". Cada día trae sus aflicciones, sus cuidados y
perplejidades; y cuando los encontramos, ¡cuán prontos
estamos para hablar de ellos! Tantas penas imaginarias
intervienen, tantos temores se abrigan, tal peso de
ansiedades se manifiesta que cualquiera podría suponer que
no tenemos un Salvador poderoso y misericordioso,
dispuesto a oír todas nuestras peticiones y a ser nuestro
protector constante en cada hora de necesidad.
Algunos temen siempre y
toman cuitas prestadas. Todos los días están rodeados de
las prendas del amor de Dios, todos los días gozan de las
bondades de su providencia, pero pasan por alto estas
bendiciones presentes. Sus mentes están siempre
espaciándose en algo desagradable que temen que venga.
Puede ser que realmente existan algunas dificultades que,
aunque pequeñas, ciegan sus ojos a las muchas bendiciones
que demandan gratitud. Las dificultades con que tropiezan,
en vez de guiarlos a Dios, única fuente de todo bien, los
alejan de él, porque despiertan desasosiego y pesar.
¿Hacemos bien en ser así
incrédulos? ¿Por qué ser ingratos y desconfiados? Jesús es
nuestro amigo; todo el cielo está interesado en nuestro
bienestar. No debemos permitir que las perplejidades y
cuidados cotidianos gasten las fuerzas de nuestro espíritu
y oscurezcan nuestro semblante. Si lo hacemos, habrá
siempre algo que nos moleste y fatigue. No debemos dar
entrada a los cuidados que sólo nos gastan y destruyen,
mas no nos ayudan a soportar las pruebas.
Podéis estar perplejos en
los negocios; vuestra perspectiva puede ser cada día más
sombría y podéis estar amenazados de pérdidas; mas no os
descorazonéis; confiad vuestras cargas a Dios y permaneced
serenos y tranquilos. Pedid sabiduría para manejar
vuestros negocios con discreción y así evitaréis pérdidas
y desastres. Haced todo lo que esté de vuestra parte para
obtener resultados favorables. Jesús nos ha prometido su
ayuda, pero no sin que hagamos lo que está de nuestra
parte. Cuando, confiando en vuestro Ayudador, hayáis hecho
todo lo que podáis, aceptad con gozo los resultados.
No es la voluntad de Dios
que su pueblo sea abrumado por el peso de los cuidados.
Pero al mismo tiempo no quiere que nos engañemos. El no
nos dice: "No temáis; no hay peligro en vuestro camino".
El sabe que hay pruebas y peligros y nos lo ha manifestado
abiertamente. El no ofrece a su pueblo quitarlo de en
medio de este mundo de pecado y maldad, pero le presenta
un refugio que nunca falla. Su oración por sus discípulos
fue: "No ruego que los quites del mundo, sino que los
guardes del mal". "En el mundo dice tendréis
tribulación; pero tened buen ánimo; yo he vencido al
mundo" (S. Juan 17: 15; 16: 33).
En el Sermón del Monte,
Cristo dio a sus discípulos preciosas lecciones en cuanto
a la confianza que debe tenerse en Dios. Estas lecciones
tenían por fin consolar a los hijos de Dios durante todos
los siglos y han llegado a nuestra época llenas de
instrucción y consuelo. El Salvador llamó la atención de
sus discípulos a cómo las aves del cielo entonan sus
dulces cantos de alabanza sin estar abrumadas por los
cuidados de la vida, a pesar de que "no siembran, ni
siegan". Y sin embargo, el gran Padre celestial las
alimenta. El Salvador pregunta: "¿No valéis vosotros mucho
más que ellas?" (S. Mateo 6: 26). El gran Dios, que
alimenta a los hombres y a las bestias, extiende su mano
para alimentar a todas sus criaturas. Las aves del cielo
no son tan insignificantes que no las note. El no toma el
alimento y se lo da en el pico, mas hace provisión para
sus necesidades. Deben juntar el grano que él ha derramado
para ellas. Deben preparar el material para sus niditos.
Deben alimentar a sus polluelos. Ellas van cantando a su
trabajo porque "vuestro Padre celestial las alimenta". Y
"¿no valéis vosotros mucho más que ellas?" ¿No sois
vosotros, como adoradores inteligentes y espirituales, de
mucho más valor que las aves del cielo? ¿No suplirá
nuestras necesidades el Autor de nuestro ser, el
Conservador de nuestra existencia, el que nos formó a su
propia imagen divina, si tan sólo confiamos en él?
Cristo presentaba a sus
discípulos las flores del campo, que crecen en rica
profusión y brillan con la sencilla hermosura que el Padre
celestial les ha dado, como una expresión de su amor hacia
el hombre. El decía: "Considerad los lirios del campo,
cómo crecen" (S. Mateo 6: 28). La belleza y la sencillez
de estas flores naturales sobrepujan en excelencia, por
mucho, a la gloria de Salomón. El atavío más esplendoroso
producido por la habilidad del arte no puede compararse
con la gracia natural y la belleza radiante de las flores
creadas por Dios. Jesús pregunta: "Y si Dios viste así a
la hierba del campo que hoy es, y mañana es echada en el
horno, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?" (S.
Mateo 6: 30). Si Dios, el Artista divino, da a las flores,
que perecen en un día, sus delicados y variados colores,
¿cuánto mayor cuidado no tendrá por los que ha creado a su
propia imagen? Esta lección de Cristo es un reproche por
la ansiedad, las perplejidades y dudas del corazón sin fe.
El Señor quiere que todos
sus hijos e hijas sean felices, llenos de paz, obedientes.
Jesús dice: "Mi paz os doy; no según da el mundo, yo os la
doy: no se turbe vuestro corazón, ni se acobarde" (S. Juan
14: 27). "Estas cosas os he dicho, para que quede mi gozo
en vosotros, y vuestro gozo sea completo" (S. Juan 15:
11).
La felicidad que se procura
por motivos egoístas, fuera de la senda del deber, es
desequilibrada, espasmódica y transitoria; pasa y deja el
alma vacía y triste; mas en el servicio de Dios hay gozo y
satisfacción; Dios no abandona al cristiano en caminos
inciertos; no lo abandona a pesares vanos y contratiempos.
Si no tenemos los placeres de esta vida, podemos aun
gozarnos mirando a la vida venidera.
Pero aún aquí los
cristianos pueden tener el gozo de la comunión con Cristo;
pueden tener la luz de su amor, el perpetuo consuelo de su
presencia. Cada paso de la vida puede acercarnos más a
Jesús, puede darnos una experiencia más profunda de su
amor y acercarnos más al bendito hogar de paz. No perdáis
pues vuestra confianza, sino tened firme seguridad, más
firme que nunca antes. "¡Hasta aquí nos ha ayudado
Jehová!" (1 Samuel 7: 12). y nos ayudará hasta el fin.
Miremos los monumentos conmemorativos de lo que Dios ha
hecho para confortarnos y salvarnos de la mano del
destructor. Tengamos siempre presentes todas las tiernas
misericordias que Dios nos ha mostrado: las lágrimas que
ha enjugado, las penas que ha quitado, las ansiedades que
ha alejado, los temores que ha disipado, las necesidades
que ha suplido, las bendiciones que ha derramado,
fortificándonos así a nosotros mismos, para todo lo que
está delante de nosotros en el resto de nuestra
peregrinación.
No podemos menos que prever
nuevas perplejidades en el conflicto venidero, pero
podemos mirar hacia lo pasado, tanto como hacia lo futuro,
y decir: "¡Hasta aquí nos ha ayudado Jehová!" "Según tus
días, serán tus fuerzas' (Deuteronomio 33: 25). La prueba
no excederá a la fuerza que se nos dé para soportarla. Así
que sigamos con nuestro trabajo dondequiera lo hallemos,
sabiendo que para cualquier cosa que venga, él nos dará
fuerza proporcionada a la prueba.
Y luego las puertas del
cielo se abrirán para recibir a los hijos de Dios y de los
labios del Rey de gloria resonará en sus oídos, como la
más rica música, la bendición: "¡Venid, benditos de mi
Padre, poseed el reino destinado para vosotros desde la
fundación del mundo!". (S. Mateo 25: 34). Entonces los
redimidos serán recibidos con gozo en el lugar que Jesús
les está preparando. Allí su compañía no será la de los
viles de la tierra, mentirosos, idólatras, impuros e
incrédulos, sino la de los que hayan vencido a Satanás y
que por la gracia divina hayan adquirido caracteres
perfectos. Toda tendencia pecaminosa, toda imperfección
que los aflige aquí, habrá sido quitada por la sangre de
Cristo y se les concede la excelencia y brillantez de su
gloria, que excede en mucho a la del sol. Y la belleza
moral, la perfección de su carácter resplandecen con
excelencia mucho mayor que este resplandor exterior. Están
sin mancha delante del trono de Dios y participan de la
dignidad y de los privilegios de los ángeles.
En vista de la herencia
gloriosa que puede ser suya, "¿qué rescate dará el hombre
por su alma?' (S. Mateo 16: 26). Puede ser pobre; con
todo, posee en sí mismo una riqueza y dignidad que el
mundo jamás podría haberle dado. El alma redimida y
limpiada de pecado, con todas sus nobles facultades
dedicadas al servicio de Dios, es de un valor
incomparable; y hay gozo en el cielo delante de Dios y de
los santos ángeles por cada alma redimida, gozo que se
expresa con cánticos de santo triunfo.
El Gozo de la Colaboración
DIOS es la fuente de vida,
luz y gozo para el universo. Como los rayos de la luz del
sol, como las corrientes de agua que brotan de un manantial
vivo, las bendiciones descienden de él a todas sus
criaturas. Y dondequiera que la Vida de Dios esté en el
corazón de los hombres, inundará a otros de amor y
bendición.
El gozo de nuestro Salvador
se cifraba en levantar y redimir a los hombres caídos. Para
lograr este fin no consideró su vida como cosa preciosa, mas
sufrió la cruz menospreciando la ignominia. Así los ángeles
están siempre empeñados en trabajar por la felicidad de
otros. Este es su gozo. Lo que los corazones egoístas
considerarían un servicio degradante, servir a los que son
infelices, y bajo todo aspecto inferiores a ellos en
carácter y jerarquía, es la obra de los ángeles exentos de
pecado. El espíritu de amor y abnegación de Cristo es el
espíritu que llena los cielos y es la misma esencia de su
gloria. Este es el espíritu que poseerán los discípulos de
Cristo, la obra que harán.
Cuando el amor de Cristo está
guardado en el corazón, como dulce fragancia no puede
ocultarse. Su santa influencia será percibida por todos
aquellos con quienes nos relacionemos. El espíritu de Cristo
en el corazón es como un manantial en un desierto, que se
derrama para refrescarlo todo y despertar, en los que ya
están por perecer, ansias de beber del agua de la vida.
El amor a Jesús se
manifestará por el deseo de trabajar, como él trabajó, por
la felicidad y elevación de la humanidad. Nos inspirará
amor, ternura y simpatía por todas las criaturas que gozan
del cuidado de nuestro Padre celestial.
La vida terrenal del Salvador
no fue una vida de comodidad y devoción a sí mismo, sino que
trabajó con un esfuerzo persistente, ardiente, infatigable
por la salvación de la perdida humanidad. Desde el pesebre
hasta el Calvario, siguió la senda de la abnegación y no
procuró estar libre de tareas arduas, duros viajes y
penosísimo cuidado y trabajo. Dijo: "El Hijo del hombre no
vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida
en rescate por muchos" (S.Mateo 20: 28). Tal fue el gran
objeto de su vida. Todo lo demás fue secundario y accesorio.
Fue su comida y bebida hacer la voluntad de Dios y acabar su
obra. No había amor propio ni egoísmo en su trabajo.
Así también los que son
participantes de la gracia de Cristo están dispuestos a
hacer cualquier sacrificio a fin de que aquellos por los
cuales él murió tengan parte en el don celestial. Harán
cuanto puedan para que el mundo sea mejor por su permanencia
en él. Este espíritu es el fruto seguro del alma
verdaderamente convertida. Tan pronto como viene uno a
Cristo, nace en el corazón un vivo deseo de hacer conocer a
otros cuán precioso amigo ha encontrado en Jesús; la verdad
salvadora y santificadora no puede permanecer encerrada en
el corazón. Si estamos revestidos de la justicia de Cristo y
rebosamos de gozo por la presencia de su Espíritu, no
podremos guardar silencio. Si hemos probado y visto que el
Señor es bueno, tendremos algo que decir a otros. Como
Felipe cuando encontró al Salvador, invitaremos a otros a ir
a él. Procuraremos hacerles presente los atractivos de
Cristo y las invisibles realidades del mundo venidero.
Anhelaremos ardientemente seguir en la senda que recorrió
Jesús y desearemos que los que nos rodean puedan ver al
"Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (S. Juan 1:
29).
Y el esfuerzo por hacer bien
a otros se tornará en bendiciones para nosotros mismos. Este
fue el designio de Dios, al darnos una parte que hacer en el
plan de la redención. El ha concedido a los hombres el
privilegio de ser hechos participantes de la naturaleza
divina y de difundir a su vez bendiciones para sus hermanos.
Este es el honor más alto y el gozo más grande que Dios
pueda conferir a los hombres. Los que así participan en
trabajos de amor, se acercan más a su Creador.
Dios podría haber encomendado
el mensaje del Evangelio, y toda la obra del ministerio de
amor, a los ángeles del cielo. Podría haber empleado otros
medios para llevar a cabo su obra. Pero en su amor infinito
quiso hacernos colaboradores con él, con Cristo y con los
ángeles, para que participásemos de la bendición, del gozo y
de la elevación espiritual que resultan de este abnegado
ministerio.
Somos inducidos a simpatizar
con Cristo, asociándonos a sus padecimientos. Cada acto de
sacrificio personal por el bien de otros robustece el
espíritu de caridad en el corazón y lo une más fuertemente
al Redentor del mundo, quien, "siendo él rico, por vuestra
causa se hizo pobre, para que vosotros, por medio de su
pobreza, llegaseis a ser ricos' (2 Corintios 8: 9 ). Y
solamente cuando cumplimos así el designio que Dios tenía al
crearnos, puede la vida ser una bendición para nosotros.
Si trabajáis como Cristo
quiere que sus discípulos trabajen y ganen almas para él,
sentiréis la necesidad de una experiencia más profunda y de
un conocimiento más grande de las cosas divinas y tendréis
hambre y sed de justicia. Abogaréis con Dios y vuestra fe se
robustecerá; y vuestra alma beberá en abundancia de la
fuente de la salud. El encontrar oposición y pruebas os
llevará a la Biblia y a la oración. Creceréis en la gracia y
en el conocimiento de Cristo y adquiriréis una rica
experiencia.
El trabajo desinteresado por
otros da al carácter profundidad, firmeza y amabilidad
parecidas a las de Cristo; trae paz y felicidad al que lo
realiza. Las aspiraciones se elevan. No hay lugar para la
pereza o el egoísmo. Los que de esta manera ejerzan las
gracias cristianas crecerán y se harán fuertes para trabajar
por Dios. Tendrán claras percepciones espirituales, una fe
firme y creciente y un acrecentado poder en la oración. El
Espíritu de Dios, que mueve su espíritu, pone en juego las
sagradas armonías del alma, en respuesta al toque divino.
Los que así se consagran a un esfuerzo desinteresado por el
bien de otros, están obrando ciertamente su propia
salvación.
El único modo de crecer en la
gracia es haciendo desinteresadamente la obra que Cristo ha
puesto en nuestras manos: comprometernos, en la medida de
nuestra capacidad, a ayudar y beneficiar a los que necesitan
la ayuda que podemos darles. La fuerza se desarrolla con el
ejercicio; la actividad es la misma condición de la vida.
Los que se esfuerzan en mantener una vida cristiana
aceptando pasivamente las bendiciones que vienen por la
gracia, sin hacer nada por Cristo, procuran simplemente
vivir comiendo sin trabajar. Pero el resultado de esto,
tanto en el mundo espiritual como en el temporal, es siempre
la degeneración y decadencia. El hombre que rehusara
ejercitar sus miembros pronto perdería todo el poder de
usarlos. También el cristiano que no ejercita las facultades
que Dios le ha dado, no solamente dejará de crecer en
Cristo, sino que perderá la fuerza que tenía.
La iglesia de Cristo es el
agente elegido por Dios para la salvación de los hombres. Su
misión es extender el Evangelio por todo el mundo. Y la
obligación recae sobre todos los cristianos. Cada uno de
nosotros, hasta donde lo permitan sus talentos y
oportunidades, tiene que cumplir con la comisión del
Salvador. El amor de Cristo que nos ha sido revelado nos
hace deudores a cuantos no lo conocen. Dios nos dio luz no
sólo para nosotros sino para que la derramemos sobre ellos.
Si los discípulos de Cristo
comprendiesen su deber, habría mil heraldos del Evangelio a
los gentiles donde hoy hay uno. Y todos los que no pudieran
dedicarse personalmente a la obra, la sostendrían con sus
recursos, simpatías y oraciones. Y habría de seguro más
ardiente trabajo por las almas en los países cristianos.
No necesitamos ir a tierras
de paganos, ni aún dejar el pequeño círculo del hogar, si es
ahí a donde el deber nos llama a trabajar por Cristo.
Podemos hacer esto en el seno del hogar, en la iglesia,
entre aquellos con quienes nos asociamos y con quienes
negociamos.
Nuestro Salvador pasó la
mayor parte de su vida terrenal trabajando pacientemente en
la carpintería de Nazaret. Los ángeles ministradores servían
al Señor de la vida mientras caminaba con campesinos y
labradores, desconocido y no honrado. El estaba cumpliendo
su misión tan fielmente mientras trabajaba en su humilde
oficio, como cuando sanaba a los enfermos o caminaba sobre
las olas tempestuosas del mar de Galilea. Así, en los
deberes más humildes y en las posiciones mas bajas de la
vida, podemos andar y trabajar con Jesús.
El apóstol dice: "Cada uno
permanezca para con Dios en aquel estado en que fue llamado"
(1 Corintios 7: 24). El hombre de negocios puede dirigir sus
negocios de un modo que glorifique a su Maestro por su
fidelidad. Si es verdadero discípulo de Cristo, pondrá en
práctica su religión en todo lo que haga y revelará a los
hombres el espíritu de Cristo. El obrero manual puede ser un
diligente y fiel representante de Aquel que se ocupó en los
trabajos humildes de la vida entre las colinas de Galilea.
Todo aquel que lleva el nombre de Cristo debe obrar de tal
modo que los otros, viendo sus buenas obras, sean inducidos
a glorificar a su Creador y Redentor.
Muchos se excusan de poner
sus dones al servicio de Cristo porque otros poseen mejores
dotes y ventajas. Ha prevalecido la opinión de que solamente
los que están especialmente dotados tienen que consagrar sus
habilidades al servicio de Dios. Muchos han llegado a la
conclusión de que el talento se da sólo a cierta clase
favorecida, excluyendo a otros que, por supuesto, no son
llamados a participar de las faenas ni de los galardones.
Mas no lo indica así la parábola. Cuando el Señor de la casa
llamó a sus siervos, dio a cada uno su trabajo.
Con espíritu amoroso podemos
ejecutar los deberes más humildes de la vida "como para el
Señor" (Colosenses 3: 23). Si tenemos el amor de Dios en
nuestro corazón, se manifestará en nuestra vida. El suave
olor de Cristo nos rodeará y nuestra influencia elevará y
beneficiará a otros.
No debéis esperar mejores
oportunidades o habilidades extraordinarias para empezar a
trabajar por Dios. No necesitáis preocuparos en lo más
mínimo de lo que el mundo dirá de vosotros. Si vuestra vida
diaria es un testimonio de la pureza y sinceridad de vuestra
fe y los demás están convencidos de vuestros deseos de
hacerles bien, vuestros esfuerzos no serán enteramente
perdidos.
Los más humildes y más pobres
de los discípulos de Jesús pueden ser una bendición para
otros. Pueden no echar de ver que están haciendo algún bien
especial, pero por su influencia inconsciente pueden
derramar bendiciones abundantes que se extiendan y
profundicen, y cuyos benditos resultados no se conozcan
hasta el día de la recompensa final. Ellos no sienten ni
saben que están haciendo alguna cosa grande. No necesitan
cargarse de ansiedad por el éxito. Tienen solamente que
seguir adelante con tranquilidad, haciendo fielmente la obra
que la providencia de Dios indique, y su vida no será
inútil. Sus propias almas crecerán cada vez más a la
semejanza de Cristo; son colaboradores de Dios en esta vida,
y así se están preparando para la obra más elevada y el gozo
sin sombra de la vida venidera.
Maravillas Obradas por la Fe
A MEDIDA que vuestra
conciencia ha sido vivificada por el Espíritu Santo habéis
visto algo de la perversidad del pecado, de su poder, su
culpa, su miseria; y lo miráis con aborrecimiento. Veis que
el pecado os ha separado de Dios y que estáis bajo la
servidumbre del poder del mal. Cuanto más lucháis por
escaparos, tanto más comprendéis vuestra impotencia.
Vuestros motivos son impuros, vuestro corazón está
corrompido. Veis que vuestra vida ha estado colmada de
egoísmo y pecado. Ansiáis ser perdonados, limpiados y
libertados. ¿Qué podéis hacer para obtener la armonía con
Dios y la semejanza a él?
Lo que necesitáis es paz: el
perdón, la paz y el amor del cielo en el alma. No se los
puede comprar con dinero, la inteligencia no los puede
obtener, la sabiduría no los puede alcanzar; nunca podéis
esperar conseguirlos por vuestro propio esfuerzo. Mas Dios
os lo ofrece como un don, "sin dinero y sin precio" (Isaías
55: 1). Son vuestros, con tal que extendáis la mano para
tomarlos. El Señor dice: "¡Aunque vuestros pecados fuesen
como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque
fuesen rojos como el carmesí, como lana quedarán!" (Isaías
1: 18) "También os daré un nuevo corazón, y pondré un
espíritu nuevo en medio de vosotros" (Ezequiel 36: 26).
Habéis confesado vuestros
pecados y los habéis quitado de vuestro corazón. Habéis
resuelto entregaros a Dios. Id pues a él y pedidle que os
limpie de vuestros pecados y os dé un corazón nuevo. Creed
que lo hará porque lo ha prometido. Esta es la lección que
Jesús enseñó durante el tiempo que estuvo en la tierra: que
debemos creer que recibimos el don que Dios nos promete y
que es nuestro. Jesús sanaba a los enfermos cuando tenían fe
en su poder; les ayudaba con las cosas que podían ver,
inspirándoles así confianza en él tocante a las cosas que no
podían ver, induciéndolos a creer en su poder de perdonar
pecados. Establece esto claramente en el caso del
paralítico: "Mas para que sepáis que el Hijo del hombre
tiene potestad en la tierra de perdonar pecados (dijo
entonces al paralítico): ¡Levántate, toma tu cama y vete a
tu casa!" (S. Mateo 9: 6). Así también Juan el evangelista,
al hablar de los milagros de Cristo, dice: "Estas empero han
sido escritas, para que creáis que Jesús es el Cristo, el
Hijo de Dios; y para que creyendo, tengáis vida en su
nombre" (S. Juan 20: 31).
Del simple relato de la
Biblia de cómo Jesús sanaba a los enfermos podemos aprender
algo acerca del modo de ir a Cristo para que nos perdone
nuestros pecados. Veamos ahora el caso del paralítico de
Betesda. Este pobre enfermo estaba imposibilitado; no había
usado sus miembros por treinta y ocho años. Con todo, Jesús
le dijo: "¡Levántate, alza tu camilla, y anda!" El
paralítico podría haber dicho: "Señor, si me sanas primero,
obedeceré tu palabra". Pero no; creyó a la palabra de
Cristo, creyó que estaba sano, e hizo el esfuerzo en
seguida; quiso andar y anduvo. Confió en la palabra de
Cristo y Dios le dio el poder. Así quedó completamente sano.
Así también tú eres pecador.
No puedes expiar tus pecados pasados, no puedes cambiar tu
corazón y hacerte santo. Mas Dios promete hacer todo esto
por ti mediante Cristo. Crees en esa promesa. Confiesas tus
pecados y te entregas a Dios. Quieres servirle. Tan
ciertamente como haces esto, Dios cumplirá su palabra
contigo. Si crees la promesa, si crees que estás perdonado y
limpiado, Dios suplirá el hecho; estás sano, tal como Cristo
dio potencia al paralítico para andar cuando el hombre creyó
que había sido sanado. Así es si así lo crees.
No esperes sentir que estás
sano, mas di: "Lo creo; así es, no porque lo sienta, sino
porque Dios lo ha prometido".
Dice Jesús: "Todo cuanto
pidiereis en la oración, creed que lo recibisteis ya; y lo
tendréis" (S. Marcos 11: 24). Hay una condición en esta
promesa: que pidamos conforme a la voluntad de Dios. Pero es
la voluntad de Dios limpiarnos de pecado, hacernos hijos
suyos y ponernos en actitud de vivir una vida santa. De modo
que podemos pedir a Dios estas bendiciones, creer que las
recibimos y agradecerle por haberlas recibido. Es nuestro
privilegio ir a Jesús para que nos limpie, y estar en pie
delante de la ley sin confusión ni remordimiento. "Así que
ahora, ninguna condenación hay para los que están en Cristo
Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme
al Espíritu" (Romanos 8: 1).
De modo que ya no sois
vuestros; porque comprados sois por precio. "Sabiendo que
fuisteis redimidos, . . . no con cosas corruptibles, como
plata y oro, sino con preciosa sangre, la de Cristo, como de
un cordero sin defecto e inmaculado". (1 S. Pedro 1: 18, 19)
Por el simple hecho de creer en Dios, el Espíritu Santo ha
engendrado una vida nueva en vuestro corazón. Sois como un
niño nacido en la familia de Dios, y él os ama como a su
Hijo.
Ahora bien, ya que os habéis
consagrado a Jesús, no volváis atrás, no os separéis de él,
mas todos los días decid: "Soy de Cristo; pertenezco a él";
y pedidle que os dé su Espíritu y que os guarde por su
gracia. Puesto que es consagrándoos a Dios y creyendo en él
como sois hechos sus hijos, así también debéis vivir en él.
Dice el apóstol: "De la manera, pues que recibisteis a
Cristo Jesús el Señor, así andad en él" (Colosenses 2: 6).
Algunos parecen creer que
deben estar a prueba y que deben demostrar al Señor que se
han reformado, antes de poder contar con su bendición. Mas
ellos pueden pedir la bendición de Dios ahora mismo. Deben
tener su gracia, el Espíritu de Cristo, para que los ayude
en sus flaquezas; de otra manera no pueden resistir al mal.
Jesús se complace en que vayamos a él como somos,
pecaminosos, impotentes, necesitados. Podemos ir con toda
nuestra debilidad, insensatez y maldad y caer arrepentidos a
sus pies. Es su gloria estrecharnos en los brazos de su
amor, vendar nuestras heridas y limpiarnos de toda impureza.
Miles se equivocan en esto: no creen que Jesús les perdona
personal e individualmente. No creen al pie de la letra lo
que Dios dice. Es el privilegio de todos los que llenan las
condiciones saber por sí mismos que el perdón de todo pecado
es gratuito. Alejad la sospecha de que las promesas de Dios
no son para vosotros. Son para todo pecador arrepentido.
Cristo ha provisto fuerza y gracia para que los ángeles
ministradores las lleven a toda alma creyente. Ninguno hay
tan malvado que no encuentre fuerza, pureza y justicia en
Jesús, que murió por los pecadores. El está esperándolos
para cambiarles los vestidos sucios y corrompidos del pecado
por las vestiduras blancas de la justicia; les da vida y no
perecerán.
Dios no nos trata como los
hombres se tratan entre sí. Sus pensamientos son
pensamientos de misericordia, de amor y de la más tierna
compasión. El dice: "¡Deje el malo su camino, y el hombre
inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá
compasión de él, y a nuestro Dios, porque es grande en
perdonar!" "He borrado, como nublado, tus transgresiones, y
como una nube tus pecados". (Isaías 55: 7; 44: 22) "No me
complazco en la muerte del que muere, dice Jehová el Señor:
¡volveos pues, y vivid!" (Ezequiel 18: 32). Satanás está
pronto para quitarnos la bendita seguridad que Dios nos da.
Desea quitarnos toda vislumbre de esperanza y todo rayo de
luz del alma; mas no se lo permitáis. No prestéis oído al
tentador, antes decid: "Jesús ha muerto para que yo viva. Me
ama y no quiere que perezca. Tengo un Padre celestial muy
compasivo; y aunque he abusado de su amor, aunque he
disipado las bendiciones que me ha dado, me levantaré e iré
a mi Padre y le diré: "¡Padre, he pecado contra el cielo y
delante de ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo: haz
que yo sea como uno de tus jornaleros!" En la parábola vemos
cómo será recibido el extraviado: "Y estando todavía lejos,
le vio su padre; y conmoviéronsele las entrañas; y corrió, y
le echó los brazos al cuello, y le besó' (S. Lucas 15: 18 -
20).
Más aún esta parábola, tan
tierna y conmovedora, es apenas un reflejo de la compasión
de nuestro Padre celestial. El Señor declara por su profeta:
"Con amor eterno te he amado, por tanto te he extendido mi
misericordia' (Jeremías 31: 3). Cuando el pecador está aún
lejos de la casa de su padre desperdiciando su hacienda en
un país extranjero, el corazón del Padre se compadece de él;
y cada deseo profundo de volver a Dios, despertado en el
alma, no es sino la tierna invitación de su Espíritu, que
insta, ruega y atrae al extraviado al seno amorosísimo de su
Padre.
Con tan preciosas promesas
bíblicas delante de vosotros, ¿podéis dar lugar a la duda?
¿Podéis creer que cuando el pobre pecador desea volver,
desea abandonar sus pecados, el Señor le impide
decididamente que venga arrepentido a sus pies? ¡Fuera con
tales pensamientos! Nada puede destruir más vuestra propia
alma que tener tal concepto de vuestro Padre celestial. El
aborrece el pecado, mas ama al pecador, habiéndose dado, en
la persona de Cristo, para que todos los que quieran puedan
ser salvos y tener bendiciones eternas en el reino de
gloria. ¿Qué lenguaje más tierno o más fuerte podría haberse
empleado que el elegido por él para expresar su amor hacia
nosotros? El declara: "¿Se olvidará acaso la mujer de su
niño mamante, de modo que no tenga compasión del hijo de sus
entrañas? ¡Aún las tales le pueden olvidar; mas no me
olvidaré yo de ti!' (Isaías 49: 15).
Alzad la vista los que
vaciláis y tembláis; porque Jesús vive para interceder por
nosotros. Agradeced a Dios por el don de su Hijo amado y
pedid que no haya muerto en vano por vosotros. Su Espíritu
os invita hoy. Id con todo vuestro corazón a Jesús y
demandad sus bendiciones. Cuando leáis las promesas,
recordad que son la expresión de un amor y una piedad
inefables. El gran corazón de amor infinito se siente
atraído hacia el pecador por una compasión ilimitada. "En
quien tenemos redención por medio de su sangre, la remisión
de nuestros pecados" (Efesios 1: 7). Sí, creed tan sólo que
Dios es vuestro ayudador. El quiere restituir su imagen
moral en el hombre. Acercaos a él con confesión y
arrepentimiento y él se acercará a vosotros con misericordia
y perdón.
La Consagración
LA PROMESA de Dios es: "Me
buscaréis y me hallaréis cuando me buscaréis de todo vuestro
corazón" (Jeremías 29: 13).
Debemos dar a Dios todo el
corazón o, de otra manera, el cambio que se ha de efectuar
en nosotros, y por el cual hemos de ser transformados
conforme a su semejanza, jamás se realizará. Por naturaleza
estamos enemistados con Dios. El Espíritu Santo describe
nuestra condición en palabras como éstas: "Muertos en las
transgresiones y los pecados" (Efesios 2: 1), "la cabeza
toda está ya enferma, el corazón todo desfallecido", "no
queda ya en él cosa sana" (Isaías 1: 5, 6). Estamos
enredados fuertemente en los lazos de Satanás, por el cual
hemos "sido apresados para hacer su voluntad" (2 Timoteo 2:
26). Dios quiere sanarnos y libertarnos. Pero, puesto que
esto demanda una transformación completa y la renovación de
toda nuestra naturaleza, debemos entregarnos a él
enteramente.
La guerra contra nosotros
mismos es la batalla más grande que jamás hayamos tenido. El
rendirse a sí mismo, entregando todo a la voluntad de Dios,
requiere una lucha; mas para que el alma sea renovada en
santidad, debe someterse antes a Dios.
El gobierno de Dios no está
fundado en una sumisión ciega y en una reglamentación
irracional, como Satanás quiere hacerlo aparecer. Al
contrario, apela al entendimiento y la conciencia. "¡Venid,
pues, y arguyamos juntos!" (Isaías 1: 18) , es la invitación
del Creador a todos los seres que ha formado. Dios no fuerza
la voluntad de sus criaturas. El no puede aceptar un
homenaje que no se le dé voluntaria e inteligentemente. Una
sumisión meramente forzada impedirá todo desarrollo real del
entendimiento y del carácter: haría del hombre un mero
autómata. No es ése el designio del Creador. El desea que el
hombre, que es la obra maestra de su poder creador, alcance
el mas alto desarrollo posible. Nos presenta la gloriosa
altura a la cual quiere elevarnos mediante su gracia. Nos
invita a entregarnos a él a fin de que pueda hacer su
voluntad en nosotros. A nosotros nos toca decidir si
queremos ser libres de la esclavitud del pecado para
participar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
Al consagrarnos a Dios,
debemos necesariamente abandonar todo aquello que nos separe
de él. Por esto dice el Salvador: "Así, pues, cada uno de
vosotros que no renuncia a todo cuanto posee, no puede ser
mi discípulo" (S. Lucas 14: 33). Debemos dejar todo lo que
aleje el corazón de Dios. Los tesoros son el ídolo de
muchos. El amor al dinero y el deseo de las riquezas son la
cadena de oro que los tienen sujetos a Satanás. Otros adoran
la reputación y los honores 44 del mundo. Una vida de
comodidad egoísta, libre de responsabilidad, es el ídolo de
otros. Mas deben romperse estos lazos de servidumbre. No
podemos consagrar una parte de nuestro corazón al Señor y la
otra al mundo. No somos hijos de Dios a menos que lo seamos
enteramente. Hay algunos que profesan servir a Dios a la vez
que confían en sus propios esfuerzos para obedecer su ley,
formar un carácter recto y asegurarse la salvación. Sus
corazones no son movidos por ningún sentimiento profundo del
amor de Cristo, sino que tratan de ejecutar los deberes de
la vida cristiana como una cosa que Dios demanda de ellos, a
fin de ganar el cielo. Tal religión no vale nada. Cuando
Cristo mora en el corazón, el alma está tan llena de su
amor, del gozo de su comunión, que se une a él, y pensando
en él, se olvida de sí misma. El amor de Cristo es el móvil
de la acción. Aquellos que sienten el constructivo amor de
Dios no preguntan cuánto es lo menos que pueden darle para
satisfacer los requerimientos de Dios; no preguntan cuál es
la más baja norma aceptada, sino que aspiran a una vida de
completa conformidad con la voluntad de su Salvador. Con
ardiente deseo entregan todo y manifiestan un interés
proporcionado al valor del objeto que buscan. El profesar
pertenecer a Cristo sin sentir amor profundo, es mera
charla, árido formalismo, gravosa y vil tarea.
¿Creéis que es un sacrificio
demasiado grande dar todo a Cristo? Haceos a vosotros mismos
la pregunta: "¿Qué ha dado Cristo por mí? " El Hijo de Dios
dio todo para nuestra redención: la vida, el amor y los
sufrimientos. ¿Y es posible que nosotros, seres indignos de
tan grande amor, rehusemos entregarle nuestro corazón? Cada
momento de nuestra vida hemos sido participantes de las
bendiciones de su gracia, y por esta misma razón no podemos
comprender plenamente las profundidades de la ignorancia y
la miseria de que hemos sido salvados. ¿Es posible que
veamos a Aquel a quien traspasaron nuestros pecados y
continuemos, sin embargo, menospreciando todo su amor y su
sacrificio? Viendo la humillación infinita del Señor de
gloria, ¿murmuraremos porque no podemos entrar en la vida
sino a costa de conflictos y humillación propia?
Muchos corazones orgullosos
preguntan: "¿Por qué necesitamos arrepentirnos y humillarnos
antes de poder tener la seguridad de que somos aceptados por
Dios?" Mirad a Cristo. En él no había pecado alguno y, lo
que es más, era el Príncipe del cielo; mas por causa del
hombre se hizo pecado. "Con los transgresores fue contado: y
él mismo llevó el pecado de muchos, y por los transgresores
intercedió" (Isaías 53: 12).
¿Y qué abandonamos cuando
damos todo? Un corazón corrompido para que Jesús lo
purifique, para que lo limpie con su propia sangre y para
que lo salve con su incomparable amor. ¡Y sin embargo, los
hombres hallan difícil dejarlo todo! Me avergüenzo de oírlo
decir y de escribirlo.
Dios no nos pide que dejemos
nada de lo que es para nuestro mayor provecho retener. En
todo lo que hace, tiene presente la felicidad de sus hijos.
Ojalá que todos aquellos que no han elegido seguir a Cristo
pudieran comprender que él tiene algo muchísimo mejor que
ofrecerles que lo que están buscando por sí mismos. El
hombre hace el mayor perjuicio e injusticia a su propia alma
cuando piensa y obra de un modo contrario a la voluntad de
Dios. Ningún gozo real puede haber en la senda prohibida por
Aquel que conoce lo que es mejor y proyecta el bien de sus
criaturas. El camino de la transgresión es el camino de la
miseria y la destrucción.
Es un error dar cabida al
pensamiento de que Dios se complace en ver sufrir a sus
hijos. Todo el cielo está interesado en la felicidad del
hombre. Nuestro Padre celestial no cierra las avenidas del
gozo a ninguna de sus criaturas. Los requerimientos divinos
nos llaman a rehuir todos los placeres que traen consigo
sufrimiento y contratiempos, que nos cierran la puerta de la
felicidad y del cielo. El Redentor del mundo acepta a los
hombres tales como son, con todas sus necesidades,
imperfecciones y debilidades; y no solamente los limpiará de
pecado y les concederá redención por su sangre, sino que
satisfará el anhelo de todos los que consientan en llevar su
yugo y su carga. Es su designio impartir paz y descanso a
todos los que acudan a él en busca del pan de la vida.
Solamente demanda de nosotros que cumplamos los deberes que
guíen nuestros pasos a las alturas de la felicidad, a las
cuales los desobedientes nunca pueden llegar. La verdadera
vida de gozo del alma es tener a Cristo, la esperanza de
gloria, modelado en ella.
Muchos dicen: "¿Cómo me
entregaré a Dios?" Deseáis hacer su voluntad, mas sois
moralmente débiles, sujetos a la duda y dominados por los
hábitos de vuestra mala vida. Vuestras promesas y
resoluciones son tan frágiles como telas de araña. No podéis
gobernar vuestros pensamientos, impulsos y afectos. El
conocimiento de vuestras promesas no cumplidas y de vuestros
votos quebrantados debilita vuestra confianza en vuestra
propia sinceridad y os induce a sentir que Dios no puede
aceptaros; mas no necesitáis desesperar. Lo que necesitáis
comprender es la verdadera fuerza de la voluntad. Este es el
poder que gobierna en la naturaleza del hombre: el poder de
decidir o de elegir. Todas las cosas dependen de la correcta
acción de la voluntad. Dios ha dado a los hombres el poder
de elegir; depende de ellos el ejercerlo. No podéis cambiar
vuestro corazón, ni dar por vosotros mismos sus afectos a
Dios; pero podéis elegir servirle. Podéis darle vuestra
voluntad, para que él obre en vosotros, tanto el querer como
el hacer, según su voluntad. De ese modo vuestra naturaleza
entera estará bajo el dominio del Espíritu de Cristo,
vuestros afectos se concentrarán en él y vuestros
pensamientos se pondrán en armonía con él.
Desear ser bondadosos y
santos es rectísimo; pero si sólo llegáis hasta allí de nada
os valdrá. Muchos se perderán esperando y deseando ser
cristianos. No llegan al punto de dar su voluntad a Dios. No
eligen ser cristianos ahora.
Por medio del debido
ejercicio de la voluntad, puede obrarse un cambio completo
en vuestra vida. Al dar vuestra voluntad a Cristo. Os unís
con el poder que está sobre todo principado y potestad.
Tendréis fuerza de lo alto para sosteneros firmes, y
rindiéndoos así constantemente a Dios seréis fortalecidos
para vivir una vida nueva, es a saber, la vida de la fe.
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