EL SOL

penas podía caminar, sus viejas piernas ya no le respondían y tenía que ayudarse con dos bastones. Cubría su rostro con una bufanda y sobre su cabeza una gorra azul le protegía del frío invernal. Se movía lentamente, con paso inseguro. Un joven casi le hizo caer, las prisas del mundo moderno ya no respetan los años. Cuando por fin llegó a la plazoleta, fue saludando a cada uno de sus amigos.

Se solían reunir en las horas en que el sol lucía entre las nubes para dar un toque de color al grisáceo invierno.

- “Ya quedamos menos” –pensó – “cada invierno se lleva a dos o tres de nosotros”.

Una vez que todos habían llegado, empezaban las luchas para ver quién tenía más achaques, a quién le duraban más los resfriados, la gripe o sus males. No había persona que tuviera más que él, sus dolores eran ya crónicos. Sólo era superado por los que yacían en el cementerio, pero esos ya no sufrirían más.

Año tras año acudía a su cita diaria con el sol y con sus amigos. Aunque unos se fueran, siempre venían otros, pero él siempre estaba allí.

- “El día que me falte el sol, no vendré” – repetía siempre.

- “El sol me recuerda a mi difunta esposa, siempre radiante aun en los momentos peores”.

Una mañana, el sol brillaba con inusitada fuerza para la época del año, el viento había dejado de soplar, el frío se había ido. Aprovechó la ocasión que la brindaba el buen  tiempo y salió a dar un paseo, quizás se acercaría a la plaza a ver si sus amigos también habían respondido la llamada del astro rey.

Tras pasear por las calles cercanas a su casa, por fin, se dirigió a la plaza. Al llegar se quedó petrificado, ahí estaban todos sus amigos hablando y riendo, pero eran sus amigos fallecidos. Estaba Don Julián que fue maestro de la escuela del pueblo; Don Ramón, el carnicero de toda la vida; Doña María, sin duda la más alcahueta de todo el lugar; Don Francisco, el párroco que murió de aquella gripe que hubo a finales de los 70; Doña olores, la que tenía esa tienda con aquellos precios tan “obesos” y por último también estaba Margarita, su mujer.

Ella le miró, y le obsequió con una de esas sonrisas suyas  que le cautivaron de joven y que fue lo último que vio de su dulce mujer antes de morir.

Tiró los bastones a un lado, podía caminar sin su ayuda, y corrió hacia ella. La abrazó, la levantó en volandas, igual que aquella vez en viaje de novios en Barcelona, y la besó. La besó como hace 40 años lo hizo el día de su boda, la besó como siempre había hecho; con amor.

Y allí, todos sus amigos empezaron a hablar de sus vivencias de sus idas y venidas, de sus vidas que eran la de cada uno de ellos y la de todos a la vez.

Y ahora que están todos, por fin, pueden disfrutar de ese día maravilloso, ese día donde brilla el sol eternamente.

JL

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