—Egipcio —dijo a sus espaldas una voz profunda. Tomás se dio vuelta. Quien había hablado tenía aspecto de erudito, quizá por los anteojos y la barba blanca. Sin agregar otra palabra, el hombre continuó caminando por el pasillo. Tomás lo olvidó. No sabía por dónde comenzar: armaduras, escudos, espadas, todas aquellas piezas admirables despertaban su curiosidad. De pronto, advirtió una vitrina en el cruce del umbral de la sala. No podía distinguir lo que exhibía. Tomás se acercó, y el objeto fue adquiriendo forma y tamaño. Se trataba de un guante, una manopla de hierro. No presentaba marcas de óxido, y tenía piedras preciosas entre sus espinas punzantes. Era muy extraña. —Interesante pieza medieval, ¿no cree? Tomás tuvo un sobresalto: era el hombre de anteojos y barba blanca. —Disculpe —dijo el extraño—. Mi nombre es Fileas. ¿Con quién tengo el gusto de... ? —Tomás. ¿Acostumbra a venir seguido? —De vez en cuando —dijo el tal Fileas estrechando la mano de Tomás—. Sólo de vez en cuando... Continuaron el recorrido por el museo visitando sus tesoros, hablando de civilizaciones perdidas y hallazgos arqueológicos. En la puerta que daba a la calle, Fileas le entregó una tarjeta. —Ha sido una charla muy interesante. Si usted gusta, podemos continuarla en mi departamento, durante la tarde. Sin contestar, Tomás miró la tarjeta: Fileas Armenio
Alzó la vista: Fileas había desaparecido. Una semana después, tuvo que volver del trabajo en tren: el auto no le había respondido. Milagrosamente encontró un asiento libre del lado de la ventanilla. Pero, frente a él, dos viejas parloteaban como loros. Levantó el vidrio, y la brisa fue como un bálsamo: hizo que se olvidara de aquellas cotorras. De todos modos, el paisaje no era nada del otro mundo: departamentos que se venían abajo, casas antiguas, calles mal iluminadas. ¿Por qué será, pensó, que uno no puede apreciar su ciudad?. Para colmo no tenía nada con qué entretenerse. Para matar el tiempo, agendó las cosas de la semana. Estaba por guardarse la agenda en el bolsillo, pero algo cayó de adentro. Tomás se agachó para poder ver con claridad: era un papel, que levantó del suelo. Una tarjeta, más precisamente. Con un nombre curioso: Fileas. No podía recordar de quién se trataba, quizás era de algún cliente. Hizo memoria, y de pronto apareció la imagen de aquel excéntrico personaje del museo. ¿Cómo pudo haberlo olvidado? Miró de nuevo la dirección. ¿Y si le caía de visita al viejo? Afortunadamente se encontraba a apenas dos estaciones de Barrancas de Belgrano. Tocó el timbre, y casi de inmediato una voz sonó por el intercomunicador: —¿Si? —¿El Sr. Fileas Armenio? —¿Quién habla? —Soy yo. ¿No me recuerda? —¿Quién es yo? ¡Déjese de macanear y dígame quién es el que habla! —Tomás. Silencio. —Tomás, Tomás... —decía la voz, sarcástica—. ¿No era usted el Tomás al que yo estoy esperando desde hace una semana? —Sí, el mismo. Y le pido mil disculpas por haberme olvidado de la invitación. Tomás escuchó un zumbido; empujó la puerta. Cuando el ascensor llegó al cuarto piso, Fileas lo estaba esperando. Se estrecharon la mano. —No sé cómo pude olvidarme —dijo Tomás. Al cruzar el umbral, vio largas estanterías desvencijadas, atiborradas de libros y cachivaches insólitos. Figuras mitológicas acumulaban polvo y telarañas sobre los estantes, portaban anillos dorados y dientes de piedra. Máscaras de madera cubrían las paredes; por su forma y estilo elongado parecían africanas, originales. También descubrió numerosas piezas de cerámica sobre una mesa: ánforas y cuencos y figuras de animales extraños que Tomás nunca había visto. —¿Quiere tomar algo? —Si no es mucha molestia, me gustaría un café. El anfitrión abandonó aquel museo. A Tomás le llamó la atención una mesa de dibujo cercana a una de las estanterías, abarrotada de papeles desparramados. Presentaban trazos a lápiz: diseños geométricos, números, símbolos. —Bébalo mientras esté caliente. Tomás se dio vuelta; Fileas traía una bandeja con dos tazas. Se sentaron y reanudaron la charla del museo. —Permítame mostrarle algo —dijo Fileas de pronto y, levantándose de la silla, le hizo señas de que lo siguiera. Bajaron por el ascensor hasta llegar a un oscuro sótano. Caminaron por recovecos y pasadizos. Tomás perdió el sentido de la orientación. Aturdido, le costaba respirar, se sentía como en el laberinto de una cripta. Se detuvieron frente a una puerta de hierro con candado. Fileas lo abrió y pulsó un interruptor de luz. Tomás se asomó al interior de la bóveda y quedó deslumbrado ante aquel caos de extrañas antigüedades. Maderas policromadas, mármoles, tallas de finísimo cristal. Rostros, tablas con inscripciones, pirámides diminutas, armas y pedrería multicolor. —¿Qué significa todo esto? —Paciencia, amigo mío. Pronto obtendrá muchas respuestas. Fileas cerró el candado y volvieron al ascensor. —¿Q–q–qué fue? —preguntó Tomás en medio del estudio. —¿Qué fue qué? —Qué fue lo que vi en el subsuelo. El viejo hizo una pausa. Era evidente que estudiaba sus palabras con sumo cuidado antes de contestar. —Para responder a esa pregunta —dijo—, primero debo explicarle el porqué de los dibujos y planos que usted vio sobre la mesa cuando salí a preparar el café. Tomás se sorprendió: Fileas no había dejado de vigilarlo ni por un instante. —Se habrá dado cuenta de que, como buen coleccionista, yo sería capaz de cualquier cosa si algo se interpusiera entre una pieza histórica y mi deseo de poseerla. Esta obsesión se inició durante mi niñez. Ya en la secundaria me convencí de que la arqueología era lo mío. Más tarde, entré en la ciencia con toda ilusión. Y, mientras cursaba la carrera, me fui nutriendo de ciertos conocimientos… de ciertos saberes paralelos, digamos. —Supongo que semejante colección no nació de un día para otro — dijo Tomás—. Un arqueólogo de su calibre debe ser un erudito para poder clasificar y obtener tales piezas. —Tiene razón en lo que dice, pero me estaba refiriendo a otra clase de conocimientos. Tomás miró al anciano sin entender. Fileas dio unos pasos en el centro del estudio, carraspeó y miró a Tomás directo a los ojos. Se acercó a la mesa y levantó su taza. —Voy a explicarle con más claridad qué quiero decir; tomemos, por ejemplo, esta taza. ¿Cuántas dimensiones presenta? —¿Ehhh? —Dimensiones. Esta taza que ahora sostengo en mi mano tiene tres dimensiones; es decir: largo, alto y ancho. Sin embargo nos estamos olvidando de una muy importante. —Sigo sin entender —dijo Tomás. —Es más fácil de lo que usted cree, mi amigo. Existe una cuarta dimensión. Si no fuese por ella, las otras tres no existirían. Tomás no sabía qué decir. —Por lo visto no entendió nada —dijo Fileas—. La cuarta dimensión es el tiempo. Nosotros nos movemos libremente por el espacio, pero somos prisioneros del tiempo, envejecemos con él. Por lo tanto, nuestra movilización temporal es limitada. A lo largo de los años estudié al cerebro humano con la ayuda de varias obras científicas. Una de ellas atrajo mi atención para siempre: El Viaje Alfa, de Richardson Fleischer. Explica que el ser humano sólo utiliza entre el cinco y el diez por ciento de su cerebro. —Eso no es nuevo —rezongó Tomás—. Prácticamente es un lugar común de la ciencia. Fileas lo miró con compasión, por encima de sus anteojos. —¿Lugar común dice usted? Sepa que el libro data de 1823, mi querido jovencito… Tomás quedó impresionado: el viejo era implacable. Decidió seguir escuchándolo sin interrumpir sus ideas. —Hacia la mitad del libro —continuó Fileas Armenio—, Fleischer relaciona el Viaje Alfa con la cuarta dimensión y con ese porcentaje inutilizado de nuestra mente. Tomás comenzaba a recordar: había leído algo semejante en la Discovery. ¿Por qué la ciencia no había indagado lo suficiente? ¿Por qué ese enigma seguía sin resolverse? —¿Usted encontró la respuesta? –preguntó Tomás. Fileas sonrió. –Tal vez sí, tal vez no. Todo a su tiempo, mi amigo; hagamos antes una segunda ronda de café. Fileas volvió a la cocina. Tomás examinó los dibujos tratando de encontrarles un significado a aquellos garabatos sin sentido. —¿Cansado, o frustrado de no poder entender del todo? Tomás lo miró, dubitativo. —¿No me cree, verdad? —dijo Fileas, y le entregó la taza de café—. No se preocupe: su reacción es natural y comprensible. Cualquiera pensaría que estoy loco. Era cierto: Tomás ya lo sospechaba desde hacía rato. Pero, de pronto, después de sorber de su taza, Fileas Armenio dijo, sonriente: —¿Qué tal si le demuestro que estoy diciendo la verdad? Y repentinamente todo se nubló, todo se oscureció para Tomás. Lo último que comprendió, antes de caer al piso, fue que el café tenía un gusto extraño, borroso… Al despertar, sintió incómodas las muñecas: brazaletes de hierro presionaban su piel; a pesar de eso, tuvo que reconocer que el respaldo del sillón era confortable. Delante de él vio un espejo, que seguramente había sido instalado por el demente. Un casquillo rodeado de cables ceñía su cabeza. Se sintió como en una silla eléctrica. —¡Viejo! ¡Viejo de mierda! —gritó aterrorizado, pero nadie contestó. Miró la habitación: una única bombilla de luz colgaba del techo. A las paredes, mal pintadas, apenas les quedaba revoque. De pronto apareció el demente. —¡Soltáme, hijo de puta, o te hago meter preso! Fileas Armenio sonrió, se acarició la barbilla y dijo: —Si no hubiera sido por el café, jamás lo habría convencido para que se sometiera a este experimento. —¡Vas a ir derecho a la cárcel! —No se preocupe; yo también voy a ser voluntario. Tomás vio cómo, frente a él, el viejo se sentaba en un sillón idéntico. A su lado parpadeaba una máquina con palancas y luces multicolores. Armenio se colocó un casco similar al que le había puesto a Tomás. Automáticamente, dos brazaletes sujetaron sus muñecas. Cada uno llevaba un display diminuto y una botonera, una consola en miniatura. —¡Soltáme de una vez o vas a arrepentirte el resto de tu vida! —No voy a aburrirlo con sermones científicos. Usted lo va a ver con sus propios ojos…. ¿o debería decir con su mente? —¡Soltáme! Fileas accionó una palanca. La luz parpadeó, y Tomás notó algo punzante en la nuca, algo agudo que lo penetraba. Sus dientes castañetearon; cerró los puños con todas sus fuerzas. De pronto el estómago se endureció como una roca; los pelos del cuerpo se le erizaron. Pataleó salvajemente tratando de resistir el dolor. Y el dolor desapareció. Silencio. Poco a poco, la habitación fue adquiriendo un nuevo color: todo se teñía de blanco. No sentía ningún miembro de su cuerpo. El efecto lacerante volvió, aunque difuso. ¿Había despertado de su coma fugaz? Intentó mover una mano; primero levantó lentamente el meñique y luego los demás dedos. Giró las muñecas al mismo tiempo: no sintió la presión de los brazaletes. Una fría corriente de aire le puso la piel de gallina. Seguía viendo todo blanco. Frustrado por su ceguera, se incorporó y extendió los brazos. —¡Cuando te encuentre, te voy a reventar a trompadas! ¿Me oíste? Bajo sus pies, el suelo no parecía el mismo: tenía desniveles en su blanda superficie. Caminó menos de un metro y dio con una pared rugosa. Otra vez el dolor punzante; lo blanco se volvió gris. El objeto rugoso adquirió color y forma. —¡Un árbol! Se dio vuelta: estaba en el claro de un bosque. Las elevaciones que había sentido bajo sus pies durante su corta ceguera eran desniveles del terreno. Un búho blanco se posó sobre su rama. Los rayos del sol penetraban la fronda. Un grupo de conejos roía tallos de hierba. De repente, Tomás escuchó un ruido, un leve zumbido que lo condujo hacia la densidad del bosque; se abrió paso entre el laberíntico follaje. Avanzó unos cuantos metros: el zumbido se convirtió en murmullo. Con cautela apartó las ramas que tenía delante: más allá, una nube blanca subía lentamente de la lejana espesura. Miró con más detalle: no era una nube sino una estela blanca gaseosa que se iba formando al pie de una cascada. El canto de los pájaros agregaba un colorido a ese extraño paisaje. Tomás caminó hacia ellos para poder contemplarlos con mayor claridad. Cuando estaba a sólo unos metros, volaron sobresaltados. Otro sonido invadió la quietud; era llamativo, parecido a una melodía. Sí, era una melodía. Sonaba como un instrumento de viento. Tomás caminó hacia la fuente de ese sonido. La melodía lo llevó hasta un roble. Descansando sobre el tronco, un joven tocaba una flauta de madera. Vestía extrañas ropas y llevaba un sombrero con una pluma. Al verse descubierto, dejó de tocar. —¿Cuál es vuestro destino,
noble señor —le preguntó a Tomás—, y
—No me dirijo a ninguna parte; estoy buscando a un amigo. En cuanto a la ropa, debo decirle que no es de su incumbencia. —Si os he ofendido, os pido disculpas, noble señor. —Aceptadas. ¿No vio a un hombre barbudo que llevaba anteojos? El joven palideció, y miró a Tomás con desconfianza. —¿No os estaréis refiriendo a Niebla? —¿A quién? —A Niebla. Si gustáis, puedo conduciros
ante su presencia.
Durante horas recorrieron caminos tortuosos hacia los límites del bosque. El joven músico dijo llamarse Augusto. Con orgullo, le habló a Tomás de sus visitas a las diferentes cortes, y de su desempeño como trovador. Solía interpretar melodías ajenas, ya que, según confesó, era un pésimo compositor, muchas veces recibido en las plazas con lluvia de frutas y verduras podridas. Tomás le dijo que venía de un lugar muy lejano, y que por esa razón vestía ropas poco comunes. Al final del bosque divisaron una humareda. Cuando se acercaron vieron que provenía de chimeneas: una aldea se alzaba frente a ellos. Casas de piedra con techos de paja; carruajes que recorrían los caminos de barro; niños peleando con espadas de madera; comerciantes deambulando entre puestos que ofrecían todo tipo de mercancías. Nadie notó la presencia de Tomás, ni siquiera un grupo de viejas chismosas que pasaron a su lado. —No os alarméis por este tumulto —advirtió el trovador—, siempre ocurre lo mismo cada domingo. Caminaron hasta un puesto de frutas. El vendedor llevaba un extraño sombrero puntiagudo y tenía una expresión amarga. Que tipo desagradable, pensó Tomás. Augusto palpó y sopesó algunas manzanas. —¿Vais a llevar algo? Si no lo hacéis, tengo clientes que si lo harán. —Tened paciencia, noble comerciante: estoy un poco indeciso y no sé qué fruto llevaré. El vendedor los miró con desconfianza. —¿Acaso queréis provocar un escándalo? —Perded cuidado, jamás perjudicaría a un comerciante. El dueño de la tienda continuó con sus quehaceres, pero sin quitarles el ojo de encima. —¿Habéis oído la última noticia? Tomás y Augusto se dieron vuelta: quien había hablado era una vieja desgreñada. —No, vengo desde muy lejos —dijo Tomás—. ¿A qué se refiere con la última noticia? —Pronto los ciudadanos decidirán el destino de Niebla. ¿Vuestro amigo no os ha dicho nada al respecto? —Lo hizo, señora: me estaba conduciendo a él. —Nadie va hacia Niebla —declamó la mujer, al tiempo que hacía un extraño gesto—: Niebla viene hacia nosotros. —¡Ahí está! —gritó un ciudadano—. ¡Ahí está! Tomás miró aquella escena, incrédulo: la gente corría hacia el fondo de la aldea. Se conglomeraron frente a un estrado, delante de una casilla. Junto con Augusto, Tomás partió en la misma dirección. —¡Que salga! ¡Que salga! —gritaban algunos—. ¡Traed al brujo! Tomás trató de abrirse paso entre el gentío. —¡No empujéis, todo el mundo quiere verlo! La puerta de la casilla se abrió, y apareció un hombre que vestía elegantemente. Desenrolló un pergamino: —Queridos ciudadanos, estamos aquí reunidos para decidir la fortuna de este hechicero, al cual hemos bautizado con el nombre de Niebla. No os pido demasiado, simplemente quiero vuestra opinión. Firmado: el Alcalde. Silencio. Fileas asomó su rostro. —¡Quemadlo en la hoguera! —¡Decapitadlo! Dos personas que llevaban cascos y portaban espadas, lo escoltaron hacia el centro del estrado. Tomás los miró detenidamente: sus manos estaban cubiertas por una manopla de hierro con piedras preciosas y espinas incrustadas. Un fruto se estrelló en el rostro de Fileas. —¿Quién arrojó ese fruto? —preguntó el que vestía elegantemente. Silencio. —¡Estamos aquí para juzgar, no para condenar! —¿Cuál es la diferencia? —gritó alguien. Tomás levantó el brazo. —¡Pido la palabra! ¡Déjenme pasar! Se abrió paso entre la gente y pudo subir al estrado. Fileas aún llevaba los extraños brazaletes. Tomás se le acercó. —¿Dónde está su sillón, viejo de porquería? —susurró. —En el interior de la casilla. —¡Si no fuera por estas personas, te cagaría a trompadas! —¿Por qué susurráis? ¡Veo que os ponéis de su lado!— dijo uno de los que llevaban casco. —¡Matad a ambos! —gritaron algunos. Fileas y Tomás fueron encerrados en la casilla. —¡Rápido, póngase este brazalete en su muñeca! —dijo el viejo. —¡Cállese, viejo! ¡No quiero otro engaño! Escucharon golpes a la puerta. —¿Qué es lo que ocurre? ¡Quedaos quietos! —Hágame caso —dijo Fileas—. Si no lo hace, va a quedarse acá para siempre. —¡Y si no os calláis, derribaremos la puerta! —Supongo que no tengo nada que perder —dijo Tomás. El viejo le entregó su brazalete derecho. —¿Qué hubo de los míos? —preguntó Tomás. —Se desmaterializaron durante el viaje, junto con el casco —dijo Fileas—. No resistieron a los siglos —Entonces pulsó tres botones de su brazalete. Hizo la misma combinación en el de Tomás, que lo ató a su muñeca. —¡Os advierto que si no os quedáis callados, derribaremos la puerta! Fileas se sentó en el sillón, dejándole un lugar a Tomás, y se colocó su casco. Oyeron golpes que provenían del exterior. —¡Abrid, bellacos! Un nuevo estrépito, y volaron mil astillas y pedazos de madera. Una manopla de hierro, con piedras preciosas y espinas incrustadas, atravesó la puerta. —¡Deteneos! Tomás sintió el efecto punzante en la nuca. Todo se tiñó de blanco. El resplandor se desvaneció: Tomás había retornado al departamento. Fileas suspiró aliviado: —Menos mal que pudimos escapar, ya me daba por muerto. —Yo… ehhhh... —¿En qué está pensando? —¡Soy un imbécil! —dijo Tomás—. ¡Mi sillón quedó en el bosque! Fileas palideció. Fue como si le hubieran asestado un martillazo en la cabeza. —¿No se da cuenta —dijo— de lo que acaba de hacer? —¡Cállese, viejo…! ¡Como si no fuera por usted! —Jovencito, mida sus palabras —dijo Fileas—. Es necesario no hacer cargos: debemos arreglar este incidente con la cabeza bien despejada. Nuestro fracaso puede traer graves consecuencias. Se podría alterar la historia —miró fijo a Tomás y lo señaló con el dedo—. O quizá podría destruirse su árbol genealógico. —¡Mis parientes eran ingleses —gritó Tomás—, no españoles! Fileas suspiró y se desplomó sobre el sillón. —Haga lo que quiera —dijo el viejo. Tomás, nervioso, se puso a dar trancos por la habitación, silbando la melodía que Augusto había tocado en el bosque. —¡Deje de silbar! —dijo Fileas. Tomás lo ignoró. Fue hacia la puerta y la abrió. —El sillón es su problema, no el mío. Y salió pegando un portazo. El aire frío de la plaza le hizo recordar la experiencia desagradable de viajar en el tiempo. Aquel viejo loco se había equivocado, todo seguía igual: los árboles, los edificios y los autos, la gente, el smog inundando la calle. Tomás se sentó en un banco y contempló las palomas que revoloteaban alrededor. Algo cayó sobre su hombro. Al tocarse notó una sustancia cremosa, repugnante. —Veo que esto tampoco cambió. Sacó un pañuelo del bolsillo y limpió la bosta de la paloma. Repentinamente escuchó ladridos: al pie de una barranca vio varios perros atados a un poste. El paseador se encontraba a unos metros partiendo volantes. Tomás lo miró con detenimiento: era Enrique, un amigo que no veía desde meses atrás. —¡Enrique! —llamó—. ¿Desde cuándo estás laburando? Corrió barranca abajo y lo abrazó. —Hacía tiempo que no te veía —dijo—, la última vez estabas desempleado. ¿Así que ahora te dedicas a repartir estas mierdas? —No me subestimes —dijo Enrique—: son panfletos culturales. Además paseo perros. —¿No me digas? —¿Te interesa leer uno de estos volantes? Tratan sobre un reciente hallazgo arqueológico. —¿En serio? —preguntó Tomás, escéptico—. ¿Qué clase de hallazgo? —Un objeto antiquísimo con forma de sillón. Inmediatamente, Tomás echó a correr, casi sin siquiera despedirse. El bosque comenzaba a sumirse en la oscuridad: se acercaba el anochecer. Tomás y Fileas se levantaron del sillón. El viejo se quitó el casco, y lo aseguró al asiento con una de las correas. Buscaron el sillón por todos los rincones, pero no encontraron nada. —Si la memoria no me falla —dijo Tomás—, debería estar aquí mismo, bajo nuestros pies. —¿Y si alguien se lo llevara a la aldea? —preguntó el viejo. —No podemos entrar en la aldea; fuimos condenados hace sólo unos momentos. —¡Todo está perdido! —dijo Fileas—. ¡Y encima usted es el culpable! —¡Cállese, viejo! —contestó Tomás—. En lugar de protestar, será mejor que encontremos la forma de entrar en la aldea sin que nos reconozcan. De pronto escucharon pasos y corrieron a ocultarse detrás de unos matorrales. En la oscuridad distinguieron dos siluetas que se acercaban: vestían túnicas con capuchas y caminaban lentamente. Fileas y Tomás abandonaron su escondite. —¡Deténganse! —dijo Tomás. —¿Por qué perturbáis nuestra paz espiritual? —dijo uno de los encapuchados—. ¿Acaso queréis asaltarnos? —Nada de eso, sólo necesitamos saber adónde se dirigen. —Nos dirigimos a nuestra sagrada abadía —dijo el más alto de los dos—. Sed amables y permitidnos continuar nuestro camino. —Deberíais tener respeto por dos humildes frailes —dijo el otro. —No quiero entretenerlos —dijo Tomás guiñándole el ojo a Fileas—. Dejen que mi amigo se confiese ante ustedes. —Eso es otra cosa —dijo el fraile alto—. Lo haré con gusto. Fileas y su confesor se adentraron en la espesura. —¿Sois forastero? —le preguntó el fraile a Tomás. —Sí. Estoy recorriendo todo el continente. —¿Por negocios? Oyeron unas plegarias. —Así es. El rey de Inglaterra me pidió que... Un sonido seco. —¿Qué me estabais diciendo? —preguntó el fraile. Cuando Tomás miró…. otro fraile salió del centro del bosque. Era notoriamente más petiso. —¡Esto es obra de Satanás! —gritó su compañero—. ¡Mis ojos no pueden creer lo que veo! ¡Os habéis encogido, querido hermano! El “fraile” se quitó la capucha: era Fileas. De un puñetazo derribó al otro monje. Ocultaron el sillón detrás de los matorrales junto con los dos religiosos. Tomás y Fileas pasaron frente a un mercado, y la gente les hacía reverencias. —A esto llamo un buen disfraz —dijo Fileas. Al doblar por un recodo que llevaba a la plaza del pueblo, se toparon con un chico que montaba su caballo de madera. Le preguntaron sobre el sillón pero no supo responder: —Desconozco lo que buscáis. Caminaron durante horas para obtener la información, pero nadie sabía la respuesta. Agotados, se apoyaron en un muro. Frotaron sus tobillos y putearon al maldito sillón. De repente notaron que algo negro corría a un costado del camino, entre la fronda. Sea lo que fuere, se detuvo y, oculto, maulló. —¡Venga, mishifus! —llamó Fileas. Tomás lo miró sorprendido: —¿Acaso perdió el juicio, viejo? —No, sólo que me gustan los gatos. Fileas chasqueó los dedos una y otra vez, pero el animal no respondió. —Sigamos adelante —dijo el viejo. Llegaron a una encrucijada. En el camino que conducía hacia el norte vieron a un joven campesino que, frente a ellos, hundía sus tobillos en el barro. Al verlos, el muchacho gimió y súbitamente se echó a llorar. —¿Qué le sucede? —dijo Tomás—. Es evidente que este hombre nos conoce. —Tal vez sí, tal vez no —respondió Fileas. En ese instante, el campesino se desplomó sobre el barro. —¡Tened piedad, nobles hermanos! —dijo sollozando— ¡Cobijadme en el templo del Señor! Tomás cubrió la mitad de su rostro con la capucha e hizo la Señal de la Cruz. —Tiene mi bendición —dijo—. ¿Qué le ocurrió? —He sido víctima de un atraco: unos vulgares bandidos mis riquezas han hurtado, que llevaba ceñidas a mi cinturón. El muchacho los condujo hacia el lugar del robo. Las casas parecían caerse a pedazos; un hedor insoportable emanaba del aljibe que estaba en el centro de un patio. Tomás, dando la espalda al muchacho, susurró al oído de Fileas: —¿Por qué tuvimos que elegir semejante disfraz? Al darse vuelta, vio que el muchacho había desaparecido. Hubo un crujido. Pisadas. Y un grito: —¡A ellos! Un hombre gigantesco, bestial, se lanzó como un gorila hacia Tomás y lo rodeó con sus brazos. Tomás sintió que se asfixiaba por ese abrazo de oso. Forcejeó y pataleó, pero algo punzante en su cuello le hizo cambiar de idea. —Si os movéis, os atravesaré con mi daga. Fileas yacía en el suelo. Tres hombres sucios, de pie, lo rodeaban. Vestían ropas harapientas. Cada uno iba armado con un garrote y un cuchillo, que llevaban al cinturón. Alguien emergió de la oscuridad: era el muchacho llorón. Maulló sarcásticamente y se echó a reír. —¡Llevadlos a la guarida! Tomás sintió un terrible golpe en la cabeza, y todo se tiñó de negro. Abrió los ojos lentamente, y se encontró en un lugar penumbroso y húmedo. —¡Fileas, por Dios! —susurró—. ¿Dónde estás? El dolor no había desaparecido, pero debía lidiar con algo más importante: averiguar dónde estaba. Palpó sus ropas y reparó en que sólo vestía sus prendas del siglo veinte: jeans, camisa y zapatillas. Pronto el sueño lo venció. Al abrir los ojos, se encontró en un cuarto estrecho con paredes de piedra. Frente a él vio la salida de la cámara: una puerta. No encontró el picaporte sobre su superficie oxidada. Palpándola, ubicó una cerradura diminuta. Pateó la puerta, inútilmente, una y otra vez. Se desplomó sobre el suelo, frustrado. La fría corriente de aire que recorría la cámara lo estremecía. Temblando, frotó su cuerpo. Miró hacia la puerta y rió: estaba abierta. Tomás cruzó el umbral, y se adentró por un túnel de iluminación mortecina. La única fuente de luz provenía de una antorcha fija en la pared. La levantó y continuó su recorrido a través del pasaje. Las sombras proyectadas en la pared le recordaban viejas pesadillas. Sintió chillidos bajo sus pies. Intrigado, acercó la antorcha al suelo, y bajo la luz mortuoria contempló el horror que vivía en ese lugar: ratas, miles de ellas, asquerosos seres peludos de largas colas desplazándose velozmente. Tomás, aterrorizado, hizo un esfuerzo por seguir caminando. A medida que avanzaba, la fauna de la gruta se interponía en su camino: hinchadas arañas que escalaban torpemente; murciélagos revoloteando con zumbidos sobrenaturales; gusanos que emergían de las grietas en las paredes. Llegó a un cruce de túneles. Eligió uno al azar, el del centro. En su interior, la temperatura era más alta, casi insoportable. El suelo era gelatinoso y resbaladizo. Tomás debió usar la pared cóncava como punto de apoyo. Observó el piso: bajo el fuego de la antorcha, una masa líquida marrón se extendía túnel abajo. Hundió sus manos en aquel extraño magma y tomó una pequeña muestra. Era lodo. Metros más adelante, un muro de roca le bloqueó el paso. —Tendría que haber elegido otro camino —dijo, abatido por la sorpresa. Se apoyó sobre una de las paredes, contemplando su fracaso. —Soy un estúpido. De repente, notó que el muro no era liso: algo, una irregularidad en la pared rocosa, se hundía en su espalda. Tal vez, sonrió Tomás con ironía, se trate de un mecanismo salvador, como los de las puertas secretas del cine de aventuras. Su peso aplastó la irregularidad. Tomás se dio vuelta, y contempló atónito cómo un bloque de piedra se introducía en la superficie rocosa. Escuchó un zumbido proveniente del fondo del túnel. El muro se desplazó hacia arriba
como un telón, y dejó una abertura al descubierto. Decidió
entrar en ella. Iluminó con su antorcha hacia la derecha, y se alegró
de ver lo que tenía ante sus ojos: ¡Fileas! Pero el pobre
yacía amordazado y no estaba consciente. Tomás se le acercó,
y lo sacudió con energía. El viejo
—¿Hmmm? —Tranquilo, Fileas, voy a desatarte. Acercó la antorcha a las ligaduras de las manos y los pies, y liberó al viejo. Cuando salían de la cámara, escucharon gemidos. Era evidente que Fileas tenía un compañero de cautiverio. Tomás caminó en dirección a los ruidos y descubrió al prisionero. Tenía la cara oculta por un paño rotoso, y sus ojos relucían de horror. Tomás lo desató, y le quitó el trapo. Y al instante reconoció a Augusto. —Estoy contento de veros, noble señor —musitó el trovador—, pero debemos huir cuanto antes. Creo que están aquí los ruines que os habían tendido una trampa. Tomás se acercó al centro de la cámara, y comprobó que la suposición de Augusto era cierta: bajo la luminosidad tenue de la antorcha, los ladrones dormían con débiles ronquidos. De pronto, Tomás sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Porque allí, a pocos metros de él, estaba… ¡el sillón! ¡El sillón, por fin! —¡Levantémoslo, y huyamos de este lugar horrible! Entre los tres lo alzaron, y caminaron hacia la abertura de la cámara. Tomás llevaba la antorcha. —La suerte está de nuestro lado —dijo Augusto—, y seguirá con nosotros. Pero Tomás pisó unas piedras y resbaló. Afortunadamente, su sentido del equilibrio evitó que se desplomara. —¿Quién anda ahí? —dijo una voz. —¡Continuemos! —exclamó Fileas. Una vez que los tres salieron de la cámara, Tomás dejó de sostener el sillón, y corrió hacia la pared ovalada con el bloque hundido en su superficie. Tiró de él inútilmente. —¡Ayúdenme! ¡Los ladrones van a salir en cualquier momento! —¿Qué estáis haciendo? —preguntó Augusto. —Intento sacar este bloque —respondió Tomás—. La piedra es un mecanismo que acciona el abrir y cerrar de la abertura. —¡Sois hombres muertos! —dijo una voz proveniente del interior de la cámara—. ¡Nadie nos roba y vive para contarlo! Fileas y Augusto dejaron el sillón, y junto a Tomás sacaron el bloque; la abertura de la cámara se cerró. Tomás arrojó la antorcha en el charco de lodo, y todo fue oscuridad. Corrieron a través del túnel cargando el sillón. Detrás de ellos, escucharon gritos: —¡Matemos a esos perros! —¡Muerte al enemigo! Era aterrador correr a ciegas, pero no tenían alternativa. —¡Alto! —ordenó Tomás. La humedad había disminuido, y eso fue una señal para él—. Volvimos al cruce de túneles —explicó. Tomaron el túnel de la derecha. —¡Si os capturamos, perderéis la cabeza! —gritó uno de los perseguidores. Finalmente, Tomás divisó algo brillante, un punto a lo lejos. Parecía oscilar en la oscuridad, pero era una ilusión óptica causada por la distancia que los separaba de un recodo en la gruta. Mientras se acercaban, la brillantez adquirió forma de abertura; una salida, seguramente, con acceso a la aldea. Cruzaron el umbral. Atravesaron el patio en el que habían sido capturados, y llegaron a una encrucijada. Detuvieron su carrera y respiraron intensamente mientras contemplaban los cuatro caminos. —¡Mirad! —dijo una voz—. ¡Es Niebla! ¡Nuestra patrulla dio por fin con él! Tomás se dio vuelta, y vio a un grupo de campesinos enfurecidos, armados con horquillas, hoces y guadañas. —¡Niebla tiene cómplices! ¡Atrapadlos! —¡Déjenmelos a mí! —exclamó Fileas, y enfrentó a la horda. Tomás y Augusto levantaron el sillón y corrieron hacia los límites de la aldea. Hicieron un alto en el corazón del bosque, y dejaron el sillón sobre la hierba. El viejo venía hacia ellos. —Creo que los perdimos —dijo Fileas—. No bien me cercaron, oprimí la botonera de mi brazalete y un zumbido escalofriante se oyó en todo el bosque. “¡La risa del diablo!” gritaron los muy imbéciles antes de huir despavoridos. —Por ahora estamos salvados —contestó Tomás—, pero será mejor que nos apuremos. Se dirigieron a los matorrales, alzaron el otro sillón y lo colocaron al lado del primero. Fileas le entregó el brazalete a Tomás, quien lo ató a su muñeca. Ambos se sentaron, y el viejo unió con un cable su casquillo y el brazalete de Tomás. —Disculpadme, nobles señores, si digo una estupidez. ¿Qué estáis haciendo? Tomás y Fileas sonrieron. —Es difícil de explicar —dijo Tomás—. Nosotros no pertenecemos a este lugar, venimos de muy lejos. —¿Acaso habéis recorrido muchas leguas? —Miles —dijo Tomás suspirando—. Adiós, Augusto… El trovador parecía no comprender. —¿Y en qué carruaje partiréis? —dijo, burlón. —En los que están frente a tus ojos. Tomás sintió el efecto punzante en su nuca; todo se tiñó de blanco. *** El dueño de la librería escuchó el tintineo de la campanilla. La puerta se abrió y entró su cliente favorito. —Hola, Tomás, hacía tiempo que no te veía. ¿En qué puedo ayudarte? —Buscaba un buen libro, algo especial. —Te noto algo cansado —dijo el dueño. —Tuve un día agitado. —¿Mucho trabajo? —No precisamente. Visité un museo y… después, bueno, ehhh... digamos que hice una excursión histórica. —Si te gusta la historia, creo que tengo el libro perfecto para vos; acabo de recibirlo esta mañana. En sólo tres semanas se convirtió en best–seller. —¿Cómo se titula? —Hazañas del caballero Niebla y de su fiel compañero Tomás —dijo el librero mientras observaba la portada—. Es antiquísimo, y fue descubierto recientemente. Se cree que lo han compuesto en la Edad Media. Además... Escuchó nuevamente la campanilla. Desde el mostrador, vio cómo su cliente corría despavorido calle abajo. Cristián Rodríguez Ares 1999 |