CUANDO LOS ÁNGELES LLORAN

Para Rita

os ángeles suelen vivir en las nubes, y solamente hacen su vida por el día.

Cuando el Sol se va, todos descansan en sus camas de algodón.

No se les permite viajar a la tierra y ni siquiera asomarse al infierno si no es con una orden Real.

La prohibición es dura, pero más fuerte es el deseo de violarla.

Una noche cuando el Sol ya había caído hace tiempo y todos dormían, un ángel decidió salir del cielo y bajar a la tierra aprovechando el insomnio que le provocaba sus ganas de aventura. Un agujero que se había abierto entre dos nubes fue su salida de escape.

Siempre había visto desde arriba la tierra. Le fascinaba esas manchas de colores, esas ramificaciones grises y los diminutos habitantes vistos a tanta altura.

Pero lo que él amaba eran las noches. Cuando todo esta oscuro o iluminado únicamente por la luz de la luna. Cuando todo está en silencio y sólo el viento sigue despierto. Es entonces cuando las manchas de la tierra desaparecen para dar paso a gotitas de colores. Gotitas que se mueven y gotitas estáticas. Gotitas que se van y otras que parpadean. Era como un cielo de colores al que hay que mirarlo desde arriba.

Se dejó caer plegando sus alas, notando cómo el viento le agitaba la melena y la atracción de la tierra le movía.

Más cerca de la tierra, extendió sus alas y comenzó a planear y a ver más próximas esas gotitas de colores que se le antojo luz del sol embotellada, que le daba vida a ciudades de muy distintas formas y extensiones. Olores que nunca había olido. ¡La tierra olía!. Nunca lo habría imaginado desde allá arriba. Olía a trigo, a hierba, a manzanas, a tierra mojada después de la lluvia.

Pero lo que más le impresionó fue la magnitud del mar. Llego a una playa y se sentó en la orilla. Era una sensación rara el notar eso que llaman «gravedad». Cómo algo lo empujaba contra la tierra y le hacia sentir los granos de arena bajo su piel desnuda. Era como si algo quisiera unirlo a la tierra. Enterró sus pies en la arena. La arena se escurría entre sus manos acariciándolo mientras volvía al lugar de donde la sacaron. Se colaba entre sus dedos de los pies como lo hace el agua. Y el mar. Su olor. Escuchó como le hablaba en susurrados bramidos. Cada palabra le traía frescura. Mojó sus pies en el agua mientras caminaba por la orilla para notar la unión de tierra y agua. Algo lo inundó de alegría y le ahogaba en el pecho, era como si le presionaran. Era una sensación que le forzaba a gritar fuerte y con los ojos cerrados, para poderse liberar de esa presión.

Cuando abrió los ojos se dio cuenta que sus pies ya no estaban tan cerca de la tierra y el mar. La euforia le había hecho alcanzar de nuevo el cielo.

Voló a ras del mar dejándose mojar la cara con pequeñas gotitas de agua que querían escapar de su hogar para tocar el cielo en su cara.

Cómo disfruto esa noche, tanto que decidió tomarlo como costumbre. Y cada noche, cuando todos los ángeles dormían, él buscaba un agujero para escapar y descubrir más la tierra y sobretodo aquella sensación extraña de libertad que le daba el mar.

Una noche, cuando sobrevolaba unos acantilados, escuchó algo que nunca había escuchado. Era un sonido que se fundía con el murmullo de las olas. Era como un lamento. Como una pena cantada. Algo que le llenó de tristeza y dolor. Voló rápido, sobrevolando las rocas de donde parecía provenir ese canto penado. Descubrió sobre una roca húmeda una forma extraña que nunca había visto en sus viajes. Su parte humana se aferraba a la roca abrazándola fuerte con sus dos brazos, pero en el agua se perdía lo que parecía ser una cola de pez. Una cola de pez que se prolongaba hasta su cintura.

Su curiosidad le llevó a acercarse a ese ser. Se posó sobre otra roca contigua y se quedó en cuclillas escuchándola y mirándola. Era algo muy hermoso. Su pelo húmedo era negro como el azabache y su boca pequeña, tan apetecible como tocarla. Su piel oscura estaba decorada con pequeñas perlas de agua que se repartían por todo su cuerpo. Ella se dio cuenta de que no estaba sola y dejo su llanto para mirar al ángel que se había posado a su lado. Unos ojos húmedos, de un marrón verdoso tan dulce como el color de la miel, le miraron desde abajo. Se le quedo un rato mirando. Él la miraba con admiración. Ella le miró a los ojos y una dulce y tímida sonrisa se dibujó en sus labios. Su cara pareció iluminarse y a él le conmovió tanta belleza en tan poco espacio.

- «¿Tú que eres?»- le preguntó ella.

- «Yo soy un ángel»- respondió. «Y vengo de allí arriba» -señaló la luna- «de donde todo es blando y tierno. ¿Por que lloras?»

- «Porque tengo el corazón en carne viva y la sal del mar me escuece demasiado.

- «¿Y por que tienes el corazón en carne viva?»

- «Porque no puedo salir de esta cárcel. No puedo salir del mar, que me dio la vida y sentir la tierra bajo mis pies. Quiero tener pies para poder sentir la tierra, como tú la sientes. Y correr y andar sobre ella. Y sentarme sobre el suelo. Y no tener el agua sobre mi cuerpo. Quiero estar seca sin miedo a morir.»

- «Te entiendo. Para mí es una sensación nueva. Es una sensación muy intensa. ¿Por qué no le pides a tu rey que te dé piernas?»

- «No es tan fácil. Sólo se las da a aquellas sirenas que son besadas por el amor de un mortal. Es entonces cuando les quita todo el agua que tiene su alma y les cambia la cola por dos piernas humanas.»

Él calló y se quedó mirándola. Era realmente hermosa. Y en silencio se quedaron el resto de la noche mientras se miraban. Era como si estuvieran charlando con los ojos. No se decían nada pero se entendían. Cada sentimiento hacia que la mirada del uno se reflejara en la sonrisa del otro. Allí, sentados en la roca se quedaron acompañados por la luna. Mirándose. Él sentado, desnudo sobre sus piernas y con sus alas dobladas y recogidas, y ella sentada sobre la roca, dejando caer la cola en el mar como un cable que la conectara a la vida.

El sol empezó a surgir del mar y el ángel se dio cuenta que se tenía que ir. Debía volver al reino de las nubes.

A modo de despedida, se atrevió a cogerle la mano. A pesar de su humedad, podía transmitir tanto calor como la seca arena de la orilla. Sintió la suavidad de un ser bello siempre erosionado por el agua que acaricia su cuerpo. Tenía unos dedos perfectamente tallados que terminaban en unas largas y cuidadas uñas. Eso le bastó para recordarla, el calor de esa noche.

La noche siguiente volvió al mismo sitio donde se encontraron. Allí estaba ella. Parecía que le estaba esperando. Pero ahora ella ya no lloraba. Sólo lo miraba expectante sentada en su roca. Él se posó sobre la misma roca en que ella estaba, se agachó y acerco su cara a la de ella.

De su boca se escapó un aliento. «Perderé mis alas.»

Y después de oler el aire que ella respiraba apretó sus labios contra los suyos. Y saboreó. Era un sabor salado y húmedo, muy húmedo. Ella le correspondió devolviéndole el beso mientras le abrazaba. Él la aferró contra su pecho y la levantó sacándola del mar. Sintió como sus pechos se achuchaban contra el suyo y su cola rodeaba su cuerpo. Desplegó las alas y con ímpetu aleteó. Apretados a cien metros de altura convertidos en un solo ser, permanecieron besándose y apretados en una caída que los precipitó contra el mar.

Los dos unidos y húmedos se quedaron mirando mientras sus cabezas surgían del mar para que la luna les mirara. Ella con sus brazos rodeando su cuello y él apretando sus senos contra su pecho. Era como si intentaran meterse el uno dentro del otro. Los peces envidiosos de tanto amor unido, nadaban a su alrededor asomando las cabezas fuera del agua mirando al cielo, ansiosos de tocarlo.

- «Me convertiré en mortal para ti. Recibirás el beso que nos hará mortales a los dos».

- «¿Puedes ser mortal?»

- «Solo si pierdo las alas. Y solo las pierdo por ti.»

Ella emocionada, le besó en los labios y le susurro al oído

- «A cambio te enseñaré a sentir la pasión del amor. Te daré el placer sexual.»

Juntos fueron hasta la orilla y se tumbaron en la arena dejándose mojar por las olas que los mojaba al ritmo que dictaban los vientos.

Él saboreó su piel tan salada como la mar, besando su cara. Sus ojos se cerraron cuando él pasó sus labios por el cuello de la sirena calentando con su lengua la oreja fría. Ella se enroscaba a él en un gesto de placer extremo.

Ella se estremeció de placer al sentir el calor de la arena que se le calaba dentro de su ser y como si miles de hormigas le bajaran desde el cuello hasta la parte más baja y profunda de su ser.

Siguió besándola hasta llegar a sus pechos. Blandos y turgentes. Dos montes simétricos, coronados por sendos picos de placer. Tan reconfortantes eran sus pechos como las nubes del cielo. Y tan sabrosos y suaves como dos melocotones recién madurados. Los olió. Olía a su casa. Olía al cielo. Sintió entonces que aquella era su casa. Los besó y se los apretó contra su boca mientras la lengua jugueteaba con el pezón dentro de su boca y sus manos se encargaban de que no escaparan.

Era una sensación maravillosa para ella. Era como si algo se le agarrara por dentro, y escapara en pequeñas explosiones. Sentir esa lengua cálida rozando sus pechos fríos hizo que en su interior empezara a expulsar el agua que tenia dentro. Notaba como bajo su vientre se escapa el mar.

Pasó su mano por el pecho de él y enredó sus dedos entre los pelos que lo poblaban. Notaba el vientre tenso y el calor de sus labios detrás de su oreja. Bajó su mano hasta su pene y empezó a moverlo rítmicamente de arriba y para abajo.

Él soltó un grito de placer cuando ella se lo introdujo en la boca para jugar con él.

Los labios de él llenaron su vientre de besos que se perdían por el agujero de su ombligo. Le dio la vuelta y empezó a besarle la espalda. Siguiendo la curva de la espalda, describió con la lengua una línea recta desde el cuello hasta el final de la espalda, hasta que su lengua se perdió en lo mas profundo de ella.

Su rosa empezó a llorar mientras él bebía sus lágrimas. Introdujo su lengua en el centro de la flor mientras la movía para los lados. De la boca de ella escapó un quejido de felicidad y calor, calor que se le escapaba por debajo de su vientre.

De espaldas a él, sintió como él se metía dentro de ella. Se metía hasta el fondo mientras en la boca de él se introducía el lóbulo de sus orejas y llenaba de besos su cuello.

- «Quiero sentir lo que tu sientes, eso es lo que yo ansío, sentir el mar como lo sientes tu.»

Bajo la luz de la luna, el calor de la arena y el ritmo de las olas que acompañaban sus movimientos, sintieron como una explosión de calor, que les salía de las entrañas de sus deseos, los inundaba de placer y de un dolor punzante que les siguió. Él, extenuado, comenzó a llorar de emoción mientras la volvía a abrazar.

Ella se puso de pie y se miró las piernas. Eran preciosas y tan suaves como la seda. Estaban perfectamente contorneadas y rectas. Pero ella, a diferencia de él, estaba seca.

Con los ojos llenos de lágrimas de felicidad se puso en pie para ver la a ella. Ella le dio un beso en los labios, que no le pareció tan húmedo como antes y con una sonrisa en los labios salió corriendo por la orilla para perderse más allá de la playa.

Él se quedó mirando sus alas, que ahora yacían en el suelo muertas.

Durante las siguientes nueve noches siguientes volvieron a hacer el amor. En el mismo sitio. En la orilla del mar, en su lecho de arena. Durante nueve noches disfrutaron el uno del otro. Pero cada noche después de hacer el amor, el mar brotaba de los ojos de él. Lloraba porque veía que ella se secaba. Su boca ya no aceptaba la humedad de sus labios, el rocío ya no cubría la rosa de su amada y su mirada había cambiado, ya no podía ver el mar reflejado en aquellos preciosos ojos marrón verdoso.

La décima noche ocurrió algo en ella que él no esperaba.

Mientras la esperaba desnudo en la playa, la vio llegar desde lejos, hechizado por los movimientos de sus caderas, y fascinado por cómo jugaba el viento con su negra y lacia melena. Pero la dulzura ya no llenaba sus ojos que revivían tanto su corazón como antes. Cuando la tuvo más cerca pudo ver que su suave piel había sido ocultada por ropajes puramente humanos.

Llevaba un traje de seda rojo de tirantes que se movía al ritmo de sus movimientos y que dejaba ver todavía la belleza de sus formas.

Cuando llego a él hizo el intento de probar sus labios pero ella lo esquivó. No le extrañó demasiado aquél gesto, ya que las ultimas noches la sequedad de ella se había acentuado cada vez más. Pero lo que realmente le entristeció fue cuando quiso despojarla de su vestido.

- «No, no me lo quites. Hoy no quiero amarte.»

- «Pues déjame ver tu belleza sin filtros.»

- «No quiero que me veas desnuda.»

- «Pero si ya te he visto otras veces. No escondes nada nuevo para mí.»

Aunque le dolía, estaba mintiéndole. Cada vez que la veía descubría algún milagro nuevo escondido entre las curvas de su piel.

- «Pero ahora me da vergüenza que me veas desnuda.»

Él calló y se dio cuenta de que ella se había secado ya, su proceso había concluido. Ahora era una mortal. Se había convertido en humana.

- «Pero yo quiero estar contigo»- pronunció mientras el mar volvía a sus ojos.

- «Pero yo ya no. Creo que lo mejor para ti es que dejes el mar y vuelvas al cielo. Yo ya no soy de aquí. Mi hogar está en tierra, junto con los mortales. Ya no somos iguales.»

- «Pero no puedo irme. Yo no estoy seco. El mar me ha inundado el corazón. El cielo no está allá arriba. Mi cielo está aquí contigo. Olvídate de la humanidad y sigamos amándonos como antes. Yo humedeceré tu corazón otra vez.»

Ella no respondió, sólo le dio media sonrisa y un movimiento de negación con la cabeza como respuesta. Se giró y mientras se perdía en la distancia le dijo: «Hay muchas sirenas como yo en el mar.»

- «Pero ninguna de ellas eres tú». Se susurró a sí mismo y al mismo tiempo se zambullía en el mar para mezclarse con su pena.

Esa es la razón por la cual existen las olas. Porque un ángel intenta alcanzar y humedecer el corazón de su amada que está en tierra. Y las noches de luna llena, atormentado por la pena y el rechazo, intenta volver al cielo subiendo la marea, sin saber que su prisión es su corazón, y que el cielo le castiga con el viento por haberlo traicionado.

 

SERGIO CÓZAR GIL

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