- "Hará buen tiempo" - pensó. Nada más llegar a la iglesia abrió las puertas de par en par y se dirigió a la sacristía. Una vez allí se quitó su sotana y se colocó unas ropas más cómodas pues hoy tenia que arreglar el techo de la torre pues tenía goteras. Subió por las escaleras que llevaban junto a la campana y tras observarla unos breves segundos, la tocó. Su piel se erizó al entrar en contacto con el gélido metal, un escalofrío recorrió se espina dorsal pero no era de frío. Oyó el rumor de cascos de caballos, oteó el horizonte y encontró una polvareda hacia el este. Todavía no podía ver de quién se trataba, un monte le tapaba la visión, pero lo que tenía muy claro es que debían ser un centenar. Su preocupación fue en aumento al ver que se acercaban. Cuando los caballeros llegaron a la cima del pequeño monte, Don Guzmán pudo adivinar quién era. Sin pérdida de tiempo hizo sonar la campana. La aldea, aterrorizada por este cantar, despertó sobresaltada. Los hombres salían de sus casas en paños menores, empuñando una espada, una horca o cualquier objeto que se pudiera utilizar como arma. Las mujeres gritaban, los niños lloraban, la confusión era la reina del lugar. - "Son ellos, son los hombres de Carranza" - se oía gritar. Don Guzmán se dirigió a los aldeanos. - "¡Mujeres y niños entrad en la iglesia y protegernos con vuestras plegarias!" - la excitación del momento hacía que en su despejada frente se le notaran todas y cada una de sus venas. - "¡Hombres, defended la aldea de esos saqueadores, violadores de mujeres, asesinos de niños!" - vociferaba. - "Con honor, con valentía, con Dios de nuestro lado acabaremos de una vez por todas con esos bandidos. Si el ejército del Rey no ha podido, nosotros lo haremos" - gritaba arengando a los asustados campesinos. El tronar de los cascos de las monturas sonaban cada vez más fuerte. Don Guzmán situó a sus soldados-campesinos en los lugares estratégicos. Esperaba este momento y no se resignó, como hicieron otros, a abandonarlo todo, quemando sus casas y sus campos. Don Guzmán era el prototipo de cura de aldea regordete, calvo, con generosos mofletes sonrosados, voz agradable aunque, a veces, demasiado aguda. Sus manos hábiles para otros menesteres, sujetaban una espada torpemente. Sus pies, enfundados en unas sandalias, no paraban de golpear un tonel de agua. De repente un grito inhumano rasgó el aire, los guerreros del mal atacaban otra presa fácil. Don Guzmán lanzó la señal de ataque. Los más hábiles, lanzaban lanzas hechas con puntas de flecha atadas al extremo de largos palos. Otros esperaban la llegada de los primeros caballos para tirarles toneles de aceite que posteriormente hacían arder, creando así un muro de fuego. Los asustados caballos, que estaban acostumbrados a pisar cadáveres o al olor de la sangre pero no al fuego, huían haciendo caer a sus jinetes. Más aldeanos lanzaban, entonces, piedras y otros objetos arrojadizos, mientras que los más fuertes, espada en mano, se lanzaban al ataque. Sibien unos hombres mínimamente entrenados para la lucha tienen las de ganar frente a unos campesinos, el factor sorpresa que supuso la reacción de la aldea, no sólo hizo que se igualaran ambos contendientes, sino que la ventaja estaba del lado aldeano. Al tratarse de bandidos y ladrones y no de un verdadero ejército, la poca disciplina que habían al comenzar la lucha se disipó. Los de Carranza vociferaban maldiciones y huían en desbandada, mientras los aldeanos celebraban su triunfo. Don Guzmán sabía que cuando se agruparan, vendrían a vengarse, arrasarían el pueblo y todo lo que hubiera en él. Así pues llamó a todos para que se reunieran delante de la iglesia. - "¡Ha sido todo un triunfo!" - los aldeanos gritaban de alegría. - "Pero volverán" - les advirtió. - "Estaremos preparados" - se oyó una voz. - "¡Escuchad, amigos!. Cuando vuelvan, vendrán a matarnos" Un murmullo quebró las palabras del sacerdote. - "¡Escuchadme!. Será mejor huir. Yo me encargaré de Carranza y sus hombres" - prosiguió. El gentío miraba incrédulo a Don Guzmán, pero la idea de que aquellos hombres volvieran para vengarse hacía que la gente guardara cautela. Las mujeres miraban a sus maridos y les señalaban a sus hijos. Todos estaban de acuerdo en que sus vidas y las de los suyos eran más importantes que unas sencillas casa, y un escaso pedazo de tierra de labranza. En muy poco tiempo todo estuvo listo para la marcha toda la aldea se movió en busca de refugio. Sólo Don Guzmán y unas silenciosas casas quedaron a la espera del mal. Fue Don Guzmán en busca de sus viejos libros. Estuvo casi un día completo entre ellos. Por fin encontró lo que buscaba. En uno de ellos, que hablaba de los orígenes de su congregación, se afirmaba que el uso de cierta magia era benigna no sólo para el cuerpo sino también para el alma, pues se decía que era un don con el que Jesucristo les había obsequiado. Al final del libro venían una serie de recetas, conjuros y hechizos considerados como "buenos" y por lo tanto podían ser practicados sin entrar en herejía o en contraposición a ningún precepto moral. Don Guzmán sabía que sería difícil que funcionara, pero confiaba en los ancestrales sabios de su orden. Ojeó cada página, empezando por la parte de pociones: poción para el estreñimiento, para el escorbuto, para el dolor de muelas, para la menstruación, ... - "¡Bah!" - pensó. Siguió leyendo pasando a los conjuros: para la desaparición de las fiebres, para que llueva, para que el sol brille en días lluviosos, ... - "Creo que..." - Don Guzmán leía y apenas creía que aquello fuera un libro religioso. Por fin llegó a la parte de hechizos: para enamorar, para desenamorar, para cambiar de forma, tamaño o color, ... - "¡Dios mío, estaban locos!" - pensó. Desesperado e incrédulo, Don Guzmán iba a dejar el libro, cuando un pequeño papel doblado cayó al suelo. Lo cogió, y tras desdoblarlo, lo leyó. - "Llamada al ángel guerrero, frente al altar dibujar el símbolo del ángel guerrero, rodearlo de velas rojas y alabar al Señor Todopoderoso. El ángel guerrero decidirá si la causa es justa y gloriosa para Dios Nuestro Señor, y decidirá si responderla o no". No tenía nada que perder, así que, con la ayuda del papel, dibujó el símbolo del ángel guerrero, colocó las velas y alabó, siempre siguiendo el papel, a Dios. Tras esto esperó respuesta, pero nada ocurrió. Sin aliento se tumbó ahí mismo y se quedó dormido. Su nariz se arrugó, como hacía siempre que olía a quemado. Sintió un golpe en el costado, y al abrir los ojos, vio la punta de una espada apuntando a su garganta. - "¡Quédate quieto cura gordinflón!". Carranza Blázquez era el más salvaje asesino de este tiempo. Tenía el pelo dorado y sus ojos azules tenían la mirada de la muerte. Una cicatriz le atravesaba la cara de lado a lado, recuerdo de su primer asesinato. - "¡Maldito!, ¿Dónde están todos?". - "No lo sé, se fueron" - respondió Don Guzmán. - "Bueno, da igual, ¡atadlo y colgadlo!. Pero aseguraos bien de que no muera enseguida". Don Guzmán fue encadenado, subido a un caballo y, por fin, ahorcado. La soga le apretaba el cuello, sentía como sus pies bailaban en el aire. Su respiración era cada vez más dificultosa, el peso de su cuerpo lo estaba asfixiando. A punto de perder el conocimiento y sin saber si estaba delirando o no, vio un caballero acercarse. Llevaba una armadura negra y una gran cruz dorada en su pecho. El yelmo, negro también, ocultaba su rostro. Su espada era dorada todo ella, la empuñadura tenía rubíes, gemas y diamantes incrustados. El caballero alzó su espada y al grito de "La palabra de Dios" se lanzó al galope. Los bandidos iban cayendo uno tras otro, le atacaran uno, dos o diez a la vez, el guerrero siempre salía victorioso. Cuando llegó al lado de Don Guzmán, cortó la cuerda cayendo éste al suelo. Justo antes de desvanecerse oyó al caballero decir: - "¿Me has llamado?". Al despertar el suelo estaba lleno de cadáveres, todos los bandidos habían muerto. Una figura estaba arrodillada frente al altar, era Carranza. Sus ojos estaban llenos de lágrimas, su boca no paraba de rezar, estaba sudoroso, medio desnudo. Su armadura yacía a su lado ennegrecida, carcomida, oxidada. Don Guzmán
le tocó el hombro pero Carranza no se movió.
Todos los días Don Guzmán vuelve al lugar donde estaba la aldea. Sólo la iglesia se mantenía en pie. Don Guzmán llevaba sus alforjas llenas de comida. Cuando llegó frente a la iglesia, bajó del burro que le acompañaba a todos los sitios, cogió sus alforjas y entró. Allí arrodillada frente al altar, una figura permanecía inmóvil, rezando una y otra vez. Don Guzmán,
como hacía todos los días desde la batalla, dio de comer
a Carranza. Después de rezar juntos hasta al anochecer, se volvió
frente a él y le dijo:
- "Mañana volveré". JL |