Pero no todos los habitantes de Samilandia estaban a salvo de estos males. En una pequeña península, la Arboleda, sus gentes eran amenazadas continuamente por un dragón rojo, que habitaba en una pequeña isla cercana, Buba. Sir William estaba decidido a acabar con él, primero pensó en evitar que los barcos pasaran cerca de Buba, pero ante la ineficacia de esta medida, optó por ir él mismo y acabar, de una vez por todas, con el dragón. El dragón rojo, conocido por Fidelio, tenía cientos de años, sus grandes alas apenas podían volar, su cuerpo estaba desgastado por el paso del tiempo, por las luchas continuas contra los guerreros samilandeses. Antaño, su fuego arrasaba campos, aldeas sus garras limpiaban los caminos de viajeros despistados. Sir William navegó en su barco de guerra hasta la isla de Buba y desembarco junto con sus guerreros más fieles. Sabía que la cueva de Fidelio no podía estar muy lejos, tenía que encontrarla y aprovechar su oportunidad para acabar con él. No tardaron en hallarla, entraron y allí echado sobre una pila de huesos y calaveras estaba el viejo dragón rojo. Sir William y sus guerreros atacaron sin piedad, el dragón apenas tuvo tiempo de reaccionar, cientos de cortes, decenas de golpes, le cayeron como una tormenta de verano. En apenas unos minutos el dragón rojo yacía medio muerto, agonizando. Fidelio volviendo su enorme cabeza para mirar a sus verdugos, pronunció las siguientes palabras: - “¡Oh, traidores!. Podéis matarme, pero siempre habrá otros”. Tras las cuales murió. Sir William y sus esbirros fueron aclamados a su regreso. Confeti y guirnaldas adornaron las calles de todas las ciudades, pueblos y aldeas por donde pasaron. Pero nadie se había percatado de que una pequeña figura alada revoloteaba alegre y libremente por el cielo de Buba. JL |