ILUSIONES VERNÁCULAS

rase que se era un gigante verde, enorme como una montaña, y tierno como un guisante cocidito. Vivía en una cueva excavada en un valle allá por las Montañas del Novamás, en compañía de sus amigas las Piedras Parlantes. Su vida transcurría en medio de la más absoluta tranquilidad, dedicado a cuidar su bosque de sauces llorones (les hacía terapia de optimismo todos los días al caer el rocío, enjugaba su savia y cantaban y bailaban al son del viento Ulises, el del suroeste, que siempre les acompañaba) y a recoger noticias de los pocos viajeros que pasaban por el valle. Escuchaba historias de puestas de sol desde la ribera del río, de concentraciones de mariposas iridiscentes en el solsticio de verano, de nuevos nacimientos y de enlaces de libélulas azules, para luego contárselas a sus amigas las Piedras Parlantes, que a su vez se dedicaban a extender las noticias por todo el valle.

Una mañana de mayo, nuestro gran amigo coincidió con un colibrí que se había acercado a la Laguna Celeste a refrescarse y beber un poco de ésa agua cristalina que decían que embriagaba los sentidos y refrescaba el alma. Encontráronse los dos y comenzaron a charlar sobre las maravillas del mundo. El gigante le escuchaba ávido, reteniendo los detalles de la narración del pajarillo para luego contárselo a las Piedras, cuando el colibrí le habló, extasiado, de unas flores que crecían justo en la ladera norte de la montaña, donde el gigante nunca se había aventurado a explorar (su madre siempre le había reñido por alejarse demasiado del claro del valle). Se trataba de unas flores especiales, preciosas, con matices de colores que reflejaban los rayos del sol, y con un perfume que, al aspirarlo, convertía la melancolía en ganas de agitar las alas y bailar. El gigante quedó deslumbrado por la descripción del pajarillo y, ni corto ni perezoso, decidió ver con sus propios ojos aquellas flores y, a ser posible, hacerse con unas semillas para plantarlas entre los sauces y acabar así con su melancolía. Así que, acompañado por el colibrí, emprendió el camino hacia la ladera norte de la montaña. Cruzaron valles y colinas, ríos y lagos y, finalmente, avistaron la ladera. Aún antes de llegar a ver las flores, percibieron el perfume y los cantos... porque las flores cantaban... una melodía cadente y embriagadora que llenaba el aire de paz y de pelusillas de polen que acariciaron las mejillas del gigante y le hicieron sonreír, abrir los brazos, y girar sobre sí mismo una y otra vez hasta que, mareado, se dejó caer al mullido suelo y allí se durmió.

Al abrir los ojos, se encontró rodeado de luciérnagas brillantes que tiraban cada una de un cabello del gigante "vamos, despierta, te vas a perder la fiesta!!" canturreaban risueñas, dando pequeños saltitos sobre la frente de nuestro amigo. Se levantó (teniendo cuidado de no hacer resbalar a ninguna criaturilla resplandeciente de su cuerpo), y siguió a la formación luminosa que iba mostrándole el camino a través de los árboles, hasta llegar a un claro. Allí les esperaban todos los habitantes del bosque, danzando y revoloteando unos alrededor de los otros, al son del canto de las flores, que oscilaban en el aire dentro de unas burbujas de rocío, balanceadas por el viento. Las libélulas revoloteaban de un lado para otro, sirviendo miel en vasitos de nenúfar a los invitados, y ocupándose de que las flores no subieran demasiado alto en el aire, pues se veían atraídas por las estrellas y siempre intentaban alcanzarlas dentro de sus burbujas de rocío. Las mariposas, moviendo sus alas, esparcían polvo dorado sobre todos los invitados, haciéndoles relucir en la frescura de la noche.

Poco a poco, la música fue atenuándose, al tiempo que se abría una cortina de lianas al fondo del claro, dando paso al cortejo de hadas de la Reina del Bosque. Etéreos muchachitos y muchachitas revolotearon alrededor de un pequeño trono que había surgido de la alfombra de hojas que cubría el claro, y que estaba formado... sí, eran sus amigas, las Piedras Parlantes, que le sonrieron y le guiñaron sus ojillos de piedra, provocando pequeños desprendimientos de tierrecilla en el trono. De repente, un ejército de mosquitos invadió el claro, avisando con sus trompetillas de la llegada de la Reina, que apareció entre las lianas en forma de punto de luz refulgente y, tras revolotear por todo el claro, iluminando todos los rostros, llegó al trono, materializándose en forma de linda muchachita, pálida como la luna y con cabellos de oro que cubrían su cuerpecillo desnudo de piel iridiscente, que reflejaba los colores de las flores que cubrían el trono. En el momento en que se sentó la Reina, las flores se despojaron de las burbujas que las recubrían, provocando una explosión de rocío que bañó el cabello de la Reina, haciéndolo refulgir con más brillo.

"Acércate, buen gigante" pronunció la Reina, y nuestro amigo cubrió la distancia que le separaba del trono de un solo paso (con mucho cuidado, ya que las criaturas que poblaban el claro no eran más grandes que uno de sus cabellos, y temía pisarlas sin querer). "Hasta mis oídos ha llegado noticia de tu buen corazón y pura alma, y quiero premiarte, otorgándote el título de Amigo del Bosque. Con él, tendrás paso franco a cualquier confín del mundo, todos sabrán de tí y tú sabrás de todos, solamente con desearlo, podrás viajar a cualquier sitio, y en cualquier sitio encontrarás amigos" y, diciendo ésto, depositó un suave beso en la frente del gigante, dejando una marca dorada que refulgió por un instante y provocó una eterna sonrisa en los labios de nuestro amigo, sonrisa que, aún hoy, cuando los cabellos del gigante se han teñido de nieve y pequeños gigantitos juguetean alrededor de sus pies, perdura en su rostro, surcado de arruguillas felices y de buenos recuerdos...

 

Lyl

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