Raquel Huerta-Nava
Efraín Huerta es uno de los personajes más importantes del siglo veinte en América Latina. Como introducción a los ensayos reunidos en El alba en llamas trataré un aspecto desconocido de su vida: sus años formativos y su entorno familiar. Mi padre, fue un polígrafo, tenía una cultura enciclopédica y una memoria privilegiada debido sin duda, al ininterrumpido ejercicio del periodismo profesional desde el año de 1936 hasta la última semana de enero de 1982 cuando una inesperada insuficiencia renal, que precedió dos semanas a su muerte física lo derrumbó literalmente (sufrió un corte en una oreja) la muerte llegó con “un manotazo duro un golpe helado, un hachazo invisible y homicida”, al grado que dejó un artículo a medias en su máquina de escribir y todos sus asuntos inconclusos, él que siempre fue tan ordenado y previsor. Mi padre fue fundamentalmente un hombre comprometido con su conciencia política, todo lo demás, su poesía, el periodismo, el ejercicio cotidiano de vivir, se deriva de esto. Es entonces, varios hombres a la vez, varias voces se expresan a través suyo, a la manera de Fernando Pessoa. Su faceta más conocida y estudiada es la de poeta, y es la que nos ocupa en este volumen, sin embargo no es la única. Si en cambio, se le ve como un hombre de múltiples facetas, entonces vamos descubriendo al apasionado del arte, de la música, de las mujeres, al periodista político vertical, al poeta extraordinariamente sensible y tierno, al crítico de arte, teatro, cine y literatura, al internacionalista, al dibujante, al amante de los libros, al militante comprometido, al feroz combatiente en las trincheras de la prensa política, al artista devorado por los ángeles y demonios de la poesía y sus dolorosos procesos genésicos, al niño asombrado ante la vida, al eterno adolescente y a un padre profundamente amoroso que adoraba las flores, que era un gran conocedor de las distintas especies vegetales y era capaz de imitar el lenguaje de las aves.
Perteneció a una generación nacida en la etapa más violenta de la revolución mexicana, y su conciencia se forjó al calor de las balas, y de los cuerpos ensangrentados que contemplaba junto a sus hermanos desde su casa en Irapuato. Al igual que Juan Rulfo o Elena Garro, quienes también vivieron en carne propia la pesadilla de una guerra civil que parecía no tener fin, su alma quedó profundamente marcada y esta temprana conciencia del absurdo del mundo se reflejó más tarde en su literatura, en los campos semánticos que el odio dejó sembrados en su corazón.
No recordaba mucho de Silao, su lugar de nacimiento, sin embargo heredó los relatos de sus hermanos mayores de lo que alcanzaban a ver desde las ventanas de su casa en la Calle Real de Guanajuato: “una inundación, la entrada de carrancistas, su salida; la entrada de villistas su salida. Soldados muertos y caballos agonizantes / Caballos muertos, soldados muertos, carrilleras abandonadas... a media calle, enfrente de nuestra casa...” Su infancia transcurrió en Irapuato, en el barrio de las Cuatro Esquinas, allí estudió preescolar y los dos primeros años de primaria. La dolorosa separación de sus padres a causa de otra mujer, provocó una herida permanente, viajó en una especie de destierro del acomodado hogar paterno, en compañía de su madre, embarazada de Enrique, el menor de la familia y sus demás hermanos hacia la ciudad de Guanajuato, acosados por una epidemia de tifus que asolaba la parte baja de El Bajío, allí murió su hermana Carmen “Melita” y la imagen de su ataúd cubierto de margaritas y la angustia de las inundaciones lo acompañarían siempre. Tenía seis o siete años cuando llegaron a León, donde una pobreza a la que no estaban acostumbrados y que imperaba en buena parte del centro y el Bajío, casi se acercó a la miseria, baste decir que la inflación en el centro de la república fue de dos mil por ciento. En León retomó sus estudios primarios y llevó a cabo todo tipo de actividades para contribuir a la economía familiar. Desde luego, la responsabilidad corrió a cargo de sus hermanos mayores Salvador, José, Raquel y Roberto, él fue el séptimo hijo de un total de ocho hermanos, Fidencio otro hermano mayor a quién él no conoció, había muerto poco tiempo después de nacer, lo que era frecuente en las familias mexicanas de principios del siglo veinte. Uno de sus ejemplos heroicos fue la entereza, la fortaleza de carácter y la dignidad que siempre caracterizaron a mi abuela Sara, tan doloroso fue este recuerdo que me fue prácticamente imposible obtener respuestas a los interminables interrogatorios que inicié en mi infancia, retomé en la adolescencia y que ahora continúo documentalmente con las herramientas de la investigación histórica profesional, para descifrar ese enigma llamado Efraín Huerta.
En 1924 la familia decidió mudarse a Guadalajara para que los varones estudiaran la carrera de leyes pero estalló la rebelión de Adolfo de la Huerta, y los combates les cerraron el camino por lo que prefirieron viajar hacia Querétaro donde mi padre vivó seis años hasta que se mudó a la ciudad de México en compañía de sus hermanos mayores. En Querétaro se convirtió en corredor de mil quinientos metros y en jugador de futbol. Ahí nacería otra de sus grandes pasiones: el dibujo, pasaría horas absorto copiando las caprichosas formas arquitectónicas de Santa Rosa De Viterbo, una de sus iglesias preferidas, simultáneamente aprendió tipografía lo que lo llevó a diseñar ediciones con una exquisita caligrafía. Entrando en la adolescencia comenzó a padecer del mal de amores y descubrió sus habilidades para el canto y el baile, quizá por ese motivo guardó un profundo cariño hacia esa ciudad, fuente de varias musas importantes para su creación poética y vital, y el umbral hacia su amado Guanajuato y todo el Bajío, cuyo mapa llevaba grabado en la memoria. En un breve texto sobre esa ciudad describe su relación con ella de esta manera: “Querétaro es la ciudad que se nos ha eternizado en el alma. Pura, limpia e impecable. La ciudad siempre joven e inquieta, siempre misteriosa y luminosa como una rosa que ha comenzado a ser la rosa más bella”.
Su primer acercamiento a la literatura fue la inmensa biblioteca de su padre, una de las más importantes en el Estado de Guanajuato, mi abuelo, el abogado José M. Huerta era un apasionado de la gran literatura, asimismo era un excelente abogado y un cumplido juez municipal. Los políticos locales lo buscaban siempre porque su opinión era decisiva en la elección de presidentes municipales y los políticos del centro lo apreciaban mucho. A su lado, mi padre aprendió la importancia de la participación política en el cambio social, mi abuelo fue un liberal ilustrado y un ferviente partidario de Álvaro Obregón a quien la familia trató cuando el general estableció su centro de operaciones en Irapuato.
Una vez tranquilizadas las relaciones familiares, los hermanos pasaban las vacaciones escolares en Irapuato con su padre y Consuelo, su media hermana. Las vacaciones eran en gran medida monótonas debido a la disciplina paterna, la rutina de mi padre era “por las mañanas, de seis a siete, entrenamiento de futbol, de ocho a tres, trabajo en la imprenta. Tarde y noche, lecturas”. Todos mis tíos fueron lectores voraces y esta aventura compartida y gozada a lo largo de los años fue una de las esencias de la vocación literaria de Efraín y un sinónimo del amor filial enriquecido.
Alrededor de 1928 fundó en Irapuato, junto con los hermanos Prado el semanario La Lucha, donde comenzó a publicar sus primeras columnas satíricas en contra del presidente municipal y publicó “El poema del Bajío”, su primer poema; en esos tempranos años se afilió también al Gran Partido Socialista del Centro de Querétaro. Proveniente de una familia “pequeño burguesa” se identificó tanto con las reivindicaciones sociales de la clase proletaria, rechazando sus orígenes en tal forma, que habrá quien crea que nació al ras del suelo; incluso sentía cierta reticencia a mostrar, por ejemplo, su dominio del francés y del inglés para que no se notara que poseía una formación más completa que la de sus camaradas obreros.
En 1930 se mudó, junto con sus hermanos mayores, a la ciudad de México para proseguir sus estudios de arte iniciados en la Academia de Bellas Artes de Querétaro, como tenía que regularizar algunas materias no pudo ingresar de inmediato a la Academia de San Carlos, esto sería definitivo en su vida, pues en cambio, se inscribió en la Preparatoria Nacional, donde conoció a un grupo de jóvenes que con el tiempo cambiarían la historia de las letras nacionales. En el Grupo A-1 conoció a Rafael Solana, Cristóbal Sáyago, Carlos Villamil Castillo, Enrique Ramos Valdés, novelista, Guillermo Olguín Hermida, Víctor Miguel Salinas Quinard, su hermana La Chata Adela María, una de las musas de Absoluto amor, Waldo Vargas, Rodolfo Millán, Ignacio Carrillo Zalce, pianista excepcional y a muchos otros.
Bajo aquella atmósfera también conoció a Octavio Paz, Rafael López Malo, José Alvarado, Enrique Ramírez y Ramírez y Carmen Toscano. Quienes comenzaron a publicar la revista Barandal y, luego, Cuadernos del Valle de México. En 1933 publicaron sus primeros libros Octavio Paz (Luna silvestre) y Rafael Solana, (Ladera). Por aquel tiempo, Solana fundó la revista Taller Poético, madre legítima de Taller, afirmaba mi padre, revista esta última que ha denominado a esa generación. Su primer libro Absoluto amor, apareció hasta 1935 y en ese momento supo que estaba “perdido para la abogacía pero ganado para algo que considero superior: la Poesía”.
El principal interés de Efraín en aquellos años era la política y consideraba que su participación en Taller fue muy modesta, ocupaba su tiempo en la militancia activa y estudiaba marxismo bajo la guía intelectual de José Carlos Mariátegui. Dedicó muchos años de su vida a la crítica cinematográfica, así como a la defensa de la paz mundial, labor que lo llevó a conocer diversas capitales del mundo, apasionado de Varsovia, enamorado de Praga, seducido por Ámsterdam, impresionado por Moscú, consideraba que The Cloisters (Los Claustros) en el Museo de Arte Moderno en Nueva York era el lugar más bello del mundo.
Le fueron otorgados, entre otros, el Premio Nacional de Literatura, el Xavier Villaurrutia y el Nacional de Periodismo, en los tres casos, donó el dinero para las causas sociales. Sobrevivió a siete operaciones en el Centro Médico Nacional y se consideraba muy afortunado. En sus últimos años solía repasar su vida, satisfecho por todo: su familia, sus hijos, su poesía (Los hombres del alba, fue su libro favorito) y su carrera periodística. Para Efraín Huerta la poesía amorosa es esencial, básica, fundamental. Sin poesía erótica, amorosa, no hay poesía. Es el motor más poderoso, del que deriva incluso la gran poesía social o de testimonio. Consideraba que “el poeta es un ciudadano común y corriente, que con cierta frecuencia utiliza un arma secreta que puede disparar tremendos poemas de amor, de exaltación de nuestro orgulloso pasado o del espantoso presente en un mundo enloquecido”. “El ciudadano se transforma en un soldado, en un militante, en un testigo de cargo. El escritor debe tener la responsabilidad de ser humilde y de aceptar que siempre está empezando a escribir, o sea que todos los días debe andar un caminito de perfección. Si llega a la meta, hay muchos laureles en su futuro, aunque ninguna cuenta bancaria.”
El alba en llamas conformado por un acercamiento a su obra por parte de nueve destacados escritores jóvenes originarios de distintas ciudades de la república y con diversas formaciones vitales, es una lectura moderna de la obra de un autor que sigue siendo en este tercer milenio y a veinte años de su muerte uno de los poetas más leídos en México y Latinoamérica. El Fondo Editorial Tierra Adentro y el Instituto de Cultura de Guanajuato se unen a este homenaje al Poeta del Alba.
Raquel Huerta-Nava
Huerta-Nava, Raquel, presentación y selección. Efraín Huerta: El alba en llamas. Ensayos de: José Eduardo Aguirre, Raúl Bravo, Kenia Cano, Luis Vicente de Aguinaga, Roxana Elvridge-Thomas, Diana Espinoza, Norma Garza, Carlos Oliva, Heriberto Yépez, México, CONACULTA/ Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato, 2002, 150 pp., Fondo Editorial Tierra Adentro, núm. 251.