A quienes me acusen de demagogo
No me importa la acusación, pero quiero hacer un comentario.
Es irreal pretender que los ricos le den su dinero a los pobres. Es también
irreal pensar que los pobres pueden producir riqueza sin el dinero de los ricos.
Alguien tiene que ceder, y los que más tienen tienen más que ceder.
Debe haber prioridades. El presidente Duhalde (quien no es precisamente
santo de mi devoción pero ha demostrado una dosis de sensatez inusual para
un político) ha mencionado algo sobre el tema.
El dinero debe fluir hacia la economía como fluye dentro
de una botella: llenando primero el fondo. Primero los indigentes. Luego los pobres.
Luego los desocupados con familias que tienen algún otro ingreso, y los
subocupados, y los que han visto reducidos sus sueldos u horarios de trabajo a
la espera de una mejoría en la economía. Los jubilados. Los que
llegan a fin de mes con su sueldo y apenas más. Los agricultores y ganaderos,
y las pequeñas industrias, que traen divisas al país exportando.
Las empresas nacionales, grandes y pequeñas, que no tienen crédito
fuera del país. Los que trabajan en todas ellas y ganan y ahorran. Los
que ahorraron y ahora ya no pueden trabajar, o desean justamente descansar tras
una vida de esfuerzos. Y finalmente, los que pudiendo hacerlo no trabajan ni producen,
sino que viven de la especulación financiera, o simplemente dejan sus fondos
para que creen intereses, sin moverlos. Lo cual es perfectamente honesto, siempre
que sepan su lugar entre las prioridades.
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El objetivo de este artículo es plantearle al lector argentino una pregunta
directa, prescindiendo de su condición económica y filiación
política: ¿no estamos ya un poco cansados de cacerolazos?
Los cacerolazos son un fenómeno nuevo en la protesta argentina. Es bastante
probable que el lector no argentino haya escuchado hablar de ellos; los medios
españoles los llaman "caceroladas".
Esta forma de protesta solía representar a la clase media y conllevaba
una demostración ruidosa pero pacífica contra un sistema político
agotado y corrupto más allá de todo remedio. Se trataba de congregaciones
espontáneas de personas llenas de indignación moral en estado puro,
hartas, pidiendo cosas que podían ser otorgadas sin problema: honestidad,
gestos de grandeza, transparencia, seriedad.
Ante la obvia falta de lo anterior (aún hoy) los cacerolazos se volvieron
a objetivos más concretos y más sectoriales. La protesta se fragmentó,
como siempe ha ocurrido en este país. El reclamo se hizo a medias ordenado,
organizado; perdió espontaneidad y ganó en virulencia. Esto lo saben
bien los bancos.
Hoy se realizan cacerolazos programados frente a los bancos, que se han visto
obligados a blindarse contra los golpes de sus propios clientes. El panorama produce
indignación en los que no hemos tenido la fortuna de poder ahorrar ni la
oportunidad de especular. Vemos todos los días amas de casa de clase media
alta, con cuentas de miles de dólares atrapadas en el corralito, aporreando
las chapas de protección de los bancos con sartenes. Vemos señores
de mediana edad, de traje y corbata, rompiendo las pantallas de los cajeros automáticos
con pinzas de mecánico. Vemos pancartas. Las mismas pancartas que nunca
dijeron "Basta de pobreza" o "Menos importados y más trabajo"
ahora dicen "Quiero mis dólares".
No hablo desde el resentimiento. Es perfectamente justo que quienes depositaron
dólares en sus cuentas quieran dólares. El problema viene al considerar
que esos dólares fueron comprados con una moneda sobrevaluada, y luego
en gran parte otorgados en préstamos que salieron del país, o gastados
en vacaciones al exterior y bienes importados por una clase media crédula,
con el asentimiento de gobiernos incapaces de afrontar la realidad. Ahora los
dólares no están para devolverlos, aunque sí están
para el que puede comprarlos (al doble del precio al que fueron comprados hace
hasta tres meses).
¿Entonces? El ahorrista en dólares es y siempre fue un especulador.
Aprovechó la Ley de Convertibilidad y a la vez nunca tuvo fe en ella, y
ahora viene a quejarse por su inconsecuencia. Confió en tener su divisa
fuerte a mano cuando el país se derrumbara, como interiormente sabía
que ocurriría, para salvarse; pero nunca hizo nada por evitar que se hundiera.
Vivió de sus intereses. Soñó quizá con despertarse
un día con el dólar a dos pesos, como hoy, y poder ir tan campante
al banco para sacarlos, venderlos y multiplicar su riqueza (¿para guardarla
otra vez?). Invirtió en especulación monetaria, el campo más
volátil de las finanzas, en vez de en bienes durables. No invirtió
en una empresa, ni tan siquiera en la Bolsa. Siguió viviendo con tiempo
prestado en una economía sostenida por un tipo de cambio ilusorio, mientras
que la realidad se desmoronaba. Temeroso de lo que finalmente sucedió,
no protestó mientras el gobierno y el mercado iban quitando a los menos
favorecidos sus propios ahorros, luego sus sueldos, luego sus empleos. Confió
en no tener que pasar por la trituradora y refrenó sus críticas
para preservar el modelo que le permitía crédito ilimitado y cuotas
con bajo interés, viajes al exterior y bienes de consumo a precios internacionales.
Ahora reclama dólares, reclama que el país se exprima para devolverle
sus billetes. Y además rompe bancos. Y ni siquiera es reprimido por la
policía, como lo han sido desocupados e indigentes, a pesar de que está
cometiendo delitos contra la propiedad. Y tiene los medios a favor. Los medios
cuyos dueños tienen dólares en el corralito, los medios que tienen
créditos en dólares que han sido devaluados a pesos.
El primer cacerolazo echó a un presidente incapaz. Los que siguieron
pusieron a la Corte Suprema, el mayor órgano de injusticia del país,
en la mira de la Comisión de Juicio Político. Instauraron la idea
(que debe ser reafirmada) de que ciertas maniobras y cierta clase de personas
no serán toleradas más en posiciones de poder por la gente.
Ahora el cacerolazo es la expresión de una clase con miras estrechas,
una clase que quiere un paraíso propio en medio de un infierno que se calienta
cada día más. Llámenme pobretón resentido o promotor
de la ilegalidad, pero creo que ni un dólar debe volver a ver la luz del
día en Argentina mientras haya alguien bajo la línea de pobreza
en este país cuya pobreza pueda ser resuelta vendiéndolo. ¿Quién
se atreve a hacer un cacerolazo por eso?

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