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Asesinos bendecidos
Por Antonio Escohotado (*)
El Mundo, 22 de septiembre de 2001.
El mero pensamiento no delinque, incluso proponiendo monstruosidades, pues
para ello habrá de allanar el camino a la perpetración de algún
crimen concreto. Eso vicia radicalmente todos los delitos llamados de apología,
sea cual fuere su objeto, y explica que ya no sean incumbencia de jueces textos
como los del marqués de Sade -favorables a torturar y hasta asesinar niños
para que unos abyectos impotentes sueñen con el orgasmo-, o panfletos de
Blanqui, Bakunin y Malatesta apoyando magnicidios, golpismo y terrorismo. Como
sería un insulto poner en duda que los ciudadanos poseen entendimiento,
son ellos -no quienes dicen o escriben tal o cual cosa- los responsables de sus
propios actos.
Sin embargo, no está tan claro que la inocencia del mero pensamiento corresponda
a ciertos seudopensamientos, como que los verdugos del infiel obtienen vida eterna,
rodeados por mil huríes. Los humanos han coexistido desde tiempo inmemorial
con gentes, instituciones e ideas aborrecibles para alguna fe, y el paso a operaciones
materiales de exterminio ha solido requerir cebos adicionales, empezando por perspectivas
de saquear al aborrecido. Sin ir más lejos, nosotros convocamos cruzadas
contra herejes, ateos, hechiceros y lujuriosos, mediante bulas papales que, junto
a una confiscación de sus bienes, concedían "indulgencia plenaria"
a quienes se apuntasen como ángeles exterminadores.
He ahí, se dirá, un cebo no sólo crematístico sino
espiritual, que emparenta las actuales iniciativas islámicas con nuestro
pasado. Al mismo tiempo, esta analogía reclama dos precisiones: primero,
ni siquiera la indulgencia "plenaria" aseguraba evitar el infierno,
siendo tan solo un bono intercambiable por años o siglos de purgatorio
(y vender bonos semejantes precipitó la decadencia del Papado); segundo,
las inquisiciones cristianas -tanto católicas como reformadas- no permitían
a sus cruzados aniquilar a los satánicos sin un simulacro de juicio, abominable
jurídicamente por muchas razones (uso de torturas para extraer la confesión
del reo, presunción de culpabilidad, etcétera), pero orientado en
principio a probar ciertos cargos.
En definitiva, los cruzados cristianos nunca se han confundido con los mártires
cristianos, cuya santidad deriva precisamente de no atentar jamás contra
la vida ajena. Imaginemos que algún obispo ofrece dinero no ya por la cabeza
de personas como Salman Rusdhie, sino por la de individuos con pasaporte correspondiente
a tal o cual país, añadiendo que si esos cazarrecompensas perecen
en su piadoso intento dicha defunción será sólo aparente,
pues les espera una vida de maravillosa alegría. Lejos de admitir que dicha
conducta defiende alguna libertad religiosa, nuestros tribunales procesarían
por asesinato a cualesquiera cómplices de esos asesinos bendecidos y con
mayor severidad aún a sus inductores. ¿Serían procesables
también dichos prelados si no premiasen con dinero los asesinatos y se
limitaran a prometer el cielo? Nuestras leyes prohíben asociaciones con
fines ilícitos (empezando por el homicidio), y el dirigente de una secta
responde de cualquier crimen perpetrado por miembros de ella cuando cumplan instrucciones
suyas.
Esta conclusión nos pone en la tesitura de considerar no ya delirante
sino delictivo cierto precepto de una religión con 1.000 millones de fieles.
Desde Mahoma, sus ministros hablan siempre "en nombre de Alá misericordioso",
por más que en vez de separar mártires y asesinos procedan a fundirlos,
como si administrasen algún ejército en tiempos de guerra, donde
los ascensos se ganan matando. Si el islam fuese la única religión
sólo cabría lamentar el uso de la fuerza en materias de conciencia;
pero no siendo la única religión, y ni siquiera la mayoritaria,
su ecuación asesinos igual a mártires suscita graves cuestiones
de reciprocidad. La cultura occidental, o la de Extremo Oriente, que no creen
ya ni en el cielo ni en la presencia allí de mil huríes por asesino/mártir,
se sentirán pronto o tarde movidas a equilibrar la balanza con una regla
equivalente: quien mate fanáticos homicidas será premiado con la
orden del mérito civil y un millón de dólares.
En otras palabras, jeques, imanes y otros líderes islámicos deberían
reflexionar sobre el imperativo kantiano -"obra de modo que tus actos puedan
elevarse a regla de conducta universal"-, antes de desafiar una pauta de
acción-reacción que rige inapelable y permanentemente todo el reino
físico, desde electrones a asambleas legislativas. Por ejemplo, no vulneran
el principio de reciprocidad si atribuyen menos valor a la vida individual que
nuestra civilización, mientras apliquen ese criterio a sus fieles exclusivamente.
Tampoco lo vulneran, por ejemplo, si sus emigrantes cumplen las reglas coránicas,
pero observan de manera meticulosa las leyes del país que les acoge, pues
otra cosa supondría admitir que en territorios islámicos el infiel
esté legitimado para despreciar impunemente su ley, cuando nada de eso
sucede.
Pasar por alto cosas tan elementales remite a la situación de esta cultura.
Ha quedado al margen de la corriente técnicocientífica, de las democracias
liberales, de las estructuras económicas prósperas o avanzadas (en
no poca medida por el secuestro de la mujer), y la inmensa mayoría de sus
fieles resultan tentados sin pausa por pecados mortales como mirar un anuncio
de Levi's o Benetton. Tan a la defensiva está que los integristas argelinos
eligen para el degüello a quienes tienen antena parabólica, inevitable
fuente de palabras e imágenes sacrílegas. Los procesos e inventos
de nuestra cultura, que han llegado a serles tan necesarios y atractivos, se experimentan
a la vez como amenazas de autodestrucción cultural, provocando una conciencia
desgarrada entre la lealtad al ayer y la adaptación al hoy. La promesa
de mil huríes es especialmente bienvenida allí donde las mujeres
siguen siendo objeto de compraventa y los pobres deben conformarse con castidad
absoluta, onanismo o sodomía.
Comparada con el monoteísmo cristiano de la alta Edad Media, la religión
mahometana fue durante siglos un modelo de rigor lógico, apertura al conocimiento
y flexibilidad política, que produjo astrónomos, matemáticos,
médicos, ingenieros, naturalistas, historiadores, sublimes poetas e inmortales
obras en prosa. Europa le debe, en particular, haber custodiado y transmitido
una herencia grecorromana sepultada por el oscurantismo teológico. Su estancamiento
intelectual suele fecharse a principios del siglo XII, cuando el místico
Algacel publica Incoherencia de la filosofía, exigiendo una sumisión
de toda pesquisa a la verdad revelada. Como había dicho mucho antes San
Agustín, "la ciencia es una curiosidad no sólo inútil,
sino malsana". Incoherencia de la incoherencia, la rápida respuesta
del gran Averroes -único filósofo islámico propiamente dicho-
se limitó a ganarle una pena de destierro.
La rendición (islam) a Alá no interrumpe entonces su expansión
geográfica, pero ni en artes ni en ciencias ni en técnicas ni en
formas de gobierno ni en relaciones interpersonales se observa ya renovación.
Faltando cosa equivalente a nuestro Renacimiento, es como si un espíritu
dinámico se convirtiese en coágulo de piedra, donde conservar la
tradición equivale a una defensa cada vez más desesperada de instituciones
anacrónicas. A la decadencia espiritual acaba siguiendo una derrota mercantil
y política, que convierte buena parte de sus enclaves en protectorados
y colonias. Andando el tiempo, las potencias coloniales desertan cuando los nacionalistas
de cada país acaban haciendo ruinosa su permanencia allí, pero los
nuevos autócratas son no menos crueles, y mucho más incompetentes.
La tabla de salvación para algunos es el petróleo, si bien la manera
de asimilar ese regalo fortuito se parece demasiado a la española con respecto
al oro y la plata de América: imprevisora, altiva, corrupta e indolente.
Ahora la coartada para mantener en pie de guerra a esa conciencia desventurada
es la situación de los palestinos, que desde luego resulta injusta y reclama
reformas urgentes. Sin embargo, los gobernantes que se rasgan las vestiduras en
Bagdad, Damasco, Riad, Teherán, Argel, Trípoli, Karachi o Kabul
ante la opresión palestina ignoran olímpicamente la opresión
padecida por sus propios pueblos, envueltos sus líderes en sangrientas
conjuras palaciegas propias de viejas satrapías. Ateniéndonos a
reciprocidad, si la causa palestina legitima una guerra indiscriminada contra
infieles occidentales, y en particular contra EEUU, el atentado sufrido por este
país legitima una guerra contra toda suerte de fieles a semejante premisa.
Esto no significa una confrontación entre árabes y occidentales,
sino entre devotos de la fatwa homicida y potenciales víctimas suyas.
Me apresuro a decir que -aun mediando dicha salvedad- el ojo por ojo sería
rebajarse al nivel de los asesinos, cuando nuestra civilización dejó
atrás coartadas tan mugrientas como salvajes. Hay demasiados devotos de
la fatwa para que su castigo no represente un inmenso exterminio. Además,
las serpientes no se combaten con bastonazos en la cola, sino con golpes a la
cabeza. No se me ocurre, pues, mejor camino para evitar la espiral de venganzas
que una renuncia expresa a ella por parte de quienes la venden con promesas de
felicidad intemporal. Eso empieza exigiendo que imanes y demás líderes
islámicos denuncien expresa e inequívocamente la ecuación
asesino igual a mártir. Mientras semejante atrocidad sea artículo
de fe para una religión, dicha religión bien podría convertirse
en asunto de oficio para los juzgados de guardia.
*Antonio Escohotado es ensayista y profesor de Filosofía.

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