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¿Es la bioética realmente una ética?

por Jorge Martínez Barrera

(Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina)


El propósito de esta nota es el de poner de relieve la concepción de la ética transmitida por la bioética contemporánea y esbozar una comparación con otra idea de la moral, a mi juicio más genuina. Deseo aclarar también que cuando me refiero a la bioética contemporánea, aludo sobre todo a las corrientes que van en el sentido del trabajo de H. T. Engelhardt, Los fundamentos de la bioética (Barcelona, Paidós, 1995). Para evitar malentendidos, es importante que esto último no se pierda de vista.

No cabe duda de que los avances tecnocientíficos han arrojado, sobre todo a aquellos que los han producido, a una situación de perplejidad frente a determinadas situaciones. Se trata de verdaderas encrucijadas en las cuales flota la sensación de que las implicancias en juego afectan a lo más íntimo de la vida. Hay incluso casos, como el de la terapia génica, que plantean una novedad radical para el moralista en tanto nos enfrentan con la posibilidad de intervenir sobre la estructura "inteligente" misma de los procesos biológicos (1). Así pues, las situaciones concretas de perplejidad a las que se ha llegado en virtud de un desarrollo tecnológico aparentemente ingobernable, exigen la búsqueda de soluciones moralmente admisibles, y se aspira a que más tarde estas soluciones se transformen en criterios de acción para situaciones semejantes. Posteriormente, estos criterios alcanzarán su validez definitiva cuando den lugar a una legislación capaz de ofrecer un marco jurídico dentro del cual las controversias quedarán acotadas. Hasta aquí, la situación global de la bioética sigue un proceso muy similar al de la ética tradicional (2): perplejidad frente a una situación, investigaciones criteriológicas que buscan una "salida" moralmente admisible, y necesidad de una regulación jurídica. Sin embargo, un examen más cuidadoso, pone en evidencia un núcleo altamente problemático que muestra al mismo tiempo las diferencias con la ética clásica. Éste está conformado por cinco dificultades principales:

1) La búsqueda de "criterios" consecuente a la situación de perplejidad, se transforma en búsqueda de "principios". En la ética clásica, más que una búsqueda de criterios, hay una investigación sobre lo bueno, que no es exactamente un principio. La diferencia entre "lo bueno" de la ética clásica y un "principio" (3) bioético, es que en lo primero se ha abierto siempre la posibilidad de reconocer un origen transubjetivo de la normatividad moral, el que permite hablar de "objetividad moral", con todas las reservas que se quieran. El "principio" bioético en cambio, tal como se entiende hoy, privilegia la instancia subjetiva, de ahí que el origen último de su normatividad es el que surge del consenso o del procedimiento seguido para llegar a ese consenso. El recurso permanente a una ética de principios es típico de las versiones neokantianas de la moral, tan en boga en los Estados Unidos. Esta versión de la moral centra sus esfuerzos en la búsqueda de máximas o normas para la acción que puedan ser aplicadas del mismo modo que se aplica una solución técnica a un problema técnico, o una respuesta exacta a un problema físico (4). Y, en esta búsqueda de "principios bioéticos", los aspectos consensuales han alcanzado una inusual importancia. Así, el moralista no puede dejar de sorprenderse por esta paradoja: el rigorismo deontológico kantiano, punto de partida de la caza del principio, se ha disuelto hoy en la transcendentalidad de los aspectos procedurales del consenso. Para la bioética de Engelhardt y de Hottois (5), por ejemplo, que siguen el modelo de la ética discursiva de Habermas y Apel, el problema bioético central no es tanto la discusión del bien y el mal moral de esta o aquella práxis, sino cómo asegurar el procedimiento más correcto de alcanzar el consenso. Para estos autores el bien no está en las cosas mismas, sino en la modalidad del consenso. La paradoja no es sin embargo más que una consecuencia de la subjetividad como fuente primera de legitimación moral.

2) La segunda dificultad, derivada de la anterior, es que no hay ninguna referencia a un criterio transubjetivo de lo bueno y lo malo, sino que todo queda subsumido en la figura de una definición consensual. Por ejemplo, no habría ninguna falla moral en una esterilización experimental, si se respeta estrictamente el consentimiento informado entre agente y paciente y éste es correctamente indemnizado. Pero en realidad, los principios bioéticos no tienen el carácter de lo que la ética clásica entiende como "principios", esto es, de verdades tan manifiestas que eximen de toda necesidad consensual, sino más bien de postulados. Para que exista el consenso debe haber una instancia no consensual, que es a la cual la moral clásica llama principios. En rigor de verdad, los "principios" de la moral clásica no necesitan consenso, y por eso no tiene sentido una deliberación acerca de ellos.

3) En tercer término, algunos principios sobre los que se desea hacer pivotar a la bioética, son incompatibles entre sí, si no hasta opuestos. El mismo Kant, por ejemplo, fue un enemigo tenaz del razonamiento utilitarista, y contra el utilitarismo se dirige precisamente la segunda formulación de su imperativo categórico: "Obra de modo que trates a la humanidad, en tu propia persona o en la de cualquier otro, siempre como fin y nunca sólo como medio" (6). Este principio, fundamento del principio bioético de autonomía, en el cual la persona es el valor supremo, es de imposible articulación, en su estado puro, con el de beneficencia inspirado en el utilitarismo, cuyo requisito de maximización del beneficio global instrumentaliza en alguna medida a la persona. Un ejemplo patético de esto es el caso del trasplante de órganos, en el cual el beneficio social podría superponerse al de la persona donante. Esta incompatibilidad ha sido advertida por algunos autores avisados, tal el caso de José Mainetti, quien no ve otra salida para la articulación de tales principios que una especie de "regateo" en el rigor de cada uno de ellos. Así por ejemplo, "sin renunciar al gran criterio kantiano de universalización de las máximas, no es necesario tener éstas por absolutas como requisito de consistencia (7)". Ahora bien, el mismo Mainetti no deja de observar que "la moralidad (...) consiste para Kant en seguir reglas absolutas, reglas que no admiten excepción alguna" (8). Pero, ¿hasta qué punto puede seguir hablándose de verdaderos "principios" cuando ellos son objeto de negociación en cuanto a su alcance? Una vez más, Mainetti pone las cosas en su lugar: "En el plano pedagógico cunde el cansancio con el modelo canónico, al punto que se dice es el recitado de los principios la mejor manera de hacer dormir a la audiencia" (9).

4) En cuarto lugar, la idea de justicia, que también funciona como principio de la bioética, es una noción más bien "jurídica", en la cual la norma ocupa el puesto de honor. Y en muchos casos la norma en cuestión es de carácter penal. Ahora bien, en la ética clásica, la noción de justicia tiene una significación primariamente moral y subsidiariamente normativo-jurídica. La justicia es una perfección o excelencia del carácter, y esto significa que se trata de un hábito o costumbre que dirige las decisiones humanas (10). La justicia a la que se refiere la ética clásica es definida como una virtud o condición habitual del carácter que lleva a querer obrar intencionalmente las cosas justas. Y estas cosas justas tienen, siempre dentro de la perspectiva clásica, una instancia suprapositiva y supraconsensual de legitimación (la naturaleza para Aristóteles, o la razón divina para la filosofía cristiana). La justicia del principio bioético no es una virtud del carácter, sino una norma a la que el terapeuta debe atenerse, pero sin que ello indique la menor alusión a su propio éthos personal. Cualquier alusión en este sentido podría ser considerada como una insolente invasión de su privacidad o de su libertad científica.

5) Por último, el quinto aspecto del núcleo problemático aludido, se refiere a las dificultades de legislación en materia bioética. Es una obviedad decir que las leyes son hechas por los legisladores. Pero los legisladores son hoy, tal como señala Max Weber, "políticos profesionales", es decir, gente que vive no sólo para la política sino también de la política (11). Esto hace, como señala Guy Durand en su artículo "Éthique, droit et régulation alternative" (12), que "muy a menudo el motivo último del legislador frente a la adopción de una ley, es de orden político y electoralista, y no de orden ético y científico. Cuando el gobierno apela a expertos, frecuentemente se producen interferencias de orden político y electoralista al final del recorrido, las cuales comprometen los objetivos deseados".

Por eso, en las discusiones legislativas acerca de temas bioéticos complicados, se suelen pasar por alto las implicancias fundamentales de tales discusiones. Por ejemplo, en la discusión sobre la despenalización del aborto, los argumentos referidos a la definición, ya ni siquiera filosófica de la persona humana, sino por lo menos a nivel de la misma biología, no son tomados en cuenta. En una palabra, estamos dejando la legislación de asuntos muy serios en manos de personas para quienes la aceptabilidad moral de las leyes está, en muchos casos, mediatizada por compromisos que pueden afectar su profesión de políticos, es decir, su propia estabilidad laboral en uno de los empleos más codiciados de las democracias contemporáneas.

A este conjunto de problemas se agrega otro referido a la eticidad misma de la bioética. Si se examinan con cuidado sus métodos e intereses, veremos que su fundamento no es, estrictamente hablando, lo que siempre se ha entendido por "ética", sino más bien el derecho o la ciencia jurídica. Se trata, para la bioética, de un modo de entender la ética en el cual la formación de buenas personas no es el asunto principal; lo que se busca como piedra filosofal es un vademecum de normas o fórmulas aplicables según la ocasión, que permitan salir decorosamente de una situación difícil. En la búsqueda de "soluciones éticas", la ética se transmuta sutilmente de pedagogía moral en investigación, creación o hermenéutica jurídica. Pero entre ética y derecho hay diferencias (13):

1) En primer lugar la ética es una formación de la interioridad orientada por un ideal de perfección moral. Este ideal, además, apela a la convicción y compromisos personales. No se trata de una aceptación puramente exterior y coercitiva de la norma, sino de suscitar una fuerte adhesión a ciertos valores sobre los cuales no existe desacuerdo. Pero el derecho, por su naturaleza, no puede exigir esto. Para la ciencia jurídica basta la conformidad exterior de la acción con la norma. El por qué y el cómo de una determinada conducta serán sólo un elemento subsidiario para su ponderación.

2) La ética es exigente y difícil; ella es todo lo contrario de un "minimalismo". Apunta a una perfección que no conoce de medias tintas. Una vida moralmente perfecta no es en absoluto incompatible con el ejercicio de virtudes heroicas. Pero el derecho no puede ser así y es, de algún modo, minimalista. La perfección moral no es ni puede ser jurídicamente exigible.

3) La ética se interesa por la acción habitual, lo cual implica una perspectiva de largo tiempo, el tiempo mismo de toda la vida. El derecho en cambio no tiene esa pretensión y, dentro de ciertos límites, hasta es conveniente que sea mudable. Dicho de otro modo, para la ética es de capital importancia la formación de hábitos buenos de conducta, mientras que para el derecho, esta dimensión de la práxis no es la fundamental, aunque es cierto que una buena ley no puede dejar de proponerse también este fin. En todo caso, para la ética es esencial la formación de hábitos; para el derecho no importa la habitualidad de la conducta (excepto, claro está, cuando se trata de reincidencias en conductas antijurídicas).

4) La ética busca una plenitud no sólo personal, sino que es tendencialmente ecuménica. La eficacia del derecho por su parte, depende en buena medida de sus límites jurisdiccionales.

Estas diferencias, bosquejadas tal vez con una excesiva concisión, no deben hacer pensar que la ética y el derecho sean independientes. Por el contrario, para la ética clásica, un sistema jurídico bien estructurado debe funcionar como instrumento público de formación moral (14). De ahí que la ley es buena y conveniente en tanto satisface esa necesidad ética de la comunidad. Pero cuando la ley se independiza de su sentido moral, sólo queda el acuerdo de voluntades y las soluciones de compromiso. Ahora bien, la separación postmaquiavélica entre ética y política, ha favorecido una tendencia jurídica en la cual la ley pierde su articulación con la moral para transformarse en una especie de protector y árbitro de ventajas jurídicamente protegidas. Y la bioética se inspira precisamente en este último modo de entender la ley.

De esta forma, y para terminar, resumo lo que a mi juicio son los tres flancos más débiles de la bioética.

El primero de ellos, es que ella no parece ser, estrictamente hablando una ética, sino un saber que desea imitar a la ciencia jurídica. Se busca una norma de aplicación tan general como sea posible, o un criterio de resolución de conflictos, pero sin importar en qué medida su cumplimiento afecta la formación personal del que decide. En una palabra, la bioética tiende a estrechar el dominio de la ética, reduciéndola a un asunto de solución coyuntural de dilemas. Este fenómeno puede ser llamado "juridización de la ética".

El segundo, es que el paradigma jurídico en el cual se inspira la bioética, ha perdido su articulación con el sentido moral de la ley y ha agotado su horizonte en las cuestiones procedurales o en la mera garantía de derechos.

En tercer término, la bioética no ha sido integrada todavía a una reflexión acerca de la técnica contemporánea. Esta última es, nada más y nada menos, que su propia condición material de posibilidad.

Estimo entonces que la bioética no ha tenido todavía un contacto genuino con lo más importante de la filosofía moral. La bioética, que no ignora la existencia de tres grandes tipos de teorías morales (15), tiene buenos instrumentos para reflexionar sobre un estatuto epistemológico más satisfactorio que el puramente canónico o "principalista", capaz de articular aquellas tres perspectivas. En este sentido, la ética aristotélica, puede prestar un valioso auxilio; ella no es solamente una ética de la virtud, de acuerdo al relevamiento evocado por Mainetti. Para Aristóteles, la determinación de una conducta virtuosa está precedida por la definición de qué tipo de actos es bueno obrar y en qué disposición habitual de ánimo han de serlo (16). La moral propuesta por el Estagirita no es asunto de coyunturas, sino de una vida entera, "porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco hace venturoso y feliz un solo día o un poco tiempo" (17). Por otra parte, en el descubrimiento de los actos buenos, la ética aristotélica, abre la posibilidad de una instancia transubjetiva y transconsensual de legitimación moral (18). Ofrece además una relación de continuidad con la política por medio de su noción de ley, la cual aparece como un exponencial político de la virtud (19). Este pensamiento se completa con una apertura hacia los asuntos técnicos (20). La ética aristotélica no ofrecerá tal vez la solución inmediata de un problema bioético concreto, pero puede contribuir eficazmente, en lo teórico, a enriquecer el debate actual sacando a la bioética de cierta estrechez de perspectivas, y en lo práctico, a que no se den las condiciones de formación de aquellos problemas.

NOTAS

(1) Ver James F. Keenan, "What is Morally New in Genetic Manipulation?", en "Human Gene Therapy" 1 (1990), p.292.

(2) Llamaré "éticas tradicionales" o "clásicas", a las que, de modo general, siguen la inspiración aristotélica de la Ética Nicomaquea.

(3) Me refiero a la acepción de "principio" tal como es empleada en la bioética actual en la formulación de sus principios de autonomía, justicia, etc.

(4) Cfr. la "Conclusión" de la Crítica de la razón práctica de Kant: "La caída de una piedra, el movimiento de una honda, analizados en sus elementos y en las fuerzas en ellos exteriorizadas, tratados matemáticamente, produjeron, finalmente, esa concepción del mundo, clara e inmutable para todo el porvenir, que puede esperar ampliarse con progresivas observaciones sin temer jamás un retroceso. Emprender ese mismo camino en el estudio de las disposiciones morales de nuestra naturaleza, puede aconsejárnoslo ese ejemplo, dándonos la esperanza del mismo feliz éxito. Tenemos a la mano los ejemplos de la razón, que juzga moralmente. Analizándolos en sus conceptos elementales, emprendiendo, a falta de matemáticas, un procedimiento semejante al de la química, el de la separación de lo empírico y lo racional que pueda encontrarse en ellos, por medio de repetidos ensayos sobre el entendimiento humano ordinario, podremos conocerlos ambos puros (...). En una palabra, la ciencia (buscada con crítica y encarrilada con método) es la puerta estrecha que conduce a la teoría de la sabiduría (...)" (Traducción de E: Miñana y Villagrasa y Manuel García Morente. Buenos Aires, El Ateneo, 1951, p.151).

(5) Le paradigme bioéthique. Une éthique pour la technoscience. Bruselas. De Boeck-Wesmael, 1990.

(6) Fundamentos de la metafísica de las costumbres, p. 429, Ak. - Bd. IV.

(7) José A. Mainetti, Bioética sistemática. Gonnet, Quirón, 1991, p.41.

(8) Ibid. p. 40.

(9) Ibid. p. 73.

(10) Ética Nicomaquea, II, 6, 1106b 36; V, 5, 1134a 1.

(11) Max Weber, El político y el científico. Madrid, Alianza Editorial, 1986, p.95 ss.

(12) En: Les fondements de la bioéthique. Textes réunis par Marie-Hélène Parizeau. Bruselas, De Boeck-Wesmael, 1992, pp.63-75.

(13) Retomamos aquí algunos puntos del artículo de Guy Durand.

(14) Ver el artículo de Carlos I. Massini Correas, "La exigibilidad jurídica de las normas morales: liberalismo, comunitarismo y realismo tomista", en prensa en Revista "El Derecho" (1996).

(15) Se trata de las teorías de la virtud, que enfatizan las cualidades del agente; las teorías deontológicas, que más bien se centran en los actos mismos, independientemente de sus fines, consecuencias o disposición interior del agente; y las teorías consecuencialistas, que privilegian los resultados de la acción. Ver Mainetti, op.cit., p.35.

(16) Son innumerables los pasajes de la Ética Nicomaquea donde se ve esto, pero el ejemplo más evidente aparece en el tratamiento de la virtud de justicia, Libro V, cap. (, 1135a ss.

(17) Ética Nicomaquea, Y, 7, 1089a 19.

(18) Id. V, 7, 1134b 29.

(19) Id. X, 9, 1179b 31ss.

(20) Id. VI, 4-5, 1140a 1 ss.


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