A) CIENCIA Y FILOSOFÍA
1. Fr. Nietzsche: Nuestra creencia en la ciencia es religiosa
«En cuanto también nosotros somos aún piadosos.
--Dícese con fundada razón que las convicciones no rezan
en la ciencia;
sólo si se avienen a condescender a la modestia de una hipótesis,
de una fórmula heurística, de una ficción regulativa,
cabe darle
acceso al reino del conocimiento y hasta reconocerles cierto valor
dentro del mismo; claro que colocándolas siempre bajo
vigilancia policial, bajo la vigilancia alerta del recelo. Pero ¿no
significa esto, en definitiva, que sólo si la convicción
deja de ser
convicción cabe darle acceso a la ciencia? ¿No comienza
la disciplina del espíritu científico por repudiar las convicciones?
Así
es, probablemente; sólo que se plantea el interrogante de si
para que esta disciplina pueda comenzar no debe existir con
anterioridad una convicción, una tan imperiosa e incondicional
que se sacrifica a sí misma todas las demás convicciones.
Como
se ve, también la ciencia descansa en fe; una ciencia "exenta
de supuestos" no existe. La pregunta de si es menester la verdad
no sólo debe estar contestada afirmativamente, sino contestada
así en un grado que exprese el axioma, la creencia, la
convicción de que "nada es tan necesario como la verdad y en
comparación con ella todo lo demás tiene tan sólo
un valor
secundario". Esta voluntad incondicional de verdad, ¿qué
es? ¿Es la voluntad de no dejarse engañar? ¿Es la
voluntad de no
engañar? Pues cabe interpretarla también en este último
sentido, siempre que en la generalización; "no quiero engañar"
o, se
incluya el caso particular "no quiero engañarme a mí
mismo". Pero ¿por qué no engañar? ¿Por qué
no dejarse engañar? Nótese
bien que las razones para no dejarse engañar caen en un dominio
muy otro que las razones para no dejarse engañar; no se
quiere dejarse engañar suponiendo que esto es perjudicial, peligroso
y fatal; en este sentido, la ciencia sería una sostenida
cordura, una cautela, una utilidad, a la cual pudiera objetarse, empero;
¿cómo? ¿El no querer dejarse engañar realmente
es
menos perjudicial, peligroso y fatal que el ser engañado? ¿Qué
sabéis a priori del carácter de la existencia como para poder
decidir cuál es más ventajosa, si la desconfianza incondicional
o la confianza incondicional? Y en el caso de que fuera menester
tanto la una como la otra, mucha confianza y mucha desconfianza, ¿de
dónde va a derivar la ciencia la creencia absoluta, la
convicción, en que descansa, la convicción de que la
verdad es más importante que cualquier otra cosa, cualquier otra
convicción inclusive? Precisamente esta convicción no
puede desarrollarse si la verdad y la no-verdad revelan en todo
momento su utilidad, corno ocurre en efecto. De modo que la fe en la
ciencia, que es un hecho incontrovertible, no puede
reconocer como origen tal cálculo utilitario, sino que debe
haberse originado a despecho de serle demostrada constantemente
la inutilidad y peligrosidad de la "voluntad de verdad", de la "verdad
a toda costa". ¡Oh, qué bien comprendemos esto una vez
que hayamos sacrificado fe tras fe sobre este altar! De modo que la
"voluntad de verdad" no significa; "no quiero ser
engañado", sino queda otra alternativa; "no quiero engañar,
ni aun a mí mismo"; y henos aquí en el terreno de la moral.
Ahóndese en la pregunta; "¿por qué no quieres
engañar?", sobre todo si parece -¡como parece en efecto!-
que la vida tiende a
la apariencia, es decir, al error, al engaño, la simulación,
la ofuscación, la autoofuscación, y cuando la forma grande
de la vida
siempre se ha manifestado del lado de los más inescrupulosos.
Tal propósito es acaso, para decir poco, un quijotismo, una
especie de extraño sentimental; mas pudiera ser también
algo más grave: un principio antivital, destructor... La "voluntad
de
verdad" pudiera ser una larvada voluntad de muerte. De esta suerte,
el interrogante: ¿por qué la ciencia?, se resuelve en el
problema moral: ¿por qué la moral, ya que la vida, la
Naturaleza y la historia son "inmorales"? No cabe duda que el veraz, en
este sentido audaz y último, que presupone la fe en la ciencia,
afirma un mundo que no es el de la vida, de la Naturaleza y la
historia; y en tanto que afirma este "otro mundo", ¿cómo?,
¿no niega por fuerza su antítesis, este mundo, nuestro mundo?...
Se
habrá comprendido lo que me propongo decir: que nuestra fe en
la ciencia descansa, en definitiva, en una fe metafísica; que
también los cognoscentes de ahora, los impíos y antimetafísicos,
tomamos nuestra llama del fuego que ha encendido una fe
milenaria, ese credo cristiano, que fue también el credo de
Platón, según el cual Dios es la verdad y la verdad es divina...
Pero
¿y si precisamente este credo se desacredita cada vez más;
si ya nada resulta divino como no sea el error, la ceguera y la
mentira; si Dios mismo se revela nuestra más inveterada mentira?».
(FRIEDRICH NIETZSCHE, «La Gaya ciencia», n.º 344,
en Obras completas, Ediciones Prestigio, Buenos Aires, Tomo III, pp.
228-230.)
3. J. Ortega y Gasset: Verdad científica, verdad filosófica
«Entrevimos que la verdad científica, la verdad física
posee la admirable calidad de ser exacta, pero es incompleta y penúltima.
No se basta a sí misma. Su objeto es parcial, es sólo
un trozo del mundo y además parte de muchos supuestos que da sin
más
por buenos; por tanto, no se apoya en sí misma, no tiene en
sí misma su fundamento y su raíz, no es la verdad radical.
Por ello
postula, exige integrarse en otras verdades no físicas ni científicas
que sean completas y verdaderamente últimas. Donde acaba
la física no acaba el problema; el hombre que hay detrás
del científico necesita una verdad integral, y, quiera o no, por
la
constitución misma de su vida, se forma una concepción
enteriza del Universo. Vemos aquí en clara contraposición
dos tipos de
verdad: la científica y la filosófica. Aquella es exacta
pero insuficiente, ésta es suficiente pero inexacta. Y resulta que
ésta, la
inexacta, es una verdad más radical que aquélla --por
tanto y sin duda, una verdad de más alto rango, no sólo porque
su tema
sea más amplio, sino aún como modo de conocimiento; en
suma, que la verdad inexacta filosófica es una verdad más
verdadera.
Pero esto no debía extrañar. La tendencia irreflexiva
y vulgar a considerar la exactitud como un atributo que afecta a los
quilates de la verdad carece por completo no sólo de justificación,
sino hasta de sentido. La exactitud no puede existir sino
cuando se habla de objetos cuantitativos, o como Descartes dice, de
"quod recipit magis et minus"; por tanto, de lo que se
cuenta y se mide. No es, pues, en rigor, un atributo de la verdad como
tal, sino de ciertas, determinadas cosas que hay en el
Universo; en definitiva, sólo de la cantidad y luego, con valor
aproximado, de la materia. Una verdad puede ser muy exacta y
ser, no obstante, muy poco verdad. Por ejemplo, casi todas las leyes
físicas tienen una expresión exacta, pero como están
obtenidas por un cálculo meramente estadístico, es decir,
por cálculo de probabilidades, tienen un valor sólo probable.
Se da el
caso curioso --y el tema merecería ser tratado aparte, porque
es candente y gravísimo-- de que conforme la física se va
haciendo más exacta se le va convirtiendo entre las manos a
los físicos en un sistema de meras probabilidades; por tanto, de
verdades de segunda clase, de casi - verdades. La consecuencia de esto
es uno de los motivos que llevan a los físicos actuales,
gigantes creadores de un novísimo panorama cósmico, a
ocuparse de la filosofía, a asentar su verdad gremial en una más
completa verdad vital». (ORTEGA Y GASSET, «¿Qué
es la filosofía?», en Obras completas, vol. VII, Revista de
Occidente,
Madrid, 1961, pp. 315-316.)
4. J. Ortega y Gasset: El terrorismo de los laboratorios
«Es seguro, no obstante, que estos dos caracteres del conocimiento
físico --su práctica exactitud y su confirmación por
los
hechos sensibles (no olviden ustedes la patética circunstancia
de que los astros parezcan someterse a las leyes que los
astrónomos les dictan y que con rara fidelidad acudan a la cita
que éstos les dan a tal hora en tal punto del enorme
firmamento)--, esos dos caracteres, digo, no hubieran bastado para
llevar al extremo triunfo que luego logró la ciencia física.
Una tercera peculiaridad vino a exaltar desaforadamente este modo de
conocer. Resultó que las verdades físicas, sobre sus
calidades teóricas, tenían la condición de ser
aprovechables para las conveniencias vitales del hombre. Partiendo de ellas
podía
ésta intervenir en la Naturaleza y acomodársela en beneficio
propio. Este tercer carácter --su utilidad práctica para
el dominio
sobre la materia-- no es ya una perfección o virtud de la física
como teoría y conocimiento. En Grecia esta fertilidad utilitaria
no
hubiera alcanzado influjo decisivo sobre los ánimos, pero en
Europa coincidió con el predominio de un tipo de hombre --el
llamado burgués-- que no sentía vocación contemplativa
teórica, sino práctica. El burgués quiere alojarse
cómodamente en el
mundo y para ello intervenir en él modificándolo a su
placer. Por eso la edad burguesa se honra ante todo por el triunfo del
industrialismo y, en general, de las técnicas útiles
a la vida, como son la medicina, la economía, la administración.
La física
cobró un prestigio sin par porque de ella emanaba la máquina
y la medicina. Las masas medias se interesaron en ella no por
curiosidad intelectual, sino por interés material. En tal atmósfera
se produjo lo que pudiéramos llamar «imperialismo de la
física».
Para nosotros, nacidos y educados en una edad que participa de este
modo de sentir, nos parece cosa muy natural, la más
natural y discreta, que se otorgue el primado entre los modos de conocimiento
a aquel que, sea como sea en cuanto teoría, nos
proporcione el dominio práctico sobre la materia. Pero aunque
nacidos y educados en aquella edad, algún ciclo empieza en
nosotros, puesto que ya no nos contentamos con ese primer pronto que
nos hace ver tan natural la utilización práctica como
norma de la verdad. Al contrario, empezamos a caer en la cuenta que
ese empeño en dominar la materia y hacerla cómoda,
que ese entusiasmo por el comfort es, si se hace de él un principio,
tan discutible como cualquier otro. Y puestos en alerta por
esta sospecha comenzamos a ver que el comfort es simplemente una predilección
subjetiva --dicho grosso modo, un capricho
que la humanidad occidental tiene desde hace doscientos años,
pero que no revela por sí solo superioridad ninguna de carácter.
Hay quien prefiere lo confortable a todo; hay quien no le da mayor
importancia. Mientras Platón meditaba los pensamientos
que han hecho posible la física moderna y con ella el comfort,
llevaba, como todos los griegos, una vida muy áspera y, en
punto a trabajos, vehículos, calefacción y ajuar doméstico,
verdaderamente bárbara. En la misma fecha los chinos, que jamás
han pensado un pensamiento científico, que jamás han
hilado una teoría, hilaban telas deliciosas y fabricaban objetos
usaderos y
construían artefactos de exquisito comfort. Mientras en Atenas
la academia platónica inventa la pura matemática, en Pekín
se
inventa el pañuelo de bolsillo. Conste, pues, que el afán
de confortabilidad, última ratio de preferencia para la física,
no es
índice de superioridad. Lo han sentido unos tiempos y otros
no. Todo el que sabe mirar el nuestro con mirada un poco
perforante cree prever que va a entusiasmarse mediocremente con el
imperativo de comodidad. Va a usar de ésta, a atenderla,
a conservar la lograda y procurar acrecerla, pero -justamente- sin
entusiasmo y no por ella misma, sino para poder vacar a
ejercicios incómodos.
Puesto que el afán de comfort no es sin más señal
de progreso, sino que aparece en la historia repartido, como el azar, sobre
épocas de muy diferente altitud, sería un tema curioso
para el curioso averiguar en qué coinciden éstas; o dicho
de otro modo:
qué condición humana suele llevar a esa devoción
por lo cómodo. Ignoro cuál sería el resultado de esta
pesquisa. Sólo, al paso,
subrayo esta coincidencia: los dos lugares históricos de mayor
atención al comfort han sido esta última bicenturia europea
y la
civilización china. ¿Qué hay de común entre
esos dos orbes humanos tan diferentes, tan disparejos? Que yo sepa, sólo
esto: en
esa época europea reinó el "buen burgués", el
tipo de hombre que representa la voluntad de la prosa, y, por otra parte,
el chino
es notoriamente el filisteo nato; sea dicho esto al desgaire, sin insistencia
ni formalidad ningunas.
Ello es que el filósofo de la burguesía, Augusto Comte,
expresará el sentido del conocimiento con su conocida fórmula:
Science, d'où prévoyance; prévoyance, d'ou action.
Es decir: el sentido del saber es el prever, y el sentido del prever es
hacer posible la acción.
De donde resulta que la acción --se entiende ventajosa-- es quién
define la verdad del conocimiento. Y, en efecto, ya a fines
del siglo pasado un gran físico, Boltzmann, dijo: "Ni la lógica,
ni la filosofía, ni la metafísica deciden en última
instancia de si algo
es verdadero o falso, sino únicamente lo decide la acción.
Por este motivo no consideró las conquistas de la técnica
como
simples precipitados secundarios de la ciencia natural, sino como pruebas
lógicas de ésta. Si no nos hubiéramos propuesto
esas conquistas prácticas no sabríamos cómo debemos
razonar. No hay más razonamientos correctos que los que tienen
resultados prácticos". En su Discurso sobre el espíritu
positivo el mismo Comte había ya sugerido que la técnica
regimenta a
la ciencia, y no al revés. Según este modo de pensar
no es, pues, la utilidad un precipitado imprevisto y como propina de la
verdad, sino al revés: la verdad es el precipitado intelectual
de la utilidad práctica. Poco tiempo después, en los albores
pueriles
de nuestro siglo, se hizo de este pensamiento una filosofía;
el pragmatismo. Con el simpático cinismo propio de los "yankees",
propio de todo pueblo nuevo --un pueblo nuevo, a poco bien que le vaya,
es un enfant terrible--, el pragmatismo
norteamericano se ha atrevido a proclamar esta tesis: "No hay más
verdad que el buen éxito en el trato de las cosas." Y con
esta tesis, tan audaz como ingenua, tan ingenuamente audaz, ha hecho
su ingreso en la historia milenaria de la filosofía el lóbulo
norte del continente americano.
No se confunda la escasa estimación que el pragmatismo merece
en cuanto filosofía y tesis general con un desdén
preconcebido, arbitrario y beato hacia el hecho del practicismo humano,
en beneficio de la pura contemplación. Aquí
intentamos retorcer el pescuezo a toda beatería, inclusive a
la beatería científica y cultural que se extasía ante
el puro
conocimiento sin hacerse dramática cuestión de él.
Esto nos separa radicalmente de los pensadores antiguos --de Platón
como
de Aristóteles--, y ha de constituir uno de los temas más
graves de nuestra meditación. Al descender al problema decisivo,
que
es la definición de "nuestra vida", trataremos de hacer una
valiente anatomía de esa perenne dualidad que desdobla a la vida
en
vita contemplativa y vita activa, en acción y contemplación,
en Marta y María.
Ahora se pretende únicamente insinuar que el triunfo imperial
de la física no se debe tanto a su calidad en cuanto conocimiento
como a un hecho social. La sociedad se ha interesado en la física
por su fecunda utilidad, y este interés social ha hipertrofiado
durante un siglo la fe que en sí mismo tiene el físico.
Le ha acontecido, en general, lo que en especie acontece al médico.
Nadie
considerará a la medicina como un modelo de ciencia; sin embargo,
el culto que en las casas de los valetudinarios se dedica al
médico (como en otros tiempos al mago) le proporciona una seguridad
en su oficio y persona, una audacia impertinente tan
graciosa como poco fundada en razón, porque el médico
usa, maneja los resultados de unas ciencias, pero no suele ser, ni
poco ni mucho, hombre de ciencia, alma teórica.
La buena fortuna, el favor del ambiente social suele exorbitarnos, nos
hace petulantes y agresivos. Esto ha acontecido al físico,
y por eso la vida intelectual de Europa ha padecido durante casi cien
anos lo que pudiera llamarse el "terrorismo de los
laboratorios".
Agobiado por tal predominio, el filósofo se avergonzó
de serlo, es decir, se avergonzó de no ser físico. Como los
problemas
genuinamente filosóficos no toleraban ser resueltos según
el modo de conocimiento físico, renunció a atacarlos, renunció
a su
filosofía contrayéndola a un mínimum, poniéndola
humildemente al servicio de la física. Decidió que el único
tema filosófico era
la meditación sobre el hecho mismo de la física, que
filosofía era sólo teoría del conocimiento. Kant es
el primero que en forma
radical adopta tal actitud, no se interesa directamente en los grandes
problemas cósmicos, sino que con un gesto de policía
urbano detiene la circulación filosófica --veintiséis
siglos de pensamiento metafísico-- diciendo:
"Quede en suspenso todo filosofar mientras no se conteste a esta pregunta:
¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?".
Ahora bien, los juicios sintéticos a priori son para él
la física, el factum de la ciencia fisicomatemática.
Pero estos planteamientos no eran ni teoría del conocimiento.
Partían del conocimiento físico ya hecho, y no preguntaban:
¿Qué
es conocimiento?». (ORTEGA Y GASSET, «¿Qué
es Filosofía?», en Obras completas, cit., VII, pp. 294-298.)
B) FILOSOFÍA Y TÉCNICA
1. J. Ortega y Gasset: La vida como fabricación de sí misma
«El hombre, quiera o no, tiene que hacerse a sí mismo,
autofabricarse. Esta última expresión no es del todo inoportuna.
Ella
subraya que el hombre, en la raíz misma de su esencia, se encuentra,
antes que en ninguna otra, en la situación del técnico. Para
el hombre vivir es, desde luego y antes que otra cosa, esforzarse en
que haya lo que aún no hay; a saber, él, él mismo,
aprovechando para ello lo que hay; en suma, es producción.
Con esto quiero decir que la vida no es fundamentalmente como tantos
siglos han creído: contemplación, pensamiento, teoría.
No; es producción, fabricación, y sólo porque
éstas lo exigen, por lo tanto, después, y no antes, es pensamiento,
teoría y
ciencia. Vivir es hallar los medios para realizar el programa que se
es. El mundo, la circunstancia se presenta desde luego como
primera materia y como posible máquina. Ya que para existir
tiene que estar en el mundo, y éste no realiza por sí y sin
más el
ser del hombre sino que le pone dificultades, el hombre se resuelve
a buscar en el mundo la máquina oculta que encierra para
servir al hombre. La historia del pensamiento humano se reduce a la
serie de observaciones que el hombre ha hecho para sacar
a la luz, para descubrir esa posibilidad de máquina que el mundo
lleva latente en su materia. De aquí que al invento técnico
se le
llame también descubrimiento. Y no es, como veremos, una casualidad
que la técnica por antonomasia, la plena madurez de la
técnica, se iniciase hacia 1.600; justamente cuando en su pensamiento
teórico del mundo llegó el hombre a entenderlo como
una máquina. La técnica moderna enlaza con Galileo, Descartes,
Huygens; en suma, con los creadores de la interpretación
mecánica del universo. Antes se creía que el mundo corporal
era un ente amecánico cuyo ser último estaba constituido
por
poderes espirituales más o menos voluntariosos e incoercibles.
El mundo, como puro mecanismo, es, en cambio, la máquina de
las máquinas.
Es, pues, un error fundamental creer que el hombre no es sino un animal
casualmente dotado con talento técnico o, dicho en
otro giro que si a un animal le agregásemos mágicamente
el don técnico, tendríamos sin más el hombre. La verdad
es lo
contrario: porque el hombre tiene una tarea muy distinta que la del
animal, una tarea extranatural, no puede dedicar sus energías
como aquél a satisfacer sus necesidades elementales, sino que,
desde luego, tiene que ahorrarlas en ese orden para poder
vacar, con ellas, a la ímproba faena de realizar su ser en el
mundo.
He aquí por qué el hombre empieza cuando empieza la técnica
La holgura. menor o mayor, que ésta le abre en la naturaleza es
el alvéolo donde puede alojar su excéntrico ser. Por
eso insistí en que el sentido y la causa de la técnica están
fuera de ella; a
saber: en el empleo que da el hombre a sus energías vacantes,
liberadas por aquélla. La misión inicial de la técnica
es esa: dar
franquía al hombre para poder vacar a ser sí mismo».
(J. ORTEGA Y GASSET, «Meditación de la técnica»,
en Obras
completas, vol. V, Revista de Occidente, Madrid, 1947, pp. 341-342.)
2. J. Ortega y Gasset: La esencia de la técnica
«He gastado este poco de tiempo en desarrollar, aunque brevísimamente,
los anteriores ejemplos, movido por el afán de que
no quedase abstracto y confuso en la mente de ustedes qué sea
ese programa, ese ser extranatural del hombre, en realizar el
cual consiste nuestra vida, y, por otra parte, mostrar, aunque sea
muy vagamente, cierta funcionalidad entre la cuantía o
dirección de la técnica y el modo de ser hombre que se
ha escogido. Por supuesto que todo este problema de la vida, del ser
del hombre, tiene una última dimensión estrictamente
filosófica, que yo he procurado eludir en este ensayo. Me urgía
en él
subrayar aquellos supuestos o implicaciones que el hecho de la técnica
contiene y que suelen pasar desapercibidos, no obstante
constituir lo más esencial en la esencia de la técnica.
Porque una cosa es, ante todo, la serie de condiciones que la hacen
posible --Kant decía "condiciones de su posibilidad", y, más
sobria y claramente, Leibniz sus "ingredientes", sus "requisitos". Y
es curioso observar que de ordinario esos más auténticos
ingredientes o requisitos de una cosa son los que nos pasan
inadvertidos, los que dejamos a nuestra espalda, como si no fueran
lo que son: el ser más profundo de la cosa. Con casi toda
seguridad algunos de ustedes, que pertenezcan a un tipo de oyentes
cuya psicología no quiero hacer ahora, para quienes oír es
ir a buscar lo que ellos ya saben, sea en detalle, sea en vaga aproximación,
en vez de, por lo pronto, ya que han decidido
escuchar, abrirse sin más a lo que venga, cuanto más
imprevisto, mejor; ésos, digo, habrán pensado: Bueno, pero
eso no es la
técnica, yo no veo ahí la técnica en su realidad,
que es funcionando. No se advierte que, en efecto, para responder a la
pregunta: ¿Qué es tal cosa?, lo que hacemos es deshacerla;
precisamente recurrir de su forma, tal y como está ahí funcionando,
a sus ingredientes, que procuramos aislar y definir. Y claro está
que, suelto, cada uno de los ingredientes no es la cosa: ésta es
el resultado de sus ingredientes, y para que esté ahí
funcionando es preciso que los ingredientes desaparezcan de nuestra vida
como tales y sueltos. Para que veamos agua es preciso que desaparezcan
ante nosotros el hidrógeno y el oxígeno. La definición
de una cosa, el enumerar sus ingredientes, sus supuestos, lo que ella
implica si ha de ser --se convierte, por tanto, en algo así
como la pre-cosa. Pues esa pre-cosa es el ser de la cosa, y es lo que
hay que buscar, porque ésta ya está ahí: no hay que
buscarla. En cambio, el ser y la definición, la pre-cosa, nos
muestra la cosa en statu nascendi, y sólo se conoce bien lo que,
en
uno u otro sentido, se ve nacer.
Los supuestos por mí subrayados hasta aquí no son ciertamente,
los únicos, pero son los más radicales; por lo mismo, los
más
ocultos y, en consecuencia, los que suelen pasar más desapercibidos.
En cambio, a todo el mundo se le ocurre advertir que si el hombre no
tuviese inteligencia capaz de descubrir nuevas relaciones
entre las cosas que le rodean, no inventaría instrumentos ni
métodos ventajosos para satisfacer sus necesidades. Por lo mismo
que esto es obvio, no urgía decirlo. Es tan obvio, que se pasa
y lleva a un error: a creer que cuando un ente posee una cierta
clase de actividad, basta el hecho de que la posee para explicar que
la ejercite. A pesar de que con harta frecuencia
observamos hombres que tienen ojos para ver y que, no obstante, no
ven lo que les pasa por delante, merced, sencillamente, a
que están absortos meditando algo. Aunque pueden ver, no ven;
no ejercitan esta actividad, porque no les interesa lo que pase
por delante de ellos, y, en cambio, les interesa lo que pasa en su
interior. Hay quien tiene talento para matemáticas, pero no lo
ejercita porque no le interesa.
No basta, pues, poder hacer algo para que lo hagamos, ni basta que el
hombre posea inteligencia técnica para que la técnica
exista. La inteligencia técnica es una capacidad, pero la técnica
es el ejercicio efectivo de esa capacidad, que muy bien podía
quedar en vacación. Y la cuestión importante no es apuntar
si el hombre tiene tal o cual aptitud para la técnica, sino por
qué se
da el hecho de ésta y ello sólo se hace inteligible cuando
se descubre que el hombre, quiera o no, tiene que ser técnico, sean
mejores o peores sus dotes para ello. Y eso es lo que he intentado
hacer en las lecciones anteriores.
Es muy obvio, repito, hablar de la inteligencia en cuanto se habla de
la técnica, y con excesiva celeridad atribuir a aquélla la
distancia entre el hombre y el animal. No se puede hoy con la misma
tranquila convicción que hace un siglo, definir al hombre
como hace Franklin, llamándole animal instrumentificum, animal
tools making. No sólo en los famosos estudios de Köhler
sobre los chimpancés, sino en otras muchas provincias de la
psicología animal, aparece más o menos problemáticamente
la
capacidad del animal para producir instrumentos elementales. Lo importante
en todas estas observaciones es advertir que la
inteligencia estrictamente requerida para la invención del instrumento
parece existir en él. La insuficiencia, lo que en efecto hace
imposible al animal llegar con eficaz plenitud a la posesión
del instrumento, no está, pues, en la inteligencia sensu stricto,
sino en
otro lado de su condición. Así Köhler muestra que
lo esencialmente defectuoso del chimpancé es la memoria, su incapacidad
de conservar lo que poco antes le ha pasado y, consecuentemente, la
escasísima materia que ofrece a su inteligencia para la
combinación creadora.
Sin embargo, la diferencia decisiva entre el animal y el hombre no está
tanto en la primaria que se encuentra comparando sus
mecanismos psíquicos, sino en los resultados que esta diferencia
primaria trae consigo y que dan a la existencia animal
estructura completamente distinta de la humana. Si el animal tiene
poca imaginación, será incapaz de formarse un proyecto de
vida distinto de la mera reiteración de lo que ha hecho hasta
el momento. Basta esto para diferenciar radicalmente la realidad
vital de uno y otro ente. Pero si la vida no es realización
de un proyecto, la inteligencia se convierte en una función puramente
mecánica, sin disciplina ni orientación. Se olvida demasiado
que la inteligencia, por muy vigorosa que sea, no puede sacar de sí
su propia dirección; no puede, por tanto, llegar a verdaderos
descubrimientos técnicos. Ella, por sí no sabe cuáles,
entre las
infinitas cosas que se pueden "inventar", conviene preferir, y se pierde
en sus infinitas posibilidades. Sólo en una entidad donde
la inteligencia funciona al servicio de una imaginación, no
técnica, sino creadora de proyectos vitales, puede constituirse
la
capacidad técnica.
Lo dicho hasta aquí, entre sus múltiples intenciones,
llevaba una: la de reobrar contra una tendencia, tan espontánea
como
excesiva, reinante en nuestro tiempo, a creer que, en fin de cuentas,
no hay verdaderamente más que una técnica, la actual
europeo-americana, y que todo lo demás fue sólo torpe
rudimento y balbuceo hacia ella. Yo necesitaba contrarrestar esta
tendencia y sumergir la técnica actual como una de tantas en
el panorama vastísimo y multiforme de las humanas técnicas,
relativizando así su sentido y mostrando cómo a cada
proyecto y módulo de humanidad corresponde la suya. Pero una vez
hecho eso, claro está que necesito destacar lo que la técnica
actual tiene de peculiar, lo que en ella da lugar precisamente a ese
espejismo que, con algún viso de verdad, nos la presenta como
la técnica por antonomasia. Por muchas razones, en efecto, la
técnica ha llegado hoy a una colocación, en el sistema
de factores integrantes de la vida humana, que no habla tenido nunca. La
importancia que siempre le ha correspondido, aun aparte de los razonamientos
en que he procurado demostrarla, trasparecería
sin más en el simple hecho de que, cuando el historiador toma
ante sus ojos vastos ámbitos de tiempo, se encuentra con que no
puede denominarlos si no es aludiendo a la peculiaridad de su técnica.
La edad más primitiva de la humanidad, que
inciertamente, como entre dos luces, logra entreverse, se llama la
edad auroral de la piedra o eolítica --luego es la edad de la
piedra vieja e impoluta, paleolítica, la edad del bronce, etc.--.
Pues bien, no sería descaminado situar en esa lista nuestro
tiempo, calificándolo como la edad, no de esta o la otra técnica,
sino simplemente de la "técnica" como tal. ¿Qué ha
pasado en
la evolución de la capacidad técnica del hombre para
que llegue una época en que, a pesar de haber sido él siempre
técnico,
merezca con alguna congruencia ser fechada formalmente por la técnica?
Evidentemente, esto no ha podido acontecer sino
porque la relación entre el hombre y la técnica se ha
elevado a una potencia peculiarísima que conviene precisar, y esa
elevación, a su vez, sólo ha podido producirse porque
la función técnica misma se haya modificado en algún
sentido muy
sustancial.
Para hacernos cargo, pues, de lo que es nuestra técnica, conviene
de intento destacar su peculiar silueta sobre el fondo de todo
el pasado técnico del hombre; en suma, conviene dibujar, aunque
sea somerísimamente, los grandes cambios que la función
técnica misma ha sufrido o, dicho todavía con otras palabras,
sería oportuno definir los grandes estadios en la evolución
de la
técnica. De este modo, haciendo algunos cortes en el pasado
o peraltando algunos jalones, ese pretérito confuso adquirirá
perspectiva y movimiento; nos dejará ver de dónde, de
qué formas ha ido viniendo y hacia dónde, a qué forma
ha ido llegando
la técnica.» (ORTEGA Y GASSET,«Meditación
de la técnica», en Obras completas, cit. V, pp. 355-358)
3. J. Ortega y Gasset: Inventar y producir
«El tecnicismo de la técnica moderna se diferencia radicalmente
del que ha inspirado todas las anteriores. Surge en las mismas
fechas que la ciencia física y es hijo de la misma matriz histórica.
Hemos visto cómo hasta aquí el técnico, obseso por
el
resultado final que es el apetecido, no se siente libre ante él
y busca medios que de un golpe y en totalidad consiga producirlo.
El medio, he dicho, imita a su finalidad.
En el siglo XVI llega a la madurez una nueva manera de funcionar las
cabezas que se manifiesta a la par en la técnica y en la
más pura teoría. Más aún, es característico
de esta nueva manera de pensar que no pueda decirse dónde empieza;
si en la
solución de problemas prácticos o en la construcción
de meras ideas. Vinci fue en ambos órdenes el precursor. Es hombre
de
taller, no sólo ni siquiera principalmente de taller de pintura,
sino de taller mecánico. Se pasa la vida inventando "artificios".
En la carta donde solicita empleo de Ludovico Moro, adelanta una larga
lista de invenciones bélicas e hidráulicas. Lo mismo
que en la época helenística los grandes poliorketés
dieron ocasión a los grandes avances de la mecánica que terminan
prodigiosamente en el prodigioso Arquímedes, en estas guerras
de fines del siglo XV y comienzos del XVI se prepara el
crecimiento decisivo del nuevo tecnicismo. Nota bene: unas y otras
guerras eran guerras falsas, quiero decir, no eran guerras
de pueblos, guerras férvidas, peleas de sentimientos enemigos,
sino guerras de militares contra militares, guerras frígidas,
guerras de cabeza y puño, no de víscera cordial. Por
lo mismo guerras... técnicas.
Ello es que hacia 1540 están de moda en el mundo las "mecánicas".
Esta palabra, conste, no significa entonces la ciencia que
hoy ha absorbido ese término que aún no existía:
significa las máquinas y el arte de ellas. Tal es el sentido que
tiene todavía en
1.600 para Galileo, padre de la ciencia mecánica. Todo el mundo
quiere tener aparatos, grandes y chicos, útiles o simplemente
divertidos. Nuestro enorme Carlos, el V, el de Mülhberg, cuando
se retira a Yuste, en la más ilustre bajamar que registra la
historia, se lleva en su formidable resaca hacia la nada sólo
estos dos elementos del mundo que abandona: relojes y Juanelo
Turriano. Este era un flamenco, verdadero mago de los inventos mecánicos,
el que construye lo mismo el artificio para subir
aguas a Toledo --de que aún quedan restos-- que un pájaro
semoviente que vuela con sus alas de metal por el vasto vacío de
la estancia donde Carlos, ausente de la vida, reposa.
Importa mucho subrayar este hecho de primer orden: que la maravilla
máxima de la mente humana, la ciencia física, nace en la
técnica. Galileo joven no está en la Universidad, sino
en los arsenales de Venecia, entre grúas y cabrestantes. Allí
se forma su
mente.
El nuevo tecnicismo, en efecto, procede exactamente como va a proceder
la nuova scienza. No va sin más de la imagen del
resultado que se quiere obtener a la busca de medios que lo logren.
No. Se detiene ante el propósito y opera sobre él. Lo
analiza. Es decir, descompone el resultado total --que es el único
primeramente deseado-- en los resultados parciales de que
surge, en el proceso de su génesis. Por tanto, en sus "causas"
o fenómenos ingredientes.
Exactamente esto es lo que va a hacer en su ciencia Galileo, que fue
a la par, como es sabido, un gigantesco "inventor". El
aristotélico no descomponía el fenómeno natural,
sino que a su conjunto le buscaba una causa también conjunta, a
la modorra
que produce la infusión de amapolas una virtus dormitiva. Galileo
cuando ve moverse un cuerpo hace todo lo contrario: se
pregunta de qué movimientos elementales y, por tanto, generales,
se compone aquel movimiento concreto. Esto es el nuevo
modo de operar con el intelecto: "análisis de la naturaleza".
Tal es la unión inicial --y de raíz-- entre el nuevo tecnicismo
y la ciencia. Unión como se ve nada externa, sino de idéntico
método intelectual. Esto da a la técnica moderna independencia
y plena seguridad en sí misma. No es una inspiración como
mágica ni puro azar, sino "método", camino preestablecido,
firme, consciente de sus fundamentos.
¡Gran lección! Conviene que el intelectual maneie las cosas,
que esté cerca de ellas; de las cosas materiales si es físico,
de las
cosas humanas si es historiador. Si los historiadores alemanes del
siglo XIX hubiesen sido más hombres políticos, o siquiera
más "hombres de mundo", acaso la historia fuese hoy ya una ciencia
y junto a ella existiese una técnica realmente eficaz para
actuar sobre los grandes fenómenos colectivos, ante los cuales,
sea dicho con vergüenza, el actual hombre se encuentra como
el paleolítico ante el rayo.
El llamado "espíritu" es una potencia demasiado etérea
que se pierde en el laberinto de sí misma, de sus propias infinitas
posibilidades. ¡Es demasiado fácil pensar! La mente en
su vuelo apenas si encuentra resistencia. Por eso es tan importante para
el intelectual palpar los objetos materiales y aprender en su trato
con ellos una disciplina de contención. Los cuerpos han sido
los maestros del espíritu, como el centauro Quirón fue
el maestro de los griegos. Sin las cosas que se ven y se tocan, el
presuntuoso "espíritu" no sería más que demencia.
El cuerpo es el gendarme y el pedagogo del espíritu.
De aquí la ejemplaridad del pensamiento físico frente
a todos los demás usos intelectuales. La física, como ha
notado Nicolai
Hartmann, debe su sin par virtud a ser hasta ahora la única
ciencia donde la verdad se establece mediante el acuerdo de dos
instancias independientes que no se dejan sobornar la una por la otra.
El puro pensar a priori de la mecánica racional y el puro
mirar las cosas con los ojos de la cara: análisis y experimento.
Todos los creadores de la nueva ciencia se dieron cuenta de su consustancialidad
con la técnica. Lo mismo Bacon que Galileo,
Gilbert que Descartes, Huygens que Hooke o Newton.
De entonces acá el desarrollo --en sólo tres siglos--
ha sido fabuloso: lo mismo el de la teoría que el de la técnica.
Vea el lector
en el librito de Allen Raymond, ¿Qué es la tecnocracia?,
traducido en las ediciones de la Revista de Occidente, algunos
datos sobre lo que hoy puede hacer aquel técnico. Por ejemplo:
"El motor humano, en una jornada de ocho horas, es capaz de rendir trabajo,
aproximadamente, en la proporción de un décimo
de caballo. Hoy día poseemos máquinas que trabajan con
300.000 caballos de potencia, capaces de funcionar durante
veinticuatro horas del día por mucho tiempo. (...)".»
(ORTEGA Y GASSET, «Meditación de la técnica»,
en Obras completas,
cit, V, pp. 371-373)
15. Nietzsche: De la guerra y los guerreros
«Nuestros mejores enemigos no han de tener consideraciones con
nosotros; tampoco los seres que amamos con amor
entrañable. ¡Os voy a decir, pues, la verdad!
¡Hermanos guerreros! Os amo con amor entrañable; siempre
he sido, y soy, vuestro igual. Y soy también vuestro mejor
enemigo. ¡Os voy a decir, pues, la verdad!
Conozco el odio y la envidia que anidan en vuestros corazones. ¡No
sois lo suficientemente grandes para no avergonzaros de
tales sentimientos!
Y ya que no podéis ser santos varones del conocimiento, sed al
menos sus guerreros; que son los compañeros y precursores
de tal santidad.
Veo a muchos soldados; ¡ojalá viera a muchos guerreros!
"Uniforme" se llama lo que llevan puesto; ¡ojalá no escondieran
bajo
él la uniformidad!
Habéis de ser hombres que en todo momento vayan en busca de un
enemigo --de vuestro enemigo. Y algunos de vosotros
conocen el odio a primera vista.
¡Buscad a vuestro enemigo! ¡Librad vuestra guerra, por vuestras
concepciones! ¡Y si sucumbe vuestra concepción, vuestra
probidad ha de celebrar esta derrota!
¡Amad la guerra como medio para nuevas guerras! ¡Y amad la paz breve más que la larga!
A vosotros no os aconsejo el trabajo, sino la lucha. A vosotros no os
aconsejo la paz, sino la victoria. ¡Vuestro trabajo debe
ser lucha, y vuestra paz, victoria!
Sólo armado con arco y flecha es como se puede callar y estarse
quieto; de otro modo se parlotea y regaña. ¡Vuestra paz debe
ser la victoria!
¿Que la buena causa santifica hasta la guerra? Yo os digo que la buena guerra santifica todas las causas.
La guerra y la valentía han hecho más cosas grandes que
el amor al prójimo. No vuestra compasión, sino vuestra valentía
ha
salvado hasta ahora a los accidentados.
Preguntáis: "¿qué es bueno?" Ser valiente es bueno. Dejad que las niñas digan: "es bueno lo que es bonito y enternece".
Os tachan de hombres sin corazón; pero tenéis el corazón
bien puesto y me gusta vuestra cordialidad vergonzante. Vosotros os
avergonzáis de vuestra plenitud y los demás de su pobreza.
¿Sois feos? ¡Bueno, hermanos, cubríos con lo sublime, que es el manto de la fealdad!
Y cuando vuestra alma se ensancha, se vuelve arrogante, y en vuestra sublimidad hay malicia. Os conozco.
Sólo debéis tener enemigos que odiar, no enemigos que
despreciar. Debéis estar orgullosos de vuestros enemigos; así,
los
éxitos de vuestro enemigo serán también éxitos
muy vuestros.
La rebeldía es la distinción del esclavo. ¡Vuestra
distinción debe ser la obediencia! ¡Vuestro mismo mandar ha
de ser un
obedecer!
El buen guerrero prefiere el "tú debes" al "yo quiero". Y cuanto os es grato debéis hacéroslo mandar.
Vuestro amor a la vida debe ser amor a vuestra suprema esperanza. ¡Y
vuestra suprema esperanza debe ser la concepción
suprema de la vida!
Y vuestra concepción suprema de la vida debéis hacérosla
mandar por mí. He aquí su fórmula: El hombre es algo
que debe ser
superado
¡Llevad, pues, vuestra vida de obediencia y guerra! ¡Qué
importa la vida larga! ¡El guerrero no espera que se tenga
consideraciones con él!
¡Yo no tengo consideraciones con vosotros; os amo con amor entrañable, hermanos guerreros!
Así habló Zaratustra». (FRIEDRICH NIETZSCHE, «Así
habló Zaratustra», en Obras completas, cit., Tomo III, pp.
380-382.)
23. J. Ortega y Gasset: El origen intelectual de las revoluciones
«La intención de este ensayo era mostrar que la raíz
del fenómeno revolucionario ha de buscarse en una determinada afección
de la inteligencia. Taine rozó esta idea al numerar las causas
de la gran revolución; mas, por otra parte, anuló su agudo
descubrimiento, creyendo que se trataba de una forma histórica
que, al menos en Occidente, tiene carácter general. En nuestra
parte del mundo, todo pueblo cuyo desarrollo no haya sido violentamente
perturbado llegó en su evolución intelectual a un
estadio racionalista. Cuando el racionalismo se ha convertido en el
modo general de funcionar las almas, el proceso
revolucionario se dispara automáticamente, ineludiblemente.
No se origina, pues, en la opresión de los inferiores por los de
arriba, ni en el advenimiento de una supuesta sensibilidad para más
exquisita justicia --creencia de suyo racionalista y
antihistórica--, ni siquiera de que nuevas clases sociales cobren
pujanza suficiente para arrebatar el poder a las fuerzas
tradicionales. De estas cosas, a lo sumo, son algunos hechos concomitantes
del espíritu revolucionario, y en vez de ser su
causa, son también su consecuencia.
Este origen intelectual de las revoluciones recibe elegante comprobación
cuando se advierte que el radicalismo, duración y
módulo de aquéllas son proporcionales a lo que sea la
inteligencia dentro de cada raza. Razas poco inteligentes son poco
revolucionarias. El caso de España es bien claro: se han dado
y se dan extremadamente en nuestro país todos los otros factores
que se suelen considerar decisivos para que la revolución explote.
Sin embargo, no ha habido propiamente espíritu
revolucionario. Nuestra inteligencia étnica ha sido siempre
una función atrofiada que no ha tenido un normal desarrollo. Lo
poco
que ha habido de temperamento subversivo se redujo, se reduce, a reflejo
del de otros países. Exactamente lo mismo que
acontece con nuestra inteligencia: la poca que hay es reflejo de otras
culturas.
El caso de Inglaterra es muy sugestivo. No se puede decir que el pueblo
inglés sea muy inteligente. Y no es que le falte
inteligencia: es que no le sobra. Posee la justa, la que estrictamente
hace falta para vivir. Por esto mismo, su era revolucionaria
ha sido la más moderada y teñida siempre de un matiz
conservador.
Lo propio aconteció en Roma. Otro pueblo de hombres sanos y fuertes,
con gran apetito de vivir y de mandar, pero poco
inteligentes. Su despertar intelectual es tardío y se produce
en contacto con la cultura griega. Para la opinión que aquí
sustento
tiene sumo interés preguntarse cuándo llegan a Roma las
"ideas" de Grecia y cuándo comienza la revolución. Una coincidencia
de ambas fechas sería de un valor probatorio excepcional.
Como es sabido, la era revolucionaria romana empieza en el siglo II antes de Jesucristo, en tiempos de los Gracos.
Por entonces, la situación típica de Roma es exactamente
la misma que la de Grecia en el siglo VII-VI y la de Francia en el
XVIII. El cuerpo histórico de Roma ha llegado a la plenitud
de su desarrollo interior; Roma es ya lo que va a ser hasta el fin.
Han comenzado las primeras grandes expansiones. Como Grecia a los persas,
Francia e Inglaterra a España, Roma ha anulado
el imperialismo cartaginés. Sólo hay una diferencia:
el intelecto romano es aún tosco, labriego, bárbaro, medieval.
Un gran
sentido para la urgencia práctica, falta de agilidad mental,
hacen que el romano no sienta esa específica fruición en
el manejo de
las ideas que caracteriza a los pueblos más inteligentes, como
el griego y el francés. Hasta la época de que ahora hablo
se había
perseguido en Roma con saña toda ocupación puramente
intelectual. El gesto convencional de odio, de desdén al arte y
al
pensamiento durará hasta Augusto. Aún Cicerón
cree forzoso disculparse porque, en vez de asistir al Senado, permanece
en su
villa escribiendo un libro.
Sin embargo, la resistencia es vana. La inteligencia del labriego romano,
torpe y lenta, obedece al ciclo inexorable, y, al menos
en forma receptiva, despierta un día. Es hacia el 150 antes
de J. C. Por vez primera hay en Roma un círculo selecto que se
entrega con entusiasmo a la cultura griega, desdeñando la hostilidad
de la masa tradicionalista. Este círculo es el más ilustre,
el
de más alto rango social que hay en la República. Escipión
Emiliano, el destructor de Cartago y Numancia, es el primer romano
noble que sabe hablar en griego. El historiador Polibio y el filósofo
Panecio son sus consejeros habituales. En su tertulia se
habla de poesía, de filosofía, de nuevas técnicas
militares (la ingeniería admirable que han revelado las excavaciones
de los
campamentos numantinos). Como en Grecia la desaparición de la
Edad Media coincide con la sustitución de la promaquia o
batalla en forma de combates singulares por el cuerpo táctico
de la falange, comienza ahora en Roma la organización del
ejército revolucionario en forma de cohortes. Mario, el Lafayette
romano, será su definitivo creador.
Escipión es un devoto sentimental de las ideas utópicas
que Grecia le envía. Según parece, la frase Humanus sum,
que va a
dar luego el "Soy hombre y nada humano me es ajeno", suena por vez
primera en su casa. Ahora bien: esa frase es el eterno
lema de cosmopolitismo humanitario que inventó una vez Grecia
y que, a su tiempo, van a reinventar los ideólogos franceses,
Voltaire, Diderot, Rousseau. Esa frase es lema de todo espíritu
revolucionario.
Pues bien: en ese primer círculo "helenista", "idealista", se
educan los Gracos, promotores de la primera gran revolución. Su
madre Cornelia es suegra y prima de Escipión Emiliano. Tiberio
Graco tuvo como maestros y amigos a dos filósofos: uno, el
griego Diofantes; otro, el itálico Blossius, ambos fanáticos
de la ideología política, constructores de utopías.
Después del
fracaso de Tiberio se dirigió este último al Asia Menor,
donde conquistó al príncipe Aristónico para que hiciese
con sus siervos
y colonos un ensayo de Estado utópico, la "Ciudad del Sol",
un falansterio como el de Fourier, una Icaria como la de Cabet.
Se repite, pues, en Roma el mismo mecanismo, funcionan las mismas ruedas
que en Atenas y en Francia. El filósofo, el
intelectual, anda siempre entre los bastidores revolucionarios. Sea
dicho en su honor. Es él el profesional de la razón pura
y
cumple con su deber hallándose en la brecha antitradicionalista.
Puede decirse que en esas etapas de radicalismo --al fin y al
cabo las más gloriosas de todo ciclo histórico-- consigue
el intelectual el máximum de intervención y autoridad. Sus
definiciones, sus conceptos «geométricos»son la
sustancia explosiva que, una vez y otra, hace en la historia saltar las
ciclópeas
organizaciones de la tradición. Así, en nuestra Europa
surge el gran levantamiento francés de la abstracta definición
que los
enciclopedistas daban del hombre. Y el último conato, el socialista,
procede igualmente de la definición no menos abstracta,
forjada por Marx, del hombre que no es sino obrero, del "obrero puro".
En el ocaso de las revoluciones van dejando las ideas de ser un factor
histórico primario, como no lo eran tampoco en la edad
tradicionalista». (ORTEGA Y GASSET, «Sobre el ocaso de
las revoluciones», en Obras completas, cit., III, pp. 225-227)
D) HUMANISMO Y FILOSOFÍA
2. Fr. Nietzsche: El hombre debe reconciliarse consigo mismo
«Solo una cosa es necesaria. "Dar un estilo" al carácter:
es éste un arte muy difícil, que raras veces se posee. De
él dispone el
que percibe en su conjunto todo lo que su naturaleza ofrece de energías
o de debilidades, para adaptarlas a un plan artístico,
hasta que cada cosa aparezca en su arte y su razón y las mismas
debilidades encantan nuestros ojos. Aquí se ha añadido una
gran masa de segunda naturaleza; allí se ha suprimido un trozo
de la primera En los dos casos ello se ha hecho con una lenta
preparación y un trabajo cotidiano. Aquí, las fealdades
que no podían ser suprimidas han sido enmascaradas; allí,
han sido
transformadas en sublimidades. Muchas cosas vagas que se oponían
a tomar forma han sido reservadas y utilizadas para las
cosas lejanas; deben producir su efecto a distancia, a lo lejos, en
lo inconmensurable. En suma, cuando la obra esté terminada,
se reconocerá que lo que ha dominado y dado el patrón,
en lo grande y en lo pequeño, ha sido un mismo gusto: la cualidad
del
gusto, buena o mala, importa mucho menos de lo que se cree; lo esencial
es que el gusto sea uniforme. Las naturalezas fuertes y
dominadoras serán las que encuentren en este gusto uniforme,
en esta sujeción y en esta perfección, merced a una ley propia,
su alegría más pura; la pasión de su poderosa
voluntad se aligera al aspecto de una Naturaleza estilizada, de una Naturaleza
vencida y sojuzgada; aun cuando tengan palacios que construir y jardines
que plantar, les repugna liberar la Naturaleza. Por el
contrario, los caracteres débiles, incapaces de dominarse a
sí mismos, son los que "odian" la sujeción del estilo; sienten
que, si
se les impusiera esta amarga coacción, serían necesariamente
"vulgares" a causa de ella; se convierten en esclavos desde el
momento en que sirven; odian la servidumbre. Semejantes espíritus,
aunque sean de primer orden, tratan siempre de darse ellos
mismos y a lo que les rodea la forma de naturalezas libres, salvajes,
arbitrarias, fantásticas, mal ordenadas, sorprendentes y de
interpretarse como tales: tienen razón, pues sólo así
se hacen bien a sí mismos. Pues sólo hace falta una cosa:
que el hombre
"consiga" la reconciliación consigo mismo, cualquiera que sea
el poema o la obra de arte de que sirva pues sólo entonces será
soportable el aspecto del hombre. El que está descontento de
sí mismo está continuamente dispuesto a vengarse; nosotros
seremos sus víctimas, aunque no fuera más que por el
hecho de que tendremos que soportar siempre su repugnante aspecto.
Pues el aspecto de la fealdad nos hace malos y sombríos».
(FR. NIETZSCHE «La gaya ciencia», aforismo 290, en Obras
completas, Tomo III, p. 138, Aguilar, Buenos Aires, l966.)
3. Fr. Nietzsche: El sentido histórico y el porvenir
«LA "HUMANIDAD" DEL PORVENIR. Cuando miro, con los ojos de una
época lejana, hacia ésta, no encuentro nada más
singular en el hombre actual que su virtud y su enfermedad particular
que se llama "sentido histórico". Hay en la historia el cebo
de todo lo nuevo y extraño; dése a este germen algunos
siglos más, y terminará quizá por salir de él
una planta maravillosa, con
un olor también maravilloso, a causa del cual nuestra vieja
tierra sería más agradable de habitar de lo que ha sido hasta
el
presente. Es que nosotros, hombres modernos, comenzamos a formar la
cadena de un sentimiento que el porvenir mostrará
muy poderoso, eslabón por eslabón: apenas sabemos lo
que hacemos. Nos parece como si no se tratase de un sentimiento
nuevo, sino solamente de la aminoración de todos los sentimientos
antiguos; el sentido histórico es aún una cosa tan pobre
y tan
fría, que hay hombres que se sienten helados por él y
más pobres y más fríos aún. Para otros, es
el índice de la vejez que viene,
y nuestro planeta les aparecerá como un enfermo melancólico
que, para olvidar el presente, se pone a escribir la historia de su
juventud. En efecto, ésta es una de las frases de ese nuevo
sentimiento; el que sabe considerar la historia del hombre en su
conjunto como "su historia", siente, en una enorme generalización,
toda la aflicción del enfermo que sueña con la salud, del
viejo
que sueña con su juventud, del enamorado privado de su bien
amada, del mártir cuyo ideal está destruido, del héroe
la noche
de una batalla cuya suerte ha estado indecisa y de la cual conserva
las heridas y el pesar de la muerte de un amigo. Pero llevar
esta suma enorme de miserias de toda especie, poder llevarla y ser,
al mismo tiempo, el héroe que saluda, en el segundo día de
la batalla, la venida de la aurora, la llegada de la felicidad, puesto
que se es el hombre que tiene delante y detrás de él un
horizonte de mil años, siendo el heredero de toda nobleza, de
todo espíritu del pasado, heredero obligado, el más noble
entre
todas las antiguas noblezas y, al mismo tiempo, el primero de una nobleza
nueva, de la cual no ha visto cosa semejante en
ningún tiempo: tomar todo esto sobre su alma, lo más
antiguo y lo más nuevo, las pérdidas, las esperanzas, las
conquistas, las
victorias de la humanidad y reunir, por fin, todo esto en una sola
alma, resumirlo en un solo sentimiento, esto, ciertamente,
debería tener por resultado una dicha que el hombre no ha gozado
nunca hasta hoy: la dicha de un dios, pleno de poderío y de
amor, de lágrimas y de risas; una dicha que, semejante al sol
de la tarde, hará don incesante de su riqueza inagotable para
verterla en el mar, y que, como el sol, no sentirá lo más
rico sino cuando el más pobre pescador reme con remos de oro. Esa
dicha divina se llamaría entonces humanidad.» (FR. NIETZSCHE,
«La gaya ciencia», cit., aforismo 337, p. 156.)
4. Fr. Nietzsche: La lucha entre lo bueno y lo malo
«Lleguemos a nuestra conclusión. Los dos valores opuestos
"bueno y malo", "bien y mal" se han entregado en este mundo,
durante miles de años, a un combate largo y terrible; y, por
más que desde hace mucho tiempo el segundo lleva la ventaja hoy
día no faltan aún sitios en que la lucha se prosigue
con suertes diversas. Hasta podríamos decir que, desde entonces,
el segundo
valor ha subido cada vez más alto y que, por esa circunstancia,
se ha hecho cada vez más espiritual: de suerte que quizá
no
haya hoy mejor signo distintivo para reconocer una naturaleza superior,
una naturaleza de alta intelectualidad, que el choque de
esta antimonia en esos cerebros que presentan para tales ideas un verdadero
campo de batalla. El símbolo de esta lucha,
trazada en caracteres indelebles por encima de toda la historia de
la humanidad es "Roma contra Judea, Judea contra Roma".
No ha habido, hasta este día, acontecimiento más considerable
que esta lucha, este pleito, este conflicto moral. Roma sentía en
el judío algo como una naturaleza opuesta a la suya, un monstruo
colocado en sus antípodas; en Roma el judío era considerado
como "un ser "convicto de odio" contra el género humano": con
razón, si es razón como se ve la salud y el porvenir de la
humanidad en la dominación absoluta de los valores aristocráticos,
de los valores romanos. ¿Qué sentimientos experimentaban,
por el contrario, los judíos al respecto de Roma? Miles de indicios
nos permiten adivinarlo, pero basta traer a la memoria el
Apocalipsis de San Juan, el más salvaje de los atentados escritos
que la venganza tiene sobre su conciencia (Por otra parte, no
hay que estimar muy por bajo la lógica profunda del instinto
cristiano para haber asociado precisamente este libro de odio al
nombre del discípulo de amor, de ese mismo discípulo
a quien se atribuyó la paternidad del evangelio de amorosa exaltación;
hay una parte de verdad, cualquiera que sea, por cierto, la enormidad
de la falsificación literaria puesta en acción para alcanzar
este fin). Los romanos eran los fuertes y los nobles, habían
llegado a un punto de nobleza y de poder al que ningún pueblo de
la
tierra ha llegado todavía, ni aun en sueños; cada vestigio
de su dominación, hasta la menor inscripción, nos embriaga,
admitiendo que se sepa adivinar qué mano la ha escrito. Los
judíos, por el contrario, eran ese pueblo sacerdotal del
resentimiento por excelencia, un pueblo que poseía en la moral
popular una genialidad que no ha tenido semejante; bastará
comparar a los judíos con otros pueblos de cualidades semejantes,
como, por ejemplo, los chinos y los alemanes, para
discernir lo que es de primer orden y lo que es de quinto orden ¿Cuál
de los dos pueblos ha vencido provisionalmente, Roma o
Judea? Pues la respuesta no es dudosa; pensemos ante quien, en Roma
mismo, se inclina la gente hoy como ante el substrato
de todos los valores superiores --y no solamente en Roma, sino en toda
la mitad de la tierra dondequiera el hombre está
domesticado o tiende a estarlo—"ante tres judíos", nadie lo
ignora, y "ante una judía" (ante Jesús de Nazaret; ante el
pescador
Pedro; ante Pablo, que hacía tiendas, y ante la madre del mencionado
Jesús, llamada María). He aquí un hecho bien notable:
sin
duda alguna, Roma ha sido vencida. Es verdad que durante el Renacimiento
hubo un despertar soberbio e inquietante del ideal
clásico, de la evaluación noble de todas las cosas: la
Roma antigua comenzó a agitarse como si despertase de un letargo,
aplastada, según estaba, por una Roma nueva, esta Roma judaísta,
edificada sobre ruinas, que presentaba el aspecto de una
sinagoga ecuménica y que se llamaba "Iglesia"; pero al punto
la Judea volvió a triunfar de nuevo, gracias a ese movimiento de
rencor (alemán e inglés) fundamentalmente plebeyo que
se llama la Reforma, sin olvidar lo que de allí debía salir,
la restauración
de la Iglesia, y también el restablecimiento del silencio sepulcral
sobre la Roma clásica. En un sentido más decisivo, más
radical
aún, la Judea consiguió una nueva victoria sobre el ideal
clásico con la Revolución francesa: entonces fue cuando la
última
nobleza política que subsistía aún en Europa,
la de los siglos XVII y XVIII franceses, se hundió bajo el peso
de los instintos
populares de resentimiento; ¡fue una alegría inmensa,
un entusiasmo escandaloso como nunca se había visto en la historia!
Es
verdad que se produjo de repente, en medio de este estrépito,
el hecho más prodigioso e inesperado: el ideal antiguo se erigió
en persona, y con un esplendor insólito ante los ojos y la conciencia
de la humanidad; y una vez más, pero de un modo más
fuerte, más sencillo, más penetrante que nunca, resonó,
frente al santo y seña mentiroso del resentimiento que afirma la
"prerrogativa de la mayoría", frente a la voluntad de envilecimiento
de la nivelación y de la decadencia, frente al crepúsculo
de
los hombres, el terrible y encantador santo y seña de orden
contrario de la "prerrogativa de las minorías". Como una última
indicación de la otra vía, aparece Napoleón, hombre
único y tardío si los hubo, y por él el problema hecho
hombre del ideal
noble por excelencia; reflexiónese bien en el problema que esto
significa: "¡Napoleón, esta síntesis de lo "inhumano"
y de lo
"sobrehumano" !...» (FR. NIETZSCHE, «Genealogía
de la moral», en Obras completas, cit., Tomo III, aforismo 16, pp.
614-615.)
5. Fr. Nietzsche: La moral como una tiranía contra la «Naturaleza» y también contra la «razón»
«Toda moral es, por oposición al "laisser-aller" una especie
de tiranía contra la "Naturaleza" y también contra la "razón".
Pero
no es esto una objeción contra ella a menos que no se quiera
decretar, por otra moral, cualquiera que ésta sea, que están
prohibidas todas las especies de tiranías y de sinrazones. Lo
que hay de esencial y de inapreciable en toda moral es que es una
coacción prolongada. Para comprender el estoicismo, o Port-Royal,
o el puritanismo, es preciso acordarse de la coacción que
hubo que imponer a todo lenguaje humano para hacerle a la fuerza: coacción
métrica, tiranía de la rima y del ritmo. ¡Qué
trabajo se tomaron los poetas y los oradores de cada pueblo! Y no he
de exceptuar a algunos prosistas de hoy, que encuentran
en su oído una conciencia implacable --"para un absurdo", como
dicen los torpes utilitarios, que, por esto, se creen más
listos—"por sumisión a leyes arbitrarias", como dicen los anarquistas,
que también pretenden ser libres, y aun los
librepensadores. Es, por el contrario, un hecho singular que todo lo
que hay y todo lo que ha habido sobre la tierra de libertad,
de finura, de valor, de ligereza, de seguridad magistral, ya sea en
el pensamiento mismo, en el arte de gobernar, de hablar, de
persuadir, en las bellas artes como en las costumbres, no haya podido
desarrollarse sino gracias a la "tiranía de esas leyes
arbitrarias"; y, dicho sea con la más profunda seriedad, es
muy probable que esto sea la "Naturaleza" y el "orden natural de las
cosas", y de ningún modo ese "laisser-aller". Todo artista sabe
cuán lejos se encuentra su estado "natural" de un sentimiento que
se parezca al "laisser-aller", que, por el contrario, hay en él,
en el momento de la inspiración, un deseo de ordenar, de clasificar,
de disponer, de formar libremente, y cómo obedece entonces de
una manera severa y sutil a leyes múltiples que se rebelan a
toda reducción a fórmulas, precisamente a causa de su
precisión y de su dureza (pues, al lado de éstas, las nociones
más fijas
tienen algo de fluctuante, de múltiple, de equívoco).
Aparece claro, para decirlo una vez más, que la principal, "en el
cielo y en
la tierra", es obedecer largo tiempo y en una misma dirección.
A la larga, resulta aún algo, por lo cual bien vale la pena de vivir
sobre la tierra, por ejemplo, la virtud, el arte, la música,
la danza, la razón, el espíritu: algo que transfigura, algo
refinado, loco y
divino. La larga servidumbre del espíritu, la coacción
desconfiada en la comunicabilidad de los pensamientos, la disciplina que
se imponía el pensador de meditar según una regla de
iglesia y de corte, o, según las hipótesis aristotélicas,
la persistente
voluntad intelectual de explicar todo lo que sucede con arreglo a un
esquema cristiano, de descubrir y de justificar al Dios
cristiano en todo caso: todos estos procedimientos violentos, arbitrarios,
duros, terribles y contrarios a la razón se han revelado
como medios de educación, por lo que el espíritu europeo
ha llegado a su vigor, a su curiosidad despiadada, a su movilidad
sutil. Es preciso conceder que al mismo tiempo una buena parte de fuerza
y de espíritu, comprimida, ahogada y estropeada, se
ha perdido sin remedio (pues aquí, como en cualquier otro punto,
la Naturaleza se muestra tal como es, en toda su grandiosa e
indiferente prodigalidad, que indigna, pero que es noble). Durante
miles de años los pensadores europeos no han pensado más
que para demostrar alguna cosa; hoy, por el contrario, todo pensador
que quiere "demostrar" algo nos es sospechoso. Siempre
se han atenido de antemano al tema del resultado "necesario" de sus
meditaciones más severas, como sucedió en otro tiempo
con la astrología asiática o bien como sucede aún
hoy en día con la inocente interpretación que dan los cristianos
y los
moralistas respecto de los acontecimientos más prósperos
y más personales "a la gloria de Dios" y "para la salvación
del alma".
Esta tiranía, esta arbitrariedad, esta grandiosa y severa estupidez
han "educado" nuestro espíritu. Parece ser que la esclavitud
es, ya en su sentido grosero, ya en un sentido más sutil, el
medio indispensable de disciplina y de educación intelectuales.
Considerad toda moral bajo este aspecto. La "Naturaleza" es lo que
en la moral enseña a detestar el "laisser-aller", el exceso de
libertad, implantando la necesidad de horizontes limitados y de tareas
que estén a nuestro alcance; que enseña la reducción
de
perspectivas; por consiguiente, en un cierto sentido, la estupidez
como condición de la vida y del crecimiento. "Tú debes
obedecer a alguien, y debes obedecer por largo tiempo; de lo contrario
caminarás a la ruina y perderás el último respeto
que
puedas tenerte a ti mismo". He aquí lo que me parece ser el
imperativo moral de la Naturaleza, que no es ni "categórico", en
contra de las enseñanzas del viejo Kant (de aquí este
"en otro caso"), ni se dirige al individuo (¿qué le importa
el individuo a la
Naturaleza?), sino a los pueblos, a las razas, a las épocas,
a las castas; ante todo, al animal "hombre" entero., a la especie
hombre». (FR. NIETZSCHE, «Más allá del bien
y del mal», en Obras completas, cit., Aforismo 188, Tomo III, pp.
512-513.)
6. Fr. Nietzsche: Magnitud de la «muerte de Dios» y sus consecuencias
«¿No habéis oído hablar de aquel hombre loco
que en pleno día encendió una linterna, fue corriendo a la
plaza y gritó sin cesar:
"¡Ando buscando a Dios! ¡Ando buscando a Dios!" Como en
aquellos momentos había en la plaza muchos de los que no
creían en Dios, provocó gran regocijo. "¿Es que
se ha perdido?", dijo uno de los circunstantes. "¿Es que se ha extraviado
como
cualquier criatura?", exclamó otro. "¿Se habrá
ocultado?" "¿Es que nos tiene miedo?" "¿Se ha embarcado?"
"¿Ha emigrado,
acaso?", así gritaron todos, riendo a carcajadas. El hombre
loco se precipitó por entre ellos y los fulminó con la mirada.
"¿Preguntáis qué ha sido de Dios?" gritó.
"¡Os lo voy a decir. ¡Lo hemos muerto, vosotros y yo! ¡Todos
nosotros somos sus
asesinos! ¿Cómo fue esto? ¿Cómo pudimos
vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo
el horizonte? ¿Qué
hicimos al desatar esta Tierra de su Sol? ¿Hacia dónde
se desplaza ella ahora? ¿Adónde vamos? ¿Nos vamos
alejando de
todos los soles? ¿No estamos cayendo continuamente? ¿Hacia
atrás, hacia un costado, hacia adelante, hacia todos lados?
¿Existe todavía un arriba y abajo? ¿No estamos
vagando como a través de una nada infinita? ¿No nos roza
el soplo del vacío?
¿No hace ahora más frío que antes? ¿No
cae constantemente la noche, y cada vez más noche? ¿No es
preciso, ahora,
encender linternas en pleno día? ¿No oímos aún
nada del ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No percibimos
aún el
hedor de la podredumbre divina? ¡Que también los dioses
se pudren! ¡Dios ha muerto! ¿Cómo podemos consolarnos
los
asesinos de los asesinos? Lo más santo y poderoso que ha habido
en el mundo se ha desangrado bajo nuestro cuchillo, ¿quién
nos limpia de esta sangre? ¿Hay agua que pueda borrar esta mancha?
¿Qué fiestas propiciatorias, qué juegos sagrados
tendremos que inventar? La grandeza de este acto, ¿no es demasiado
grande para nosotros? ¿No hemos de convertirnos en
dioses para aparecer dignos de él? ¡Jamás ha habido
acto más grande, y toda posterioridad, por obra de este acto, pertenece
a
una historia más grande que toda historia hasta ahora habida?"».
(FR. NIETZSCHE, «La gaya ciencia», cit., Tomo III, n.º
125,
pp. 139-40.)
7. Fr. Nietzsche: ¡Dios ha muerto; viva el superhombre!
«La primera vez que fui a juntarme a los hombres cometí
la estupidez propia de los que han vivido en soledad, la gran estupidez
de hablar en una plaza pública.
Y hablando a todos no hablé a nadie. A la noche, mis compañeros
fueron volatineros y cadáveres; y poco faltó para que yo
mismo fuera cadáver.
Mas al despuntar el nuevo día se me reveló una gran verdad;
entonces aprendí a decir: "¡Qué me importan la plaza
y la plebe y
el bullicio de la plebe y las orejas largas de la plebe!".
Hombres superiores, aprended de mí esta lección: en la
plaza nadie cree en hombres superiores. Y si os empeñáis
en hablar allí,
daos el gusto; pero la plebe dice, guiñando un ojo: "Todos somos
iguales."
"Hombres superiores", dice la plebe, guiñando un ojo, "no hay
hombres superiores; todos somos iguales, hombre es hombre;
¡ante Dios todos somos iguales!"
¡Ante Dios! --¡Pero este Dios ha muerto! Hombres superiores, este Dios fue vuestro mayor peligro.
Al bajar él a la tumba, vosotros habéis resucitado. ¡Sólo
ahora llegará el Gran Mediodía! ¡Sólo ahora
el hombre superior
llegará a ser --amo!
¿Habéis entendido esta palabra, hermanos, en su cabal
significado? ¿Sois presas de sobresalto? ¿Da vértigo
a vuestro
corazón? ¿Se abre ante vosotros un abismo?
¡Ea! ¡Arriba, superiores! ¡Sólo ahora está
de parto la montaña del porvenir humano. Dios ha muerto; viva el
superhombre
--ésta es nuestra voluntad"». (FR. NIETZSCHE, Así
habló Zaratustra, cit., Tomo III, pp. 600-601.)
8. Fr. Nietzsche: La humanidad futura
«La "humanidad" futura. Considerando a la época actual
con los ojos de otra venidera, no se descubre en el hombre de hoy
nada más extraño que su peculiar virtud y enfermedad
denominara "el sentido histórico". Se trata del brote de algo totalmente
nuevo y desconocido en la historia; si se concediesen a este germen
algunos siglos, o más tiempo, quién sabe si no se
desarrollaría de él una planta maravillosa, con una fragancia
no menos maravillosa, por la cual la vida en esta tierra seria más
agradable que hasta ahora. Los hombres presentes nos aprestamos a forjar
la cadena de un futuro sentimiento muy poderoso,
eslabón por eslabón, sin darnos apenas cuenta de lo que
estamos haciendo. Casi nos parece que no se tratara de un
sentimiento nuevo, sino de la merma de todos los sentimientos antiguos:
es el sentido histórico, por lo pronto, una cosa muy
pobre y fría, y a muchos vuelve aún más pobres
y fríos. Otros lo consideran como un síntoma que anuncia
la vejez, y nuestro
planeta se le antoja un melancólico enfermo que para olvidarse
de su presente hace la reseña de su juventud. En efecto, ésta
es
una de las facetas de ese sentimiento nuevo. Quien sabe sentir la historia
de los hombres todos como historia propia
experimenta en una tremenda generalización toda la aflicción
del enfermo que piensa en la salud, del amante al que es
arrebatada la amada, del mártir que presencia la ruina de su
ideal y del héroe al final de la batalla que no ha traído
la decisión,
pero no obstante le ha infligido heridas y ocasionado la pérdida
del amigo. Mas soportar, ser capaz de soportar, esa suma
tremenda de aflicción de toda índole y ser el héroe
que al despuntar la segunda jornada de lucha saluda la aurora y su aventura,
como hombre con un horizonte de milenios por delante y tras sí,
como heredero, heredero obligado, de toda nobleza y
distinción de todo espíritu pasado, como consumación
de todos los nobles antiguos a la vez que primicia de una nobleza nueva
no vista ni Soñada por época alguna: cargar su alma con
todo esto, con lo más antiguo y lo más nuevo, con las pérdidas,
esperanzas, conquistas y victorias de la humanidad; poseer todo esto,
al fin, en una única alma y compendiarlo en un único
sentimiento, ¡cómo no habría de determinar esto
una felicidad jamás conocida del hombre!, ¡una felicidad divina
hecha de
poder y amor, de risas y lágrimas; una felicidad que, como el
sol poniente, derrocha sin cesar su inagotable riqueza volcándola
en el mar y, como él, más rica se siente cuando aun el
más humilde pescador parece remar con remo de oro! ¡Este sentimiento
divino se llamaría entonces humanidad!». (FR. NIETZSCHE,
«La gaya ciencia», n.º 337, Tomo III, cit., pp. 2l8-2l9.)
34. J. Ortega y Gasset: Todo vivir es vivirse, sentirse, saberse existiendo
«En la lección anterior tomaba yo a ustedes allí
donde estaban y donde vuelven a estar hoy: escuchando una lección
de
Metafísica. Esto es lo que están haciendo ahora y es
lo que ahora constituye su vida. La vida es siempre un "ahora" y consiste
en lo que ahora se es. El pasado de su vida y el futuro de la misma
sólo tienen realidad en el ahora, merced a que ustedes
recuerden ahora su pasado o anticipen ahora su porvenir. En este sentido
la vida es puntual, es un punto: el presente, que
contiene todo nuestro pasado y todo nuestro porvenir. Por eso he podido
afirmar que nuestra vida es lo que estamos haciendo
ahora.
Si reflexionamos sobre lo que hemos hecho para averiguarlo, tenemos
lo siguiente: estar haciendo algo es estar atento a eso que
estamos haciendo, en este caso, estar ustedes y yo atentos a mis palabras
que inician una Metafísica. Al beneficiar de nuestra
atención estas palabras quedan destacadas, en primer plano,
como protagonistas de la situación; o dicho en otra forma, sólo
de
ellas tenemos conciencia clara, subrayada y definida. Todo lo demás
queda desatendido por nosotros. Pero al oír las palabras:
¿Qué es nuestra vida, qué es mi vida? se ha producido
en nosotros un cambio. Por un instante hemos dejado de atender a las
palabras y hemos buscado el hacernos cargo de la cosa misma que ellas
nombran. Y como en ellas se habla de "nuestra" y de
"mí", nuestra atención ha ido, por lo pronto, a buscar
la propia persona de cada cual. Y, en efecto, la ha encontrado y ha hecho
de ella el nuevo protagonista, o lo que es igual, ahora, en este nuevo
ahora comenzamos a tener conciencia clara, subrayada,
definida, cada cual de sí mismo. Yo me he "visto" a mí
mismo; como antes yo oía determinadas palabras. Donde diga yo ponga
cada uno de ustedes el suyo. Yo me he visto a mí mismo: ver
quiere decir aquí, que me he percatado, de per-captare, que me
he agarrado con la atención, que he tomado conciencia inmediata
y aparte, de mí como tal yo; ni más ni menos que como antes
había tomado conciencia inmediata y aparte, de las palabras
que oía. Ahora bien, si me he encontrado, si me he agarrado o
pescado a mí mismo con la atención ¿dónde
me he encontrado, dónde me he pescado? Fíjense bien que esto
va a ser en su
hora muy importante. Me he encontrado allí donde estaba ya;
a saber, en el ahora inmediatamente anterior, que consistía en
estar yo atendiendo unas palabras determinadas. Y, en efecto, al hacerme
cargo de mí mismo en este nuevo ahora me he
encontrado, me he sorprendido atendiendo a esas palabras. Yo no he
hecho ahora, pues, más que asomarme a mi situación
anterior. Pero nótese que entonces yo no atendía a mi
persona sino sólo a unas palabras, sólo de éstas tenía
conciencia clara y
aparte. En aquella situación dijérase que no existían
en el Universo más que las palabras a que atendía. ¿Cómo
es que al
asomarme ahora a aquella situación encuentro que además
de las palabras ya estaba yo en ella? Porque si se fijan bien
advertirían que al encontrarse a sí mismos no han tenido
nunca la impresión de encontrar algo nuevo, sino que es un peregrino
encontrar algo que no se había perdido, algo de que ya sabíamos
que estaba allí; pero no es la forma de conciencia clara y
aparte.
Esta distinción va a proporcionarnos en su día formidables
averiguaciones. Una vez advertida, reconocerán que se trata de la
cosa más natural del mundo. Tener conciencia clara y aparte,
de algo, exige que dirijamos a ello la atención, como para ver
bien algo necesitamos dirigir a ello nuestros ojos. La atención
toma un objeto de entre una pluralidad confusa de ellos y lo
acota, lo subraya todo alrededor, lo destaca. ¿Y cómo
vamos a poder hacer esto, cómo vamos a dirigir nuestra atención
a algo
si previamente no nos dábamos cuenta ya de ese algo, bien que
sin atenderlo, sin conciencia especial y aparte, de él?
Por tanto --y esto es decisivo para cuanto digamos en este curso--,
hay dos formas de darse cuenta de algo, o lo que es igual,
de existir algo para mí: una en que me doy cuenta de ese algo
por separado, en que, digámoslo así, lo tomo ante mí
de hombre
a hombre, lo hago término preciso y acotado de mi darme cuenta;
y otra forma en que el algo existe para mí sin que yo "repare"
en él.
Antes, cuando atendía a determinadas palabras yo no "reparaba"
en mí como no "reparaba" en el banco o sillón donde me
siento y, sin embargo, mi yo el banco existían para mí,
estaban en algún modo ante mí. La prueba de ello es que si
alguien
hubiese movido el banco yo habría notado que algo en mi situación
había cambiado, que algo no era lo mismo que en el instante
anterior. Lo cual supone que de algún modo me constaba ya el
banco y su posición, que yo en algún modo contaba con el
banco. Cuando bajamos la escalera no tenemos conciencia propiamente
tal de cada escalón, pero contamos con todos ellos;
y en general, de la mayor parte de las cosas que existen para nosotros
no tenemos conciencia, pero contamos con ellas.
El caso más extremo de esto es nuestra propia persona; en nada
suele el hombre reparar menos que en sí mismo y, sin
embargo, con nada cuenta más constantemente que consigo. Yo
existo siempre para mí, pero sólo de cuando en cuando tengo
conciencia propiamente tal de mí. Y como la conciencia es un
término demasiado cargado de tradición especial en la historia
de
la filosofía, y partiendo de lo que acabamos de decir me propongo
en su hora rectificarlo radicalmente --rectificación que nos
permitirá nada menos que ensayar una superación de todo
el idealismo moderno--, recojamos esta averiguación que acabamos
de hacer en dos nuevos términos técnicos; "reparar",
que equivale a lo que tradicionalmente se llamaba "tener conciencia de
algo", y el simple "contar con", que expresa esa presencia efectiva,
ese existir para mí que tienen siempre todos los ingredientes
de mi situación.
Ahora podemos decir en fórmula clara; antes, yo no tenía
conciencia de mí, no reparaba en mí, pero contaba conmigo.
Por eso
ha sido posible que al ahora buscarme yo, en el ahora de antes, he
hallado que ya estaba allí, que ya antes existía para mí,
y
gracias a ello, he podido percatarme, subrayarme, reparar en mí;
en suma, tener conciencia clara y aparte, de mí. Ya veremos
cómo esto acontece con todos los componentes de eso que llamo
vida; al encontrarlos y definirlos se nos presentarán con un
aire de perogrullada, de "cosas que ya sabíamos", es decir,
de cosas que ya estaban ante nosotros, que existían para nosotros,
y nuestra definición no va a hacer sino descubrirnos íntimos
y habituales amigos que teníamos desde siempre sin saberlo de
verdad hasta ahora. Es posible que ya en lección anterior se
habrán ustedes dicho al oír algunas de mis fórmulas
sobre la vida;
¡Hombre, es verdad, no había yo caído en ello!,
que es lo que solemos decir cuando alguien nos trae a conciencia clara,
nos
hace reparar en algo con que desde siempre contábamos. "Caer
en ello" y reparar es lo mismo. Todas las verdades evidentes
tienen este carácter: que cuando por vez primera las descubrimos
nos parece que ya de antemano y desde siempre las
sabíamos, pero no habíamos caído en ellas. Estaban,
pues, ya ante nosotros, pero estaban veladas, cubiertas. Por eso, la
verdad se descubre; tal vez, verdad no sea sino descubrimiento, quitar
un velo o cubridor a lo que en rigor ya estaba ahí y con
lo cual ya contábamos.
Dicho esto reproduzcamos los párrafos en que yo describía
el primer atributo o carácter que encontrábamos como distintivo
de
"nuestra vida": "Vivir es lo que hacemos y nos pasa, desde pensar o
soñar o conmovernos hasta jugar a la Bolsa o ganar
batallas. Pero, bien entendido, nada de lo que hacemos sería
nuestra vida si no nos diésemos cuenta de ello. Este es el primer
atributo decisivo con que topamos: vivir es esa realidad extraña,
única, que tiene el privilegio de existir para sí misma.
Todo vivir
es vivirse, sentirse, saberse existiendo, donde saber no implica conocimiento
intelectual ni sabiduría especial ninguna, sino que
es esa sorprendente presencia que su vida tiene para cada cual: sin
ese saberse, sin ese darse cuenta, el dolor de muelas no
nos dolería.
"La piedra no se siente ni sabe ser piedra: es para sí misma
como para todo absolutamente ciega. En cambio, vivir es, por lo
pronto, una revelación un no contentarse con ser sino comprender
o ver que se es, un enterarse. Es el descubrimiento incesante
que hacemos de nosotros mismos y del mundo en derredor. Al percibirnos
y sentirnos, tomamos posesión de nosotros y este
hallarse siempre en posesión de sí mismo, este asistir
perpetuo y radical a cuanto hacemos y somos diferencia el vivir de todo
lo
demás. Las orgullosas ciencias, el conocimiento sabio no hacen
más que aprovechar, particularizar y regimentar esta revelación
primigenia en que la vida consiste."». (ORTEGA Y GASSET, Lecciones
de Metafísica, Lección III, Alianza, Madrid, 1981,
pp. 45-49.)
35. J. Ortega y Gasset: Carnalidad y espiritualidad en la vida humana
«Marburgo jueves 12 junio 1907
Hace pocos momentos, cuando el sol se ponía, pensaba yo con agudeza
que nunca que necesito tu orejita blanca... Pensaba
que nuestros días son perlas pero que la vida de cada hombre
por lo menos mi vida clásica debe ser un collar. Mas para hacer
de unas perlas un collar hace falta un hilo, un hilo que una la perla-día
de ayer con la perla-día de mañana; pensaba que
necesito absolutamente llevar un diario de mi vida, necesito recogerme
de esta dispersión en que vive mi espíritu por males de
mi raza más que míos propios. Por eso necesito tu orejita
blanca y tu cuello adorado; tu orejita para contarte todos los días
lo
que pienso, lo que siento y lo que veo. Tú serás mi memoria,
el cofre de mis perlas; porque ¿a qué engarzar un collar
si no es
para un cuello?
Siempre que me llega esa onda de profunda clarividencia que pasa periódicamente
por mí y me pone en contacto con todo mi
ser, mi periferia y mi centro, no sé cómo, vuelvo a tu
imagen como con un nuevo amor. Así hoy. Desde ayer en que tuve como
una revelación fantaseando sobre el viaje a Italia, estoy poseso
de una serena exaltación; no sé qué vagas suposiciones
y
esperanzas de lo que ha de ser para mí el viaje a Italia se
ponen oscuramente delante de mí. Cuando decidí venir a Alemania
revolaban en torno mío análogas vaguedades. Hoy las vaguedades
se han precisado en realidades: Alemania es una etapa
característica de mi vida; la energía, la fuerza de mi
espíritu procederá de mi iniciación alemana. Pero
yo me siento aún falto
como de medio mí mismo. Mi educación alemana ha consistido
precisamente en superar mi yo inconsciente, el yo inculto, el yo
de los nervios. Creo haberlo en gran parte conseguido: y la porción
en que lo haya conseguido será lo que yo llamo mi fuerza.
En esto que te digo, para explicártelo completamente, tendría
que desarrollar un buen trozo de filosofía. En pocas palabras
intentaría aclararlo de este modo: hay dos mundos, el mundo
de la sensación y el de la verdad; aquel es momentáneo como
la
sensación, éste eterno, el mundo normal, el mundo de
2 + 2 = 4 cuya igualdad sigue siéndolo esté uno triste o
alegre. Este
mundo de la verdad, de lo que es en verdad --diría Platón--,
es el que vivimos cuando pensamos científicamente, el otro es el
que construimos con nuestro bueno o mal humor, con nuestro bueno o
mal parecer. Si mi vida intelectual se entrega a este
mundo, mi vida intelectual no será verdadera, no estará
conforme con lo que las cosas son en verdad: en cambio, cuanta mayor
energía de régimen científico logre, será
mi vida intelectual más fuerte, más honda y verdadera.
Pero, ahora pienso, que la energía, la fuerza, lo logrado en
Alemania lo mismo puede aplicarse a una que a otra forma de vida;
es decir, esa fuerza tengo que aplicarla a un nuevo yo, personal mío;
tengo que volver a ser yo, no aquel yo superado sino otro
más hondo y más recio, más humano. ¿Será
este yo mío el que me traiga Italia? Las corrientes íntimas
que la sola fantasía de
este viaje ha alzado en mí me hacen esperar que sí, que
en ese mundo italiano educador como ninguno se completará mi ánimo
y mi silueta moral, que entre los mármoles de un palacio florentino
naceré yo mismo de mí mismo, definitivamente.
Hoy leía un estudio biográfico sobre Goethe; la figura
clara, clásica, monumental de este hombre de todos los países
me atrae
sobremanera, tal vez con ese tierno atractivo que sentimos hacia lo
que no podemos ser de ningún modo. Y prescindiendo de
su genialidad yo no puedo tener un alma ni una vida goethiana. Nuestras
razas son los tipos extremos de homo europeus: el
ambiente contradictorio. Y a decir la verdad el ambiente en que se
formó Goethe, si fue incomparable con ninguno otro
histórico para la educación puramente intelectual me
parece falso para la educación sentimental. Goethe fue un niño
mimado,
todo le salió bien; nació rico y vivió en una
vida falsa, idílica, convencional, endulzada y almohadonada. La
vida alemana es
siempre una vida falsa pero la de su tiempo lo fue más. No sé
bien cómo formular la vida esa; creo que podría llamársela
una
vida ideal, como llaman los pintores alemanes a los paisajes bellos
que imaginan. Me dirás. ¿Y cómo te parece mal una
vida
ideal? Sí... me parece mal porque la vida es lo único
que no es ideal y por tanto no debe serlo; me refiero a la vida en su justo
significado, la vida actual, la vida vivida por cada uno. El hombre
debe ser idealista y so pena de no ser hombre tiene que
idealizar la vida; lo que prueba que por si misma la vida no es ideal,
sino real y una vida ideal, como la en que vivió Goethe, es
una vida falsa. Él fue acaso de todos sus contemporáneos
el único que supo vivir lo más realmente posible aquella
vida tan falsa
y por eso fue el más grande. Las mujeres lo educaron; amó
mucho y el amor es lo más difícil de falsificar a la larga.
Aún así su
amor por Carlota en Werther no me parece muy bello: me empalaga, no
es humano y, silo hubiera sido, Carlota se habría
enamorado perdidamente de él. ¡Qué cosa más
distinta es el amor italiano! ¡O el amor de Shakespeare!. ¡Este,
éste era un
hombre sin vidas falsas! Por eso el amor en él es perfecto:
¿caben tipos de amor ideal más elevados que Ofelia y Julieta?
Pues lo grande, lo genial y clásicamente humano en ellos es que
aún en lo más sutil de esos amores jamás, jamás
el espíritu se
olvida de la carne; sin carne no hay amor y el poeta que finja lo contrario,
miente, es un falsificador de la vida. Pasa con esto
lo que con la idea de pureza: los cenobitas y monjes quisieron huir
del mundo en un rapto de misticismo muy respetable pero
que nos parece hoy sacrílego y por eso cuando queremos expresar
nuestro desdén hacia una cosa, decimos que es medioeval.
Es preciso comprender bien la idea de pureza; pureza no es abstención
del amor; el que no ama y vive solitario en un desierto
no es puro ni impuro, como uno que no sea español no es catalán
ni aragonés. Pureza es pureza de amor, es decir, amor
verdadero; el que cuando besa y acaricia, ama es tan puro como la luna
blanca. El impuro es el que cuando ama, no ama. A mí
me parece esto incontrovertible. Y ése es el amor de Shakespeare:
sus mujeres aman hasta la muerte, sin límites ni falsedades y
al mismo tiempo son imágenes ideales para nosotros.
Mi antipatía hacia toda falsificación de la vida, nace
de las mismas raíces de mi idealismo; la primera virtud que éste
exige es la
veracidad, la sinceridad.
Todo esto no es decir que Goethe pueda servir como tipo de falsificador;
al contrario y si no la Margarita de Fausto, prototipo
de amor puro y hondo, que se llena de amor hasta morir de amar. Pero
va contra la vida alemana que es una vida falsa. Ahora,
el panorama de Italia que se abre ante mí, después de
dos años de Alemania, me parece una liberación: el régimen
alemán en
que hasta ahora me había voluntariamente encerrado llega a su
fin y en el horizonte se alza mi aurora italiana. Y una sed infinita
de amor, de pasión me anega y me hace vibrar todo: yo quiero
tu pasión, Rosa, mujer mía, y quiero darte la mía
libre de sus
cadenas. Yo necesito amarte inmensamente, si no no amaré nunca
y mi vida será siempre defectuosa. Tú tienes que educarme
con tu pasión, que iniciarme en la mujer. Nena, mi vida, envíame
tus besos y tus caricias de lo lejano y tus sueños de Italia.
Así un día y otro, siempre que pueda te haré mi
confesión, verteré mi alma sobre ti con todo, todo lo que
tenga. Y a propósito
de confesión: tú te confesaste hace días, pero
no conmigo; he esperado a que lo hicieras sin decírtelo; sin duda
lo has olvidado.
Necesita mi amor recibir todo tu ser, tus últimos secretos,
tus últimos misterios, mujercita mía.
Quisiera también que me contestaras a las cosas que te digo;
quiero saber lo que piensas tú sinceramente de estos mismos
problemas sobre que yo he pensado; así nuestras almas crecerán
juntas, abrazadas a un mismo mundo que entre ambos
vayamos viendo nacer.
Jueves.
Hoy, amor mío, no he tenido carta tuya. Veremos si a la noche me llega.
Te adora tu
Pepe».
(ORTEGA Y GASSET, Carta 177, El Arquero, Madrid, 1991, pp. 555-559.)
8. J. Ortega y Gasset: La filosofía como conocimiento del Universo
«Lo primero que ocurriría decir fuera definir la filosofía
como conocimiento del Universo. Pero esta definición, sin ser errónea,
puede dejarnos escapar precisamente todo lo que hay de específico,
el peculiar dramatismo y el tono de heroicidad intelectual
en que la filosofía y sólo la filosofía vive.
Parece, en efecto, esa definición un contraposto a la que podíamos
dar de la física,
diciendo que es conocimiento de la materia. Pero es el caso que el
filósofo no se coloca ante su objeto --el Universo-- como el
físico ante el suyo, que es la materia. El físico comienza
por definir el perfil de esta y sólo después comienza su
labor e intenta
conocer su estructura íntima. Lo mismo el matemático
define el número y la extensión; es decir, que todas las
ciencias
particulares empiezan por acotar un trozo del Universo, por limitar
su problema, que al ser limitado deja en parte de ser
problema. Dicho de otra forma: el físico y el matemático
conocen de antemano la extensión y atributos esenciales de su objeto;
por tanto, comienzan no con un problema, sino con algo que dan o toman
por sabido. Pero el Universo en cuya pesquisa parte
audaz el filósofo como un argonauta, no se sabe lo que es. Universo
es el vocablo enorme y monolítico que como una vasta y
vaga gesticulación oculta más bien que enuncia este concepto
riguroso: todo cuanto hay. Eso es, por lo pronto, el Universo.
Eso, nótenlo bien, nada más que eso, porque cuando pensamos
el concepto "todo cuanto hay" no sabemos qué sea eso que
hay; lo único que pensamos es un concepto negativo, a saber:
la negación de lo que sólo sea parte, trozo, fragmento. El
filósofo, pues, a diferencia de todo otro científico,
se embarca para lo desconocido como tal. Lo más o menos conocido
es
partícula, porción, esquirla de Universo. El filósofo
se sitúa ante su objeto en actitud distinta de todo otro conocedor;
el filósofo
ignora cuál es su objeto y de él sabe sólo: primero,
que no es ninguno de los demás objetos; segundo, que es un objeto
integral,
que es el auténtico todo, el que no deja nada fuera y, por lo
mismo, el único que se basta. Pero precisamente ninguno de los
objetos conocidos o sospechados posee esta condición. Por tanto,
el Universo es lo que radicalmente no sabemos, lo que
absolutamente ignoramos en su contenido positivo». (J. ORTEGA
Y GASSET, ¿Qué es filosofía?, cit., pp. 308-309.)