Un joven
universitario se sentó en el tren frente a un señor de edad, que devotamente
pasaba las cuentas del rosario. El muchacho con la arrogancia de los pocos años
y la pedantería de la ignorancia, le dijo:
-
Parece
mentira que todavía crea usted en esas cosas.
-
Así
es. Tú no?, le respondió el anciano.
-
Yo,
dijo el estudiante, lanzando estrepitosa carcajada. Créame: tire ese rosario
por la ventanilla y aprenda lo que dice la ciencia.
-
La
ciencia? Preguntó el anciano con sorpresa. No lo entiendo así. Tal vez tú
podrías explicármelo?
-
Deme
su dirección, replicó el muchacho haciéndose el importante y en tono
protector, le puedo mandar algunos
libros que le podrán ilustrar.
-
El
anciano sacó de su cartera una tarjeta de visita y se la alargó al estudiante,
que leyó asombrado: “Louis Pasteur. Instituto de Investigaciones Científicas de
París” El pobre estudiante se
sonrojó y no sabía donde meterse. Se había ofrecido a instruir en la ciencia al
que, descubriendo la vacuna antirrábica, había prestado, precisamente con su
ciencia, uno de los mayores servicios a la humanidad.
Pasteur, el gran sabio que tanto bien hizo a los hombres, no ocultó su
convicción religiosa. “El mundo no anda mal por la maldad de los malos, sino
por la apatía de los buenos”.
Tomado de Diario El Heraldo,
21 de Enero del 2006, pág. 7 (Entrevistas)
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