LA
POLÍTICA Y EL ORDEN DE LA CONVIVENCIA
Por
el Profesor Rubén CALDERÓN BOUCHET
I.
INTRODUCCIÓN
Se ha hablado de la igualdad de los hombres como si esta noción,
puramente matemática, pudiera darse en el terreno de los seres vivientes donde
cada ejemplar está determinado por cualidades irreiterables que concurren en la
constitución del orden con aquello que tiene de único. Un orden social es el
resultado de una disparidad de aptitudes y condiciones armonizadas y
equilibradas en un proceso histórico determinado por la asistencia de poderes
auténticamente políticos. Quiero decir que no basta la presencia de un poder
para que las diferencias y las desigualdades de los individuos y las diversas
comunidades puedan difundir sus bienes y cooperar al establecimiento de la
amistad civil. Es fundamental y necesario que ese poder sea realmente político,
es decir, creador, por su autoridad y eficacia, de una concreta participación
en el bien común.
El pensamiento revolucionario ha dispuesto la aparición de un poder que
se propone hacer exactamente lo contrario, como si su principal tarea fuera
destruir los cuerpos orgánicos previos a su aparición, para modelar sobre el
caos eso que un lenguaje totalmente desaprensivo llama una sociedad de iguales.
Si pensamos con cierto rigor en el sentido de la locución sociedad
de iguales, ésta carece de sentido, pues no puede haber difusión de
cualidades fecundantes entre quienes han sido reducidos a meras significaciones
cuantitativas.
Cuando se avanza en el conocimiento de los diversos sectores de la
realidad considerados por distintas ciencias, cada una de éstas impone un método
y una atención peculiar que tiene la irrefrenable tendencia a creerse poseedora
de una autonomía absoluta. Así, quien estudia el orden social y las diversas
maneras de atender a sus exigencias se detiene como hipnotizado en el fenómeno
del poder. No tarda en creer, como lo creyó Maquiavelo, que éste se ejerce
para solaz exclusivo del Príncipe y, sin atender a otras razones, supone que
los súbditos constituyen el escabel imprescindible para servir a la potestad de
sus gobernantes. Con el sano propósito de contribuir a esta autonomía se lo
examina como si se tratara de un proceso que nada tiene que ver con las otras
manifestaciones sociales y hasta se le da un nombre muy particular: politología,
que antes que nada pone de relieve la displicencia etimológica de quienes lo
inventaron.
Tenemos en marcha un estudio del poder que prescinde de toda referencia
al orden ético como si se tratara de un viejo prejuicio que se ha encargado de
barrer el viento de la historia. No importa para el caso que se esgrima, como
ingrediente imprescindible, las socorridas consignas democráticas y se engañe
a las clientelas electorales haciéndolas sentir dueñas de una ilusoria soberanía.
La potestad erigida en nombre de las masas tiene por misión providencial, casi
exclusiva, destruir todo cuanto se oponga a la formación de una multitud homogénea
y desconocer todos los privilegios capaces de protestar en nombre de la
dignidad, del saber, de los servicios prestados, de la simple capacidad personal
o de otras excelencias humanas que la democracia condena en nombre de la
igualdad y el valor de las adiciones numéricas.
El orden social es jerárquico por su naturaleza intrínseca y por los
indudables beneficios que para la perfección humana tiene la desigualdad de los
talentos, las aptitudes y las energías que se pongan en ejercicio. Así como no
hay dos individuos iguales, tampoco lo son las familias y los pueblos. Cada uno
con su genio, con su talento y con las condiciones físicas y espirituales que
haya recibido de la naturaleza o desarrollado en las fatigas de su existencia
histórica. Todas estas diferencias, acentuadas por la educación, concurren a
la promoción del perfeccionamiento, y lejos de ser negadas y combatidas deben
ser prolijamente animadas para enriquecer con sus notas la sinfonía de la
civilización.
Desde Dante, pasando por Marsilio de Padua, hasta Kant y Marx, el propósito
de los grandes pensadores políticos fue la creación de un orden que
garantizara para todo el mundo los beneficios de la paz. Si observamos hoy los
esfuerzos realizados por la Iglesia Católica, la masonería, las Naciones
Unidas, la democracia y el comunismo, la paz sigue siendo el motivo principal de
sus declaraciones y de la propagación de sus principios. El llamado de Cristo a
la unión de todos los hombres en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo se ha convertido finalmente en consigna mundial, pero ya no bajo el
auspicio de la Santa Trinidad, sino en el de un proyecto puramente humano, que
cada una de esas instituciones presenta como remedio infalible para curar a los
hombres de sus divisiones.
La
diferencia entre el programa de unión ofrecido por Cristo y las múltiples
asociaciones por la paz que pululan por el mundo, reside ante todo en que el
contrato de unión ofrecido por la mediación de la Iglesia provenía
directamente de Dios. Era la Nueva Alianza y el Arca renovada que, sobre las
aguas de la Historia, ofrecía a la humanidad no sólo un refugio para
protegerla de la muerte eterna sino también el concurso de una renovada fuerza
creadora para llevarla, más allá de sí misma, al encuentro definitivo con el
Padre, en el Reino que el Hijo y el Espíritu Santo habían preparado para sus
elegidos.
La
paz debía ser conseguida por la perfección y el ascenso espiritual de los
hombres. No podía ser el resultado de una igualitaria amputación de
excelencias en el lecho de Procusto de la democracia. Era la culminación de una
faena de solidaridad con las más altas exigencias del espíritu en una sociedad
de personas, en la que no se puede entrar sin haber dado, en cada caso, la nota
más elevada de su repertorio vital.
Sería
excesivamente prolijo examinar la modalidad con que cada una de las sociedades
señaladas toma a su cargo la pretensión de la Iglesia y asume la
responsabilidad de alcanzar para los hombres un remedo de salvación. Tienen
entre ellas algunas notas comunes, cuya tónica general consiste en despojar la
compleja realidad del hombre de alguno de los aspectos que la integran, desdeñando
el concurso de ese ingrediente en la economía salvadora.
La
masonería, en su momento más importante, se presenta como una suerte de
Iglesia ecuménica con la pretensión de unir por yuxtaposición todo aquello
que por negación contumaz o ignorancia se separó de la unidad católica. De
este modo, la fe no es el conocimiento sobrenatural de los principios revelados
por Cristo y se convierte en un sentimiento que puede llenarse, en cualquier
momento, con un contenido objetivo indiferente.
La
democracia, basándose en el hecho innegable de que todos los componentes de una
sociedad participan en su ordenamiento, pretende dividir esa participación en
partes alícuotas, como si se tratara de una operación cuantitativa y no
cualitativa. Se niegan así los servicios familiares y las distinciones históricas
en el curso evolutivo de un pueblo, pero como la naturaleza rechaza el vacío,
las prelacías nacidas de la dignidad, el coraje y el trabajo son substituidas
por aquellas impuestas por la publicidad y el dinero. A su vez todos los cuerpos
comunitarios reales y orgánicos son reemplazados por artificios propagandísticos
que, como los partidos políticos, no existen si no se habla de ellos.
En
todas estas substituciones lo que tenía cabal existencia cede su puesto a un
artificio publicitario que, además de anemiar la vida social del hombre, la
mete en el estrecho cauce de la utopía ideológica. El poder político que tenía
por misión fundamental unir los cuerpos intermedios, armonizar sus contiendas y
remediar sus deficiencias, se arroga ahora la faena de demolerlos en beneficio
de un plan irrealizable.
El
racionalismo burgués encontró en la ideología kantiana la expresión —acaso
la más inteligente— de sus aspiraciones. Kant supo, desde que comenzó a
pensar, que la universalización del hombre no podía hacerse sobre el
fundamento común de las inclinaciones instintivas, porque si bien éstas eran
idénticas en cualquier parte del mundo, sus propósitos estaban determinados
por el instinto de conservación que se resolvía en la defensa del individuo
particular y no en la de la especie humana en común.
La
razón adquiere así la función de un instinto específico con una permanente
disposición a imponer sus propias leyes contra las inclinaciones particulares.
De este modo resuelve a favor de la especie lo que el instinto puro trata de
hacer a favor de los individuos. La razón pierde su movimiento teonómico y se
convierte en una fuerza antroponómica de claro cuño biológico y no
espiritual.
Cuando
San Juan Evangelista hace de Jesús el
Logos, descubre la razón como principio viviente, como la realidad viva más
alta que atrae con fuerza irresistible al espíritu humano para que logre, en la
plenitud de su crecimiento —que es a la vez familiar, político y religioso—
la transfiguración de toda su naturaleza. El Logos es así la fuente de agua
viva de que habla el Evangelio, y el que se alimenta con su energía
sobrenatural participa en ese ágape espiritual con todo lo que es, incluidas
las desigualdades auspiciadas por la complicada movilidad de la historia.
Solamente los defectos, los errores, los pecados y las miserias son
paulatinamente abandonados en el ascenso teonómico, pero ninguno de los honores
que constituyen el patrimonio de nuestras conquistas.
En
el encuentro definitivo con el Logos se obtiene
la paz perpetua, porque allí culmina la unión con el Ser y la resolución de
todas las contradicciones en la asunción de la perfección última. Si no hemos
comprendido mal a Kant, su paz perpetua en el abrazo internacional de todos los
pueblos es el Contrato Social de
Rousseau a escala mundial, con el agravante de que todos los pueblos históricos
alcanzan esa situación abandonando sus excelencias y desigualdades en el
triunfo de la razón abstracta y no en la participación de la vida concreta del
Logos Divino.
Por
estas y otras razones que podríamos ir acumulando en sucesivas reflexiones, no
se puede pensar con rigor en la naturaleza del orden político sin tener en
cuenta el destino que Dios ha ofrecido al hombre en su revelación. No existe
una política que prescinda de la religión sin provocar un profundo deterioro
en nuestra ordenación teonómica. Explicar la relación que guarda la política
con la religión es llevar hasta la dimensión social del hombre los recaudos
que imponen la armonía entre naturaleza y gracia.
El
orden político, en su primera fase, es un orden compulsivo como lo es toda
educación en la que se trata de rectificar los impulsos naturales vulnerados
por el pecado original; por esa razón se impone la existencia de leyes que
deben ser obedecidas bajo amenaza de sanciones penales. No obstante, el buen
ciudadano es aquel que ha convertido la ley en regla de su obrar espontáneo y
personal. Esta es una buena consecuencia de la cultura ciudadana y no una
obligación de necesidad absoluta. El Estado se conforma con que el ciudadano
cumpla las leyes sin penetrar en la índole moral de este cumplimiento. No
importa que lo haga por temor a las sanciones o bajo la presión de cualquier
otra instancia compulsiva. La asunción de la ley y su conversión en norma del
obrar moral es faena religiosa y absolutamente necesaria en la libertad total de
la gracia para alcanzar la corona y la mitra del rey-sacerdote, prometidas para
aquellos que estarán con Cristo en la plenitud de la Gloria.
Esta
diferencia en las exigencias de una y otra ciudadanía ha hecho pensar a los que
ven las promesas de Cristo a la luz natural de la ciudad terrestre en una
peligrosa inclinación a la anomía, a la indiferencia por la ley y a una utópica
proclividad a soñar con una libertad ilusoria, que las condiciones impuestas
por la vida en sociedad niegan. Es el reproche al cristianismo que inspiró en
su época la crítica de Celso y, en tiempos más cercanos a nosotros, la
penetrante acusación de Nietzche.
Así
como las disposiciones naturales cuando se desvían de su objeto propio se
convierten en caminos de perversión, el movimiento ascendente del alma
sostenida por la gracia puede apartarse de sus propósitos sobrenaturales y
conducir el espíritu del hombre a concebir una ilusoria parodia del Reino de
Dios, como si pudiera darse algo semejante en este mundo y por la sola fuerza
compulsiva de la voluntad humana. Una empresa de esta naturaleza es la que anima
la dinámica de la Revolución.
II.
EL SACERDOTE Y LA REALEZA
La
corona y la mitra que Dante recibe de las manos de Virgilio, luego que atravesó
el lago de fuego en el Purgatorio, son los símbolos que testimonian por la
perfección del hombre más allá de su aventura terrestre. Adán, padre de
nuestra estirpe, fue en el Edén rey y sacerdote. Esta doble calidad de su
mandato no fue totalmente perdida por sus sucesores, quienes a su vez la
trasmitieron a sus descendientes en las precarias condiciones de la naturaleza
herida. Por muchos siglos el hombre que presidía el destino político de un
pueblo era, al mismo tiempo, el encargado de sostener el contacto con la fuente
divina y proceder al uso de las fuerzas compulsivas que necesitaba para mantener
a sus súbditos en la obediencia.
La
idea de un rey del mundo que fuera al mismo tiempo origen del nuevo sacrificio
es una de esas nociones que, bajo distintos aspectos pero siempre en la
oscuridad de un misterioso simbolismo, se mantuvo en la tradición de casi todos
los pueblos. René Guenón, en uno de sus libros más inspirados y profundos, «Le
Roi du Monde» , habló de este
difícil tema con autoridad y erudición. No voy a repetir el contexto de su
trabajo ni las atinadas reflexiones que lo acompañan, en tanto su punto de
partida difiere algo del que me sirve a mí para hilvanar esta reflexión. Yo
parto del aporte teológico del cristianismo y trato de resolver el problema en
los límites de la religión cristiana, sin meterme para nada con las
dificultades de una tradición metafísica esotérica de la que ignoro todo.
Esta
idea de un Rey del Mundo que es, al mismo tiempo, Sumo Sacerdote es, desde los
comienzos, una prefiguración mesiánica. Con ella se apunta directamente a ése
que ha de llegar para llevar a sus elegidos hasta su morada del cielo, donde
reinará por los siglos de los siglos.
El
rey sacerdote de las antiguas sociedades tradicionales ofrecía por su pueblo el
viejo sacrificio que sería definitivamente abolido cuando el Rey del Mundo
ofreciera su sangre en «el cáliz del
nuevo y eterno sacrificio» . Sangre que sería derramada por todos cuantos
creyeran en Él, para la remisión de los pecados.
Después
de haber reivindicado para sí el título de Rey, Cristo quiso dejar claramente
establecido que no venía a disputar las jurisdicciones de los reyes temporales,
por cuanto consideraba la precariedad de sus mandatos y Él reclamaba el cetro y
la corona de un reinado sin mengua. Prometió a los que creyeran en Él y lo
siguieran en el ofrecimiento sacrificial de su sangre, una efectiva participación
en su sacerdocio y en su realeza. No es extraño que, dada nuestra humana
inclinación a tomar los signos como si fueran realidades totalmente
independientes de lo significado, interpretáramos sus promesas como si la
realeza y el sacerdocio fueran dones que podíamos obtener sin cruz ni
sacrificio.
Todos
los momentos de la historia moderna jalonan un itinerario conducido por este equívoco,
y cuando más profundamente penetramos en el espíritu de la Revolución vemos con más claridad que se trata de un cristianismo
invertido, de esa caricatura que la profecía apocalíptica señala con el
nombre de Reino del Anti-Cristo.
La
sociedad antigua conoció al rey sacerdote y —como dijimos más arriba— esta
figura política y sacerdotal debe ser entendida como un anticipo que debía
consumarse en Cristo como realidad religiosa definitiva pero, al mismo tiempo,
como piedra de tropiezo y motivo de escándalo para quienes carecen de la fe que
ilumina la dimensión sobrenatural de su mensaje.
La
figura del Anticristo aparece también en la doble perspectiva del rey y del
sacerdote, pero rey de una humanidad despojada del señorío sobre las propias
pasiones y de la gracia que la coloca en el camino del encuentro con Dios. La
acción protagonizada por Johan von Leyde cuando instauró en Münster «el
Reino de los últimos días» señala
el carácter anárquico que adquiere la idea de que todos somos reyes y
sacerdotes, cuando la noción no está esclarecida por la sabia conducción del
Magisterio Católico.
Erigidos
por decreto en reyes y sacerdotes, los anabaptistas suprimieron la moneda,
abolieron las propiedades y, sintiéndose ángeles, se abandonaron a los excesos
de la carne con la profunda convicción de haber abolido la ley para siempre.
Era menester destruir todas las cortapisas para construir el nuevo mundo sobre
las ruinas del viejo. La prostituta de Babilonia —nombre que daban a la
Iglesia Romana— debía ser suprimida para que Dios reinara y fuera venerado en
ese templo vivo que es el corazón del hombre.
La
aparición del hombre nuevo —del que hablan las Escrituras— es resultado de
una metódica liquidación de todo cuanto se opone a la eclosión de una
mentalidad colectiva. La realeza sacerdotal surge en el terreno de la masificación
absoluta. Individualmente se ha perdido la esperanza de ser reyes y sacerdotes,
pero podemos serlo colectivamente, masivamente, si nos liberamos del peso de una
responsable santificación personal.
La
masa, instalada en el lugar donde hubo pueblos, adorará su propia imagen
deificada considerándose a sí misma rey y sacerdote, porque sumará a la
propaganda política en torno a su soberanía la publicidad religiosa del culto
del hombre, en eso que el ecumenismo llama la civilización del amor.
De
esta manera la convocación de Cristo para que participemos libremente en la
creación del Reino de Dios se convierte en una siniestra orgía destructiva,
bajo la ilusoria apariencia de una liberación de toda disciplina interior. Al
Reino de Dios se llega en la santidad, luego de liberarnos del error por la
sabiduría que da la fe; del pecado, por la perseverancia en la gracia
santificante; y finalmente, de la miseria, una vez purgado el último resto de
culpa para entrar, reyes y sacerdotes, en la contemplación de la Verdad Divina.
Al
reino del Anticristo se va por otro camino, y aun cuando negáramos las verdades
de fe y consideráramos al Reino de Dios como una peligrosa utopía, capaz de
enajenarnos la felicidad terrena, sucede que su advenimiento se inscribe en la línea
del perfeccionamiento espiritual. Diríamos que, a pesar de su carácter
sobrenatural, acentúa las disposiciones que conducen, por la posesión de sí
mismo, al desarrollo de la plenitud personal del hombre. El camino del
Anticristo es también contrario a la marcha ascendente de nuestra naturaleza, y
obedece a las instigaciones de la caída en su ilusoria liberación del hombre
genérico, que es —para decir verdad— la bestia colectiva, y lo hace bajo la
presión férrea de su fuerza masificadora.
III.
LA TEOCRACIA
El
descenso paulatino de los niveles en que se aprecia la realidad provoca una
correlativa reducción ontológica en el conocimiento de las cosas. La renuncia
moderna a la sabiduría teológica ha disminuido de tal modo nuestra comprensión
del mundo, que hasta las mismas palabras que antaño sirvieron para expresar una
plenitud entitativa hoy parecen empeñadas en señalar todo lo contrario. Si
efectivamente —como decían los escolásticos— Dios es el «summum
esse subsistens» , el gobierno que Dios ejerce sobre su pueblo
—directamente o a través de sus portavoces— no puede ser sino el más
perfecto que el hombre puede desear y, en este sentido muy preciso, la teocracia
hebrea fue una prefiguración de la ciudad de Dios en la que Cristo reinará
para siempre entre los suyos.
Cuando
un autor —higiénicamente podado de toda preocupación teológica como M.
Marcel Pacaut— escribe sobre la teocracia medieval, no solamente se equivoca
en el uso de una designación que no corresponde a esa época, sino que
manifiesta, al mismo tiempo, una ignorancia cabal sobre la significación del término.
Como no cree que se pueda dar en la historia la existencia de una auténtica
teocracia, atribuye la palabra a una desmedida pretensión humana para ocultar
los designios de un gobierno opresor. En este sentido la teocracia pasa de ser
el gobierno directo de Dios a convertirse en una abyecta tiranía de un grupo
sacerdotal que domina a todo un pueblo bajo el peso de los temores
supersticiosos bien administrados.
La
teocracia, como prefiguración del Reino de Dios, se dio en Israel para señalar
el carácter único que tenía esta comunidad sacrificial ante los ojos del Altísimo.
El régimen político cristiano no fue teocrático y jamás la cristiandad, en
su personal más preparado, confundió el gobierno temporal de los pueblos con
el gobierno espiritual de las almas. El Magisterio de la Iglesia ha señalado la
distinción con todos los recaudos de un prolijo análisis teológico, y si M.
Pacaut no lo ha examinado con la debida seriedad habrá que atribuirlo a un
invencible desprecio por ese tipo de especulaciones. Si se parte de la idea que
Dios no existe o es una suerte de principio lógico sin ningún fundamento fuera
de la mente humana, simplemente no habría nada que se parezca a la teocracia, y
este término —como lo aseveran sesudos racionalistas— sólo encubriría el
deseo de imponer una voluntad indiscutida. Ahora, si Dios existe y es
efectivamente lo que la tradición religiosa enseña, su gobierno directo sobre
la comunidad de Israel no solamente significó una selección sino también el
goce de una libertad en la santificación que ningún otro pueblo de la antigüedad
conoció con tal grado de perfección.
Basta
leer la historia del pueblo de Israel para certificar esta constancia. Si fueran
pocas las manifestaciones de su libertad bajo el gobierno de los Profetas
—como Moisés, Aarón o Josué— basta señalar la aparición de la monarquía
de Saúl para comprender que la desaparición del régimen teocrático trajo
consigo más servidumbre que libertades espirituales.
Si
consideramos la Iglesia fundada por Cristo como una sociedad que obra de mancomún
con otras sociedades políticas en la historia de nuestra civilización, podríamos
encontrar en ella una pretensión teocrática en el carácter infalible de su
magisterio, por medio del cual dirige la cristiandad a su destino eterno. Pero
si observamos con atención el rumbo de su mandato veremos sin dificultad que no
es político, sino específicamente religioso y, por lo tanto, no puede ser
llamado teocrático si esa palabra apunta a una particular modalidad del
gobierno de las cosas temporales.
Para
el hombre interesado en las cuestiones teológicas la diferencia entre el
teocratismo de Israel —que obra a la vez sobre los intereses temporales y el
destino eterno de su pueblo— y la asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia
de Cristo, con efectos exclusivamente espirituales, puede inspirarle la opinión
de que, en resumidas cuentas, parecería más completa la asistencia divina
sobre el pueblo elegido que sobre su sucesora la Iglesia Católica. No obstante,
conviene pensar en el carácter histórico de la misión de Israel. Es un pueblo
elegido con un propósito determinado en el tiempo, por eso es bueno que en ese
lapso sea regido con criterios que no escapen a la férula de Yavé. La Iglesia
Católica, aunque está en el tiempo, tiene una misión que se termina y se
completa allende la historia, y como lleva el sello de la eternidad en su
destino, es imprescindible que sea gobernada con criterios religiosos y no políticos.
Está muy clara la referencia de Nuestro Señor cuando felicita a Pedro porque
ha reconocido en Él al Hijo del Dios vivo y, a poco andar, lo reta duramente
porque se deja influir por una preocupación mundana con respecto al destino del
propio Cristo. (Ver: Mateo XVI, vers. 17 y ss.).
A
partir de Cristo, la misión histórica de los pueblos que constituyen la
Cristiandad es crear una situación política propicia a la propagación del
Evangelio, y esto debe hacerse ahora, ya, porque el tiempo del Mesías ha
llegado y obra en este preciso momento sobre el ánimo de los creyentes. Los
israelitas trabajaron para el futuro, y por esa razón era conveniente que
dispusieran su acción con respecto al tiempo que debía venir con recaudos y
cautelas temporales. Cristo llegó al mundo bajo el signo de ese tiempo
esencial, el «Jairos», y su
convocatoria exige una respuesta inmediata: ahora o nunca más.
Yavé
cuidó de Israel como comunidad sacrificial, como pueblo elegido. Quiso
preservarlo de las acechanzas de una historia irremediablemente política,
porque si bien el destino de Israel era religioso y no político, el propósito
se debía cumplir en un momento preciso del tiempo histórico y no en cualquier
momento. En el cristianismo lo esencial es la persona y no la comunidad. Esa
persona está colocada frente a la eternidad en el instante en que todavía
puede elegir, y de su acierto espiritual depende su destino. Este paso del interés
religioso de una sociedad a las personas individuales da razón del porqué de
la teocracia en el pueblo de Israel y porqué no fue necesaria en los pueblos
cristianos.
No
hacía falta que Dios vigilase personalmente la conducta política de los
pueblos cristianos. Ninguno de ellos, fuera de cumplir con las exigencias
religiosas del Magisterio Eclesiástico, tenía un mandato especial para ser
realizado en el tiempo histórico. Se suele hablar de la organización política
de los Estados Pontificios, como si en ellos se hubiera dado una suerte de
teocracia sacerdotal. Es confundir el gobierno directo de Dios con la potestad
política del Sumo Pontífice, al margen de su misión eclesiástica
fundamental. Los Estados Pontificios fueron gobernados con criterios políticos,
y cualquier reproche que se les pueda hacer en ese terreno no tiene nada que ver
con lo que corresponde al gobierno de la Iglesia como institución sagrada. ¿Qué
propósito cumplía en la economía de la Salvación el Estado Romano?
Cuando
se trabaja con estas nociones conviene mantener con claridad la distinción
entre una y otra esfera de la actividad humana. Que lo político se impregne de
religiosidad o la religión de politicidad, no quiere decir que lo propio de una
y otra función no sea esencialmente distinto. En el caso del pueblo de Israel
se puede hablar legítimamente de teocracia, porque la comunidad política
hebrea estaba encargada por Dios de traer al mundo al Mesías. Era todo el
pueblo de Israel el que tenía la misión de preparar los caminos del Señor en
virtud del pacto existente entre Yavé y la estirpe de Abraham. Esto explica
también por qué razón las tentaciones propias de Israel son de carácter
nacional.
Cuando
el Mesías llega en la persona de Jesús de Nazareth muchos israelitas creyeron
en Él, pero la comunidad política constituida lo rechaza, porque su prédica
no coincide con los designios de la nación. Es el pueblo de Israel el que se
aparta y se cierra y vigila celosamente la conducta de sus connacionales para
que no adhieran a una situación mesiánica que desconoce la singularidad de su
misión nacional. En cambio, la tentación propia de los cristianos es el
personalismo, es decir, la creencia de que la persona —destinada por Dios a la
visión beatífica en su Reino— tiene desde su nacimiento ese derecho y, por
lo tanto, la libertad de aquellos que habitan en el cielo junto a Nuestro Señor
Jesucristo. Sin esta ilusión no se podría entender por qué se ha escrito en
el encabezamiento de la «Declaración de
los Derechos del Hombre» que
los hombres nacen libres. ¿Libres de qué? ¿Del error? ¿Del pecado? ¿De la
muerte?
Cuando
Yavé prometió a Abraham que lo haría cabeza de un pueblo innumerable, selló
una vocación que se cumplió con el advenimiento de Cristo. Este pueblo, por
razones atribuibles a la tentación propia de una situación excepcional, no
aceptó que Cristo fuera realmente el Mesías y con su rechazo se cerró a la
corriente viva de la revelación religiosa, convirtiéndose en un fósil
espiritual. Quién sabe si Dios quiso que se quedara así, como la higuera estéril,
para dar un testimonio negativo de la verdad cristiana, o acaso lo reservó
también para un postrer reverdecimiento, antes que termine la narración de
nuestra historia. ¿Habrá que entender así la frase que le inspira la
esterilidad de la higuera?: «cuando la
veas reverdecer estará cerca el fin de los tiempos».
La
presencia del judío en el curso histórico de nuestra tradición es siempre de
una singular importancia cultural, en los dos sentidos en que la civilización
puede ser marcada con fuerza: en el terreno de las ideas y en el de la acción
política. En uno y otro han combatido con denuedo para destruir las raíces de
la tradición cristiana y, en uno y otro, sus éxitos rotundos han quebrantado
la vigencia social del cristianismo hasta reducirla a un minúsculo ghetto
en lo que antaño fuera la Cristiandad.
Se
dice con toda razón que la naturaleza no ama el vacío, y cuando una realidad
es despojada de su función esencial, es reemplazada por otra que cumple un
papel homólogo. Dios condujo al pueblo de Israel hasta los umbrales de la
madurez de los tiempos, o hasta esa situación que Tillich llama el «Jairos»
y que es donde se debía
producir el gran suceso religioso que debía colmar la esperanza de Israel.
Hasta ese momento la teocracia era previsible y se justificaba plenamente,
porque los propósitos religiosos del Señor y la política de Israel coincidían.
Desde el momento en que ya no hay más coincidencia ¿no será otra fuerza
sobrenatural la encargada de encabezar la marcha de esta nación presdestinada?
Dejamos
la pregunta sin respuesta porque sólo podríamos pergeñar una conjetura
inspirada más en la sospecha que en el conocimiento. La aparición del
Anticristo y la organización de su poder político permitirá responder con
alguna firmeza.
IV.
LA MONARQUÍA TRADICIONAL
Las
profecías verdaderas, en la medida que se cumple el tiempo del vaticinio,
aclaran cada vez más su contenido, y resulta relativamente fácil —aún para
el que no está dotado de carisma profético— advertir los signos del tiempo.
Raoul Auclair explicaba la última etapa del sueño de Nabucodonosor
interpretado por Daniel, como el período histórico correspondiente al auge de
los pueblos cristianos sucesores de Roma y cuya organización política sufría
las consecuencias de estar asentadas sobre la frágil arcilla de la predicación
evangélica.
¿Cuántos
podían ser estos pueblos? ¿Cuáles sus respectivas misiones? Dos preguntas que
la profecía de Daniel no responde. No obstante, el número diez —que
corresponde a los dedos de los pies del Coloso— tanto puede significar que se
trata de diez pueblos o que es una cifra convencional, acabada y perfecta, para
señalar sin pretensiones de exactitud, su pluralidad.
Auclair
asegura que se trata, en su primer momento, de diez pueblos bárbaros: Hérulos,
Longobardos, Francos, Burgundios, Visigodos, Alamanes, Suevos, Sajones,
Ostrogodos y Vándalos, sin mencionar ninguno de aquellos que, asentados en el
espacio geográfico del Imperio, recibieron el impacto de las invasiones. Estos
diez pueblos —siempre en la interpretación de Auclair— dieron nacimiento a
las diez naciones que designa, un poco arbitrariamente, como Francia, Alemania,
Gran Bretaña, Italia, Iberia, Países Bajos, Escandinavia, Europa Central, los
Balcanes y Rusia.
Creo
que el número diez señala una cifra perfecta en el lenguaje simbólico de la
tradición, y resulta un poco innecesario pretender un balance perfecto. Todavía
más difícil sería hacer un examen histórico de las misiones que cada uno de
estos pueblos ha tenido en la órbita de la cristiandad. Habría que investigar
con gran cuidado el papel cumplido por cada uno de ellos, y luego la tentación
propia que los ha separado de su cometido religioso, porque es esa tentación la
que revela, negativamente, el carácter de la misión abandonada.
Se
dice que la Germania tuvo a su cargo la conservación del orden imperial, e
indudablemente esta vocación aparece como una constante en la historia de los
pueblos que la constituyen, pero sin desconocer que, en uno de sus momentos más
brillantes, fue la nación Ibérica la encargada de luchar por la unidad de los
cristianos y llevar el Evangelio al Nuevo Mundo, que ella misma había
descubierto. Conviene recordar también, para aquellos que hacen del olvido un cómodo
motivo de bienestar, que el soldado alemán fue el último que tuvo Europa, no
importa que el Santo Imperio Romano Germánico de Occidente había perdido casi
por completo las luces de la fe religiosa, le quedaba el espíritu militar y la
vocación de defender el «limes» contra las hordas rojas.
Nos
llevaría demasiado tiempo examinar uno por uno el carácter misional de los
distintos pueblos integrantes de nuestra civilización y, luego de considerar
los extraños laberintos en donde habrían perdido esa vocación, estudiar lo
que quedó de ella en los cambios padecidos. Dejamos esta tarea para otra
oportunidad, y consideraremos un momento la naturaleza de las monarquías
tradicionales a la única luz que nos permite advertir su sentido y apreciar el
valor simbólico de la reyecía.
Los
reinos terrestres son una réplica imperfecta de la mística ciudad de Dios,
donde reinará Jesucristo —Rey y Sacerdote— por los siglos de los siglos. La
pirámide de las potestades tradicionales evoca, a su medida, la jerarquía
celeste. La representación simbólica quiere que en la cúspide se encuentre el
rey de los reyes, cuyo título imperial fue de herencia romana. Tanto el
Emperador como los reyes que lo reconocieron como tal, gobiernan en nombre de
Dios y reciben, en todos los casos, una consagración semejante a la episcopal,
pero con el valor de un sacramental, no de un sacramento.
La
unción hace de los reyes personas sagradas y un atentado contra la vida del
ungido tiene la penalidad de un sacrilegio. En el mundo laicizado de hoy tales
privilegios son vistos como si fueran exaltaciones de una soberanía política
sin límites, pero en la perspectiva tradicional la ceremonia por la cual la
Iglesia incorpora al rey a su cuerpo místico y le concede una misión temporal,
lejos de aumentar su poder sobre los súbditos cristianos, lo subordina a las
exigencias de la vida religiosa y lo obliga a convertirse en el defensor de las
costumbres cristianas. La Iglesia incorporaba los reyes a su faena salvadora y
les encomendaba el orden de la ciudad, pero en el sentido muy preciso en que éste
se pliega a las necesidades del mandato divino de ir y bautizar a las naciones
en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Esta
situación de dependencia del cuerpo político al mandato de la Iglesia inspiró
la tentación, tan rudamente expuesta por Roger Bacon, de que ciertos papas se
sintieron una suerte de «Dios terrestre»
. Él tenía en su poder la espada espiritual y la espada temporal, y si
confiaba esta última al puño del Emperador lo hacía por razones de eficacia,
reservándose el derecho de intervenir efectivamente en la conducción política
de los reinos cuando éstos caían en las manos de un pecador empedernido o de
un criminal. Hugo de Saint Victor expone esta opinión con clara precisión : «Corresponde al poder espiritual, dar la existencia al poder temporal y
juzgarle cuando recae en culpa» . Dos siglos más tarde Dante hará, sin
salir de la fe, la crítica implacable de esta tesis que, a su criterio,
deformaba la Iglesia y ponía odiosa división en el seno de las dos potestades
cristianas.
Cristo
es el tribunal supremo ante quien debe comparecer toda autoridad, y no existe
ninguna jerarquía, por elevada que fuere, que no deba doblar sus rodillas ante
Él. Este ideal puede ser juzgado en el día de hoy de un modo completamente
desfavorable, dado que el mundo moderno ha preferido disimular el poder de sus
oligarquías financieras o simplemente subversivas, en la ficción de una
soberanía que reside en la suma numérica de sus ciudadanos. De este modo se
finge la existencia de un poder delegado por los súbditos para ejercerlo sin
cortapisas sobre esos mismos detentores de una soberanía ilusoria.
La
Edad Media no hubiera entendido este galimatías y, conociendo perfectamente la
inclinación al abuso que se da en todos los que tienen una parcela de poder público,
se apresuró a colocar en la vida íntima del creyente el insobornable tribunal
de Cristo y reservó para la Iglesia la obligación de intervenir desde afuera
cuando las potestades civiles desconocían la influencia de ese místico juez.
Conviene
añadir, contra opiniones fundadas en una discutible interpretación de
Nietzche, que la Iglesia Católica nunca desconoció el valor que tiene la
fuerza y la energía, tanto moral como física, en el ejercicio del gobierno. Es
cierto también que puso tales disposiciones al servicio de una causa más alta
que la mera glorificación del poder. Desde aquí hay que partir para comprender
su acción en el desarrollo de su política; por esta razón, cuando hablamos de
la influencia debilitadora del Evangelio en la constitución del orden civil,
nos referimos siempre a una tentación adscripta a la prédica de las verdades
cristianas hechas por sectarios herejes y nunca por la Iglesia en su Magisterio
Tradicional.
Como
escribe Bernard Landry en sus agudas reflexiones sobre «L´Idée
de Chrétienté chez les scolastiques du XIIIe Siécle» : «El
objetivo hacia el cual tiende toda la jerarquía social, es la salud de las
almas cristianas. Ayudar a los fieles a elevarse gradualmente hacia la perfección
sobrenatural para la que están convocados: es la razón de ser del Papa, del
Emperador, los reyes y los príncipes. El sacerdote tiene el deber de comunicar
a los hombres las verdades liberadoras que ha recibido de Dios; el príncipe
debe prestar apoyo con su espada a la enseñanza de la Iglesia» . (París,
Alcan, 1929, pp. 11-12).
La
faena esencialmente salvadora de la Iglesia era secundada temporalmente por los
reyes cuando acudían, con la rigurosa aplicación de las leyes civiles, a
extirpar los tres flagelos que se oponen a la auténtica libertad: el error, el
pecado y las miserias que son remediables por la humana previsión.
El
clima intelectual y moral creado por la Revolución
nos ha enseñado a ver esta pretensión como la más odiosa de las tiranías,
sin hacernos pensar demasiado que los nuevos estados nacidos a la sombra de las
ideologías se arrogan para sí esas mismas pretensiones, pero totalmente
despojadas del aura sobrenatural que les da fuerza religiosa. El Estado llamará
verdad al error que preconiza e impone totalitariamente a través de todas las
tribunas conquistadas por su proyección. El pecado habrá desaparecido por
decreto y por esa suerte de liberación al revés que consiste en romper la
disciplina de las virtudes morales y soltar al hombre animal en los prados de la
sociedad de consumo. La miseria individual no podrá ser vencida, porque es
inherente a nuestra condición de naturaleza caída, pero se tratará de
reducirla asumiéndola en los planes de beatificación colectiva.
Conviene
repetir que la autenticidad de la misión del cristianismo se comprende mucho
mejor cuando se observa el carácter ilusorio de aquello que pretende
reemplazarlo. Formados en la poco rigurosa escuela de la neutralidad liberal, no
nos es fácil comprender la misión de la Iglesia sin atribuirle un designio de
pavoroso sometimiento de la libertad humana. Liberar al hombre —según el
criterio liberal— es abandonarlo para siempre al influjo de las opiniones erróneas
en todas las dimensiones de la realidad. Las únicas verdades reconocidas son
aquellas que establecen las ciencias positivas en el limitado campo de las
comprobaciones experimentales y siempre que, en alguna medida, incidan
favorablemente en la producción de bienes materiales. La sola idea de que pueda
existir una verdad religiosa revelada por Dios para que sirva al hombre de
camino salvador, oculta la siniestra intención de apoderarse de las
imaginaciones y ejercer sobre ellas una presión deformante. En esta perspectiva
el error teológico, político y moral tiene el camino allanado, y puede caminar
a su gusto para conducir las opiniones por cualquier parte. Total, son
disciplinas donde predominan las conjeturas plausibles y no las verdades axiomáticas
de las que se jacta el pensamiento tradicional.
El
mundo moderno ha cambiado la religión por la religiosidad, lo que en otras
palabras significa trocar un conjunto objetivo de verdades reveladas por un vago
sentimiento de sacralidad, que puede acompañar cualquier representación
mental. Como por lo demás este sentimiento es subjetivo y formalmente personal,
es inútil ensayar una ejercitación disciplinaria para dirigirlo y se aconseja,
para conservar su pureza, dejarlo librado a la inspiración espontánea de quien
lo posee. Hablar de una ciencia teológica, al mismo tiempo especulativa y práctica,
es un perfecto sin sentido en el que no se debe caer por nada del mundo.
Podemos
pensar, sin tomarnos el trabajo de averiguarlo con seriedad, que el Reino de
Dios es una ilusión y que todo el esfuerzo salvador de la Iglesia corre detrás
de una quimera, que se disipará como el humo cuando entremos en la silenciosa
oscuridad de la muerte. Pero entonces ¿para qué ese esfuerzo por hablar el
lenguaje de la Iglesia y transponer sus promesas en una clave profana? ¿Para qué
ese deseo de proclamar para la ideología la inerrancia, la faena liberadora y,
al mismo tiempo, la fuerza autoritaria que permita instalar el error, combatir
la religión y promover el pecado?
V.
EL ARISTÓCRATA Y LA ARISTOFOBIA
Las
grandes sociedades históricas han tenido, en sus momentos de esplendor, una
armoniosa y saludable correspondencia en la diversa variedad de sus funciones,
como si las prerrogativas y privilegios atribuidos a algunos de sus integrantes
tuvieran por finalidad promover y conservar ese delicado equilibrio
institucional. Constituidas por grupos familiares fuertes, sus clases dirigentes
se formaban en el seno de las familias más notables, y de ellas recibían el
prestigio que acrecentarían luego con sus méritos personales.
La
estirpe imponía un decidido cuidado en la selección de las uniones
matrimoniales, y una nunca abandonada exigencia en la educación de los retoños.
El lema nobleza obliga hace clara
referencia a la formación del hidalgo de acuerdo con los requerimientos del
papel que debía cumplir en la sociedad a la que pertenecía.
Nobleza,
aristocracia, notables,
son palabras en desuso y abusivamente caídas en el denuesto de las pretendidas
democracias modernas, y digo pretendidas porque el término democracia
no denota más que un artificio publicitario: los que efectivamente gobiernan
constituyen una oligarquía anónima de usureros que maneja entre bambalinas a
los hombres de paja de la representación
electoral. En las sociedades de orden las faenas del comando se fundaban en la
triple prescripción del talante, la educación y el servicio. El vocablo noble
apunta, en nuestra lengua, a la aptitud física para el combate y, por lo tanto,
a la generosidad vital del temperamento. Por esa razón puede ser aplicada a
ciertos animales sin desmedro de su acepción significativa. Así el león, el
perro y el caballo pueden ser llamados nobles
pero nunca una rata, un escorpión o una lechuza.
Aristocracia
pertenece a la lengua política y señala con seguridad la existencia de un
grupo dirigente escogido, tanto por su nacimiento como por su educación, entre
las mejores familias de un país. El aristócrata no es el producto de un
sufragio, ni puede serlo. Está vinculado a los servicios prestados al pueblo
por sus antepasados y a una educación en consonancia con ese prestigio histórico.
La aristocracia degenera fácilmente en oligarquía cuando las riquezas
adquiridas por el comercio y las operaciones financieras destruyen, en el
consenso de sus miembros, el valor de la honra. Entonces se puede observar esa
transformación, tan profundamente señalada por Platón, de un aristócrata en
un oligarca. La educación para el mando —con todos sus recaudos de prestigio,
honor y responsabilidad— desaparece, y en su lugar crece el cálculo y la
astucia para la operación provechosa.
Notables
son los que se distinguen en una sociedad por las energías y cualidades
personales dispensadas en su labor. La mayor o menor nobleza del notable se
aprecia en la faena cumplida: quien ha sobresalido en el trasiego de los cambios
financieros no tiene el mismo valor que el industrial o el empresario de obras públicas,
y basta cotejar la responsabilidad social de uno y otros para advertir la
diferencia. Cuando los notables se unen y afianzan su prestigio en un noble
comportamiento, tienden a convertirse en aristócratas y hacer de la función pública
una continuidad del esfuerzo familiar.
Se
ha dicho hasta la saciedad que los cambios revolucionarios son,
fundamentalmente, sustituciones de una minoría dirigente por otra, y si nos
atenemos a las características de la revolución padecida por nuestra sociedad
a partir de la época moderna, observaremos que el factor decisivo en tales
cambios fue la influencia que adquirieron los grupos financieros en la conducción
de la cosa pública y en las preferencias axiológicas de la burguesía.
La
posesión del dinero nunca ha podido, sin otro condimento, imponer jerarquías
que fueran aceptadas por todos en un consenso espontáneo y natural; por esa
misma razón las oligarquías financieras tienen la necesidad de suscitar,
mediante una publicidad adecuada, la aparición de eso que la jerga política
llama los conductores del pueblo y que
en el lenguaje clásico se llamó demagogos.
Estos
hombres de paja nacen cuando las diferencias impuestas por la
historia han sido rotas y, tanto los nobles como los aristócratas, o han
degenerado en oligarcas o simplemente han perdido su prestigio por las razones
que sería necesario estudiar concretamente en cada caso. El pueblo ya no es más
un orden de prelacías fundadas en las fecundas desigualdades del servicio y los
talentos, y se ha convertido en una sociedad de masas manejada por los medios de
publicidad. En el fondo de la subversión revolucionaria está el dinero, pero
en la superficie los prestigios más o menos pasajeros de los hombres
de mando, que van desde el simple charlatán de
barricada hasta los conductores que arrastran masas millonarias con el poder
seductor de eso que los sociólogos llaman —no se por qué inversión burlesca
de la palabra— carismas promocionales.
Cuando
nos atrevemos a dar una explicación tan sintética del proceso revolucionario
es con plena conciencia de que la realidad histórica no se pliega a las
exigencias del esquema. Por esa razón, la complejidad de un movimiento histórico
nunca puede estar comprendida en ninguna interpretación, ni siquiera en todas
juntas. Los episodios que jalonan el curso de los hechos son muchos y muy
confusos. Cada uno de ellos protagonizado por hombres que llevan en sus alforjas
todos los matices espirituales que suelen darse en las épocas de cambios
profundos.
Destruidos
los pueblos como realidades históricas diversificadas según ascensos y
descensos naturales en las poblaciones, la Revolución
moderna ha tendido a formar un público de individuos solamente diferenciados
por sus mecanismos de trabajo en cadena y las exigencias impuestas por la
propaganda. Diríamos, sin forzar exageradamente los términos, que a una
sociedad orgánica la ha sustituido una sociedad mecanizada, que promete a sus
beneficiarios la perfección sin sobresaltos de un aparato controlado en todos
sus movimientos. Es un ideal que evocaba —con un énfasis que no había
perdido su inspiración romántica— la Revolución
Francesa cuando hablaba de libertad,
igualdad y fraternidad, sin advertir la disonancia fundamental que el vocablo
igualdad introducía en la viva economía de los otros dos.
La
igualdad es una noción matemática metida a la fuerza entre dos ideas que
evocan, con toda su energía, los movimientos propios de la vida. A poco andar,
la necesidad de confirmar la igualdad llevaría, inevitablemente, a conspirar
contra la libertad, que supone el ejercicio sin trabas de las diferentes
aptitudes existenciales. No hablamos de la fraternidad, porque ésta supone,
como principio conformador de su esencia, la autoridad del padre. Sea el padre
carnal en el seno de la familia, los padres de la patria en la dimensión política,
o el Padre de los padres, fundamento religioso de una fraternidad universal y
plena.
Sin
padres no hay fraternidad; pero si hay padres en el sentido pleno del término,
no hay igualdad, porque ésta supone la destrucción sistemática de todos los vínculos
que se fundan en la veneración, la reverencia y el respeto. Estos sentimientos
están absolutamente excluidos de una sociedad cuyos miembros se declaran
iguales.
La
autoridad de los padres nace de la fecundidad carnal y espiritual, porque nunca
se es padre solamente según la carne. En todo acto humano de donde puede
resultar un hijo, hay un reclamo de responsabilidad que se proyecta,
anticipadamente, sobre las consecuencias: espirituales tanto como sociales,
legales y religiosas. Quien engendra sin otro aliciente que la satisfacción
animal de un instinto no es un hombre, y resulta imposible considerarlo
simplemente una bestia. Hay en el automatismo visceral algo que escapa al orden
de la naturaleza y se inscribe en la incoherencia de los actos incompletos, de
esos que en alguna oportunidad hemos llamado larvales, para denunciar su
profunda bajeza.
El
hombre masa no tiene padres y, en todo caso, la publicidad que lo genera trata
con todos los recursos a su alcance de destruir o hacer completamente inocua la
responsabilidad paterna. El desinterés por la estirpe es una marca indeleble de
su fisonomía moral, y delata ese orgullo invertido que cultiva la democracia.
El permisivismo educativo completa la agresión pedagógica contra la autoridad
familiar e incoa la irresponsabilidad en la convivencia política.
La
trilogía libertad, igualdad, fraternidad
—como toda consigna publicitaria que implica una contradicción en sus términos—
es como una bomba de tiempo que se coloca en los cimientos del edificio social
para destruir las virtudes morales que lo sostienen. Se ha dicho, con bastante
frecuencia, que las libertades son opciones muy concretas que la sociedad otorga
a ciertos hombres en vista del bien común y atenta, en todo momento, a la
perfección que las personas alcanzan en su desarrollo. Estas libertades
suponen, necesariamente, un orden de partes desiguales y la concurrencia
competitiva de las voluntades para alcanzar sus beneficios.
Cuando
son anunciadas sin precisar bien de qué libertades se trata y cuáles son las
condiciones reales de su ejercicio, se fabrica una pretensión confusa que sólo
podrá servir para que algunos ineptos se consideren convocados para gozar de
privilegios que no han merecido. Generalmente estas libertades imprecisas se
esgrimen contra los grupos familiares, contra los maestros y contra cualquier
deber u obligación que vincule a un aprendizaje riguroso. Por supuesto, son las
obligaciones para con Dios las primeras en desaparecer, en razón de eso que se
ha dado en llamar la madurez del espíritu humano y que consiste en perder la
vida interior, que se vacía de toda presencia mística.
En
verdad hay que ser muy ingenuo o estar muy depravado para no advertir ese vacío
que se produce en el alma cuando se han disuelto los lazos que nos sujetan a
Dios, con los nudos de la virtud de justicia en el sentido perfecto que este hábito
moral implica.
Cuando
examinamos el concepto de libertad en la amplitud de una vaga promesa sin
precisión de contenidos, advertimos que puede jugar un papel nivelador e
igualitario totalmente opuesto al que desempeña en un sistema de auténticas
libertades. La razón es simple: porque siendo el hombre un animal político sólo
puede alcanzar su perfección a través de un orden muy complejo de obligaciones
naturales. Cuando, so pretexto de liberarlo, se lo desliga de esos deberes, se
lo somete inmediatamente a otros de índole artificial y mecánica. No tengo
familia, pero estoy atado a un sindicato revolucionario que me impone una
conducta que ya no puedo discutir. No tengo religión, pero pertenezco a un
partido cuya consigna debo obedecer, tanto más brutalmente cuando más dependa
mi existencia de su triunfo.
El
término fraternidad, cuando no surge de la relación filial con el Padre de
todos los hombres, pierde su verdadero significado y se convierte en sinónimo
de una camaradería en la miseria común, cuando no en bandidajes que auspician
la formación de hermandades sin padres.
Se
ha pensado mucho en la íntima relación que une la publicidad a las masas, y
surge la sospecha —muy rápidamente corroborada— que hay una conexión de
causa a efecto, lo que probaría a su vez la verdad del principio de
reciprocidad de las causas: causae sunt
invicem causae, porque así como la publicidad hace al hombre masa, éste
exige la publicidad como único medio para sentirse asistido por impulsiones
colectivas en la soledad de su aislamiento.
Los
grandes carteles, el altoparlante, las imágenes televisivas repetidas hasta la
saciedad junto con las consignas verbales, son los medios habituales para que el
esquizoide colectivo se sienta acompañado en odios y solidaridades fabricadas.
Así se siente en marcha hacia un fin de plenitud, donde verá satisfechas sus
concupiscencias o simplemente colmado su resentimiento por la derrota de quienes
han sido declarados culpables de sus frustraciones.
En
toda civilización —por lo menos en ese período de madurez al que calificamos
con el adjetivo de clásico— existía
la preocupación de formar una minoría dirigente que resumiera, en sus
actitudes y en su comportamiento, los más altos valores de la cultura. Este es
el verdadero sentido de la aristocracia, que Platón codificó con mano maestra
en las páginas de su República. La
astucia de quienes manejan el poder financiero es nivelar las aspiraciones a la
altura de lo comprable, y crear así una disposición humana encerrada para
siempre en la cárcel de los goces sensibles.
VI.
NOBLEZA OBLIGA
En
la cuarta parte de «Il Convivio»,
Dante hizo algunas reflexiones sobre la nobleza, muy interesantes para tomarlas
como motivo de nuevas consideraciones. Nuestro propósito es advertir las fallas
lamentables que se observan en una sociedad cuando ha descuidado el cultivo de
sus minorías dirigentes, y en lugar de darles una educación adecuada a las
funciones del comando, entrega el poder social a los grupos formados en las
trastiendas de los comités y que sólo han adquirido competencia en las luchas
demagógicas y las ofertas electorales.
El
gran poeta cristiano lamentaba que en las definiciones existentes sobre la
nobleza se acentuaran algunos aspectos accidentales, sin insistir suficiente en
aquellos que consideraba —con justa razón— mucho más importantes y
esenciales. Se hablaba de la riqueza o del linaje, como si estos elementos,
condicionantes de una vida noble, fueran por sí solos determinantes de aquella
jerarquía humana.
Como
buen discípulo de Aristóteles —a quién llamaba «el
maestro de la razón humana» — consideraba que la condición de noble era
inherente a la existencia de un sistema de virtudes morales que otorgaban a su
poseedor la aptitud para llevar una vida elevada y señorial, cualesquiera fuera
su ascendencia o la situación personal con respecto a la fortuna.
Sería
poco pertinente discutir la certeza de este juicio, pero conviene notar que para
señalar los caracteres sociales de la función nobiliaria no se puede descuidar
la influencia decisiva del linaje, ni aquélla —menos importante pero no desdeñable—
de una condición económica que dé al noble el respaldo de su seguridad. Si
esto faltara, la dependencia de quien económicamente lo sostiene produce en el
talante noble un inevitable desmedro y, especialmente, limita la libertad de sus
actos.
Dante
no distinguió el noble del aristócrata o del notable de aquellos que son
principales por la posesión de bienes y antecedentes que explican su situación
eminente en una sociedad. Dijimos que la palabra noble designa, en buen
castellano, un talante físico y moral en relación con las artes marciales,
pero no tanto en virtud de la destreza profesional como por el coraje, la
altivez y la generosidad con que se procede en los lances de la guerra. Se puede
ser noble e inteligente, noble y tonto, pero no noble y astuto. Este último
adjetivo pone su nota falsa en la condición del caballero, que siempre debe
combatir sin cálculos mezquinos ni exageradas precauciones.
Hay
en la nobleza una primera connotación corporal que corresponde tomar muy en
cuanta para comprender en toda su latitud la significación del vocablo. Por esa
razón decíamos que el término puede ser aplicado a ciertos animales: león,
águila, caballo, perro, gallo de riña, sin que ningún hombre noble se sienta
disminuido en su condición de tal por este parentesco zoológico. Es fácil
advertir que existen muchos animales que resisten con bravura el ataque del
enemigo, pero solamente cuando no tienen otra alternativa, porque normalmente
prefieren la fuga o la seguridad que da el escondite. El furor y la desmesura de
que hacen gala en su defensa no merecen el calificativo de noble, y decir de
alguien que se defendió «como gato entre
la leña» no es equivalente a
decir que luchó «como un león».
Hay una lucidez y un cierto gusto lúdico en el valor de la nobleza que evita el
combate desesperado propio del que defiende su vida más como fiera que como
hombre.
A
este rasgo físico se refiere la ley sálica cuando afirma: «Nosotros
los Francos, nobles de cuerpo y blancos de piel» , o ese otro reproche de
Ulises, cuando reprocha a Tersites señalando su falta de vigor y aptitud para
la guerra, que lo induce a preferir la murmuración y la charlatanería del
demagogo al combate franco y abierto del guerrero.
El
noble es, ante todo, guerrero y es en las funciones militares donde las
sociedades forman su nobleza. Es una idea muy moderna y revolucionaria hacer de
la milicia un oficio y del militar un técnico, sin otra preocupación que el
adiestramiento en el ejercicio de las armas. En las sociedades tradicionales fue
una escuela dura y llena de exigencias morales en la que se formaban los mejores
jóvenes de la clase dirigente.
Dado
que uno es siempre hijo de sus padres, no parece sabio negar el aporte de la
estirpe a la formación del talante, tanto en el aspecto corporal como en el
orden moral. No olvidemos que la educación empieza en la casa y allí, en
contacto con las virtudes cultivadas por los padres, el hijo forma su propio
temple y crece en la emulación de los paradigmas que ofrecen sus parientes. Los
españoles llaman «hidalgo» al hombre
de buena cuna, al que tenía en su haber las obras de sus antepasados. La
sabiduría del pueblo hispánico ha recogido esta enseñanza a nivel popular
cuando sentencia: «De tal palo tal
astilla, de la buena sangre la buena morcilla».
Sería
arriesgado suponer que inevitablemente se heredan las buenas cualidades
paternas, y esta presunción es fácilmente desmentida por los muchos ejemplos
de hijos indignos que da la historia. Pero de cualquier manera la sangre es más
espesa que el agua, y existe una explicable tendencia a mezclar su raza con
gente de una condición más o menos semejante, como si se quisieran perpetuar
los rasgos de una tradición familiar que se considera positiva.
Cuando
la energía de una estirpe disminuye, su primer movimiento es buscar alianzas
matrimoniales fuera de su acostumbrado circuito de enlaces, ya para encontrarse
con familias menos contaminadas con las propias debilidades o que posean
virtudes compensadoras de las falencias comprobadas. Puede suceder también que
los cambios operados en las costumbres impongan hábitos distintos de aquéllos
que se cultivaron en el seno de la sociedad heril, y se haga necesario abrirse a
las nuevas corrientes incorporando las cualidades de otra clase social.
No
se puede desdeñar en la formación de un noble la existencia de un cierto
desahogo pecuniario que favorezca el cultivo de las actitudes liberales. El
hombre presionado por la chatura de una condición miserable no tiene tiempo ni
ánimo para sacarse el peso de la pobreza. Piensa demasiado en sobrevivir como para
cultivar los desprecios indispensables para el ejercicio de la condición noble.
Lo dice Don Quijote en su respuesta al cura que le reprochaba sus andanzas: «Habiéndose
criado algunos en la estrechez de algún pupilaje, sin haber visto más mundo
que el que pueda contenerse en veinte o treinta leguas de distrito, pretende
meterse de rondón a dar leyes a la caballería y a juzgar de los caballeros
andantes» .
Pienso
—como Dante— que tanto la riqueza como la estirpe no son de absoluta
necesidad para la formación del ánimo noble, pero dado el innegable carácter
social de la naturaleza humana, todo cuanto constituye el valor de una persona
está inevitablemente condicionado por el medio social en que se realiza, y es
en ese medio donde tienen que advertir los aspectos favorables o desfavorables
para la formación de nobleza.
Las
sociedades humanas elaboran, en el curso de su historia, los órganos que
necesitan para cumplir con sus funciones esenciales, y esto de dos maneras: de
acuerdo con las normas impuestas por la sabiduría tradicional o conforme a los
artilugios de un contrato jurídico. La tradición es tanto más auténtica y más
certera cuando más profundo y real su contacto con la fuente divina de la que
emana. Esto da cuenta y razón de un hecho que el estudio prolijo de la historia
corrobora con amplitud: la nobleza cristiana fue, en sus mejores ejemplares, la
más pura y la más digna que el mundo ha conocido y la que podemos tomar por
modelo cuando queremos fijar un tipo de hombre de guerra que sobresalió, tanto
por su combativa eficacia, como por la generosidad de su ideal ético. Si un
caballero como San Luis, Rey de Francia, no hubiera existido, habría que
atribuirlo, inevitablemente, a las exageraciones paradigmáticas de la Leyenda
Dorada.
Cuando
una sociedad no pone sus armas en manos de una nobleza las coloca,
inevitablemente, en las de gentes más o menos especializadas, pero sin
preparación espiritual para servir un propósito de cierta grandeza. No nos
engañemos confundiendo los ideales con la realidad. Tanto la caballería como
la santidad pertenecen al plano de la causalidad ejemplar, pero cuando
efectivamente obran en una sociedad no podemos, por escepticismo contumaz y metódico,
despreciar su eficacia. No todos los nobles fueron caballeros en el sentido
cabal del término, ni todos los cristianos son santos, pero así como hubo
caballeros hubo también santos, y la presencia real del hombre que encarna los
valores del ideal no deja de producir su efecto benéfico en el comportamiento
de quienes tratan de emularlos.
Los
paradigmas éticos propuestos por el cristianismo han desaparecido de nuestra
civilización, y las palabras que servían para designarlos —despreciadas por
la incidencia de una valoración deformadora— siguen usándose, pero con
significados completamente distintos, cuando no opuestamente contradictorios. En
las sociedades tradicionales el ejército combatiente estaba integrado por los
hijos de las mejores familias, y no se podía representar un digno papel en el
gobierno si no se estaba preparado para hacerlo en el combate. Los reyes
cabalgaban a la cabeza de sus tropas y su guardia de corps
era la flor y nata de la
nobleza. Nuestras clases dirigentes no solamente no combaten, sino que hacen lo
posible para eludir todas las consecuencias de un cotejo armado. El resultado
inevitable es el carácter cada día más cruel y totalitario de las guerras
modernas.
Nuestra
conclusión puede parecer caprichosa si no pensamos que para preparar el
ejercicio de las funciones más delicadas de la sociedad, y en especial las más
responsables, se deben tener presente dos cosas: la generosidad del ideal y el
egoísmo de nuestras propias flaquezas. Ningún ideal vive exclusivamente de la
generosidad y mucho menos del egoísmo. Ni el altruismo puro, ni el frío interés
personal son capaces de edificar una conducta duradera. El primero, porque
carece de fundamento en la realidad y puede terminar en pura retórica; el
segundo, porque no abre al espíritu las nobles justificaciones que necesita el
hombre para dar a su existencia algo que la salve del oprobio y la autodestrucción.
Cuando la nobleza era la única que combatía, las guerras se hicieron con
ciertas normas lúdicas que tomaban en cuenta el honor de los vencidos y la
generosidad de los vencedores. Cuando los que desatan las guerras no combaten,
tales precauciones dejan de ser necesarias y las luchas armadas se resuelven en
el cálculo frío del interés estratégico y en donde el horror de los métodos
empleados puede ser considerado un elemento de persuasión perfectamente válido.
Para
Dante la palabra nobleza era sinónimo de perfección en la línea de las buenas
disposiciones naturales, acepción perfectamente aceptable si no se toma con
atención el significado que le dio el uso cuando limitó su aplicación a la
clase de los guerreros. De acuerdo con la semántica dantesca la santidad, en su
sentido pleno, es nobleza, pero conforme al uso popular, un noble no tiene
necesariamente que ser santo, y si se sutiliza un poco se puede hablar de nobles
defectos y de vicios nobles, cuando se alude a ciertas malas inclinaciones que
no atentan contra la noción de nobleza.
Así,
se puede hablar en buen castellano de un noble despilfarro o de una noble falta
de precaución o cautela en el trato con la gente. Se alude a un señorial
descuido frente al peligro o a un displicente abandono de los detalles
defensivos ante la inminencia del combate. Si se observa bien ninguno de estos
defectos afea la conducta de un hombre de bien, aunque se trate siempre de
efectivas faltas en el comportamiento. Arriesgar la propia vida en un gesto de
orgullo o inútil vanidad es una acción que no carece de nobleza, pero al no
guardar la proporción adecuada con aquello que la razón impone, resulta
superflua y, si se quiere, viciosa en el verdadero sentido del término.
Lo
importante, para un estudioso de la sociedad política tradicional, es el
momento educativo de la nobleza y el buen uso que hace una sociedad saludable de
ciertas inclinaciones violentas para obtener de ellas resultados favorables al
bien común. La soberbia de la vida, el orgullo y algunos movimientos de la
simple vanidad sirven para construir sobre ellos un temple de singular
reciedumbre frente a las situaciones arduas donde los hombres arriesgan la vida.
En ellos la virtud de fortaleza se ve socorrida por una serie de pasiones que,
observadas por separado, no darían buenos frutos, pero al confluir con la
disposición virtuosa llevan a un hombre mucho más allá de lo que puede
esperarse de un ánimo común y hasta configuran, en alguna medida, la fisonomía
moral del héroe.
Repito
que no todos cuantos pertenecieron al estamento de la nobleza fueron nobles en
el sentido paradigmático de la palabra. Sucedió también con demasiada
frecuencia que aquellos que estaban colocados más alto en las jerarquías
nobiliarias no eran los mejor dotados para el cumplimiento del oficio. La razón
es simple y, por desgracia, demasiado humana, porque al no sufrir como los otros
la presión constante del grupo social, pudieron descuidar con cierta impunidad
sus obligaciones y permitirse algunas felonías, que para un noble de menor
cuantía hubiera significado una deshonra irreparable y una inmediata
descalificación con todas sus consecuencias sociales.
Hoy
es uso corriente valorar a una persona por su popularidad y, aunque el criterio
por sí mismo vale poco, no debe ser totalmente desdeñado en aras de una
demofobia exagerada. En los buenos momentos de las sociedades tradicionales,
tanto los reyes como los nobles gozaban de una sólida estima pública y no se
les escatimaba el aplauso de las muchedumbres cuando se presentaba la ocasión.
Es verdad que la noción de pueblo no se había convertido en una consigna
subversiva y su acepción abarcaba todo el orden social en su configuración
diferenciada y jerárquica: los reyes, los nobles, los sacerdotes, los notables,
formaban parte del pueblo con el mismo derecho que los lacayos, los mozos de
cuerda y los oficiales de diversos oficios. El prestigio de las clases más
altas estaba ligado tanto a sus funciones específicas como a sus condiciones
personales.
Nosotros
vivimos en un mundo mucho más uniforme, horizontal y homogéneo, pero al mismo
tiempo más separado por las situaciones económicas, los diversos grados de
cultura, las distintas exigencias morales y la variada expresión de las
creencias. La popularidad en nuestros ambientes es menos natural y espontánea.
No surge del contacto personal con los astros del momento ya en la Iglesia, la
calle, la palestra o la romería.
Hoy
la popularidad se fabrica en los medios de difusión masiva, y si bien es cierto
que conocen una difusión que jamás pudieron tener las popularidades antiguas,
es siempre a través de imágenes, fotos y reproducciones artificiales que no
tienen el calor y la vida del contacto directo y la proximidad amistosa. He
visto centenares de fotografías de algún líder político calurosamente
publicitado, pero nunca me arrimé a él para que curara mis
verrugas o me bendijera a su paso en una fiesta solemne.
El
noble era el protector natural del pueblo, y su familia heril se extendía a
todos los hogares que dependían de su fuerza, de su prestigio, de sus riquezas.
A él le correspondía defenderlos, y no solamente por la generosa disposición
de su ánimo —que hubiera sido de poca duración— sino porque toda esa gente
constituía esa fuerza, ese prestigio y esa riqueza de las que él disponía
como jefe.
Sobre
todas estas realidades —que las historias ideológicas han deformado de
acuerdo con sus intereses publicitarios— hay dos maneras de hacer el imbécil:
convirtiéndolas en leyendas doradas, que los defectos y los vicios de los
hombres en todos los tiempos se encargan de desvirtuar, o negándoles todo valor
en uso de un desprestigio sistemático que contraría la versión de los
testimonios y el uso de la sana inteligencia.
La
nobleza cumplió, en las sociedades tradicionales, una función irreemplazable.
Su desaparición como estamento encargado de una permanente vigilia de armas ha
dejado un vacío que no pueden llenar las improvisadas promociones de militares
profesionales —más adiestradas que educadas— en las difíciles situaciones
que impone el comando, tanto en la paz como en la guerra.
VII.
DINERO Y OLIGARQUÍA
El
comercio y las especulaciones financieras —eso que en general se llama el
mundo de los negocios— tiende a formar una clase social que posee una
mentalidad espontáneamente opuesta a las normas tradicionales. Ven en ellas
cortapisas para la expansión de sus fortunas. No se equivocaba Marx cuando veía
en las oligarquías financieras un poder estrictamente revolucionario, porque
con ellas nace la crítica al orden antiguo y el deseo de sustituir sus
instituciones por otras más ágiles y adecuadas a la movilidad de las
situaciones auspiciadas por el juego del dinero. «La burguesía —escribía Marx en el «Manifiesto Comunista»— ha
ejercido en la historia una acción esencialmente revolucionaria» . No
importa que esa acción no haya sido todo lo revolucionaria que Marx deseaba:
basta que se reconozca su faena destructora del orden antiguo para que se
comprenda su papel.
La
primera relación de las oligarquías modernas con la política nace de las
exigencias del soborno. No se puede hacer buenos negocios cuando los encargados
de conducir los asuntos políticos de una ciudad se oponen a ciertas empresas o
favorecen la situación de otras. El soborno es carta obligada para una oligarquía
en proceso ascendente, y cuando se hace demasiado oneroso y perturba la buena
marcha de las finanzas, se impone el cambio de gobierno mediante un golpe de
estado que favorezca el advenimiento de agentes más tratables.
Generalmente
las oligarquías financieras prefieren gobernar por interpósitas personas, y la
fabricación de los hombres de paja está
ligada al auge de estos poderes. Se recurre así a las condiciones demagógicas
de los caudillos populares, fáciles de reemplazar cuando se impone un cambio de
frente que no comprometa los objetivos fundamentales del sistema.
Solía
suceder que el deseo de cumplir un papel principal en la conducción del
gobierno tentara a ciertos oligarcas para ocuparse personalmente de la faena política
y corrieran así con los peligros inherentes a una actividad realmente
principesca. Los Medicis fueron en Florencia un ejemplo particularmente
significativo de esta situación, pero al mismo tiempo señalaron al poder
puramente oligárquico un sesgo aristocrático que éste prefiere ignorar. El más
noble de todos los Medicis, Lorenzo, llamado «Il
Magnifico» , lo dijo con una claridad que exime de cualquier comentario: «Acepté
el gobierno sin entusiasmo. La carga me pareció poco conveniente para mi edad,
muy pesada y peligrosa. La tomé únicamente para asegurar la conservación de
nuestros amigos y de nuestra fortuna. En Florencia, cuando se es rico, es difícil
vivir si no se es también dueño del Estado» .
Palabras
que no fueron destinadas al público pero que expresan, sin otra explicación,
la cruda realidad de un gobierno de financieros; pero que no obstante, y por el
hecho de haber asumido personalmente el riesgo de gobernar, dio a nuestra
civilización el espectáculo de una república de lujo, tan distinta de esas
oligarquías solapadas que obran detrás de sus mezquinos demagogos.
Tanto
Florencia como Venecia protagonizaron dos modelos oligárquicos que, muy a pesar
de sus orígenes comerciales y usurarios, supieron dar a sus empresas un tono y
un empaque parangonable a los de las mejores aristocracias, y esto porque en
ningún momento se perdió de vista el cultivo de una noble educación.
Las
oligarquías financieras modernas han sabido ocultar con mucha más habilidad su
contrabando político, y han hecho creer a los pueblos que eligen sus propios
gobernantes cuando sufragan por los comparsas que levanta la publicidad. Este
engaño tiene enormes ventajas, porque no solamente conforma al votante común
sino que disuelve de tal manera la responsabilidad del gobierno, que las culpas
se reparten en la sucesión de las comanditas sin que se pueda conocer nunca a
los que dirigen el baile.
Cuando una preferencia valorativa impone su rumbo axiológico a toda una sociedad se desencadenan una serie de consecuencias que son la lógica conclusión del camino emprendido. Si una civilización está signada en la marcha de sus intereses espirituales por los criterios económicos tenderá, inevitablemente, a hacer prevalecer tales criterios en el cultivo de todas sus actividades. Éstas irán, poco a poco, delatando en sus desarrollos la impronta deformadora de la actitud dominante. No obstante, conviene recordar que los procesos donde está comprometido el hombre no se desatan con la lógica precisión de un silogismo y se debe observar en ellos, junto a lo que constituye un eje de disposiciones imperantes, una variada gama de opciones y gustos que se deslizan un poco por todas partes y que hablan de la complejidad de los asuntos humanos.
En
la historia del hombre la preponderancia del espíritu es innegable, y por mucho
que concedamos a la materia —en el sentido marxista del término, o sea como
aquello que el hombre transforma por medio del trabajo en la realización de su
propia esencia— lo que opera y transforma es siempre el espíritu. Volveremos
sobre este tema en páginas posteriores, pero conviene hacer recordar a los que
ven en las ideologías un momento privilegiado del obrar humano, que éstas,
muchas veces, no son otra cosa que modelos para desatar la acción constructiva
del hombre y es en tal condición como se insertan en el trabajo.
En
el sentido muy preciso de su valor, el dinero es poder; y
de esta manera la búsqueda del dinero se convierte en lucha por el poder.
Cuando los grupos financieros alcanzan un cierto grado de riqueza, gravitan
sobre la política y hacen girar sus decisiones a favor de sus intereses, sean o
no solidarios con el estado nacional sobre el cual imperan. De este modo la política
deja de servir al bien común, y de faena esencialmente moral se convierte en
una empresa militar de apoyo a los intereses de sus oligarquías.
Hoy
puede resultar un poco cómico que se traiga a colación la memoria de Aristóteles
para enfrentar la solución de un problema político. Hace siglos que no se
piensa con las categorías ontológicas del Estagirita y sólo un gusto muy
acentuado por el anacronismo puede llevarnos a convalidar su autoridad. De
cualquier manera, y así fuere en el terreno de la normalidad preceptiva de la
buena salud, una política desconectada de una benéfica acción moral sobre el
pueblo es una aberración por partida doble. Primero, porque el hombre tiene un
destino eterno y el orden de la ciudad debe ayudar a cumplirlo. Segundo, porque
encerrar al hombre en la clausura de un universo mental economicista es
destruirlo.
No
se puede ser un buen político si no se tiene un hondo compromiso con las
creencias religiosas de un pueblo, y es por la profunda cualidad de esta
vinculación que no se puede separar la política de la religión. Si el político
no cree que Dios o los dioses sostienen sus propósitos, mal puede hacerse
responsable ante el divino tribunal de la conducción de sus compatriotas.
Admito
la extrañeza que puede producir una afirmación de esta índole en cabezas
hechas para una política típicamente administrativa. Es como traer al recuerdo
los fantasmas de Carlomagno, de San Luis, de Carlos V o Felipe II, un pasatiempo
anacrónico con una carencia casi absoluta de oportunidad histórica. No
obstante, existen ejemplos un poco más modernos de una relación positiva entre
la religión y la política como para que se imponga la necesidad de remontarnos
a tiempos tan remotos ¿Son tan viejos Ghandi, Komeini o Zalazar?
Reconozco
también que se puede pensar de muchas maneras cuando se examinan las sociedades
y se trata de comprender las motivaciones más profundas de su naturaleza. Se
puede pensar sin tener en cuenta para nada la orientación metafísica de la
inteligencia, y limitarse a hacer una descripción higiénicamente fenomenológica
de los hechos como si éstos se movieran, inevitablemente, en un campo sin
compromisos sobrenaturales. Pero una vez eliminado de nuestra experiencia
concreta todo cuanto se relaciona con Dios y con los demás hombres en función
de compromisos religiosos, lo que queda es tan miserable que sólo se puede
explicar por medio de una reflexión pervertida en sus líneas principales.
No
creo estar cediendo a un gusto exclusivamente estético
por el simbolismo religioso: obedezco a la necesidad de explicar los hechos
humanos sobre principios que den cuenta y razón de sus manifestaciones. No
podemos explicar ni siquiera nuestra condición de personas racionales si en el
fundamento de nuestros orígenes no ponemos la actividad de Dios. De otro modo,
habríamos llegado a ser personas por una azarosa combinación de substancias químicas,
ninguna de las cuales contiene en sí lo que saldrá como consecuencia de su unión.
Claro está que la combinación cromosómica tendría en su íntima programación
explicado el misterio de una personalidad única e irreiterable.
En
ese caso habría que reducir los movimientos propios de la inteligencia y de la
voluntad a complejos instintivos que se disparan, de acuerdo con un modelo
programado, según instancias exigidas por la especie. Esto abre una indagación
que cuestiona todo el problema de la realidad humana en su más noble
constitutivo.
El
principio metafísico de que no puede haber en un efecto más realidad que
aquella que está contenida en su causa, nos induce a pensar que sólo Dios
puede ser el autor de cada uno de nosotros, porque sólo Él puede provocar la
aparición de un ser personal y único dotado de inteligencia y voluntad.
Ahora
podríamos preguntarnos ¿que relación guarda el origen metafísico del ser
humano con el poder político de las oligarquías financieras? Adviertan que
para el caso no significa mucho que sean de origen capitalista, se impongan por
la subversión o nazcan del sufragio. El carácter, siempre nefasto, del
resultado depende del poder social que se les conceda. Lo que importa para
nuestro análisis es que un poder político de esta naturaleza constituye, en
sentido estricto, una deformación del poder, porque ignora el verdadero sentido
de la realidad humana, y prefiere decididamente ignorarlo para alcanzar sus propósitos
deformantes.
Las
oligarquías han sido siempre, sin lugar a dudas, formas viciosas del poder político,
pero sucedió muchas veces que en el ejercicio de una potestad responsable logró
ennoblecer sus rasgos y adquirir la fisonomía de una aceptable aristocracia.
En
nuestra época —especialmente a partir de la Revolución
Francesa— los grupos financieros que conducen la política a escala
mundial han preferido ejercer su dominio a través de los hombres
de paja y aplicando, en toda circunstancia, la receta infalible del soborno.
Así han logrado destruir por completo la naturaleza misma del orden social,
colocando a la cabeza de las comunidades políticas a sus fidei-comisarios extraídos
de la hez de las universidades.
VIII.
EL DINERO Y LA UTOPÍA DEMOCRÁTICA
El
hombre puede aplicar una ejercitación metódica a sus disposiciones naturales y
obtener así, por entrenamiento, resultados muy superiores a los que obtendría
con la aplicación espontánea de sus facultades. Todo el problema de la educación
y la cultura radica en esta capacidad de su naturaleza. Sucede también que un método,
aplicado con la misma perseverancia a tergiversar el orden natural de las
disposiciones, puede obtener también efectos extraordinarios en la promoción
de una conducta perversa. Hoy es un tópico hablar del proceso de desinformación
a que están sometidos todos los pueblos bajo control periodístico. La mentira
está tan organizada y se difunde según tácticas tan científicamente
elaboradas, que resulta una faena realmente heroica eludir su engaño.
Se
debe también reconocer que no hay un gran interés en eludirlo, y concurren
tantos intereses a la gestación del engaño que un análisis ligeramente
prolijo nos conduciría a detalles de investigación que sería imposible en un
sucinto esquema explicativo como éste. Todo el mundo está más o menos
interesado en mantener a su favor los beneficios de las mentiras colectivas, y
hasta los partidos llamados de oposición nacional ingresan en la pugna democrática
sin creer en sus consignas, pero convencidos de que, a lo mejor, ciertas
verdades les permitirán obtener el sufragio que los coloque a la cabeza del
gobierno.
Es
una de esas ilusiones que sus adversarios de izquierda prevén con anticipación
y hasta usan a favor de sus designios, especulando con el miedo que puede
despertar en las muchedumbres la amenaza fascista.
Perfectamente
condicionadas las respuestas masivas frente a las consignas progresistas, tratan
de hacer ver que los hombres elegidos por el pueblo para presidir los gobiernos
han sido previamente escogidos entre los ciudadanos más adictos al bienestar
común y que de ningún modo pueden ser contados entre la hez de las
universidades. Los que realmente tienen alguna significación social por la
potencia de su fortuna, conocen la insignificancia de sus hombres
de paja y cuentan ampliamente con ella para evitar una aventura
revolucionaria que desubicara sus puestas. En los países sedicentes democráticos hay cierta labilidad en el juego que
permite la descalificación del personal opositor, ya por razones de índole
privada o pública, pero sin delatar nunca la mecánica intrínseca del proceso.
Puede hablarse mal de Fulano o Mengano, pero no de la situación que respalda el
acceso de tales sujetos al poder. Nadie puede decir que el pueblo es gobernado
por la peor parte de sus habitantes para favorecer el efectivo anonimato de las
camarillas dirigentes.
Hay
que ser muy torpe para creer que el pueblo es realmente soberano y que de su
voluntad, expresada en un día de sufragio, surgen por arte de magia las minorías
que deben conducir sus destinos. Un hecho de tal naturaleza sólo es aceptable
mediante una serie de engaños que ocultan su realidad y dan viso de cosa normal
a lo que efectivamente es una anomalía. Las funciones naturales de la vida
social crean su dirigencia en el trato histórico con las realidades de la
existencia. Los individuos que sobresalen en sus relaciones con el gobierno, la
economía, el arte, las ciencias y la guerra, son los que deben gobernar por la
necesaria gravitación de la autoridad desarrollada en un determinado ámbito de
las actividades espirituales. No obstante, esto que se presenta como el
resultado de un crecimiento orgánico de las responsabilidades comunitarias, es
presentado por la Revolución como una
pretensión inaudita y sustituido por el artificio de la demagogia electoral,
que quita al orden político sus expresiones más sanas y las reemplaza por las
que surgen del mecanismo de la propaganda.
El
marxismo ha llevado este artilugio de las sociedades modernas a un grado de
eficacia casi absoluta gracias a la presión de la burocracia estatal, pero
Marx, personalmente, advirtió esta situación creada por la influencia del
dinero cuando en el «Manifiesto Comunista» escribía con palabras que eximen de todo comentario: «Allí
donde ha conquistado el poder, ha pisoteado las relaciones feudales,
matriarcales e idílicas. Todas las ligaduras multicolores que unían al hombre
feudal a sus superiores naturales las ha quebrantado sin piedad para no dejar
subsistir otro vínculo entre hombre y hombre que el frío interés, el duro
pago al contado... Ha sustituido las numerosas libertades tan dolorosamente
conquistadas con la única e implacable libertad de comercio» .
Lo
que Marx no dice —y esto porque iría contra la edificación de su propio engaño—
es que el dinero ha creado una nueva clase de promotores revolucionarios, que
opera entre los grupos financieros y las masas: ideólogos, publicistas,
agitadores, demagogos, sindicalistas, especialmente preparados para mantener el
espejismo publicitario del sufragio en constante efervescencia, porque las cosas
que no tienen existencia real tienen que hacer hablar de ellas para adquirir la
efímera realidad de la ilusión.
Dios
ha sido reemplazado por eso que sus representantes titulares llaman pueblo,
y que no es otra cosa que la masa unida por las consignas revolucionarias al
grupo que es, al mismo tiempo, su creador y su seguidor más sumiso. Esto puede
parecer un contrasentido, pero los monstruos colectivos son artificios que
parasitan la vida y se nutren con la substancia de los hombres reales,
convirtiendo en sus esclavos a los que aparentan ser sus dueños. Tienen en
parte la contextura del dinero que los engendra, son todo y no son nada, me
sirven y los sirvo.
Cuando más aumenta en mis arcas soy más esclavo de sus exigencias. En el último
momento de mi vida comprendo que ya no sirve para nada, y que entro en el
misterio de la muerte tan pobre y desnudo como el último desvalido.
La
religión, con todo el articulado de los vínculos establecido por Dios para la
salvación de los hombres, se ha visto despojada de su cetro
y de su tribunal en la intimidad del espíritu por las ilusiones ideológicas de
los partidos; la
sabiduría teológica, por una falsa ciencia histórica que narra la peripecia
humana en clave antroponómica, para hacerla desembocar en los designios
establecidos por la mentalidad revolucionaria en lugar del programa salvador
propuesto por Nuestro Señor Jesucristo a nuestra libre voluntad. Las
autoridades naturales del saber, la acción y el comando, son usurpadas por las
reputaciones mendaces creadas por el soborno y la politiquería, sin mencionar
las múltiples, fugaces y frágiles celebridades auspiciadas por la necesidad de
divertir al soberano y promover al sostenimiento de su augusta imbecilidad con
los impactos del deporte, el crimen y el erotismo.
La
Sagrada Escritura advertía contra la disposición —al parecer siempre muy
fuerte— de dejarnos impulsar al mal por la presión de la muchedumbre.
Conocemos por experiencia lo difícil que es resistir al sortilegio de la opinión
cuando todo el mundo está de acuerdo en hacerla suya.
En
estos últimos tiempos hasta la jerarquía eclesiástica ha cedido al influjo de
las sirenas publicitarias y —ya sea porque se ha perdido la fe, o por razones
todavía más mezquinas de índole económico— se ha lanzado a propagar,
envueltas en sus mensajes religiosos, las consignas democráticas que se han
convertido en una suerte de revelaciones de la historia, como si un evangelio
paralelo ligara sus proposiciones al eterno Evangelio revelado por Cristo.
Leemos
en un documento redactado por un
altísimo dignatario de la Iglesia Católica y encargado de custodiar la
doctrina de la fe en sus instrucciones sobre la libertad cristiana, que el
movimiento de la Revolución Francesa «se había
fijado un objetivo político y social. Debía poner fin al dominio del hombre
sobre el hombre y promover la igualdad y la fraternidad de todos los hombres. Es
un hecho innegable que se han alcanzado resultados positivos. La esclavitud
y las servidumbres legales han sido abolidas. El derecho de todos a la cultura
han hecho progresos significativos. En muchos países la ley reconoce la
igualdad del hombre y de la mujer, la participación de todos los ciudadanos en
el ejercicio del poder político y los mismos derechos para todos.....La
formulación de los derechos humanos significa una conciencia más viva de la
dignidad de todos los hombres. Son innegables los beneficios de la libertad y de
la igualdad en numerosas sociedades, si las comparamos con los sistemas de
dominación anteriores» (Instrucción
de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre libertad cristiana y
Liberación).
Resultaría
un poco pesado analizar una por una las afirmaciones de este extraordinario
documento y poner en claro las ambigüedades que pululan a lo largo de sus páginas,
para hacer resaltar la diferencia que existe entre la noción cristiana de
libertad y aquella puramente natural —cuando no utópica— sostenida por el
pensamiento revolucionario. Cuando se escribe que es un hecho innegable que se
han alcanzado resultados positivos en la promoción de la igualdad y libertad
humanas, sin decir absolutamente nada sobre la realidad, no menos innegable, de
las consecuencias negativas, masificadoras y enajenantes de la publicidad ideológica
en las democracias totalitarias, se tiene todo el derecho a poner en duda la
información, la inteligencia o la decencia del autor de tales páginas.
Cuando
un doctor de la Iglesia examina las consecuencias de la Revolución
sin parar mientes en la prolija documentación que su propia Iglesia ha
acumulado con anterioridad; cuando no considera para nada la crítica formulada
por escritores de indiscutida capacidad como Burke, pasando por Taine, hasta las
más recientes de Fäy, Gaxotte y Dumont, tenemos todo el derecho a sospechar
que se ha adoptado tal posición por razones de propaganda ideológica y no como
una consecuencia normal de la reflexión teológica llevada sobre el curso de
los sucesos históricos.
No
obstante, hay algo en el documento redactado por Monseñor Ratzinger que
coincide con el pensamiento tradicional y es que, indudablemente, el mundo
moderno tanto en lo que tiene de malo como en aquello que tiene de peor, es una
inevitable consecuencia de las doctrinas enseñadas por la Iglesia, pero siempre
que se tenga muy en claro que tal doctrina puede ser bien o mal entendida y que
la proyección ejercida sobre el mundo moderno proviene de principios cristianos
secularizados, pervertidos en su radical disposición sobrenatural. Para decirlo
con palabras de Chesterton, los principios de la Revolución
son verdades cristianas que se han vuelto locas, y que al perder su quicio en el
contexto de la fe han dejado en libertad el veneno de la utopía.
Esto
sucede, inevitablemente, cuando a un dogma de fe como puede ser aquél de la
libertad que gozarán los bienaventurados en el Reino de Dios, se lo traslada a
un ámbito de exigencias puramente naturales como es el del orden político
temporal. Se convierte así en una ilusión absurda que hará más daño que
bien a los pobres imbéciles que la consideran como un proyecto realizable en el
tiempo de la historia.
Se
ha dicho, no sin poner en la frase una intención irónica, que la democracia es
la inmaculada concepción del hombre porque en ella se considera al ser humano
como si poseyera una naturaleza sin desfallecimientos a la que hay que abandonar
a su espontaneidad creadora para que dé buenos frutos. Se sueña así con un
orden de convivencia sin jerarquías naturales, en donde la bondad intrínseca
de cada uno se expande en una fraternidad igualitaria sin fisuras.
La
famosa toma de la Bastilla fue un símbolo sintomático de la mentalidad
revolucionaria. Hecho por una turba de agitadores, entre los cuales había
muchos delincuentes y no pocos borrachos, se transformó —gracias a una
publicidad edulcorante y transformadora— en una gesta que traducía el
advenimiento a la historia de una nueva mentalidad, de un nuevo hombre despojado
para siempre del antiguo servilismo encarnado en la famosa cárcel. Su destrucción
daba pábulo al sueño de una futura sociedad sin represiones, como si las
mazmorras de Bioëtre estuvieran a miles de kilómetros de la Bastilla y el
Archipiélago Gulag a una distancia sideral en el tiempo.
Los
asesinatos rituales al pié de la fortaleza era la sangre con que se debía
pagar la liberación de los asesinos. La remisión de falsas llaves «a
todos los necios de importancia» y
a los jefes de las logias internacionales, era también un anticipo simbólico
de los futuros negocios que debían llegar cuando la Asamblea Nacional se
hiciera cargo de los bienes del clero. La realidad del acto no para aquí,
porque la Revolución no está hecha
solamente por los que emparvan humos ilusorios y sueñan con paraísos en la
tierra. Junto a las esperanzas en los «mañanas
que cantan» están los que
negocian y medran con el asunto, los que reparten plata y vino entre los
asaltantes y esperan tener buenos intereses de sus grandes o módicas
inversiones.
Conviene
recordar, cuando hablamos de democracia, que este término no tiene nada que ver
con el régimen que se llamó así en la Antigua Grecia. Su significado oculta
hoy una realidad mucho más falsa y sórdida de aquella que preparó para Atenas
la reforma de Clístenes, y que supo mantener en cierto equilibrio la
inteligente cautela de Pericles. En nuestro lenguaje político el término se
impone como una consigna inevitable para poder hacer pasar cualquier contrabando
político, y el que no lo usa con algún adjetivo que limite, extienda o
purifique su sentido está absolutamente muerto en la contienda electoral. Es la
mentira necesaria para abrir el curso de los honores y satisfacer la voluntad de
los usureros que quieren en el gobierno hombres aplaudidos por las masas.
Nunca
el hombre medio ha participado menos en el efectivo ejercicio del poder, y jamás
la cúpula del mando verdadero ha sido tan pequeña y ha estado tan alejada como
hoy de sus bases populares. Al monarca absoluto lo podía ver cualquiera en
cualquier momento de su existencia, y así como podía asistir al parto de la
reina y oír sus quejidos muy humanos entre la sangre y las contracciones, se
podía contemplar al rey mientras aliviaba su vientre en la silla horadada.
Nuestros verdaderos monarcas están bien ocultos a las miradas del público, y si es muy cierto que se puede atentar contra la vida de alguno de sus más importantes testaferros, es sumamente difícil conocer el nombre de quienes lo manejan entre bambalinas.