Del infinito pascaliano

Numa Tortolero

 

La consideración del Universo como naturaleza infinita, tal como lo hizo Blaise Pascal en su momento, reviste una particular signficación a la luz de la ontología clásica, la ontología de cuño aristotélico, sobre todo si se considera a esta ontología como una fundamentación del discurso humano o de la intersubjetividad.

La ontología aristotélica, vista como fundamento de la inteligibilidad del discurso, supone una cosmología finita, se funda en última instancia sobre la finitud del mundo. En esta ontología, tal como la desarrolló Aristóteles en el libro IV de su Metafísica, el orden lógico del discurso supone siempre un sujeto último de atribución, un sujeto que no puede ser predicado de otro sujeto que no sea él mismo: se trata, en este caso, de la sustancia primera.

Desde el punto de vista lógico, Aristóteles divide la proposición en dos partes: un sujeto y un predicado. Ambas partes estarían enlazadas por una cópula: el verbo ser. En este sentido, una proposición no sería la atribución de un predicado a algo, que sería el sujeto. De esta manera, puedo definir algo, el sujeto, como una especie de ejemplar de una clase de entes. De esta manera puedo atribuir alguna propiedad a algo.

El establecimiento de un sujeto último de atribución (un sujeto del cual predico un atributo pero que no puedo emplear como atributo de otro sujeto que no sea él mismo) posibilita un orden entre los distintos modos en que se dice el ser, es decir, funda una jerarquía entre lo que Aristóteles llamó las categorías. En este orden jerárquico, la esencia es la catergoría de la cual todas las demás se dicen. Además, toda categoría se relaciona con el ser mediante la esencia. Adquiere entonces primacía la categoría de la esencia.

El orden así establecido en el plano de la atribución, esta jerarquía categorial, se corresponde con un orden en el plano del ser. Recuérdese que la ontología aristotélica es de corte realista. De esta manera, si en el plano de la atribución hay un sujeto último, paralelamente hay en el plano del ser una modalidad de existencia que es por sí, no por otra: el ser esencial. La correspondencia entre ambos planos no es casual, sino funda el orden lógico en el óntico.

No es suficiente esta fundamentación, ya que no explica como pueden comunicarse los hombres a pesar del movimiento y el cambio. Aristóteles se ve conducido entonces a postular, después de la formulación de su teoría de la potencia y el acto, la existencia en el movimiento de un motor que mueve sin ser movido él mismo: el primer motor inmóvil, Dios.

En definitiva, encontramos en el plano lógico un sujeto último de predicación , en el del ser una modalidad de existencia per se que no es en otra, y en el plano del devenir hallamos un primer motor que mueve sin ser movido.

Debe recordarse también que en el mismo Libro IV Aristóteles establece en el orden de la demostración un axioma o principio último, él mismo indemostrable por deducción: el principio de no-contradicción, aquello que funda la posibilidad de la proposición,lo que permite en última instancia que el lenguaje refiera a las cosas. La legitimidad absoluta de dicho principio no puede ser mostrada sino por confutación.

De esta forma explica Aristóteles la univocidad del discurso, que los hombres voluntariamente comuniquen "lo que quieren decir", a pesar de que las cosas cambien. La comunicabilidad, el sentido del discurso se funda en último término sobre la cosmología, orden surgido de la finitud del universo, el cual, en cuanto ser y devenir, siempre encuentra un punto final, afuera.

La presencia de un punto final en la eterna remisión de un ser a otro es un rasgo constante en la historia de la metafísica, por lo menos hasta Descartes. Recuérdese, por ejemplo, el siguiente fragmento de la 3ra. Meditación: "y aunque quizá una idea puede nacer de otra, no se da aquí un proceso infinito, sino que debe llegarse finalmente a alguna primera idea, cuya causa sea como un arquetipo en el que se contenga formalmente toda realidad que en la idea está sólo objetivamente".

La metafísica, desde Aristóteles hasta Descartes, ha sido siempre orientada por la asunción de un punto fundamental final de todo proceso referencial: podría decirse la metafísica caracterizada por un centrismo, por la suposición de que todo gira en torno a un centro inmóvil, mudo y sordo, y por tanto nunca afectado por el suceder o acaecer del mundo. De esta manera, la metafísica salva la univocidad del discurso, la existencia en algún lugar de una verdad y origen sustraído al cambio, al juego del mundo. Creyendo la existencia de un sentido verdadero, el hombre sueña con descifrarlo.

Si consideramos lo dicho hasta ahora, el fragmento a comentar aquí de Pascal se nos aparece bajo una luz polémica. Pascal parte del hecho de que el ser desborda los límites de lo visible, pues carece de fronteras precisas, es extencionalmente infinito. Por más que el hombre se esfuerza en conocer el mundo, nunca logrará aprehenderlo sino muy parcialmente. El conocimiento humano siempre resulta defectuoso.

Pascal llega a afirmar que la realidad supera de tal forma lo cognoscible que termina asemejándose a "una esfera infinita cuyo centro está en todas partes".

Pese al privilegio de que goza el hombre, en su carácter de ser pensante, éste ser no puede erigirse en fundamento. El hombre, considerado junto al ser, se encuentra a sí mismo perdido, sin una base suficiente para fundar algún sentido verdadero.

En realidad, Pascal nos habla de dos infinitos: el más grande, del que hemos hablado, y el más pequeño, un nuevo abismo que Pascal determina como "nada":

  • "El hombre se halla atrapado entre dos infinitos: el de la pequeñez y el de la extensión, entre la nada y el infinito".
  • Estando atrapado entre estos dos infinitos, el hombre no puede conocer el universo, sino contemplarlo. A pesar de esa imposibilidad, observa Pascal, el hombre se ha lanzado temerariamente a la búsqueda de la naturaleza como si gozara de alguna proporción con ella.

    Pascal denuncia y critica este impulso humano, el deseo de presencia plena:

  • "Bogamos en un vasto medio, siempre inciertos y flotantes, empujados de uno a otro extremos; cualquier término donde pensáramos adherirnos y afirmarnos, vacila y abandona, y si le seguimos, escapa a nuestra captura, se nos escurre y huye, en huida eterna; nada se detiene para nosotros... (sin embargo) Ardemos en deseos de encontrar un asiento firma y base última, constante...pero todo nuestro fundamento cruje, y la tierra se abre hasta los abismo.

    "(...) Nada puede lo finito entre los dos infinitos que le rodean y le huyen". (§ 84).

  • El hombre pascaliano padece la imposibilidad de totalización. Nada cierto podrá decirse sobre la naturaleza. Tambaléanse las nociones de lo verdadero y lo falso. Pascal declara la ruina del intelecto (el espíritu geométrico), reconoce fuerzas oscuras, lo otro, una monstruosidad invisible que nos excede. De esto, de las cualidad excesivas, nos dice Pascal que "nos son enemigas; no las sentimos, las sufrimos".

    La razón humana, reducida a sus propias fuerzas, no es capaz de deshacer el embrollo humano, de superar la incorregible fragmentariedad. De sí mismo, el hombre no puede esperar nada. Solo, en la contemplación de la infinitud debe el hombre esperar sin esperar nada de sí.

    La propuesta de Pascal parece asomar la necesidad de sobrepasar al hombre, de traspasar ese ser que a lo largo de la historia de la metafísica -u onto-teología tal como Heidegger la llamó- ha soñado con un fundamento tranquilizador, el origen y el final del juego.

     

    Numa Tortolero

    Caracas, abril de 1993.


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