La filosofía griega ( I )

 


El descubrimiento de la naturaleza: los presocráticos.


LOS JONIOS

La primera interrogación que se formulan los pensadores antiguos versa sobre el mundo que les rodea, sobre la naturaleza. Y como están convencidos de que hay una <<materia prima>> de la que todo lo existente es transformación más o menos compleja, dando así por supuesto el principio de unidad de la materia, las especulaciones se dirigen a determinar cuál sea ese principio (arjé). Tales de Mileto (h. 624-546 a. de J.C.) como muchos de los primeros filósofos, es lo que hoy denominaríamos un científico y, al mismo tiempo, un hombre público. Para Tales el principio es el agua, que en diversos grados de condensación da lugar a todos los elementos y estados y es una fuerza eterna, activa, susceptible de dar existencia.

Anaximandro (h. 610-547), también de Mileto, ciudad situada en Asia Menor, y discípulo de Tales, critica la atribución del arjé a una sustancia particular, arguyendo que la materia limitada y finita no puede dar lugar a lo infinito y eterno. Afirma que el primer principio, o apeiron, posee un carácter indeterminado, inasible para la experiencia; es lo uno, necesario, equilibrado, atemporal; las cosas concretas que de él derivan son otras tantas rupturas de esas propiedades, fruto, por tanto, de un trastorno, de una caída o perversión de lo perfecto. Las cosas se ordenan así en contrarios que, una vez concluida la lucha por superar su antagonismo, se reintegrarán a la unidad primigenia, trascendidas las oposiciones. Se introduce de esta forma un primer elemento de abstracción en el desarrollo de la filosofía.

Anaxímenes (h. 588-524), milesio también, llega a la conclusión de que el arjé no es un elemento tan inconcreto como el apeiron, y señala el aire como materia prima de la que derivan todas las demás por transformación (condensación, rarefacción, etc.). El aire no hay que entenderlo aquí como un principio concreto a la manera de Tales, ni indeterminado, a la de Anaximandro, sino como principio vital, esto es, capaz de dar vida y de transformar las manifestaciones de ésta.

 

PITÁGORAS Y LOS PITAGÓRICOS

La caída de las ciudades jonias bajo el poder persa, determina el desplazamiento del centro de gravedad filosófico hacia la Magna Grecia. Florece aquí un movimiento sobre el que sabemos muy poco, de fondo místico y religioso y con una proyección social que lleva a sus adeptos, los cuales viven en comunidad y sujetos a una regla, a desempeñar un controvertido papel político: nos referimos a los pitagóricos, cuya sociedad muy bien podría calificarse de secta. Pitágoras (h. 572-500) funda en Crotona esa escuela, llamada a perdurar, bajo diversas formas, hasta la época helenística.

Por lo que sabemos, la base de la enseñanza es la ciencia de los números. Éstos tienen un valor simbólico y constituyen el soporte de un gran sistema analógico que, tomándolos por base, relaciona los principios abstractos con la concreción de las figuras geométricas, las notas musicales, los colores, etc., y así hasta dar cuenta del mundo y sus fenómenos.

Otro aspecto fundamental de la enseñanza pitagórica, y no bien conocido tampoco, es el sistema moral que postula, cuyo eje es la transmigración de las almas o metempsícosis.

 

LOS ELEATAS

En la Magna Grecia, y contemporáneamente al florecimiento pitagórico, surge otra escuela que llamamos de Elea por ser esta ciudad el lugar de nacimiento de Parménides, su máximo representante.

Los eleatas, en su investigación de la naturaleza, se esfuerzan por trascender la mera opinión (doxa) e ir más allá, en busca de alétheia, la verdad.

Esa investigación les llevará al descubrimiento del ente, principio no material de todas las cosas. El principio estrictamente material de los jonios queda, pues, superado, y la especulación se torna metafísica al tomar por objeto el ser.

Parménides (h. 450-540), de Elea, uno de los grandes filósofos de todos los tiempos, escribe un poema o tratado en hexámetros titulado Sobre la naturaleza, dividido en dos partes dedicadas a la vía de la verdad y a la vía de la opinión. Parménides considera que la auténtica verdad (vía de la verdad o de la razón) está más allá de las apariencias sensibles: se trata del ente, único, inmóvil, eterno, que se limita a ser. Al dar existencia a las cosas concretas, lo que no afecta a la unidad del ente, es cuando se produce el cambio, la multiplicidad, la diferenciación susceptible de ser captada por los sentidos (vía de la opinión).

Jenófanes de Colofón (h. 570-465), que funda su pensamiento en la unidad del ser, y Zenón de Elea (h. 489-430), el cual centra su especulación en el problema del movimiento y el cambio, son otros pensadores notables de esta escuela.

 

HERÁCLITO

Natural de Éfeso, en Asia Menor (h. 540-476), es un extraño personaje que interviene en las luchas políticas de su ciudad y, desengañado, huye a vivir en soledad. Por lo abstruso de su doctrina recibe el sobrenombre de <<el Oscuro>>. Conservamos de él unos fragmentos, de una obra titulada Sobre la naturaleza, si bien estos títulos son a menudo de atribución posterior.

Heráclito se plantea el problema de la realidad de las cosas y del movimiento, pero su especulación sigue una trayectoria bien distinta de la de los eleatas: si para Parménides y Zenón sólo el Ser inmóvil es y el movimiento resulta ilusorio, Heráclito postula que, por el contrario, nada es, pues todo se halla en perpetua transformación, y la realidad presenta como característica sobresaliente su impermanencia: todo fluye (panta rei).

Deudor en buena medida de los físicos jonios, sigue preocupado por hallar la materia prima de la que derive la multiplicidad de las cosas, postula como tal el fuego, paradigma del movimiento y la transformación constante. El movimiento es lucha, confrontación; implica que unas cosas prevalecen sobre otras, que unas nacen y otras quedan destruidas: es una guerra, y de la guerra, del conflicto, hace Heráclito <<el padre de todas las cosas>>.

Al no haber nada permanente, no existe un ser inmutable por encima de las contingencias; lo único es el noûs (la razón), pero su objeto, el conocimiento, resulta imposible por la impermanencia de lo real.

 

EMPÉDOCLES

Natural de Acragas (hoy Agrigento, en Sicilia), vive, aproximadamente, entre los años 490 a 430 a. de J.C. Figura de resonancias legendarias, representa, en cierta medida, la conciliación de los sistemas de Parménides y Heráclito, así como el enfrentamiento de los problemas básicos que preocuparon a los jonios: determinar cuál sea la naturaleza verdadera de las cosas y cómo es compatible con los cambios evidentes que se operan ante nuestros sentidos.

A partir de los fragmentos que conservamos de Empédocles, y que pertenecen a dos tratados en verso, Sobre la naturaleza y Las purificaciones, podemos esbozar las grandes líneas de su pensamiento. Se centran éstas en la introducción de los cuatro elementos fundamentales de la materia, esquema que perdurará en la ciencia hasta la Edad Moderna: el agua, el aire, el fuego y la tierra. La diversa combinación de tales elementos básicos (eternos, irreductibles, inalterables) da lugar a todas las cosas, que cobran existencia por la agregación dosificada de aquéllos, y mueren cuando se produce la disgregación.

Ahora bien; ¿en virtud de qué fuerzas se opera esa transformación? Responde Empédocles: en virtud de las dos fuerzas supremas que presiden todo cambio, a saber, la atracción y la repulsión o, si se quiere, el amor y el odio, la armonía y la desarmonía. A partir de aquí, elabora una teoría materialista del conocimiento, basada en la afinidad de los cuatro elementos.

Paradójicamente, en Empédocles reaparece la concepción pitagórica del destino ultraterreno del hombre. Poseedor de una visión cíclica del mundo, considera que la tarea del hombre debe ser el retorno al estado primitivo de equilibrio perfecto, roto por la tensión amor-odio.

 

ANAXÁGORAS

Natural de Clazomene, cerca de Esmirna, en Asia Menor (h. 500-428), sus doctrinas conocen especial repercusión porque, por ver primera, son expuestas en Atenas, prestigiosa caja de resonancia de la cultura helénica, que está viviendo el llamado Siglo de Pericles.

Anaxágoras hace suya la teoría corpuscular empedoclea y la lleva a sus últimas consecuencias, hasta trascender el esquema de los cuatro elementos. En efecto, los corpúsculos son infinitos y ubicuos: todo está en todo. No hay, pues, combinaciones de unos elementos primarios, ni hay tampoco generación y muerte, sino agregación de infinidad de pequeños elementos invisibles, denominados homeomerías, que en un principio se hallaban mezclados al azar, constituyendo el caos primigenio, y cuya combinación posterior dio origen al mundo sensible. En este punto surge de nuevo el problema de la fuerza o principio que da lugar al cambio, y Anaxágoras lo halla en el noûs, la mente suprema, ordenadora del mundo, intelecto exterior al caos y superior a él. El noûs, por otra parte, se halla en mayor o menor proporción en todo ser viviente, y esa circunstancia determinará su mayor o menor capacidad para conocer.

 

DEMÓCRITO

Contemporáneo de la sofística, Demócrito (h. 460-370), de Abdera, recibe sin duda influencias orientales a través de su maestro Leucipo, del que poseemos muy pocos datos. Las intuiciones de sus antecesores inmediatos en materia corpuscular se concentran ahora en la teoría de los átomos, llamada a conocer una larga posteridad. La materia está formada de átomos idénticos, de cuya agregación resultan las cosas concretas. Los átomos más sutiles dan lugar a cuerpos de progresiva sutileza, hasta llegar a los mismos dioses. Los átomos se mueven de distinta forma, lo que explica la multiplicidad de las cosas que de ellos resultan.