Filosofía para Niñas y Niños se presenta como una crítica al modelo tradicional de la educación. Para
ejemplificar este modelo, sentémonos a ver “Los Simpson”: primer día de clases
para Bart Simpson. Los niños, sentados en círculo, cantan una canción.
Finalizada la letra, todos callan, menos Bart, quien continúa un poco más,
inventando una letra y una música que parecen ser muy de su agrado. La maestra
lo reprende con severidad. Se suceden varias situaciones de este tipo a lo
largo del día. Bart, que había salido de su casa muy alegre y pensando que la escuela
iba a ser un lugar “super”, regresa a su casa apesadumbrado. En los días siguientes,
no quiere ir a la escuela, hace dibujos que muestran su tristeza y desazón, y
es reprendido cada vez con más asiduidad y dureza, porque se ha dedicado a autocumplir
la profecía que se trasluce en la mirada, los gestos y las palabras de los
adultos que están en la escuela (la maestra, el jardinero, el director): Bart
“se porta mal”. Bart sufre la etiqueta de que no se adecua, pero no es ésa la
primera tarjeta en su frente, ya que cuando entra a la escuela todos saben que
es el hijo de Homero, ese fracasado de pocas luces, blanco de todas las bromas
de sus compañeros en la fábrica. Doble criminalización, antes de poder ser
sujeto y objeto de teoría de aprendizaje alguna. ¿Antes? (Este “antes” es
lo que propone desestructurar Filosofía para Niñas y Niños, un antes que es un durante y un después de la escuela, y que
configura la vida toda de los seres humanos después de la creación del artefacto-artificio
escolar).
Entretanto, Lisa, hermana de Bart, intenta llamar la atención de su
madre, quien, preocupada por Bart, sólo tiene ojos y oídos para él. La niña,
desesperada, arma cubos y logra organizar palabras. La madre y el padre van a
la escuela, a preguntar al psicólogo qué se puede hacer por Bart. El psicólogo
organiza una apabullante discurso negativo referido a... otro alumno, creyendo
que la carpeta que está en sus manos es la de Bart. Entretanto, Lisa, sentada
en la falda de Marge, arma un rompecabezas. El psicólogo centra su atención en
la niña, y dice al matrimonio Simpson-Bouvier que Lisa es una niña superdotada.
Ante la palabra de la institución, los padres buscan una escuela para niños con
capacidades “extras”. La escuela no está a su alcance en lo económico.
Desesperados, gastan todos sus ahorros comprando un saxofón a Lisa. El futuro
escolar de Lisa será muy distinto del de Bart, quien será, a lo largo de la
serie, el eterno “alumno problema”. Lisa será la alumna brillante,
políticamente correcta, impecable y obsesiva respecto del cumplimiento cara a
la institución. La época en la que está situada la serie “Los Simpson” es la
nuestra y la escuela en la que transcurren las prácticas de las teorías de
aprendizaje es una elementary school
estadounidense en Springfield, un nombre compartido por distintos pueblos y
localidades en todo los Estados Unidos. La metáfora dice algo así como: esto
pasa en todas partes, o, al menos, en muchas partes , en demasiados lugares. Cuando algunos autores nos presentan los componentes del
aprendizaje divididos en resultados, procesos y condiciones, para nombrar una
de las clasificaciones propuestas[1],
la pregunta que nos asalta, de inmediato, es cuál es el lugar asignado en estas
nuevas taxonomías, de corte kantiano, a las etiquetas que el sistema educativo,
como parte de la organización social, asigna a los aprendices. Los supuestos
ideológicos y epistemológicos se
escamotean en el recorte mismo, presentando teorías que se pretenden asépticas,
homogéneas y aplicables a una homogeneidad. Algo así como si existiera un
alumno no intervenido, que ingresara como tabla rasa a la escuela, que le dará
el aprendizaje. La propuesta de FpN es
que el estudiante no es no intervenido, que la escuela es una intervención
luego de la intervención, y que debe asumir su rol de desensamblamiento del
origen social y simbólico de las estudiantes y los estudiantes. De lo
contrario, la escuela sólo refuerza el origen, y no cumple con uno de sus
mandatos básicos, que es educación para todas y para todos. Quizá alguien puede coincidir con que “lo más preocupante del
fracaso escolar no son los alumnos que suspenden, sino los que aprueban y no
aprenden casi nada”. Nuestra posición en este trabajo es que no coincidimos con
dicha frase, ni siquiera en términos irónicos, como se preocupa en aclarar el
autor.[2]
Lo que nos ocupa y preocupa son los estudiantes[3]
y las estudiantes que ni siquiera son aceptados por el sistema escolar, aunque
ingresen en él. La preocupación que transitamos cada día tiene que ver con las
exclusiones y fagocitaciones que las teorías de aprendizaje conllevan en los
supuestos que las sustentan. Toda teoría de aprendizaje se ocupa de realizar su recorte, y quizá
sea la necesidad de tomar una porción mínima para que los resultados sean
óptimos lo que lleva a diversos autores a callar siempre acerca de los
estudiantes incluidos y excluidos mediante las mismas teorías que los autores
presentan. Pero la sospecha es fuerte. ¿Por qué siempre se elige un recorte que
deja a un lado que esas teorías que se proponen no tienen en cuenta la
diferencia entre pobres y ricos, hombres y mujeres, para decirlo brevemente?
Estas tesis no tienen en cuenta, ni siquiera de manera sesgada, que niñas y niños provenientes de hogares
con escasos recursos sufren etiquetas de criminalización y penalización apenas
trasponen el umbral de la escuela. Son los “hijos de”, aquellos que “no están
contenidos” y que “seguramente, pobrecitos, repetirán la historia de sus
padres”. Esta primera gran categorización trabaja con ellos en general. Luego,
con refinada exquisitez, la escolarización divide a niños y niñas. Ellos “no se
adaptan, son inquietos, indisciplinados, poco estudiosos, terribles”. Ellas son
“obedientes, disciplinadas, se mantienen quietas” (y las estudiantes que no responden
a este modelo, son excluidas, porque responden al modelo varón: ruidosas,
contestadoras, sexuadas). Los niños pobres tienen asegurada la exclusión del
sistema. Las niñas pobres que responden al modelo que se les asigna son
masticadas por el sistema, que luego escupe sus restos. Las que presentan
lucha, son excluidas. Por su parte, la pirámide se asegura de manera feroz y
eficiente su cúspide: aunque la base de un grupo de maestros y maestras esté conformado,
en abrumadora mayoría, por mujeres, el vértice (ese otro ojo de dios), en
abrumadora mayoría, está tomado por hombres. Hombres de procedencia socioeconómica
alta. También por abrumadora mayoría. Es cierto, como dijo M. Gandhi, porque somos pobres tenemos que
invertir en educación. Y no sólo dinero. También tiempo, sin desperdiciar un
segundo. Y preguntarnos (me) qué estamos haciendo (pensando, problematizando,
discutiendo) al respecto. Y de no menor importancia, la pregunta acerca de la
mirada atenta que debemos tener sobre nuestro quehacer en educación, avanzando
hacia nosotros en posiciones con la menor cantidad de concesiones posibles. En
la medida en que el opresor que llevamos dentro nosotros-as, los oprimidos-as,
nos lo permita, en esa lucha constante para reconocernos como oprimidos Sin
recetas, sin acusaciones contra los demás, sin actitudes admonitorias hacia el alter ego. Pero con dureza hacia
nosotros mismos. Esto es una de las partes de la crítica y de la propuesta de Filosofía para Niñas y
Niños. [1] POZO MUNICIO,
J. I., Aprendices y maestros. La nueva cultura del aprendizaje,
Madrid, Alianza, 1996 , pp. 86-89. [2] Ibid., pág. 21. [3] Utilizo el
concepto “estudiante-s” a sabiendas de que lo usual para niñas y niños de
Inicial y Primaria (o Inicial y EGB) es “alumno-a/s”. “A-lumno-a” proviene del
latín, y significa “el-la que no tiene la luz”, por lo que me niego a utilizar
ese término.