Cuatro ejes
temáticos con algunos interrogantes nos guían en estas notas:
a. Educación:
b. Filosofía:
c. Pensar/programa:
d. Infancia:
Las notas que se
desarrollan a continuación son notas para pensar y no verdades a afirmar ni
conocimientos a aprender. De las preguntas propuestas e inmersas en las notas,
sólo podremos establecer algunas bases que nos ayuden en ese pensar.
La cuestión de la
educación filosófica de la infancia, de filosofía para niños, es asunto de la
filosofía, es problema filosófico. Es decir, aunque diversos saberes se
atraviesan en esta práctica, la dimensión filosófica no puede eclipsarse, dejar
un espacio a otros órdenes que configuren el espacio de la práctica. Si no
enfatizamos el carácter filosófico de este campo, la práctica se ve
notoriamente perjudicada.
En este terreno
intentaré situar el presente trabajo, esto es, pensar filosóficamente las relaciones
entre educación, filosofía e infancia.
Hace ya más de
treinta años que Paulo Freire denunció las implicaciones sociales y políticas
de lo que él llamó una “educación bancaria”, basada en la transmisión
jerárquica de conocimientos. Buena parte de los escritos de los años 60 y 70 de
Paulo Freire insisten en denunciar una educación que mantiene las condiciones
sociales de opresión, exclusión e injusticia.
En la oposición o antítesis propuesta por Freire (educación bancaria
vs. Educación liberadora) se esconden los principales desafíos que enfrenta
toda práctica educativa.
De forma
sencilla, digamos que la educación es la respuesta de los de adentro a los de
afuera, de los viejos a los nuevos, de los que están instalados o incluidos en
el mundo hacia los que están excluidos o vienen al mundo.
Como decía Hannah
Arendt (“La crisis de la educación”), en cierto sentido, la educación está
indisolublemente ligada al NACIMIENTO, lo que significa que educamos porque
nacen nuevos seres en el mundo y cada nacimiento exige una cierta acogida. En
cada ser que nace irrumpe también la posibilidad de lo nuevo, de lo diferente,
de la negación del mundo que compartimos los viejos. Nacen los infantes, los
sin voz y la educación puede dejarlos hablar o hacerlos decir lo que se quiere
escuchar de ellos. La educación puede ser hostil o abierta a la novedad, su
obstáculo o su impulsora.
Puede ser
reaccionaria o revolucionaria.
Paulo Freire nos
mostró el carácter reaccionario de la educación basada en la transmisión de
conocimientos. Abrió así las puertas para que la educación privilegie el pensar
sobre el conocer, el dialogar sobre el transmitir.
Sin embargo, no
es suficiente decir que se educa para el pensar para afirmar una educación
transformadora, sensible a la novedad de la infancia. Es preciso caracterizar
qué tipo de pensar se promueve, de qué forma y con qué.
Si se trata de
llevar la filosofía a los niños debemos precisar qué entendemos por filosofía
que, al fin, no es otra cosa que una forma de pensar.
La filosofía
es un término que tiene varios significados y posibilidades. Algunos de los principales:
Me gustaría
destacar otro sentido: la filosofía como experiencia de pensar. Estoy pensando en
el sentido hermenéutico del término experiencia; la experiencia es una
condición histórica del ser humano. En este sentido, la experiencia es una posibilidad
de la filosofía. En cuanto experiencia, la filosofía difiere radicalmente, por
ejemplo, de la ciencia. Para la ciencia, al menos para su versión positivista,
es precisamente el hecho de que una experiencia puede ser repetida por
cualquiera lo que sustenta su validez. Las experiencias de las ciencias son
válidas sólo en la medida en que se tornan repetibles, en que pasan a ser experimentos.
Pensemos en un ejemplo simple. Si colocamos agua sobre el fuego, cuando el agua
llega a ciertos grados de temperatura, mantenidas ciertas condiciones de
altitud y presión, va a hervir. No importa quién ponga el agua al fuego que el
resultado será el mismo, mantenidas ciertas condiciones “objetivas” de la
experiencia.
Este sentido que
la ciencia -repito, al menos su versión más difundida- da a la experiencia no
respeta su historicidad, la condición del ser humano sujeto a experiencias.
Como dice Gadamer (Verdad y método, sec. 2: la experiencia hermenéutica) no es
posible tener dos veces la misma experiencia; cuando una experiencia se vuelve
previsible y repetible, deja de ser experiencia en sentido estricto, y se
convierte en experimento, repetición de lo mismo. Las experiencias son siempre
únicas, irrepetibles, dad la historicidad del ser humano de experiencias. Para
que haya experiencias es necesario que surja en la repetición, lo extraño, lo
otro, y cuando aparece lo otro, lo diverso, la experiencia no puede ser ya la
misma.
Hay en uso
coloquial, cuando decimos que una persona es experiente, que tiene mucha experiencia,
que ilustra magníficamente este sentido de la experiencia. Alguien con mucha
experiencia no es alguien que sabe mucho, que tiene muchos conocimientos; al
menos no por eso decimos que tiene experiencias sino porque está abierto a
nuevas experiencias, porque no es dogmático, porque aprendió, de tantas
experiencias vividas, que sólo se aprende en la diferencia, a través d euna
nueva experiencia.
Así entendida, la
experiencia es una dimensión radical de la existencia humana y una posibilidad
enorme de la filosofía para ser practicada con otros. Los seres humanos somos
seres de experiencias; la experiencia no es algo que alguien puede hacer por
otro, algo que puede ser negado a un ser humano. O alguien vive su vida como
experiencia o vive una vida alienada, enajenada en la experiencia de otro. En ese mismo
sentido la experiencia de la filosofía en la escuela puede ser experiencia intransferible,
intransmisible e irrepetible del pensar. Nadie puede pensar en el espacio de
otro. Nadie puede preguntar por otro.
Es verdad, la
filosofía puede ser sistematizada, uniformizada, estandarizada, pero en la medida
en que se vuelve todas estas cosas, la filosofía deja de ser experiencia en el
sentido aquí apuntado.
En ese mismo
sentido deja de ser pensamiento y deja de ser filosofía.
Con esto quiero
decir que la filosofía en cuanto experiencia exige que el pensar esté abierto a
lo nuevo, a lo que todavía no podemos pensar, a lo impensable. Por eso en
filosofía, al menos cuando ella es entendida como experiencia, es tan importante
el problema, la interrogación, la pregunta; porque ella abre el pensar,
inquieta sus puntos fijos, sus agujeros negros, los espacios donde el
pensamiento se niega a sí mismo.
De todo esto
surge la importancia que las preguntas tienen en filosofía. ¿Cuáles preguntas?
¿Cualquier pregunta? ¿Cuáles son las preguntas filosóficas?
Si la filosofía
es experiencia, importa más el preguntar que la pregunta, la relación que establecemos
con la interrogación que su contenido. El preguntar en filosofía es un poner en
cuestión lo afirmado, poniéndose uno mismo en cuestión, es un preguntar que
supone un preguntarse. Por eso nadie puede preguntar por otro. Por eso cada
cual tiene que encontrar sus problemas, sus preguntas antes de compartirlas con
otros. Por eso la filosofía es experiencia, no hay preguntas a enseñar, sino
espacios a propiciar.
Tal vez sea
momento de ocuparnos de lo que significa pensar, de la relación entre pensar y
preguntar y de la necesidad de pensar una educación no programada del pensar.
La pregunta “qué significa pensar” es de una enorme
complejidad. Ella a menudo es abordada procurando encontrar un conocimiento que
dé cuenta de nuestro tema en cuestión. Se busca a menudo conocer el pensar. No
es eso lo que quiero proponer en este trabajo. Me interesa más que pensemos
sobre el pensar. Al modo de la filosofía, a la manera d ela experiencia. Mi
sospecha es que el pensar no es una habilidad, ni siquiera un conjunto de habilidades
o herramientas. No se trata de negar que pueden ser constituidos una serie
enorme de conocimientos sobre esta base. Claro que se puede. Lo que quiero
sugerirles es que no es esa la dimensión más interesante del pensar como
experiencia, aquello que el pensar tiene de único, de irrepetible, de
intransferible. Claro que el pensar puede ser un conjunto de habilidades, pero
en ese mismo sentido deja de ser una posibilidad de la experiencia y, por lo tanto,
deja de ser una posibilidad de la experiencia de la filosofía. Se vuelve otra
cosa menos interesante, para mi modesto entender.
Pero sigamos
pensando. Demos lugar a la experiencia. Si el pensar no es una habilidad, ¿qué
otra cosa puede ser? Acontecimiento, emergencia de lo no previsto.
Hay algo muy bonito que dice Heráclito en lo que tenemos como fragmento 18: “Si no se espera
lo inesperado, no se lo encontrará, dado que es inhallable y sin acceso”.
La lógica
sugeriría una contradicción, al menos la lógica clásica, la más brutal, la que
está más fijada en un modo de pensar: esperar lo inesperado, pensar lo
impensable. Pero es que precisamente lo inesperado es lo que más merece la pena
de ser esperado, porque es lo único que puede sorprender la espera, conmoverla,
sacudirla de la fijación que impone, por ejemplo, una deducción. Si pensamos en
el ámbito del pensar, la figura de Heráclito es inspiradora porque desprestigia
la habilidad y enfatiza la atención, la preparación, la sintonía con lo nuevo
que exige el pensar como experiencia.
Esperar lo
inesperado, pensar lo impensable: IMPENSABLE-IMPENSADO-INESPERADO-INESPE-RABLE.
Hay algo menos
bonito pero igualmente interesante que dice un filósofo francés contemporáneo,
Gilles Deleuze, en un libro que es una analítica del pensar llamado Diferencia
y repetición (Gijón, Júcar, 1988). Me interesa en particular su capítulo 3
que se llama “la imagen del pensamiento” en el que propone que existe una
imagen del pensamiento, creada por la propia filosofía que, lejos de favorecer,
impide pensar. Es una imagen que él mismo llama “imagen dogmática” o “moral del
pensamiento”, imagen prefilosófica o natural.
Esta imagen
dogmática del pensar se despliega en ocho postulados:
Digamos como una
apretada síntesis de estos postulados que en su conjunto ellos presuponen que
el pensar es recto por naturaleza, que presuponen una unidad, el sujeto, que
abarcaría el pensar junto a otras facultades, a las que el propio pensar
orienta según el modelo del reconocimiento.
Pero el
reconocimiento, dice Deleuze, no puede promover otras cosas que lo reconocido y
lo reconocible; es incapaz de generar algo más que conformidad, acomodación a
una forma.
No pretendo negar que el reconocimiento cumple algún
papel en la vida humana o que pueda contribuir par activar funciones vitales en
ella. El reconocimiento puede estar a la base de muchas cosas, pero no del
pensar, por lo menos del pensar como experiencia. Porque cuando se reconoce no
se piensa, por lo menos si el pensar tiene algo que ver con promover lo nuevo,
con propiciar la diferencia. De modo que, a la base de esta imagen del pensar,
en el reconocimiento, en el modelo, se encuentra su propia imposibilidad como
experiencia. En su negación, la posibilidad del pensar. Para que podamos
pensar, de él debe poder surgir lo que hoy no es reconocido ni reconocible, una
imagen del pensar que dé lugar a la diferencia y a la repetición intensiva,
dinámica, singular. Sin diferencia y repetición dinámica, creadora, no hay
pensar, por lo tanto, tampoco filosofía. Por eso, un programa para pensar
parece un contrasentido.
El pensar
entonces es un acontecimiento, un encuentro con la diferencia libre y la
repetición compleja. Un encuentro indeterminado, imprevisto, imprevisible. El
subcomandante Marcos, un americano valioso de nuestros días, en su invitación
al I Encuentro a favor de la humanidad y contra el neoliberalismo, en julio de
1996, en Chiapas, dice algo simple y profundo sobre el encuentro: “¿Qué es un
encuentro? Un espacio de encuentros, un lugar donde las personas se encuentran.
¿Encuentras qué? ¡No lo sé! Hay que ir para encontrarlo. No se puede anticipar.
Si se lo anticipara, dejaría de ser encuentro. Uno puede prepararse, pero no anticiparse”.
¿Cómo prepararse
para el encuentro con el pensar?
A partir de estas
consideraciones sobre el pensar, ¿es posible aprender a enseñar a pensar? ¿De
qué forma? ¿Con cuáles sentidos?
Transcribo un
breve pedazo breve del libro de Deleuze, Diferencia y repetición (p.
69):
Esta es la
razón por la que es tan difícil decir cómo se qprende: existe una familiaridad
práctica, innata o adquirida con los signos, que hace de toda educación algo
amoroso, pero también mortal. NO aprendemos nada con quien nos dice “hazlo como
yo”. Nuestros únicos maestros son aquéllos que nos dicen “hazlo conmigo” y que,
en lugar de proponernos gestos o reproducir, sabe emitir señales desplegables
en lo heterogéneo. Aprender tiene que ver con construir un
espacio de encuentro entre signos. Por eso educar es un acto de amor, por los
encuentros que promueve. Al mismo tiempo es un acto asesino, por la diferencia
que niega la repetición de lo mismo. Aprender es encontrarse en sí mismo con lo
otro, junto a otros. Nadie puede evitar el amor y la muerte contenidos en cada
experiencia de aprendizaje. Nadie puede aprender sin amar y sin morir. Nadie
puede aprender sin experiencia, sin pensar.
Por eso, el maestro que enseña a partir de
modelos nada enseña. No sólo nada enseña, puede incluso perturbar el aprender
de otro. Porque no hay aprendizaje cuando hay repetición de lo mismo. Porque no
se trata de aprender algo externo: una información, un conocimiento; ni
siquiera una idea, un pensamiento, tampoco una pregunta. Mucho menos se trata
de “construir” un conocimiento. No hay nada que aprender en el sentido de
preestablecido, identificado, estandarizado.
¿Cómo aprender, entonces? Y ¿cómo enseñar?
Mejor dicho, ¿cómo crear las condiciones para que alguien aprenda? Y si se
trata de enseñar filosofía para niños, ¿cómo generar el espacio de encuentro
para que alguien aprenda a pensar?
La primera pregunta que tenemos que hacernos
es si es posible enseñar a pensar. Preguntarnos la pregunta en serio, de
verdad, significa aceptar la posibilidad de que no sdea posible enseñar a
pensar. No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que si no lo prguntamos no lo podemos
pensar y si no lo podemos pensar entonces ahí se torna imposible enseñar a
pensar.
No se puede enseñar a pensar sin preguntar,
si hacer eso es posible.
Tal vez, como decía Paulo Freire en la Pedagogía
del oprimido, aprender será condición de enseñar y nadie puede enseñar a
pensar sin al mismo tiempo aprender a pensar. Estar enseñando a pensar requiere
entonces estar aprendiendo a pensar. Una condición de estar enseñando es estar
aprendiendo.
Preguntémonos otra vez: ¿Cómo enseñar a
pensar?
Tal vez no haya método para aprender a pensar
como experiencia. Tal vez no encontremos respuestas que extrapolen una
experiencia. Tal vez nunca podamos prever por qué caminos alguien alguna vez
aprende a pensar. Nadie aprende lo que otro enseña, cuando se aprende de
verdad. Se aprende con otros, no se aprende de otros. Alguien que enseña a
pensar es alguien que participa del aprender de otro, que lo acompaña, que lo
deja ir al encuentro de aquello por lo que su pensar vive y muere. Compartir el
amor y la muerte del pensar. Tal vez no sea una linda imagen para diseñar el
aprender a pensar.
Tal vez no hay método pero sí una larga y
trabajosa preparación que tiene que ver, en el caso de la experiencia de la
filosofía, con el aprender a
encontrarse con lo nuevo y lo viejo, con la propia filosofía, con su historia,
sus textos, sus filósofos y también, claro está, con los nuevos, con lo nuevo
en lo nuevo, no importa la edad cronológica, con los que viven la infancia del
pensamiento, sin permanentemente reconocer, su amar y morir. Para aprender a
pensar habrá entonces que pensar, que prepararse para el pensar, y no esperar
que alguien nos lo enseñe.
Me gustaría recuperar la línea de
pensamiento que busqué compartir en un principio. Traté de pensar las bases de
una educación filosófica, entendida como experiencia del pensar. Situamos la
cuestión en terreno filosófico. Planteamos las tensiones entre lo viejo y lo
nuevo con las que se enfrenta toda educación. Propusimos como posibilidad para
la filosofía en la educación una experiencia del pensar que da énfasis a la
pregunta y a lo nuevo, a la interrogación y a la diferencia, el problema y la
alteridad. Concebimos el pensar como acontecimiento y no como habilidad, como
encuentro y no como herramienta. Dijimos que es necesario preguntarnos si es
posible enseñar y aprender a pensar y que no se aprende nada de nadie sino todo
con alguien. Y nos quedamos pensando cómo prepararnos para ese encuentro. En
eso estábamos cuando nos encontramos con la infancia, que es como decir que nos
encontramos con un enigma, con algo nuevo, con algo que no podemos anticipar. Quiero citar, a propósito de la infancia del
pensamiento y del encuentro con la infancia, otra vez al Subcomandante Marcos
del EZLN.
No sabemos lo que sigue, pero sí sabemos que
los pasos que siguen no somos nosotros los que los podemos decidir. Ni siquiera
encontrar. Sabemos que para lo que sigue tenemos que escuchar otras voces y
necesitamos que esas otras voces se escuchen entre sí. (EZLN, Crónicas
intergalácticas).
Tal vez sea
una bonita figura lo que propone Marcos para invitar a todos los excluidos por
la razón dominante: negros, indígenas, homosexuales, niños sin tierra, los
excluidos de la imagen dogmática del pensar, a la mesa de la experiencia del
pensar que llamamos filosofía. Lo que leo en lo que dice Marcos es que no hay
espacio para hablar por otro, para pensar por otro, para preguntar por otro,
para amar por otro, para morir por otro. No sabemos lo que sigue, pero sabemos que
tenemos que escuchar otras voces. Por eso a esta altura de mi participación
creo que es necesario escucharlos a ustedes. Les propongo entonces encontrarnos
con sus preguntas.
1. Filosofía para Niños es filosofía
2. La naturaleza de la educación
3. Filosofía como Experiencia de Pensar
4. Qué significa pensar. No a los programas.
5. Sobre Enseñar y Aprender a pensar
6. Acerca de la infancia