SER MAESTRO SIN SER DOCTOR
Y SER DOCTOR SIN SER MAESTRO
Alexis Cordero C.
IEFINE
En ocasiones, cuando los profesionales de la enseñanza nos ponemos a cualificar nuestra tarea, una de las distinciones en que insistimos es la de no confundir el concepto de maestro con el de profesor porque -se suele decir- “el maestro forma y el profesor sólo informa”. No cabe duda de que, en el momento de hacer una autoconsideración, nadie quisiera asumir el papel de simple profesor porque, por obvias razones, queremos sentirnos comprometidos con una tarea que va más allá de lo meramente mecánico[1].
Con todo, yo no sé de dónde pudo haber salido la distinción y, para lo que a nosotros nos interesa, consideraremos ambas palabras como sinónimos. Ambas llevan en sí la carga de una vocación y, la tengamos o no, cualquiera de los dos títulos nos sirven para identificarnos ante el conjunto social al que pertenecemos; más idealizada la una y más democratizada la otra, ambas son portadoras de toda una significación que implica no sólo una profesión, sino -y como ya lo hemos dicho- una vocación.
Sin embargo, es claro darnos cuenta de que no necesariamente debe mediar una vocación para ejercer de profesores y que, más bien, hay mucha gente que tiene que habérselas con esta profesión porque las condiciones de la vida, los tiempos difíciles, la falta de alternativas, la necesidad de un título, etc. les ha obligado a buscar rutas de fácil acceso al mundo laboral porque “de lo que se trata es de asegurarnos un empleo” y de “dar gracias por tener aunque sea el puesto de profesor”, incluso aunque poseamos un título que, en principio, no lo obtuvimos para ejercer de maestros[2].
Por experiencia sabemos que la vocación es fundamental para podernos desempeñar con el corazón en lo que hacemos. Quienes manejan personal saben de la necesidad de sentirse a gusto con lo que se hace para rendir más eficientemente. Sin embargo, sabemos también que uno puede hacer un excelente trabajo y descubrir en el camino aptitudes que, sin saber que se las tenía, van aflorando en la medida en que se van dando las oportunidades de potencializarlas.[3]
Así como se puede hacer un trabajo brillante sin tener la vocación para ello, también es cierto que un trabajo desempeñado con el gusto que da la vocación puede no ser tan brillante como se desearía. Y es que nuestro desempeño profesional no depende únicamente de la vocación; hay un sinnúmero de características y situaciones personales y sociales que deben tomarse en cuenta a la hora de hablar de una vocación y que, al menos, se necesita de unos cuantos parámetros para delimitar el perfil de quien se desempeña en la docencia.
Por supuesto, hay muchos criterios que han servido para bosquejar el perfil del docente. Cada selección ha tenido que ver, de hecho, con la filosofía subyacente a un determinado concepto de maestro en un determinado momento y lugar histórico. Con todo, hay pautas que, hoy por hoy, las consideramos comunes y que, bien podríamos suponer, se hallan -aunque no sea así- fuera de un tratamiento ideológico y que, por el mismo hecho de ser comunes, aparentemente son sabidas por todos, pero no vividas por todos. Esas características comunes a todos los profesores/maestros son:
1. La disposición permanente para el aprendizaje. Aunque es verdad que cada día los humanos estamos en la posibilidad de aprender algo, no nos referimos acá a este tipo de aprendizaje. Se puede incluso entender lo que queremos decir en el sentido de que para los profesionales de la docencia va a ser necesario -como lo es en todo ámbito profesional- una permanente disposición para capacitarse: cada día hay en el campo de la docencia un sin fin de novedades que tienen que ver tanto con las especializaciones docentes como con metodologías, didácticas, material de trabajo, administración educativa, etc. de las que todos podemos aprovecharnos.
Si es cierto que ambos sentidos tienen plena validez, la disposición permanente para el aprendizaje la quiero ceñir al ámbito del aula; a ese espacio en el cual podemos dejarnos enseñar de los mismos niños y niñas. Se hace preciso comprender que cada niña y cada niño traen una propia comprensión del mundo que quieren aclararla y quieren darle significación. Además, cada día que pasa, cada año que pasa, entre los distintos grupos que nos toca “enseñar” y nosotros se va creando una brecha en la que cada parte aporta con sus propios materiales; es obvio que ellos y ellas traen el material renovado en forma permanente y si no comprendemos los modos de entender las cosas, los cambios de situaciones que traen las épocas, no estaremos en la mejor forma para asimilar la riqueza de la que ellas y ellos son portadores cada día. Aunque teóricamente podamos aceptar el hecho de ser enseñados por los niños y las niñas, en la práctica estamos convencidos de que somos nosotros quienes debemos prepararles para la vida adulta y mientras esa práctica sea la habitual, podremos hacer de nuestra vida una constante capacitación, sin que por ello hayamos cedido un mínimo a dejarnos enseñar de los niños y las niñas a nuestro cargo.
2. La disposición permanente para generar ambientes reflexivos. Me atrevería a generalizar diciendo que en toda sociedad irresponsable siempre se buscan culpables, para lo que sea. Una de las quejas que frecuentemente escuchamos en el área docente es la de que nuestros estudiantes no saben razonar. El problema es tanto más obvio cuanto más cerca están de los estudios superiores y, en este sentido, parecería que a los profesores de nivel medio y superior no les queda más que asumir las taras heredadas de una educación preescolar y primaria, en el primer caso, y secundaria en el otro, deficientes que, de no mejorar (entiéndase: siempre los anteriores son los culpables) la situación no va a cambiar.
¿En dónde no se escucha hablar de la falta de valores y en dónde no se hace hincapié en el desarrollo del pensamiento, precisamente urgidos por estas ausencias en la educación? Y, pese a todo lo que se está haciendo, no hay duda de que en muchos casos, no se sabe por dónde ni cómo marchar. Las nuevas “materias” son asumidas como tales y se las imparte según los mismos parámetros que guían la educación tradicional. Y no se trata de incorporar nuevas materias ni de seguir tales o cuales pautas metodológicas cuando el espacio pedagógico sigue manteniendo los mismos rígidos esquemas (verticalidad, cierto dogmatismo, la prioridad de los contenidos, la disciplina impuesta, etc.) que impiden un acercamiento a las vías de una educación reflexiva..
La velocidad a la que nos obliga vivir esta sociedad, en la que tenemos que consumir y tenemos que competir sin pensar, es un gran enemigo de una educación que pretende calidad en el pensar. Las corrientes que ponen el acento en las actividades son, en parte, también enemigas de la reflexión tanto para los profesores como para los estudiantes. La multiplicación de aulas de recursos en nuestras instituciones educativas destinadas a la atención de niños con problemas de aprendizaje y conducta nos hablan de la gran incomprensión que existe en la manera de enfocar y encarar muchos de estos problemas: no hay duda de que tales aulas serían tanto menos necesarias cuanto mayores fueran las oportunidades dadas a los estudiantes de crecer en ambientes en los que la reflexión pudiera ser el pan de cada día[4].
3. La disposición permanente para generar ambientes críticos. Se puede argüir que la reflexión está presente en la educación. Se puede decir que cada materia posee en sí misma el instrumental suficiente para que cada estudiante pueda reflexionar. Sin embargo, muchas veces, lo que se hace es reflexionar sobre los contenidos de una determinada asignatura desde el punto de vista del profesor o del autor del texto y no se prosigue con lo que, desde nuestra óptica, viene a ser la diferencia entre la simple reflexión y la reflexión crítica, es decir, aquélla que reflexiona sobre aquellas reflexiones y gira sobre el pensar de los propios estudiantes.
No se puede esperar un futuro diferente, lleno de nuevas ideas y alternativas, preñado de sugerencias y posibilidades, si no ayudamos a nuestras niñas y niños a que puedan expresar su propio pensamiento sobre lo que aprenden y a lo que quieren darle significatividad. Nuestra labor se carga de mayor sentido y responsabilidad en la medida en que se sale del marco habitual de la transmisión de conocimientos o de la reflexión dirigida y se encamina a la búsqueda de los medios que permitan o brinden a los niños la oportunidad de pensar por sí mismos con rigor y calidad.
La emergencia de espacios críticos se vuelve así imprescindible para responder a los desafíos que el presente y el futuro ofrecen. Necesitamos no sólo asentir o disentir de los pensamientos, palabras y acciones de otros, sino también exponer y proponer los nuestros. No podremos hacerlo si desde el comienzo no apoyamos su ejercicio y cualificación en nuestras aulas.
4. Mantener una actitud investigativa que inspire y ayude a la tarea creadora en los niños y niñas. Buscamos niñas y niños que no queden satisfechos ni con lo que “reciben” ni con lo que leen en la clase o fuera de ella; buscamos estudiantes inquietos y dispuestos a la indagación cada vez que ésta tenga que hacerse. Esto sólo será posible en la medida en que dispongamos de profesores que, asimismo, mantengan esa actitud y la faciliten en sus estudiantes.
Ningún facilitador es de por sí profesor como tampoco ningún profesor es de por sí facilitador. Para uno y otro caso se necesitan destrezas y habilidades que complementadas con las riquezas de las propias personalidades pueden delinear perfiles inclusive modélicos. Consideramos que, para nuestro propósito, un maestro-facilitador es el que, dentro del mejor estilo socrático, sabe inquirir, preguntar, indagar, más que responder, contestar, recetar.
La tarea creadora involucra la posibilidad no sólo de realizaciones estéticas, sino también las que se pueden dar a nivel cognitivo o afectivo: buscar soluciones, plantear alternativas, avizorar consecuencias, identificar supuestos, descubrir obstáculos, etc. son tareas que necesitan el recurso de una inteligencia creadora, pero que necesitan, sobre todo, la práctica insistente en el manejo de un instrumental que facilite la labor investigativa. Si bien es cierto que no todo maestro es un facilitador nato, sí es cierto que está en la posibilidad de llegar a ser un buen facilitador.
5. Mantener una actitud de autocorrección permanente. La revisión de saberes, creencias, supuestos, actitudes, disposiciones, etc. es un factor indispensable en la dinámica de toda vida humana, de toda profesión, de todo oficio. El trabajo de maestro no implica menos.
El hecho mismo de que la información a todo nivel vaya multiplicándose geométricamente y poniéndose a disposición de un número cada vez mayor de personas a través de los medios informáticos, le exigen revisar de modo constante los contenidos, las metodologías, los supuestos, la fundamentación de la asignatura de la que es especialista. Pero no sólo eso.
Si es verdad que, teóricamente, un profesional de la educación ha de mantenerse en actualización permanente, eso no implica que, por estarlo, se vuelva infalible o no posea vacíos. Más aún: eso no implica el hecho de que deba saberlo todo. Esta realidad lleva aparejada la posibilidad de cometer errores o de no poder cubrir ciertas expectativas de los estudiantes o de no poderlas cubrir en absoluto porque están fuera de su competencia. Frente a cualquiera de estas situaciones, las respuestas de cada profesor son variadas, pero no hay duda de que, cualesquiera sean éstas, serán loables si van acompañadas de un ejercicio de autocorrección.
Se podría decir que, incluso, hay una alternativa mejor entre todas: la de autocorregirse dentro del marco de una investigación compartida con los propios estudiantes. Si es verdad que todos debemos estar dispuestos a esta autocorrección, también es cierto que ésta no implica que tengamos que buscarla solos. Para esto se hace necesario desarrollar una actitud importante.
6. Mantener una actitud humilde. Parece más difícil que la criticidad surja en ambientes en los cuales no se brindan oportunidades para ello. Tanto menos oportunidades se darán cuanto más vertical y unidireccional tienda a ser ese ambiente. Se escucha tanto decir que un profesor debería ser amigo de sus estudiantes (como un padre debería también serlo) que nos ponemos a pensar que, si tal cosa se pide, es porque no debe ser tan fácil lograr la conjunción. No hay duda de que en muchos casos vemos que no se puede desempeñar los dos papeles al mismo tiempo, y si tuviéramos que trabajar bajo el supuesto de una óptica bipolar, no tuviéramos más remedio que afirmar «o se es profesor o se es amigo»; la dicotomía que se da es entre el profesional y la persona y así como no estaría demás aventurarse a decir que se puede ser un excelente profesional sin ser una buena persona y viceversa, así también parecería conveniente buscar el punto en el que ambos extremos lleguen a conjugarse en equilibrio.
Aunque quedaría pendiente la aclaración de lo que se pudiera entenderse por «profesional» y por «amigo», no hay duda de que se daría la posibilidad de, al menos, una gran concordancia en el tema de que para desempeñarse como maestro con solvencia profesional hace falta una alta competencia personal de acercamiento a las otras personas -y en este caso, a los niños y las niñas. Por supuesto, se puede decir que, ése es el perfil básico de todo profesional y no sólo del maestro. Yo diría que es verdad, pero lo es más en el maestro por cuanto, de alguna manera, se constituye en modelo e inspiración implícita de toda otra vocación profesional.
Por esta misma razón, la vocación de profesor implica una dosis de mucha humildad. Primero para poder mantener las disposiciones y actitudes anteriores y, luego y fundamentalmente, para mantenernos ubicados como personas frente a otras personas, dispuestos a ser facilitadores en ambientes horizontales, al mejor estilo del primun inter pares.
Tal vez no todos estaremos de acuerdo en lo dicho, pero sí lo estaremos en que esta vocación/profesión -lo mismo que todas las demás- necesita unos pilares sobre la que apuntalarse. Estos son los pilares mínimos que sostienen nuestra concepción del maestro y, por supuesto, en cuanto pilares-base servirán de sostén a la edificación de uno o varios modelos, pero no de todos. Será necesario agregar o quitar para dar cabida a muchos otros modelos, pero sea cual sea nuestra concepción, todos podemos convenir en que ser maestro/profesor es una actitud que se descalifica en la medida en que lo vivimos como un título más. Ser maestro de esta última forma es una actividad insignificante sin trascendencia ni aportes significativos.
[1] Nos referimos a aquellas
prácticas que por repetitivas y por quedarse en el plano meramente informativo,
pertenecen a una tradición pedagógica cada vez más venida a menos, pero todavía
presente en nuestra educación.
[2] En los colegios
particulares, sobre todo a nivel de la secundaria, se puede observar el caso de
muchos profesionales de otros campos ejerciendo la docencia. Hay médicos,
abogados, ingenieros enseñando biología y ciencias afines, ciencias sociales o
literatura y las ciencias exactas según sus capacidades. Con todo parece darse
por sentado un supuesto: habría algunas materias que requieren de profesionales
en determinado campo (matemáticas, química, etc) y habría otras que podría
enseñarlas cualquiera que tenga afinidad con los temas sociales, incluso un
ingeniero o un tecnólogo, si se diera el caso). Esta prerrogativa de los
colegios particulares se debe, quizás, a la falta de confianza en los
profesionales de la docencia egresados de nuestras universidades y, peor aún,
de los normales superiores. La descalificación que sufre la educación pública
en este sentido es ya un punto a favor de ello, aunque hay loables excepciones.
Parece preferible poner la educación en manos de alguien que sabe contenidos
(aunque no sepa de pedagogía), que ponerla en manos de alguien que no sabe ni
de lo uno ni de lo otro.
[3] Es posible que aflore una
vocación porque se van descubriendo aptitudes y disposiciones para ella. No
creo que sea posible el florecimiento de una vocación donde no hay cimientos. Y
es que es posible que, elegida una profesión, se enrumbe por otra y en esta
otra se encuentren motivos de realización personal lo mismo que en la profesión
elegida porque hay afinidades entre ambas; así, un abogado puede encontrar en
la docencia su completitud vocacional y pueda que no suceda al contrario.
[4] Desde la década de los 70
se empezaron a hacer estudios en los cuales se hacía notar la importancia de
crear ambientes reflexivos en la escuela a fin de evitar la proliferación de
niños considerados especiales: DDA, hiperactividad, problemas emocionales, etc.
Hoy, cada año se presentan en nuestras aulas más y más casos de éstos. Las
razones son múltiples: hay quienes dicen
que son los niños de una nueva época hasta quienes afirman que son sólo
producto de la conflictividad social en la que vivimos. Sea cual sea la respuesta,
parece que la educación necesita cambiar de rumbo y apuntarse por una educación
reflexiva. Caso contrario, cada vez se necesitará con más urgencia multiplicar
las aulas de recursos y contratar maestros especiales para atender según los
casos.