L  A     E  D   U   C   A   C   I  Ó  N[1]

 

Félix García Moriyón

MADRID

 

1.      La educación y los seres humanos

La necesidad de un largo proceso de aprendizaje es una de las características que definen a los seres humanos y los diferencian de otros seres vivos. Una larga infancia y, en algunas culturas, una larga adolescencia, constituyen un periodo necesario para poder ir aprendiendo todas las habilidades y conocimientos sin los cuales les resultaría difícil la supervivencia. En la mayor parte de las sociedades en tiempos remotos y en bastantes de ellas en la actualidad, ese aprendizaje era algo garantizado por la familia y los seres más cercanos, incluyendo vecinos o habitantes del mismo pueblo o barrio. Cuando la vida social no era excesivamente compleja -si bien siempre lo ha sido bastante-, bastaba con ese contacto informal, pero constante y en algunos casos sistemático, para que los niños y las niñas fueran recibiendo la instrucción necesaria. En general, se trataba más bien de un proceso de socialización y endoculturación, y buscaba sobretodo la transmisión de los valores, actitudes y comportamientos propios de la sociedad a la que pertenecían; eso es lo que ocurre, por ejemplo, en algo tan decisivo como la configuración de la identidad de género: llegar a ser hombre o mujer requiere interiorizar las normas que la sociedad tiene establecidas al efecto. Llegados a cierta edad, más o menos a partir de los siete años, los menores empezaban a aprender tareas algo más complicadas exigidas por el trabajo que iban a tener que desempeñar. Si este trabajo requería una mayor cualificación, como en el caso de los artesanos y los comerciantes, el periodo de aprendizaje podía llegar a ser bastante prolongado. En muchas de esas sociedades, una minoría destinada a ocupar posiciones de mayor rango recibía una educación más larga, ordenada y metódica después de la primera infancia. Gracias a ella llegarían a ser curanderos, sacerdotes o funcionarios de la administración del estado cuando algo parecido a éste existía.

Este modelo funcionó y sigue funcionando. Podemos llamarlo en general educación informal o simplemente procesos de socialización y es responsable de gran parte de lo que sigue definiéndonos como seres humanos. Desde esta perspectiva, lo fundamental era el punto de vista de la sociedad, es decir, se trataba de conseguir que los niños pequeños se integraran plenamente en las normas sociales de los adultos. Cierta capacidad de innovación podría admitirse, pero no excesiva pues prevalecía la necesidad de perpetuar el grupo social, con escasa consideración por los intereses particulares de las personas que eran objeto de la instrucción. Es más, en realidad no eran considerados personas en el pleno sentido de la palabra y tendrían que esperar a ser admitidos en el mundo de los adultos para empezar a tener un cierto protagonismo personal. No obstante, era quimérico anular completamente la exigencia de que los niños se apropiaran conscientemente de las normas del grupo y sus pautas de comportamiento. Las características de la especie humana han  hecho imposible que la educación se reduzca a puro adoctrinamiento socializador y siempre ha contado con la intervención activa de quienes recibían la educación y con su capacidad de apropiarse reflexivamente de las normas, para de ese modo ser capaces también de modificarlas cuando las circunstancias lo exigieran. Po mucho que haya huellas evidentes de la imposición social en los procesos de endoculturación y socialización, no debemos olvidar que el hecho fundamental es que los niños aprenden, no que son educados; en todo el proceso de maduración personal, ellos son siempre los sujetos activos, no los objetos pasivos. Por eso, las sociedades que mejor han sabido transmitir esa dimensión  reflexiva y creativa, favorecedora de innovaciones, han tenido mejor fortuna en su proceso de adaptación y crecimiento.

A partir del siglo XVI en Europa se empiezan a extender los centros de educación formal destinados no sólo a posibles universitarios, sino a un público más general. El proceso, muy tímido al principio, se generaliza a finales del s. XIX y se hace prácticamente universal en el grupo de países de mayor nivel de desarrollo tecnológico en la segunda mitad del s. XX. Es entonces cuando, junto a la educación en su sentido más general, aparece lo que en estos momentos llamamos escolarización y que constituye una etapa decisiva para las personas que nacen y viven en nuestras sociedades. En un primer momento, las escuelas estaban reservadas a los niños -mucho menos a las niñas- que procedían de las clases altas o hegemónicas; a los demás casi les estaba vedado asistir a clase. Por una parte, las escuelas constituyen una respuesta a la necesidad planteada por sociedades más complejas y sofisticadas en todos los sentidos, de que sus miembros aprendan muchas más cosas de las que tenían que aprender en sociedades anteriores. Si se quiere participar efectivamente en estas sociedades hay que conseguir una mayor educación y eso desborda ampliamente las posibilidades de la familia y exige mucho más tiempo a cargo de personas especializadas en las tareas de formación. La alfabetización, por ejemplo, deja de ser una destreza minoritaria y pasa a ser una habilidad necesaria. La ausencia de escolarización va a ir vinculada a situaciones de marginación y exclusión social, en unas relaciones de causalidad más bien circulares: la situación de marginación dificulta el acceso a la escuela y el aprendizaje de la lectura y escritura, y esta carencia se convierte a su vez en causa de que se reproduzca e incremente la marginación y la exclusión. Para mayor discriminación, las escuelas suelen manejar los códigos lingüísticos de las clases superiores de la sociedad, con lo que los niños que no proceden de esas clases se encuentran con dificultades añadidas llegado el momento de su promoción.

Por otra parte, unido a lo que acabo de decir, las escuelas se erigen en un espacio social decisivo para la reproducción de la opresión y la explotación sociales, pero también para combatir esas situaciones de dominación. La idea de que la educación -pensando quizás más en la formal, la que se imparte en la escuela y centro de enseñanza media y superior- es algo esencial en la emancipación de los seres humanos es un tema recurrente en todo el pensamiento progresista occidental. No es de extrañar, por tanto, que todo el movimiento socialista, y más todavía el socialismo libertario o anarquismo, concediera una importancia muy elevada a la educación. Esta era necesaria para poder tomar conciencia de la situación en la que las clases explotadas se encontraban, pues sumidas en la ignorancia aceptaban como incuestionables las explicaciones con las que la clase dominante intentaba justificar sus privilegios. Y era también necesaria si se quería poseer los conocimientos requeridos para transformar revolucionariamente la sociedad capitalista y dar paso a una sociedad nueva sin explotación ni opresión. En una lograda expresión muy corriente en los medios libertarios, se decía que la ignorancia era el alimento de la esclavitud. Con esto se daba un paso más  respecto a lo afirmado por los ilustrados; no se trataba tan solo de que la ignorancias e intolerancias y dificultara además el progreso económico del país. Admitido todo eso, lo que estaba en juego en la educación era una cuestión de dominación social, tanto en el marco global de las instituciones políticas como en el más próximo de las relaciones familiares. La educación era un instrumento decisivo en la liberación de los seres humanos, del mismo modo que, adecuadamente controlada y restringida por la clase hegemónica, podía ser utilizada para apuntalar la dominación ejercida por esta minoría privilegiada.

Extender la educación, hacer partícipes de la misma a todos los seres humanos desde la más temprana infancia, era un objetivo básico del movimiento libertario. Para conseguirlo se volcaron en las tarea de propaganda, con la publicación de numerosas revistas, panfletos y libros en los que difundían no sólo los ideales anarquistas, sino también todos los conocimientos proporcionados por los avances científicos en todos los ámbitos. No importaba demasiado que muchos campesinos y obreros no supieran leer; los que sí sabían hacerlo se encargarían de leerles los textos en lata voz para que calara en su conciencia el mensaje de liberación que querían transmitirles. Al mismo tiempo esas publicaciones incrementarían el deseo de leer para tener una mejor información. También se afanaron en la formación de escuelas a las que pudieran acudir todas las niñas y todos los niños, favoreciendo el acceso de los sectores sociales menos favorecidos. En todos los lugares donde pudieron ejercer una clara influencia social y contaron con suficiente adaptación, organizaron escuelas para la educación de niños, y también de adultos. En algún caso, era precisamente la escuela la que servía de punto de partida para una mayor difusión de los ideales de cambio social que propugnaban. Esas escuelas, como las racionalistas en España o La Ruche en Francia, estaban al margen del sistema educativo oficial. Este era desde luego claramente insuficiente, por lo que muchos niños no tenían la oportunidad de acudir a la escuela; pero, al depender del estado,  no dejaban de ser para los anarquistas un lugar en el que fundamentalmente se reproducía la ideología dominante y eso apoyaba la idea de crear sus propias escuelas.

Los anarquistas y todos los pensadores más progresistas desde la Ilustración insistieron en ese valor liberador que en sí mismo puede tener el conocimiento; aceptaron igualmente la estrecha vinculación entre saber y poder. Por eso se empeñaban en difundir los conocimientos científicos, organizaban escuelas y ateneos, y procuraron que las clases obreras y populares tuvieran acceso al conocimiento. Todo eso, sin embargo, no era suficiente; la educación debía formar parte de un proyecto completo de liberación y era el resto de las luchas sociales lo que le confería todo su sentido. A diferencia de los pedagogos ilustrados, la educación no era suficiente para cambiar la sociedad, mucho menos si esa educación no estaba vinculada conscientemente al proceso de cambio emancipador. Había modelos educativos que reforzaban la jerarquización, la competitividad y la asunción como indiscutibles de las reglas sociales que imperaban en las sociedades capitalistas; por el contrario, ellos se situaban en el grupo de educadores que consideraban imprescindible conseguir que la educación impartida fuera coherente con el proyecto de transformación social. De ahí la necesidad de buscar nuevos métodos de enseñanza, de dar prioridad a unos contenidos frente a otros, y de estructurar toda la escuela y la vida escolar de otra manera.

Insistían con la misma energía en que tampoco se iba a conseguir un cambio social revolucionario si la acción transformadora se limitaba a tomar o abolir el estado y las instituciones económicas: Si para llegar a ser personas en el pleno sentido de sus responsabilidades los seres humanos necesitamos vivir en una sociedad sin explotadores ni opresores y, por lo tanto, sin explotados ni oprimidos, para participar en una sociedad de este tipo hacen falta personas nuevas, no después de los momentos de transición revolucionaria, sino antes y durante los mismos. El cambio social no ocurre de la noche a la mañana, ni se produce por tomar el Palacio de Invierno o declarar la colectivización de las tierras y la fábricas; es el resultados de un largo proceso pedagógico en el que, al hilo de las luchas y enfrentamientos con la burguesía y el estado, las personas han ido aprendiendo a ser libres y solidarias, a no delegar en nadie, a asumir su propia e irrenunciable participación en la gestión de los problemas que afectan a la comunidad. Por eso, si pretendemos formar personas capaces de decidir por sí mismas, capaces de sacudir la opresión y no volver a caer en ella, hay que educarles desde pequeños, fomentar en ellos el sentido crítico y la autonomía personal, así como unos valores de solidaridad y libertad. La educación es una condición necesaria para lograr todo eso y desempeña un papel central; por eso hace falta cuidarla y volcarse en ella y por eso también los mismos centros escolares se convierten en espacios ineludibles de las luchas sociales. Un proyecto de revolución integral no puede llevarse adelante sin un cambio educativo igualmente radical. Un cambio educativo radical no puede salir adelante si no está vinculado a un proyecto revolucionario integral. La educación es una tarea política; la política es una actividad educativa.

 

 



[1] Este tema fue presentado en el I Congreso de FpN realizado en el Ecuador en mayo/01. Lo presentaremos en cuatro secciones, tal y como está el original, pero en distintas fechas.


 
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