Hay que aprender al principio, porque al final es más difícil

Alexis Cordero
IEFINE
avcordero@yahoo.com

Cuando se escuchan quejas concretas sobre la educación, quizás una de las más lamentables es aquélla que, diciéndolo de modo positivo, afirma que “lo único” que realmente hemos aprendido en todo el tiempo dedicado a los estudios es lo que, fundamentalmente, nos sirve hasta ahora, y que se reduce a saber leer, escribir y calcular, labor básica de los primeros años de escuela... y punto.

Es tanto más lamentable cuando quienes lo dicen son aquéllos que suelen tener cierta ascendencia intelectual sobre el común de los mortales. Parecería que la opinión se ve confirmada por datos reales que, al menos en un gran porcentaje, escandalizarían a cualquiera que pensara objetivamente -hasta donde es posible hacerlo- en el futuro del país. Martha Grijalva sacaba hace tiempo los resultados de su investigación sobre el aprovechamiento de niños de escuela en ciertas asignaturas, concretamente lenguaje y matemáticas, y mostraba que aún se estaba lejos del mínimo esperado[1]. Iván Carvajal, desde su experiencia de docente universitario, dejaba ver lo mismo, pero con quienes estaban en el estadio superior de la educación[2].

No sé, realmente, de dónde proviene la siguiente anécdota. He oído a algunos decir que es de Sartre y a otros que es de Raúl Pérez Torres. Alguna vez, alguien le preguntó -al que haya sido- cómo fue su educación y, entre otras cosas, “el que haya sido” respondió que “tuvo que suspender la educación para entrar a la escuela”. Se podría decir que hay mucho de verdad en la frase como también mucho de exagerado. Y es que falta ver que lo que se hacía hace treinta años en las aulas no es lo mismo que lo que se pretende hacer hoy. Obviamente, estoy seguro de que quien haya sido sabía por qué lo decía y qué alcance tenía lo que decía, pero es bueno considerar lo que falta por decir.

En los ’70, con el boom de la educación liberadora, circulaba una carta en la que un tío le alentaba a su sobrino -que estaba feliz porque ya iba a entrar al colegio- a que no se dejara domesticar por la máquina educativa y que procurara hacer todo cuanto pudiera para no convertirse en un borrego del sistema... Treinta años más tarde, quizás la terminología ha cambiado, pero no la realidad de que la educación sigue siendo una pieza fundamental en la tarea de reproducción y continuación del sistema.

Cuando por los ’70 aparecían en América, tanto en el mundo latino como en el anglosajón, las mismas inquietudes aunque desde enfoques distintos, respecto de lo que debería ser la educación, Paulo Freire en el Brasil y gente dedicada a hacer diseños curriculares como Reuven Feuerstein, Edward de Bono, Matthew Lipman y psicólogos del conocimiento y de la educación como Robert Sternberg, Jerome Bruner, entre otros, veían que el sujeto y agente esencial del proceso educativo debía ser el alumno y que el profesor sólo debía facilitarle la metodología adecuada para que aquél aprendiera por sí mismo dándole significación a su propia experiencia.

Desde entonces, tanto la experiencia freireana como la sajona, nacidas cada una en contextos muy disímiles, se han convertido, de una u otra manera en  norte de la nueva dirección por la que la educación debía enrumbarse. La educación liberadora, dada la situación política que se vivía en América Latina, fue mirada con sospecha por su mismo carácter democrático, es decir, popular. La sajona tuvo mejor recepción: tal vez es el hecho de ser una educación “rubia” o tal vez la capacidad difusiva que tienen las iniciativas nacidas en centros económicos poderosos, tal vez su aparente neutralidad política o el aparato terminológico y su carácter interdisciplinario que le han dado personalidad científica, la que ha seducido el campo educativo -al menos en nuestro medio- y ha sido aceptado -con gran cantidad de excepciones, por supuesto- por el único sector de la educación que puede costear gastos de innovación educativa, de capacitación docente, de formación permanente, etc.: la educación particular. Aunque no sea exclusivo del sector, es aquí donde se habla de aprender a aprender, formación del pensamiento, pensar sobre el pensar, aprender a pensar, y todas las combinaciones que se puedan hacer con estas palabras. etc. Decir que no es exclusivo significa que también en el sector público de la educación hay gente consciente de las implicaciones pedagógicas de la nueva terminología. Sin embargo, hay una cuestión que no se puede negar: entre lo que se sabe como urgente y necesario para la educación hoy en día y los pasos efectivos que se han dado para hacerlo funcionar, hay un gran trecho.

Después de casi un año de venir trabajando en el Programa de Filosofía para Niños (FpN), al modo de un experimento, constato que, pese a la buena voluntad de aquellos/as maestros/as que han aplicado conmigo el Programa, existe un enorme vacío en la medida en que sólo están dispuestos/as a trabajar un tanto empíricamente sobre lo que observan en las clases “para tratar de hacer lo mismo o algo parecido”, pero no lo están para someterse a una disciplina de autoformación que les ayude, por un lado, a fundamentar y afianzar aquello que están aplicando y, por otro, a trasladar, transferir, de una manera continua, ordenada y práctica lo que se aprende en FpN a las otras asignaturas en las que se desempeñan. No hablo de que no se haga en absoluto, pero no se hace de la forma en que debería hacerse o de la manera en que podría llevarla a cabo alguien que es consciente de las potencialidades del Programa.

¿A qué se debe esto? A que, a pesar de las permanentes noticias que, día a día, llegan sobre nuevas propuestas pedagógicas y de los deseos de hacerlas efectivas, en la práctica todavía chocamos con esa tremenda carga que nos exige cumplir con determinados contenidos que, a la corta y a la larga, siguen siendo el corazón de la educación: información por sobre todas las cosas. Y, aunque en la enseñanza de tal información se enseñan destrezas, son raros los/as maestros/as que pongan un cuidado especial en éstas: habilidades y destrezas permanecen, en el hecho, como campo virgen, no obstante se las anote en los libros de clase como parte de las labores de cada día.

Había pedido los contenidos generales de lenguaje y matemáticas de los distintos grados en los que se hace la práctica de FpN para ver cómo podríamos elaborar una programación en la que se pudieran enlazar los contenidos de las materias con las destrezas que se pretende desarrollar en FpN. El trabajo está aún por hacerse. Sin embargo, consideré que era necesario empezar tratando un tema que se vincula a aquello con que hemos iniciado este trabajo.

La primera educación escolar tiene que ver -al menos teóricamente- con el aprendizaje de cuatro habilidades conocidas como básicas: escuchar, leer, hablar y escribir. Al parecer, sólo a dos de ellas se les presta una atención extrema: leer y escribir porque, seguramente, se supone, que con el trabajo en estas dos habilidades las otras surgirán en mayor o menor grado. Así se han desarrollado programas específicos de lecto-escritura. La suposición es verdadera aunque a medias ya que, tratándose de habilidades, las cuatro merecen atención especial y, por las experiencias llevadas a cabo en otras latitudes, parece que es el acento en la escucha y en el habla lo que lleva a mejorar las otras dos. Más aún, ninguna de las cuatro sería posible si no se diera en los/as niños/as una capacidad de razonamiento que les ayude a manejar las dificultades que supone el aprendizaje de tales habilidades. Pero la capacidad es algo distinto de la habilidad y la escuela puede proveer los instrumentos para que dicha capacidad logre desarrollarse diestramente desde los inicios y esto es, precisamente, lo que no se toma en cuenta. Habilidades de escucha, de razonamiento y de habla deben ser tratadas desde que el/la niño/a entra a la escuela y deben ser trabajados con la misma intensidad y empeño que se pone en el aprendizaje de la lecto-escritura.

Pero en las universidades no se enseña esto y los cursos de postgrado que se dan no contemplan estos temas porque, para colmo de males, muchos de los cursos se enseñan a distancia y resulta muy difícil enseñar a escuchar y a hablar “a distancia”. El problema no es que haya niños problema, ni tan sólo que haya profesores problema[3], sino que la profesionalización de los docentes, tal y como se está dando, es un problema.

Al pasar a los niños, claramente nos damos cuenta de que no todo el que sabe leer sabe leer y tampoco todo el que sabe escribir sabe escribir. Permanentemente escuchamos decir que los/as niños/as que llegan a los últimos años de la primaria apenas si saben la parte mecánica de la lecto-escritura y que les falta mucho para que su lectura sea reflexionada, comprehensiva y significativa; lo mismo podríamos decir de su escritura si para ello tenemos que hablar del manejo de un minimum sintáctico, de coherencia, de estilo y de, al menos, una cierta cantidad de palabras...

Pero este mal no es sólo evidente a nivel de la primaria. En las universidades hay una queja también permanente de que los estudiantes llegan desprovistos del instrumental necesario para hacer frente a las exigencias de la educación superior. Yo me atrevería a decir que, en lo fundamental, la cosa cambia muy poco, sin que lo dicho no suponga la existencia de calidad tanto de maestros/as como de estudiantes en los tres niveles educativos.

Para ilustrar mejor lo dicho, en una experiencia vivida este último año en un trabajo con niños de edades entre los cuatro y los once años, es decir, un conjunto que abarca desde el prekinder hasta el séptimo de básica, el grupo que menos ha respondido a las expectativas iniciales ha sido el de los mayores. Quizás el tiempo dedicado a ellos, que fue tan solo la mitad del dedicado al resto del grupo, más los cambios a todo nivel que se empiezan a experimentar a esa edad y que causan cierta inestabilidad en los preadolescentes y los hábitos (¿?) de estudio adquiridos hasta el momento, todos juntos hayan coadyuvado para que lo esperado no se dé y, más bien, se genere una fuerte resistencia -al menos, en la mayoría de ellos- a todo lo que tenga que ver con dialogar, usar conceptos adecuados, exponer criterios, dar razones, buscar alternativas, descubrir supuestos, etc.

A lo que voy es a lo siguiente: se pone tal interés en la lecto-escritura que las habilidades que se desarrollan gracias al diálogo y la escucha son, prácticamente, nulas y tanto más notoria su ausencia cuanto más grandes son los/as niños/as. Y por eso, los grandes bloques de habilidades, que Lipman llama: investigación, conceptualización, razonamiento y traducción y que, según él, son las esenciales en el ámbito escolar, no funcionan como deberían.

Lo que en los/as niños/as de nueve y diez años ha resultado satisfactorio, en el grupo de los/as más grandes casi no se nota. Valgan como ejemplos los siguientes:

Tanscribo dos pequeñas conversaciones sostenidas con los/as niños/as de ambos grupos en momentos en que el diálogo sobre unt ema semejante había logrado cierta altura:


Grupo de 9 años

Profesora:    - De la conversación que sostiene Pixie con sus amigos, ¿se podría decir que la mente es igual al cerebro? (Se ven levantarse algunas manos)

Alumno 1: - Yo creo que no (Silencio). El cerebro controla todas las partes del cuerpo de las que no nos damos cuenta, como el corazón; en cambio, la mente sabe cómo funciona el corazón.

Alumno 2:    - ¿Puedo hacer una pregunta? Si la mente sabe cómo funciona el corazón, entonces ¿por qué no puede hacer que deje de latir? (Se levantan algunas manos).

Alumno 3:    - Es que tú entendiste mal. Lo que la mente hace es pensar cómo funciona el corazón, pero el cerebro es el que le hace funcionar.

Alumna 2:    (Interrumpiendo y con cierto dejo irónico) - Pero el que le hace funcionar debe saber cómo hacerlo funcionar...

Alumno 1:    - ¿Estás diciendo que el cerebro es lo mismo que la mente?

Alumna 2:    - Sí, ¿o crees que hay una mente que funciona sin el cerebro?

Grupo de 11 años

Profesor:     - ¿Cómo sabemos que tenemos una mente? (No hay manos levantadas)

Profesor:     - ¿Alguno de Uds. piensa que la mente es lo mismo que el cerebro? ¿Qué piensas alumno 1?

Alumno 1:    (Silencio) - Sí creo que es lo mismo (Hay dos manos levantadas).

Profesor:     - ¿Por qué piensas eso?

Alumno 1:    - Porque la mente funciona con el cerebro.

Profesor:     - ¿Querrá eso decir lo mismo? ¿Qué dices tú Alumno 2? (Él había levantado la mano).

Alumno 2:    - Yo quería decir otra cosa... (Se le insta a que la diga)... Yo también digo que la mente funciona con el cerebro, pero no creo que sea lo mismo.

Profesor:     - Y, ¿por qué crees eso?

Alumno 2:    - Porque si la mente fuera el cerebro entonces no podría decir que la mente funciona con el cerebro.


Sin entrar en un análisis pormenorizado, podemos notar que la participación del maestro en el primer caso sirve sólo como punto de partida, mientras que en el segundo, si él no interviniera, la conversación se detendría. En el primer grupo, se usa la ironía, las preguntas; en el segundo, el único avance que se logra es una petitio principii. El grupo de 9 dio paso a una conversación que se perfiló por la clarificación de los conceptos; el otro, avanzó en medio de intentos porque un niño complete las frases inconclusas del otro.

Si ninguna de las dos clases fue infructuosa en sí misma, es obvio que el nivel de los más pequeños era superior. Para muestra vale el caso de un ejercicio que se les propuso a ambos grupos para que se dieran cuenta de cómo procedían en su pensamiento. Habíamos hablado anteriormente de relaciones y de un tipo especial de ellas: las proporciones. Se les pidió que descubrieran cuáles son los números faltantes en la siguiente serie, pero que antes de decirlos nos expliquen cómo llegaron a encontrarlos.

La serie fue la siguiente:  

6      5      4      5      4      3             3      2      3             1

En el primer grupo, en un tiempo de 7 minutos, se tuvieron las siguientes respuestas:

a.       La serie está dividida en grupos de tres números y el número de la mitad de un grupo es el primero del grupo que le sigue.

b.      La serie está dividida en grupos de tres números y el último número de un grupo es el segundo del grupo que le sigue.

c.       La serie va del 1 al 6. Hay un 1 y un 6, hay dos 2 y dos 5 y hay tres 4 y tres 5.

En el segundo grupo, las dos primeras respuestas se obtuvieron en 9 minutos.

Lo dicho no es más que una muestra demasiado puntual como para ser del todo objetiva y no creo que refleje las reales condiciones de los dos grupos en la clase. Sin embargo, al añadir ejemplos del mismo tipo, veríamos que el trabajo concreto de FpN deja ver mayor desenvolvimiento con los más pequeños y también con las maestras, que han colaborado cercanamente con el proyecto y que, desde su propio punto de vista, se nota que los niños han aprendido "cosas" que, al principio, ni ellas sabían.

Falta un trabajo de mayor coordinación entre lo que es la planificación institucional y lo que se persigue con el programa de FpN. Engranar las dos tareas es el siguiente paso, aunque también nos damos cuenta que debemos empezar paulatinamente y por asignaturas para que lo interdisciplinario se vaya dando de manera efectiva y que se vea que el trabajo con el pensamiento y con los valores va más allá del enfoque que se le está dando al presente en muchas instituciones escolares y que, para visualizarlo mejor, se tendría que ir en pos de otros referentes que no se reduzcan exclusivamente a la enseñanza del lenguaje y de las matemáticas o de las ciencias y los idiomas extranjeros, sin quitar la importancia indudable que éstas tienen en la tarea que nos proponemos, pero que de ninguna manera son los únicos[4].

Queda mucho por observar y por reflexionar. No pretendemos ser "inventores del agua tibia", pero sí quisiéramos recalcar en la necesidad de darle mayor peso al tema de las destrezas y de cómo éstas van siendo asimiladas por los/as estudiantes. La observación de esta asimilación es la que nos permitirá ver si se avanza o no en los procesos y, mientras sigamos teniendo colegas que se quejan de que sus nuevos estudiantes han llegado al nuevo año o a la nueva etapa sin saber lo que debérían saber, seguiremos preocupados porque no sabremos realmente si aquello a lo que se refieren son datos o destrezas o ambos. En cualquiera de los casos, todos vemos que si bien los primeros son importantes, los otros lo son en mayor medida porque eso podría significar que seguimos empeñados en formar sacos de información antes que personas.

 

 



[1] Artículos sobre el Informe “Aprendo” aparecidos en el diario HOY (20/05/01), p. A2-A3.

[2] Iván Carvajal, ¿Para qué sirve la escuela?, Hoy (14/07/00)

[3] Marco Arauz O., La letra con sangre ya no entra, El Comercio (15/12/01) p. A5.

[4] Hace algunos meses (perdón la imprecisión) la Deutsche Welle, daba a conocer los resultados de una evaluación sobre conocimientos y destrezas en Lenguaje, Matemáticas y Ciencias, efectuada a nivel mundial (países de América, Europa y Asia) entre 250 mil estudiantes. Aunque la noticia hablaba de que “el sistema educativo alemán ha reprobado”  (ocupaba lugares más allá del 15º puesto) y mostraba cómo los países asiáticos se llevaban los primeros lugares, lo que me llamó la atención era el hecho de que se haya puesto como referentes precisamente esas tres asignaturas. No hay duda de que en esa selección hay un trasfondo ideológico que responde a las necesidades de los países del norte y que, por ello, ya está sesgada de entrada.


 
E x p e r i e n c i a s