Presidente del Consejo pontificio para la Interpretación
de los textos legislativos
(L´Osservatore romano,
28-VII-95)
Es grato saber que en un reciente congreso de jóvenes intelectuales
europeos, celebrado en Roma, sobre el tema: La crisis moral de las
democracias occidentales, Jonathan Rowland, de la universidad de Oxford,
autor de varios ensayos sobre el integrismo religioso, dijo con referencia a la
encíclica Evangelium vitae: « Quien habla de integrismo refiriéndose al Papa,
probablemente no conoce el significado de esta palabra. Hay valores que no
sufren evolución. Son puntos firmes, que no pueden ser interpretados » (Democratic
culture: a theological response). Uno de
esos valores, que no se pueden perder ni adulterar, es ciertamente la vida
humana. De ahí brota la necesidad y el consiguiente deber moral y jurídico
de respetar y defender la vida de todo ser humano desde el momento mismo de su
concepción: no sólo afirmando genéricamente su derecho fundamental a la vida,
sino también defendiendo ese derecho con normas oportunas, incluso de carácter
penal.
Ese valor, ese punto firme de ética personal y social, que califica
el aborto como grave desorden moral y lo condena como delito, se presenta
claramente, como recuerda Juan Pablo II en la encíclica con abundantes citas de
los Santos Padres y del Magisterio de la Iglesia, como una doctrina y una
disciplina constantes en la tradición cristiana. « Incluso las
discusiones de carácter científico y filosófico sobre el momento preciso de la
infusión del alma espiritual, nunca han provocado la mínima duda sobre la
condena moral del aborto » (Evangelium vitae, n. 61). Más aún,
precisamente en nuestros días, en los que la falacia agnóstica de una libertad
sin verdad y el consiguiente empobrecimiento moral del derecho civil han
llevado en muchas naciones —aunque aún constituyen una minoría— a «la
aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres e incluso en la ley»
(Ev. vitae, n. 58), el concilio Vaticano II reafirmó que « se ha de
proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción, tanto el aborto
como el infanticidio son crímenes nefandos » (Gaudium et spes, n. 51).
Por su parte, la ley universal de la Iglesia, que ya desde los
primeros siglos había condenado la práctica del aborto, ha establecido de nuevo
que «quien provoca el aborto, si este se produce, incurre en excomunión latae
sententiae», es decir, automática (Código de derecho Canónico, can
1398; Código de los cánones de las Iglesias orientales, can 1417). Y,
también por atenernos a la hermenéutica jurídica, hemos de decir que el
legislador cuando reafirmó esta norma, no ignoraba, sino que tenía en cuenta el
hecho sociológico de la creciente mentalidad abortista en el mundo y lo hizo
después de realizar una amplísima consulta legislativa (Cf. Communicationes
XIV, 1984, pp. 50-51). Todo eso lo recuerda la encíclica (Ev. vitae, n.
62), la cual contiene también precisiones doctrinales de notable alcance con
respecto al caso del delito de aborto, a la relativa sanción penal y a la
responsabilidad moral y penal de los autores y cómplices del delito.
Como sabemos, el reciente y progresivo descubrimiento de medios
abortivos refinados, de índole quirúrgica y también farmacológica, había
puesto en entredicho la noción misma de aborto provocado. En efecto, en
el ámbito de las leyes canónicas, esa noción se remontaba, ya como fuente del
can. 2.350, &1, del anterior Código de derecho canónico (Cf. Codicis
iuris canonici fontes., vol. I, 1926, p. 309), a la constitución apostólica
Effraenatam del Papa Sixto V, del 29 de octubre de 1588, la cual definía
el aborto simplemente como el acto de provocar, con el efecto consiguiente, la
« foetus inmaturi eiectionem ». Por eso. teniendo en cuenta el principio
canónico según el cual las leyes penales están sometidas a interpretación
estricta, la mayor parte de los comentaristas consideraba delito de aborto
exclusivamente la expulsión provocada de un feto humano inmaduro (es decir,
dentro de los primeros 180 días, según muchos) del seno materno.
Ahora bien, la necesidad de una aclaración de dicho concepto frente a
las nuevas técnicas abortivas y a las relativas precisiones de doctrina moral
en esta materia, llevó a la Comisión pontificia para la Interpretación
autentica del Código de derecho canónico a afirmar, en 1988, que por
aborto debía entenderse no sólo « la expulsión del feto inmaduro », sino
también « la muerte provocada del feto, de cualquier modo que se hiciera y en
cualquier tiempo, desde el momento de la concepción » (Cf. AAS 80,1988,
p. 1818). Por consiguiente, el mismo legislador que había aprobado esta
interpretación, ha definido ahora así el aborto provocado: « Es la
eliminación deliberada y directa de un ser humano en la fase inicial de su
existencia, que va de la concepción al nacimiento » (Ev. vitae, n.
58).
Un análisis sintético de esta definición permite afirmar, por lo que
respecta a la tipificación del delito, que:
a. el
aborto provocado —es decir, diverso del aborto espontáneo y del involuntario—
es un verdadero homicidio, porque se trata de la supresión voluntaria de
un ser humano; mas aún, el «más inocente» y « débil », « totalmente
confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno »
(Cf. Ibid.);
b. junto
con el carácter deliberado o doloso del acto —es decir, no meramente
culposo, por omisión de la debida diligencia—, el aborto debe ser directo, o
sea, buscado como fin o como medio para conseguir el fin: provocado por motivos
egoístas, o también por razones eugenésicas, sociales, etc., a veces « graves y
dramáticas », que la encíclica ciertamente toma en cuenta, pero que « jamás
pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente »
(Cf. Ibid.). En cambio, no es delito el aborto indirecto, o sea, el que
sucede como simple efecto colateral o consecuencia indirecta del acto,
c. la
muerte es abortiva de « cualquier forma que se realice », ya sea con las
varias modalidades de intervención quirúrgica o mecánica, ya con productos
farmacológicos, es decir, todas ellas técnicas encaminadas a la supresión, con
formas diversas, del ser humano concebido;
d. el acto
abortivo debe considerarse delictivo en cualquier período del proceso
evolutivo, « de la concepción hasta el nacimiento », porque en toda fase
(óvulo fecundado, embrión o feto) se trata siempre « de un ser humano en la
fase inicial de su existencia (Cf.Ibid.), así como los documentos de la
Congregación para la doctrina de la fe allí citados —Declaración sobre el
aborto provocado e instrucción Donum vitae— y que contribuyeron
también a la interpretación auténtica que hemos recordado antes.
La gravedad del delito ha requerido--entre otras cosas, para defender
la integridad moral de la comunidad eclesiástica y para el bien espiritual de
los delincuentes —una sanción penal proporcionada: la excomunión latae
sententiae. Ésta es grave, tanto porque priva de determinados derechos y
bienes espirituales, entre los que está la recepción de los sacramentos, como
porque —debiéndose castigar un hecho externo pero, de ordinario, oculto— el
mismo derecho aplica la excomunión automáticamente, es decir, simultáneamente
al acto de provocar el aborto, siempre que sea effectu secuto (Cf. Código
de derecho canónico, can 1398), o sea, que tenga lugar realmente la muerte
provocada. Con todo, la gravedad de la pena se ha de ponderar en el contexto
del espíritu de respeto a la persona y de benignidad y misericordia propios del
derecho de la Iglesia.
En efecto, tratándose de una sanción canónica medicinal:
a. se
dirige de modo inmediato al fin pastoral de la conversión del delincuente y, en
última instancia, a su bien supremo: la salvación eterna;
b. además
del siempre necesario requisito subjetivo de la grave imputabilidad del
delito (Cf. Ibid., can. 1321, &1), será preciso tener en cuenta,
en cada caso, las posibles causas legales excusantes (Cf. Ibid., can.
1323) entre las cuales están: no haber cumplido los 16 años, el miedo grave y
la ignorancia sin culpa de la ley penal violada, pero también las muchas
circunstancias atenuantes (Cf. Ibid., can 1324) que en el caso de las
penas automáticas se convierten en causas eximentes (Cf. Ibid., can.
1324, &3);
c. la
excomunión no puede ser perpetua, sino que se perdona con la absolución, una
vez que el reo cesa en su contumacia por estar verdaderamente arrepentido (Cf. Ibid.,
can 1347,2);
d. dado
que esa excomunión no está reservada a la Santa Sede y ni siquiera
ordinariamente declarada, o sea, hecha pública por la autoridad
competente, la pena puede ser perdonada no sólo por el ordinario del lugar a
sus súbditos y a los que se encuentren en su territorio o hayan cometido en él
el delito, y por cualquier obispo en el sacramento de la confesión (cf. Ibid.,
can. 1355,2), sino también por el canónigo penitenciario u otros sacerdotes
encargados por el obispo (Cf. Ibid., can 508), por los capellanes de los
hospitales, de las cárceles y de los barcos (Cf. Ibid.., can 566,2), por
cualquier sacerdote en caso de peligro de muerte (Cf. Ibid., can. 976)
e, incluso, en los casos urgentes por cualquier confesor, en el foro
sacramental interno, con las condiciones señaladas por el derecho (Cf. Ibid.,
can. 1317).
Por lo que atañe a los sujetos de la excomunión, incurren en ella,
además de la madre que haya consentido, el autor del acto abortivo y sus
ayudantes. es decir, « los que con la misma intención delictiva concurran en
la comisión de un delito » (Ibid., can 1329,1), del que, por
consiguiente, todos son deliberadamente causa eficiente. Pero también son
castigados con la misma sanción penal, entre otros, los cómplices necesarios,
es decir, —y aquí entrarían, según el grado de su influencia en el acto, los
que lo ordenan ejecutar y los instigadores— aquellos « sin cuya ayuda el
delito no se hubiera cometido » (Cf. Ibid., can 1329,2). Dada la
variedad de los medios abortivos, de las situaciones familiares y personales,
de las circunstancias legales y sanitarias etc., los posibles grados de
imputabilidad deberán ser valorados en cada caso.
De todos modos, para evitar equívocos, es precisa tener en cuenta que
la grave responsabilidad moral —de pecado grave o mortal— puede
referirse y de hecho se refiere a ámbitos de personas mucho más amplios que
aquellos que, según la doctrina canónica común, entrarían en el ámbito más
reducido de la imputabilidad penal. Más aun, la monstruosidad social y
cultural de la mentalidad y de las políticas abortivas va mas allá de los
ámbitos de la responsabilidad moral o penal de los cristianos. « Finalmente,
no se puede minimizar —afirma el Papa Juan Pablo II— el entramado de complicidades
que llega a abarcar incluso a instituciones internacionales, fundaciones y
asociaciones que luchan sistemáticamente por la legalización y la difusión del
aborto en el mundo. En este sentido, el aborto va más allá de la
responsabilidad de las personas concretas y del daño que se les provoca,
asumiendo una dimensión fuertemente social (...). Estamos ante lo que puede
definirse como una "estructura de pecado" contra la vida
humana aún no nacida » (Ev. vitae, 59).
Esta valiente denuncia, a nuestro parecer, da un carácter profético
particular a las riquezas doctrinales y disciplinares de esta encíclica.
Porque, al revés de cuanto piensan los apologistas del relativismo moral que ha
puesto en crisis la dignidad del derecho en algunas naciones, el problema
social del aborto no es un hecho confesional. Basta pensar, por lo
menos, en que la Declaración universal de los derechos del hombre,
válida para todas las culturas realmente tales, reconoce el derecho a la vida
como un derecho fundamental que es preciso tutelar.