Rafael Serrano (ACEPRENSA)
Nos ha conmovido el heroísmo de Carla Levati, italiana de 28 años,
que ha muerto por salvar al hijo que llevaba en sus entrañas. Tenía cáncer de
útero y estaba embarazada; cualquier intervención quirúrgica que la hubiera
permitido vivir, habría supuesto el aborto del niño. Ella prefirió, con plena
conciencia, la vida de la criatura a la suya. Su caso recuerda el de Gianna
Berella, fallecida hace treinta años en circunstancias semejantes y por el
mismo motivo. La hija que Gianna salvó con su sacrificio podrá presenciar
dentro de pocos meses la beatificación de su madre. El pequeño de Carla,
prematuro, respira en la incubadora.
En medio del respeto y la admiración generales por estas mujeres, se
ha oído también alguna voz aislada de crítica rastrera. En un periódico se ha
podido leer: "Medios laicos destacan que la muerte de Carla es
consecuencia de una pastoral católica que está a punto de elevar a los altares
a Giovanna Baretta Molla, fallecida (...) por dar a luz una hija.
Pretenden hacernos creer que Carla estaba sugestionada, fanatizada
por la "pastoral católica". Y a las mujeres que no tienen cáncer,
pero abortan ¿quién les ha lavado el cerebro? Algunos admiten como del todo
lógico abortar por motivos incluso triviales, pero no pueden explicarse, sin
suponer supersticiosamente el efecto de una fascinación, que una madre
sacrifique su propia vida con tal de que no se pierda la de su hijo.
No pueden... o no quieren. Intentan convencernos de que la
generosidad es imposible, de que en este mundo no cabe el heroísmo entre
personas normales. Si alguien desmiente esta tesis con su conducta, aún se
buscará una coartada del egoísmo interpretando la acción como fruto de una
propaganda.
Carla no dio su vida por fanatismo, sino por su hijo, en muestra de
extrema libertad. En su diario anotaba: "Un día más para mi hijo, un día
menos para mí". Ocurre, sin embargo, que hoy se suele hablar sólo de una
libertad unilateral: para elegir el propio provecho. Libertad para disfrutar
dos sueldos sin el condicionamiento de unos hijos; para desprenderse del niño
ya concebido, o producir uno en el laboratorio, y del sexo preferido. Carla
tenía un chico y aspiraba a una hija: quería llamarla Sara. Cuando supo que
estaba gestando otro varón, comentó: "Pues bienvenido sea".
Carla —al igual que antes Cianna— ha demostrado que tenía la libertad
suprema: la que se ejerce a expensas propias. Esa libertad máxima que consiste
en el poder de entregarse enteramente en favor de los otros. Esa libertad que
algunos desea rían que nadie tuviera, porque ellos no la quieren emplear.