Carta de los Agentes de la Salud (III):
Morir
III. MORIR *
Asistencia hasta el final
natural *
Los enfermos terminales *
El agente de la salud y los
enfermos terminales *
Último momento del vivir
humano *
Morir en familia *
Tratamiento paliativo y
sintomático *
Presencia humana y cristiana
del agente de la salud *
La Fe como fuente de
serenidad y de paz *
Esperanza de una vida eterna *
Morir con dignidad *
Proteger la dignidad del
hombre moribundo (nn.. 38-39) *
No a la obstinación
terapéutica *
Principio de la
proporcionalidad del tratamiento (n. 65) *
No a la indebida suspensión
de la alimentación e hidratación *
Cuidado respetuoso del vivir
y del morir *
Uso de los analgésicos en
los enfermos terminales *
Medicina humanizada *
Comportamiento de prudencia
humana y cristiana *
El uso de analgésicos para
los moribundos no está exento de dificultad. *
Riesgo de anticipar la
muerte *
No a la supresión de la
conciencia en el moribundo *
Cuándo la anestesia es
lícita *
Decir la verdad al moribundo *
Comunicar la verdad *
Responsabilidad de cumplir
determinados deberes *
Muerte, momento esencial de
la vida *
Discernimiento y tacto
humano *
Relación de confianza en la
verdad y en la caridad *
Relación solidaria con el
enfermo *
Relación de compartir y de
comunión *
El momento de la muerte *
Disociación de los elementos
del organismo *
Ruptura dolorosa pero llena
de esperanza *
Definición biomédica de la
muerte *
La asistencia religiosa al
moribundo *
Evangelizar la muerte *
Formas de evangelización *
Amor de Dios en el prójimo *
Comunión con Dios en la
«comunión de los santos» *
Presencia sacramental
salvífica de Cristo *
Fe plena de caridad *
La supresión de la vida *
Derecho inviolable a la vida *
Derecho exclusivo de Dios *
No categórico a toda otra
autoridad (n.46) *
Deber de salvaguardar la
vida *
Particular vigilancia *
El Aborto *
No a la cultura abortista *
Gravedad de la indiferencia
ética y de la mentalidad abortista *
Contra toda acción supresiva
de la vida (n. 47) *
Valoración de los casos
limites *
Fidelidad profesional *
Derecho-deber de las
objeciones de conciencia *
Supremacía de la ley de Dios *
Rectitud y fortaleza en la
verdad (n. 48) *
Denuncia de la injusticia
legal *
Pecado, excomunión y
Evangelio de la vida *
Testimonio decisivo y
creíble *
Obligaciones hacia los fetos
abortados *
La eutanasia *
Terreno de la cultura de la
eutanasia *
No a la mentalidad
eutanasista (n. 137) *
Eutanasia como acto homicida *
No al presunto derecho
eutanásico (n. 47) *
Sí a la muerte con dignidad
( n.119) *
Asistencia y presencia
amorosa *
La medicina está solamente
para la vida (nn. 2-4) *
III
Asistencia
hasta el final natural
114. Servir a la vida
significa para el agente de la salud asistirla hasta el final natural.
La vida está en las manos de
Dios: Él es su Señor, sólo Él le establece el momento final. Todo servidor fiel
vigila para que se cumpla este momento final según la voluntad de Dios en la
vida de cada hombre confiado a su cuidado. Como él no se considera dueño de la
vida de ninguno, tampoco, por tanto, se siente árbitro de la muerte.
El
agente de la salud y los enfermos terminales
115. Cuando las condiciones
de salud se deterioran de modo irreversible y letal, el hombre entra en la fase
terminal de la existencia terrena. Para él, el vivir se hace particular y
progresivamente precario y penoso. Al mal y al sufrimiento físico sobreviene el
drama psicológico y espiritual del despojo que significa y comporta el morir.
Como tal, el enfermo
terminal es una persona necesitada de acompañamiento humano y cristiano; los
médicos y enfermeras están llamados a atender esta necesidad en forma
cualificada e irrenunciable.
Se trata de proporcionar una
especial asistencia sanitaria al moribundo, para que también en el morir al
hombre se le reconozca y se le quiera como viviente. «Nunca como en la
proximidad de la muerte y en la muerte misma es preciso celebrar y exaltar la
vida. Ésta debe ser plenamente respetada, protegida y asistida aun en quien
está viviendo el natural desenlace de ella... La actitud frente al enfermo
terminal es frecuentemente la prueba clave del sentido de justicia y de
caridad, de la nobleza de ánimo, de la responsabilidad y de la capacidad
profesional de los agentes de la salud, comenzando por los médicos».
Último
momento del vivir humano
116. El morir pertenece a la
vida como su última fase. Por esta razón, debe ser considerado como su momento final.
Interpela, por tanto, la responsabilidad terapéutica del agente de la salud, no
menos que todos los otros momentos del vivir humano,
El moribundo no debe ser
declarado como incurable y abandonado a su soledad y a la de la familia, sino
que va encomendado al cuidado de médicos y enfermeras. Éstos. actuando e
integrándose con la asistencia de capellanes, asistentes sociales, voluntarios,
parientes y amigos, le dan soporte al agonizante para aceptar y vivir la
muerte.
Ayudar a una persona a morir
significa ayudarla a vivir intensamente la última experiencia de su
vida. Cuando sea factible y el interesado lo desee, concédasele la posibilidad
de terminar su vida en familia con oportuna asistencia sanitaria.
Tratamiento
paliativo y sintomático
117. Al enfermo terminal se
le practica el tratamiento médico que contribuye a aliviarle el sufrimiento del
morir. En esta perspectiva entra la así llamada cura paliativa o sintomática.
Presencia
humana y cristiana del agente de la salud
El primer cuidado que ha de
realizarse al lado del agonizante es el de una «presencia amorosa». Ésta es una
presencia propiamente médico-sanitaria que, sin ilusionarlo, lo hace sentir
vivo, persona entre personas; destinatario, como todo ser necesitado, de atenciones
y de cuidados. Esta presencia atenta y cuidadosa, infunde confianza y esperanza
en el enfermo y lo reconcilia con la muerte. Es una contribución única que
enfermeras y médicos, con su ejercicio humano y cristiano, aun antes que
con su función, pueden y deben dar a quien está viviendo el momento supremo de
la partida, para que el rechazo sea sustituido por la aceptación y sobre la
angustia prevalezca la esperanza.
Se sustrae así el morir
humano del «fenómeno de la medicalización», que ve la fase terminal de la vida
«desenvolverse en ambientes agolpados y agitados, bajo el control del personal
médico-sanitario preocupado prevalentemente del aspecto biofísico de la
enfermedad». Todo esto «es sentido en medida creciente como poco respetuoso de
la compleja situación humana de la persona sufriente».
La
Fe como fuente de serenidad y de paz
118. «Delante del misterio
de la muerte se permanece impotente; vacilan las certezas humanas. Pero es
precisamente frente a tal amenaza que la fe cristiana... se propone como fuente
de serenidad y de paz... Aquello que parecía carente de significado adquiere
sentido y valor».
Cuando tal «amenaza» se
consume en la vida de una persona, en esta hora decisiva de su existencia, el
testimonio de fe y de esperanza en Cristo del agente de la salud tiene un
papel determinante. Abre en efecto nuevos horizontes de sentido, o sea de
resurrección y de vida, a quien ve cerrarse la expectativa de la existencia
terrena.
«Más allá de todos los
confortamientos humanos, ninguno puede dejar de ver la ayuda invaluable dada a
los moribundos y a sus familias proveniente de la fe en Dios y de la esperanza
en una vida eterna». Brindar una presencia de fe y de esperanza es para médicos
y enfermeras la más elevada forma de humanización del morir. Es más que aliviar
un sufrimiento. Es saber utilizar el propio cuidado para «hacerle fácil al
enfermo retornar a Dios».
Proteger
la dignidad del hombre moribundo (nn.. 38-39)
119. El derecho a la vida se
precisa en el enfermo terminal como «derecho a morir con toda serenidad, con
dignidad humana y cristiana».
Esto no designa el poder de
procurarse o hacerse procurar la muerte, como tampoco el de evitarla «a toda
costa», sino de vivir humana y cristianamente la muerte. Este derecho ha venido
surgiendo en la conciencia explícita del hombre de hoy para protegerlo, en el
momento de la muerte, de «un tecnicismo que arriesga convertirse en abusivo».
No
a la obstinación terapéutica
La medicina moderna dispone,
efectivamente, de medios con capacidad de retardar artificialmente la muerte,
sin que el paciente reciba un real beneficio. Simplemente se le mantiene en
vida o se logra prorrogar por algún tiempo la vida, a precio de ulteriores y
duros sufrimientos. Éste es el caso definido como «obstinación terapéutica»,
consistente «en el uso de medios particularmente extenuantes y pesantes para el
enfermo, condenándolo de hecho a una agonía prolongada artificialmente» .
Esto es contrario a la
dignidad del que está expirando y al deber moral de aceptar la muerte y de
dejar que ella finalmente siga su curso. «La muerte es un hecho inevitable de
la vida humana»: no se le puede retardar inútilmente, esquivándola con todos
los medios.
120. Consciente de no ser
«ni el señor de la vida, ni el conquistador de la muerte», el agente de la
salud, en la valoración de los medios, «debe hacer la oportuna elección, es
decir, tener en cuenta la real condición del paciente y dejarse determinar por
ésta».
Principio
de la proporcionalidad del tratamiento (n. 65)
Él aplica aquí el principio
-ya enunciado- de la «proporcionalidad een el tratamiento», el cual para
esta situación se concreta en los siguientes términos: «Ante la inminencia de
una muerte inevitable no obstante los medios usados, es lícito en conciencia
tomar la decisión de renunciar a tratamientos que procurarían solamente un
prolongamiento precario y penoso de la vida, pero sin interrumpir todavía el
tratamiento normal correspondiente al enfermo en casos similares. Por tal
razón, el médico no tiene motivo de angustiarse, como si no hubiese prestado
asistencia a una persona en peligro».
No
a la indebida suspensión de la alimentación e hidratación
La alimentación y la
hidratación, aun artificialmente administradas, son parte de los tratamientos
normales que siempre se le han de proporcionar al enfermo cuando no resultan
gravosos para él: su indebida suspensión significa una verdadera y propia
eutanasia.
Cuidado
respetuoso del vivir y del morir
121. Para el médico y sus
colaboradores no se trata de decidir sobre la vida o sobre la muerte de una
persona. Se trata simplemente de ser médico, o sea, de interrogarse y decidir a
ciencia y consciencia, sobre el tratamiento y cuidado respetando el vivir y
morir del enfermo que se le ha confiado. Esta responsabilidad no exige el
recurso siempre y, sea como fuere, de todo medio. Puede inclusive requerir la
renuncia a ellos, para una serena y cristiana aceptación de la muerte inherente
a la vida. Puede ser también la expresión del respeto a la voluntad del enfermo
que rehusa el empleo de algunos medios.
Uso
de los analgésicos en los enfermos terminales
122. Entre los tratamientos
que se han de suministrar al enfermo terminal se encuentran los analgésicos.
Éstos, favoreciendo un transcurso menos dramático, contribuyen a la
humanización y a la aceptación del morir.
Pero esto no constituye una
norma general de conducta. No se puede imponer a todos un «comportamiento
heroico». Porque muchas veces «el dolor disminuye la fuerza moral» en la
persona: los sufrimientos «agravan el estado de debilidad y de agotamiento
físico, obstaculizan el ascenso del alma y consumen las fuerzas morales en
lugar de sostenerlas. En cambio, la supresión del dolor procura una distensión
orgánica y psíquica, facilita la oración y hace posible una donación de sí
mismo más generosa».
Comportamiento
de prudencia humana y cristiana
«La prudencia humana y
cristiana sugiere para la mayoría de los enfermos el uso de medicamentos
apropiados para aliviar o suprimir el dolor, aunque de éstos puedan derivarse
entorpecimiento o menor lucidez mental. Respecto a aquellos que no están en
capacidad de expresarse, se podrá presumir razonablemente que desearían tomar
tales calmantes y, por consiguiente, suministrárselos siguiendo las
indicaciones del médico».
El
uso de analgésicos para los moribundos no está de todos modos exento de
dificultad.
123. Ante todo, su empleo
puede traer como efecto, además del alivio del sufrimiento, también la anticipación
de la muerte.
Cuando «motivos
proporcionados» lo exijan, «está permitido utilizar con moderación narcóticos
que calmarían el dolor, pero también conducirían a una muerte más rápida». En
tal caso «la muerte no es querida o buscada en ningún modo, aunque se corre
este riesgo por una causa justificable: simplemente se tiene la intención de
mitigar el dolor de manera eficaz, usando para tal fin aquellos analgésicos de
los cuales dispone la medicina».
No
a la supresión de la conciencia en el moribundo
124. Sucede además la
eventualidad de causar con los analgésicos la supresión de la conciencia en
el agonizante. Tal empleo merece una particular consideración.
«No es necesario, sin
motivos graves, privar de la conciencia al moribundo». A veces el recurso
sistemático a narcóticos que reducen el enfermo al estado de inconsciencia
encubre el deseo, frecuentemente inconsciente de los agentes de la salud, de no
mantener una relación con el que está falleciendo. En realidad lo que se está
buscando no es tanto aliviar el sufrimiento del enfermo, sino más que todo
eliminar el malestar de los que rodean al paciente. Se priva a quien está
próximo a morir de la posibilidad de «vivir la propia muerte», introduciéndolo
en una inconsciencia indigna de un ser humano. Es por esto que el suministro de
narcóticos con el solo objetivo de evitarle al moribundo un fin consciente es
«una práctica verdaderamente deplorable».
Es diversa la situación
cuando existe una seria indicación clínica del uso de analgésicos supresores de
la conciencia,
como es el caso de la
presencia de dolores violentos e insoportables. Entonces la anestesia es
lícita, pero bajo condiciones previas: que el agonizante haya satisfecho o
pueda todavía satisfacer sus deberes morales, familiares y religiosos.
125. Decirle, a quien está
en el momento de la partida suprema, la verdad sobre el diagnóstico y el
pronóstico, y en general a cuantos padecen una enfermedad incurable, plantea un
problema de comunicación.
Responsabilidad
de cumplir determinados deberes
La proximidad de la muerte
hace difícil y dramática la notificación, pero no exime de la veracidad. La
comunicación entre el que está muriendo y sus asistentes no puede establecerse
sobre el fingimiento. Éste jamás constituye una posibilidad humana para quien
se halla en el final de su vida y no contribuye a la humanización del morir.
Existe un derecho de la
persona a estar informada sobre su propio estado de vida. Este derecho no
disminuye ni se excluye en presencia de un diagnóstico de enfermedad que
conduce a la muerte, sino que encuentra motivaciones ulteriores.
A tal información, en
efecto, están vinculadas importantes e indelegables responsabilidades. Aquí se
ubican las responsabilidades ligadas a las terapias a seguir con el
consentimiento informado del paciente.
La aproximación de la muerte
lleva consigo la responsabilidad de cumplir determinados deberes que miran las
relaciones propias con la familia, el ordenamiento de eventuales cuestiones
profesionales, la resolución de asuntos pendientes con terceros. Para un
creyente la cercanía de la muerte exige la disposición a determinados actos que
se han de realizar con plena conciencia, especialmente el encuentro
reconciliador con Dios en el sacramento de la Penitencia.
Muerte,
momento esencial de la vida
No se puede abandonar la
persona a la inconsciencia en la «hora» decisiva de su vida, substrayéndola de
sí misma y de su última y más importante decisión. «La muerte representa un
momento demasiado esencial para que su perspectiva sea evitada».
126. El deber de decir la
verdad al enfermo terminal exige de los agentes de la salud discernimiento y
tacto humano.
No puede consistir en una
comunicación separada e indiferente del diagnóstico y correspondiente
pronóstico. La verdad no va oculta ni tampoco simplemente notificada en su
desnuda y cruda realidad. Ella va expresada sobre la amplitud de onda del amor
y de la caridad, llamando a sintonizar en esta comunión a todos aquellos que, a
diferente título. asisten al enfermo.
Relación
de confianza en la verdad y en la caridad
Se trata de establecer con
él aquella relación de confianza, acogida y diálogo que sabe encontrar los
momentos y las palabras. Existe una comunicación que sabe discernir y respetar
los tiempos del enfermo e ir al ritmo de ellos. Existe un hablar que sabe
acoger sus preguntas y también suscitárselas para dirigirlo gradualmente al
conocimiento de su estado de vida. Quien busca estar presente ante el enfermo y
es sensible a su suerte, sabe encontrar las palabras y las respuestas que le
permitan comunicarse en la verdad y en la caridad: «siendo sinceros en el amor»
(Eph 4, 15).
Relación
solidaria con el enfermo
127. «Cada caso particular
tiene su exigencia, en función de la sensibilidad y de la capacidad de cada
uno, de las relaciones con el enfermo y de su estado; en previsión de sus
eventuales reacciones (rebelión, depresión, resignación, etcétera), se prepara
a afrontarlo con calma y con tacto». Lo importante no consiste en la exactitud
de lo que se dice, sino en la relación solidaria con el enfermo. No se trata
solamente de transmitir datos clínicos, sino de comunicar significados.
Relación
de compartir y de comunión
En esta relación la
perspectiva de la muerte no se presenta como invencible y pierde su poder
angustiante: el paciente no se siente abandonado y condenado a la muerte. La
verdad que le viene así comunicada no lo cierra a la esperanza, porque lo hace
sentir vivo en una relación de compartir y de comunión. Él no está solo
con su enfermedad: se siente comprendido en la verdad, reconciliado consigo
mismo y con los otros. Está en sí mismo como persona. Su vida, a pesar de todo,
tiene un sentido, y el morir se despliega en un horizonte de significado
verificable y transcendente.
128. El empleo de
tecnologías reanimadoras y la necesidad de órganos vitales para la cirugía de
trasplantes ponen hoy, de un modo nuevo, el problema del diagnóstico del estado
de muerte
Disociación
de los elementos del organismo
La muerte es mirada y
probada por el hombre como una descomposición, una disolución, una ruptura.
«Sobreviene cuando el principio espiritual que preside la unidad de la persona
no puede ejercitar más sus funciones sobre el organismo y en el organismo cuyos
elementos, dejados a sí mismos, se disocian. Ciertamente, esta destrucción no
golpea el ser humano entero. La fe cristiana -y no sólo ella- afirma la
persistencia, más allá de la muerte, del principio espiritual del hombre.» La
fe alimenta en el cristiano la esperanza de «reencontrar su integridad personal
transfigurada y definitivamente poseída en Cristo (cf. I Cor 15, 22)».
Ruptura
dolorosa pero llena de esperanza
Esta fe plena de esperanza
no excluye que «la muerte sea una ruptura dolorosa». Pero «el momento de esta
ruptura no es directamente perceptible, y el problema está en identificar los
signos». La constatación e interpretación de estos signos no le es pertinente
ni a la fe ni a la moral sino a la ciencia médica: «espera del médico... dar
una definición clara y precisa de la muerte y del momento de la muerte». «Los
científicos, los analistas y los eruditos deben avanzar en sus investigaciones
y sus estudios para determinar de la manera más exactamente posible el momento
preciso y el signo irrecusable de la muerte».
Una vez adquirida esta
determinación, a la luz de ella se resuelven las cuestiones y los conflictos
morales suscitados por las nuevas tecnologías y por las nuevas posibilidades
terapéuticas. La moral, en efecto, no puede dejar de reconocer la determinación
biomédica como criterio decisivo.
Definición
biomédica de la muerte
129. Entrando en el análisis
profundo de esta determinación, la Pontificia Academia de las Ciencias ha dado
una autorizada contribución. Ante todo con la definición biomédica de la
muerte: «una persona está muerta cuando ha sufrido una pérdida irreversible
de toda capacidad de integrar y de coordinar las funciones físicas y mentales
del cuerpo».
En segundo lugar, con la precisión
del momento de la muerte: «la muerte sobreviene cuando: a) las
funciones espontáneas del corazón y de la respiración han cesado
definitivamente, o bien b) si se tiene la certeza de la suspensión irreversible
de toda función cerebral». En realidad «la muerte cerebral es el verdadero
criterio de la muerte, ya que el paro definitivo de las funciones
cardio-respiratorias conduce muy rápidamente a la muerte cerebral».
La fe y la moral hacen
propias estas conclusiones de la ciencia. Exigen, sin embargo, de los agentes
de la salud, un empleo más cuidadoso de los diversos métodos clínicos e
instrumentales para un diagnóstico evidente de muerte, a fin de no declarar
muerta y tratar como tal a una persona que no lo sea.
La
asistencia religiosa al moribundo
130. La crisis que
genera la aproximación de la muerte induce al cristiano y a la Iglesia a ser
portadores de la luz de la verdad que sólo la fe puede encender sobre el
misterio de la muerte.
La muerte es un suceso que
introduce en la vida de Dios, respecto a la cual solamente la revelación puede
pronunciar una palabra de verdad. Esta verdad va anunciada por la fe al
paciente que está expirando. El anuncio «pleno de gracia y de verdad» (Ioh
1, 14) del Evangelio acompaña al cristiano desde el inicio hasta el término
de la vida. La última palabra del Evangelio es la palabra de la vida que vence
a la muerte y abre el morir humano a una esperanza mayor.
131. Es necesario, por
consiguiente, evangelizar la muerte: anunciar el Evangelio al moribundo.
Es un deber pastoral de la comunidad eclesial en cada uno de sus miembros,
según la responsabilidad de cada cual. Un deber particular compete al capellán
hospitalario, llamado en modo singular a tener el cuidado de la pastoral de los
moribundos en el ámbito más amplio que aquella de la enfermedad.
Para él tal deber implica no
sólo el papel que ha de realizar personalmente al lado de los pacientes
terminales confiados a su cuidado, sino también la promoción de esta pastoral,
a nivel de organización de los servicios religiosos, de formación y de
sensibilización de los agentes de la salud, de incorporación de parientes y
amigos.
El anuncio del Evangelio a
quien se encuentra en el momento supremo de la vida tiene en la caridad, en la
oración y en los Sacramentos las formas expresivas y actuantes privilegiadas.
132. La caridad significa
aquella presencia donante y acogedora que establece con el agonizante una comunión
hecha de atención, de comprensión, de delicadeza, de paciencia, de compartir,
de gratuidad.
La caridad ve en él, como en
ningún otro, el rostro de Cristo sufriente y moribundo que lo invita al amor.
La caridad hacia el enfermo terminal -este «pobre» que está renunciando a todos
los bienes de este mundo- es expresión privilegiada de amor a Dios en el
prójimo (cf. Mt 25, 31-40).
Amarlo con caridad cristiana
es ayudarlo a reconocer y hacerle sentir viva la misteriosa presencia de Dios a
su lado: la caridad hacia el hermano transparenta el amor del Padre.
Comunión
con Dios en la «comunión de los santos»
133. La caridad abre la
relación con el moribundo a la oración, o sea la comunión con Dios. A
través de ella él entra en contacto con Dios como el Padre que acoge a sus
hijos que retornan a Él.
Favorecer la oración de
quien está dejando definitivamente este mundo y orar conjuntamente con él,
quiere decir descubrir al morir los horizontes de la vida divina. Significa, al
mismo tiempo, entrar en aquella «comunión de los santos» en la cual se reanudan
de un modo nuevo todas las relaciones que la muerte parecía irremediablemente
despedazar.
Presencia
sacramental salvífica de Cristo
134. Momento privilegiado de
la oración con el moribundo es la celebración de los Sacramentos: los signos
plenos de gracia, de la presencia salvífica de Dios.
Especialmente el sacramento
de la Unción de los enfermos, mediante el cual el Espíritu Santo,
completando en el cristiano la asimilación a Cristo iniciada en el Bautismo, lo
hace definitivamente partícipe de la victoria pascual sobre el mal y sobre la
muerte.
El Viático es el
alimento eucarístico, el pan de la comunión con Cristo, que da al agonizante la
fuerza de afrontar la última y decisiva etapa del camino de la vida.
La Penitencia es el
sacramento de la Reconciliación: en la paz con Dios, quien está muriendo
encuentra la paz consigo mismo y con el prójimo.
135. En esta fe plena
de caridad, la impotencia frente al misterio de la muerte no es
experimentada como angustiante y paralizante. El cristiano encuentra la esperanza
y en ella la posibilidad, a pesar de todo, de vivir y no sufrir la muerte.
136. La inviolabilidad de la
vida humana significa e implica por último la ilicitud de todo acto
directamente supresivo. «La inviolabilidad del derecho a la vida del ser humano
inocente desde la concepción hasta la muerte natural es un signo y una
exigencia de la inviolabilidad misma de la persona, a la cual el Creador le ha
otorgado el don de la vida».
Dios mismo «se yergue como
vengador de toda vida inocente»: «Reclamaré la vida del hombre al hombre: a
todos y cada uno reclamaré la vida de su hermano» (Gen 9, 5; cf. Mt
19, 18; Rom 13, 9). Y es categórico su mandamiento: «No matarás» (Ex 20,
13); «No quites la vida al inocente y al justo; y no absuelvas al culpable» (Ex
23, 7).
137. Es por esto que
«ninguno puede atentar contra la vida de un hombre inocente sin oponerse al
amor de Dios por él, sin violar un derecho fundamental, irrenunciable e
inalienable».
No
categórico a toda otra autoridad (n.46)
Este derecho le viene al
hombre inmediatamente de Dios (no de otro: los padres, la sociedad, una
autoridad humana). «Por consiguiente, no hay ningún hombre, ninguna autoridad
humana, ninguna ciencia, ninguna 'indicación' médica, eugenésica, social,
económica, moral que pueda exhibir o dar un válido título jurídico para una
directa deliberada disposición sobre una vida humana inocente; vale decir una
disposición que mire a su destrucción, ya sea como objetivo, ya sea como medio
para otro fin que de por sí pueda no ser ilícito».
En particular «nadie y
ninguno puede autorizar el homicidio de un ser humano inocente, feto o embrión
que sea, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Ninguno,
además puede requerir este gesto homicida para sí mismo o para otra persona
confiada a su responsabilidad, ni puede consentirlos explícita o
implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo.
Se trata, en efecto, de una violación de la ley divina, de una ofensa a la
dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida. de un atentado
contra la humanidad».
138. «Ministros de la vida y
jamás instrumentos de muerte», de los agentes de la salud «se espera el deber
de salvaguardar la vida, de vigilar a fin de que ésta evolucione y se
desarrolle en todo el arco de la existencia, en el respeto al designio trazado
por el Creador».
Este ministerio vigilante de
salvaguardia de la vida humana reprueba el homicidio como acto
moralmente grave, en contradicción con la misión médica y se opone a la muerte
voluntaria, el suicidio, como «inaceptable», disuadiendo de ello a quien
fuese tentado.
Entre las modalidades
homicidas o suicidas de supresión de la vida, existen dos -el aborto y la
eutanasia- hacia las cuales este ministerio ha de realizar hoy una particular
vigilancia y en cierto modo profética, debido a que el contexto cultural y legislativo
es frecuentemente insensible, cuando no propiamente favorable a su difusión.
139. La inviolabilidad de la
persona humana desde el momento de la concepción, prohibe el aborto como
supresión de la vida prenatal. Ésta es «una directa violación del derecho
fundamental a la vida del ser humano» y constituye un «abominable delito».
Gravedad
de la indiferencia ética y de la mentalidad abortista
Es necesario hacer explícita
referencia a la supresión abortiva de la vida y a su gravedad moral, por la
facilidad con la cual se recurre hoy a esta práctica homicida y por la
indiferencia ética frente a este hecho. Todo ello ha sido inducido por una
cultura hedonista y utilitarista, hija del materialismo teórico y práctico, que
ha engendrado una verdadera y propia mentalidad abortista.
La eliminación de la vida
del hijo indeseado por nacer, se ha convertido en un fenómeno muy difundido,
financiado con dinero público y facilitado por legislaciones permisivas y
garantes. Todo esto conduce fatalmente a que muchos no adviertan alguna
responsabilidad hacia la vida naciente y resten importancia a una culpa grave.
«Por desgracia, este alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien
agrandando. (...) Se delinea y se consolida una nueva situación cultural, que
confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y -podría
decirse- aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones:
amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la
vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este
presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por
parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con
la intervención gratuita de las estructuras sanitarias».
Contra toda acción supresiva de la vida (n. 47)
140. La Iglesia, como toda
persona amante de la vida, no puede acostumbrarse a esta mentalidad y alza su
voz para proteger la vida, en particular de aquella que es indefensa y
desconocida, como es la vida embrionaria y fetal.
Ella invita a los agentes de
la salud a la fidelidad profesional, que no tolera ninguna acción
supresiva de la vida, no obstante «el riesgo de incomprensiones, de malos
entendimientos, de tergiversaciones, e inclusive de pesantes discriminaciones»
que puede conllevar esta coherencia. La fidelidad médico-sanitaria deslegitima
toda intervención, quirúrgica o farmacéutica, directa a interrumpir la gravidez
en cada estadio.
Valoración
de los casos limites
141. Es verdad, sin embargo,
que en ciertos casos, rechazando el aborto, se causa perjuicios a bienes
también importantes, que es normal querer salvaguardar. Es el caso de la salud
de la madre, del gravamen de un hijo más, de una severa malformación fetal, de
una gravidez originada por una violencia sexual.
No se puede desconocer o
minimizar esta dificultad y las razones que la sostienen. Pero se debe afirmar
igualmente que ninguna de ésas puede conferir objetivamente el derecho de disponer
de la vida de otros, aunque sea en la fase inicial. «La vida, en efecto, es el
máximo bien fundamental para que pueda ser confrontada con ciertos
inconvenientes también gravísimos».
142. La deslegitimación
ética, como acto intrínsecamente reprobable, abarca toda forma de aborto
directo. Es también acto abortivo el uso de fármacos o medios que impiden la
implantación del embrión fecundado o que le provocan la separación precoz.
Coopera con la acción abortiva el médico que con pleno conocimiento prescribe o
aplica tales fármacos o medios.
Cuando el aborto viene como
consecuencia prevista pero no intencionada ni querida, simplemente tolerada, de
un acto terapéutico inevitable para la salud de la madre, éste es moralmente
legítimo. El aborto es consecuencia indirecta de un acto en sí no abortivo.
Derecho-deber
de las objeciones de conciencia
143. En presencia de una
legislación favorable al aborto, el agente de la salud «debe oponer su civil
pero firme rechazo». «El hombre no puede jamás obedecer una ley intrínsecamente
inmoral, y éste es el caso de una ley que admitiese, en línea de principio, la
licitud del aborto».
Esto quiere decir que
médicos y enfermeras están obligados a defender la objeción de conciencia. El
grande y fundamental bien de la vida convierte tal obligación en un deber moral
grave para el personal de la salud, inducido por la ley a practicar el aborto o
a cooperar de manera próxima en la acción abortiva directa.
La conciencia del bien
inviolable de la vida y de la ley de Dios que la tutela, antecede a toda ley
positiva humana. Cuando ésta la contradice, la conciencia afirma su derecho
primario y el primado de la ley de Dios: «Hay que obedecer a Dios antes que a
los hombres» (Act 5, 29).
Rectitud
y fortaleza en la verdad (n. 48)
«Seguir la propia conciencia
en la obediencia a la ley de Dios no es siempre una vía fácil. Esto puede
comportar sacrificios y agravios, de los cuales no es lícito desconocer el
peso; a veces aquí se requiere heroísmo para permanecer fiel a tales
exigencias. No obstante, es necesario proclamar claramente que la vía del
auténtico desarrollo de la persona humana pasa por esta constante fidelidad a
la conciencia mantenida en la rectitud y en la verdad».
Denuncia
de la injusticia legal
144. Además de ser un signo
de fidelidad profesional, la objeción de conciencia del agente de la salud,
auténticamente motivada, tiene el gran significado de denuncia social de una
injusticia legal perpetrada contra la vida inocente e indefensa.
Pecado,
excomunión y Evangelio de la vida
145. La gravedad del pecado
del aborto y la facilidad con la cual se le ejecuta, con el favor de la ley y
de la mentalidad corriente, indujeron a la Iglesia a amenazar con la pena de
excomunión al cristiano que lo provoca: «Quien procura el aborto obteniendo el
efecto incurre en la excomunión latae sentenciae».
La excomunión tiene un
significado esencialmente preventivo y pedagógico. Es una amonestación fuerte
de la Iglesia, que busca sacudir la insensibilidad de la conciencia, disuadir
de un acto absolutamente incompatible con la exigencia del Evangelio y suscitar
la fidelidad sin reserva a la vida. No se puede estar en comunión eclesial y,
al mismo tiempo, desatender con el aborto el evangelio de la vida.
La protección y la acogida
de la vida naciente, el no posponerla a ningún otro bien, son un testimonio
decisivo y creíble que el cristiano debe dar a pesar de todo.
Obligaciones
hacia los fetos abortados
146. Hacia los fetos
abortados los agentes de la salud tienen obligaciones particulares.
El feto abortado, si está
aún vivo, en los límites de lo posible, debe ser bautizado.
Al feto abortado, y ya
muerto, se le debe el respeto propio del cadáver humano. Esto implica que de él
no se puede deshacer como si fuese cualquier desecho. En la medida de lo
posible debe dársele adecuada sepultura.
Igualmente el feto no puede
convertirse en objeto de experimentación y de resección de órganos, si se ha
hecho abortar voluntariamente. Sería una indigna instrumentación de una vida
humana.
Terreno
de la cultura de la eutanasia
147. Muchos factores
concurren para abonar el terreno a la cultura de la eutanasia:
· una mentalidad siempre menos
inclinada a reconocer la vida como valor en sí misma, perteneciente sólo a
Dios, independientemente del modo como ella sea en el mundo;
· una concepción de la calidad
de vida en términos de eficiencia y de placer psicofísico, incapaz de dar
significado al sufrimiento y a la limitación, y por eso mismo decidida a
esquivarlos a toda costa y con todos los medios;
· una visión de la muerte como
fin absurdo de una vida aun para gozar, o como liberación de una existencia
considerada ya privada de sentido;
· todo esto al interior de una
cultura que, prescindiendo de Dios, hace al hombre responsable sólo delante de
sí mismo y de las leyes de la sociedad libremente establecidas.
Donde estas convicciones se
difunden «puede aparecer lógico y 'humano' poner fin 'dulcemente' a la propia
vida o a la de los otros, cuando ésa depara únicamente sufrimientos y
disminuciones graves».
No
a la mentalidad eutanasista (n. 137)
«Pero esto es en realidad
absurdo e inhumano». La eutanasia es un acto homicida, que ningún fin puede
legitimar. Por eutanasia se entiende «una acción o una omisión que por su
naturaleza, o en las intenciones, procura la muerte, con el fin de eliminar
todo dolor. La eutanasia se sitúa, por tanto, a nivel de las intenciones y de
los medios usados».
La piedad suscitada por el
dolor y por el sufrimiento hacia enfermos terminales, niños anormales, enfermos
mentales, ancianos, personas afectadas por enfermedades incurables, no autoriza
ninguna eutanasia directa, activa o pasiva. Aquí no se trata de ayuda prestada
a un enfermo, sino del homicidio intencional de una persona humana.
No
al presunto derecho eutanásico (n. 47)
148. El personal médico y de
enfermería -fiel al deber de «estar siempre al servicio de la vida y asistirla
hasta el final»- no puede prestarse a ninguna práctica eutanásica ni siquiera
ante la solicitud del interesado, aún menos de sus parientes. En efecto, las
personas no poseen un derecho eutanásico, porque no existe el derecho de
disponer arbitrariamente de la propia vida. Ningún agente de la salud, por
consiguiente, puede hacerse tutor ejecutivo de un derecho inexistente
Sí
a la muerte con dignidad ( n.119)
Diverso es el caso del
derecho, ya mencionado, a morir con dignidad humana y cristiana. Éste es un
derecho real y legítimo, que el personal de la salud está llamado a
salvaguardar, cuidando al moribundo y aceptando el natural desenlace de la
vida. Hay una diferencia radical entre «dar muerte» y «consentir el morir»: el
primero es un acto supresivo de la vida, el segundo es aceptarla hasta la muerte.
Asistencia
y presencia amorosa
149. «Las peticiones de los
enfermos muy graves, que a veces invocan la muerte, no ha de ser entendida como
expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; ésas efectivamente son casi
siempre demandas angustiosas de ayuda y de afecto. Además de la cura médica, el
enfermo tiene necesidad de amor, de calor humano y sobrenatural; de esto deben
rodearlo todos aquellos que le son cercanos, padres e hijos, médicos y
enfermeras».
El enfermo que se siente
rodeado con la presencia amorosa humana y cristiana, no cae en la depresión y
en la angustia de quien, en cambio, se siente abandonado a su destino de
sufrimiento y de muerte y clama finalizar ese estado acabando con la vida. Es
por esto que la eutanasia es una derrota de quien la teoriza, la decide
y la practica. Al contrario de ser gesto de piedad hacia el enfermo, la
eutanasia es acto de autocompasión y de fuga, individual y social, de una
situación probada como insostenible.
La
medicina está solamente para la vida (nn. 2-4)
150. La eutanasia trastorna
la relación médico-paciente. De parte del paciente, porque éstos se dirigen
al médico como a aquel que puede asegurarles la muerte. De parte del médico,
porque él ha dejado de ser absoluto garante de la vida: el enfermo debe temer
de él la muerte. El contacto médico-paciente es una relación de confianza de
vida y como tal debe permanecer.
La eutanasia es «un crimen»
al cual los agentes de la salud, garantes siempre y sólo de la vida, no pueden
cooperar de ningún modo.
Para la ciencia médica, la
eutanasia marca «un momento de decadencia y de abdicación, además de una ofensa
a la dignidad del moribundo y a su persona». Su perfil, debe ser tomado como
una «dramática llamada» a la fidelidad efectiva y sin reservas hacia la vida.
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