Carta de los Agentes de la Salud (III):

Morir

III. MORIR  *

Asistencia hasta el final natural *

Los enfermos terminales *

El agente de la salud y los enfermos terminales     *

Último momento del vivir humano     *

Morir en familia     *

Tratamiento paliativo y sintomático    *

Presencia humana y cristiana del agente de la salud       *

La Fe como fuente de serenidad y de paz     *

Esperanza de una vida eterna    *

Morir con dignidad *

Proteger la dignidad del hombre moribundo (nn.. 38-39) *

No a la obstinación terapéutica  *

Principio de la proporcionalidad del tratamiento (n. 65)  *

No a la indebida suspensión de la alimentación e hidratación   *

Cuidado respetuoso del vivir y del morir      *

Uso de los analgésicos en los enfermos terminales       *

Medicina humanizada      *

Comportamiento de prudencia humana y cristiana *

El uso de analgésicos para los moribundos no está exento de dificultad.   *

Riesgo de anticipar la muerte    *

No a la supresión de la conciencia en el moribundo        *

Cuándo la anestesia es lícita     *

Decir la verdad al moribundo   *

Comunicar la verdad       *

Responsabilidad de cumplir determinados deberes *

Muerte, momento esencial de la vida   *

Discernimiento y tacto humano  *

Relación de confianza en la verdad y en la caridad *

Relación solidaria con el enfermo       *

Relación de compartir y de comunión  *

El momento de la muerte  *

Disociación de los elementos del organismo  *

Ruptura dolorosa pero llena de esperanza    *

Definición biomédica de la muerte      *

La asistencia religiosa al moribundo  *

Evangelizar la muerte      *

Formas de evangelización *

Amor de Dios en el prójimo       *

Comunión con Dios en la «comunión de los santos»       *

Presencia sacramental salvífica de Cristo    *

Fe plena de caridad *

La supresión de la vida   *

Derecho inviolable a la vida      *

Derecho exclusivo de Dios        *

No categórico a toda otra autoridad (n.46)  *

Deber de salvaguardar la vida   *

Particular vigilancia        *

El Aborto      *

No a la cultura abortista  *

Gravedad de la indiferencia ética y de la mentalidad abortista *

Contra toda acción supresiva de la vida (n. 47)     *

Valoración de los casos limites   *

Fidelidad profesional       *

Derecho-deber de las objeciones de conciencia      *

Supremacía de la ley de Dios     *

Rectitud y fortaleza en la verdad (n. 48)       *

Denuncia de la injusticia legal   *

Pecado, excomunión y Evangelio de la vida *

Testimonio decisivo y creíble     *

Obligaciones hacia los fetos abortados        *

La eutanasia *

Terreno de la cultura de la eutanasia  *

No a la mentalidad eutanasista (n. 137)       *

Eutanasia como acto homicida  *

No al presunto derecho eutanásico (n. 47)    *

Sí a la muerte con dignidad ( n.119)    *

Asistencia y presencia amorosa  *

La medicina está solamente para la vida (nn. 2-4)  *

 

III

MORIR

 

Asistencia hasta el final natural

114. Servir a la vida significa para el agente de la salud asistirla hasta el final natural.

La vida está en las manos de Dios: Él es su Señor, sólo Él le establece el momento final. Todo servidor fiel vigila para que se cumpla este momento final según la voluntad de Dios en la vida de cada hombre confiado a su cuidado. Como él no se considera dueño de la vida de ninguno, tampoco, por tanto, se siente árbitro de la muerte.

Los enfermos terminales

El agente de la salud y los enfermos terminales

115. Cuando las condiciones de salud se deterioran de modo irreversible y letal, el hombre entra en la fase terminal de la existencia terrena. Para él, el vivir se hace particular y progresivamente precario y penoso. Al mal y al sufrimiento físico sobreviene el drama psicológico y espiritual del despojo que significa y comporta el morir.

Como tal, el enfermo terminal es una persona necesitada de acompañamiento humano y cristiano; los médicos y enfermeras están llamados a atender esta necesidad en forma cualificada e irrenunciable.

Se trata de proporcionar una especial asistencia sanitaria al moribundo, para que también en el morir al hombre se le reconozca y se le quiera como viviente. «Nunca como en la proximidad de la muerte y en la muerte misma es preciso celebrar y exaltar la vida. Ésta debe ser plenamente respetada, protegida y asistida aun en quien está viviendo el natural desenlace de ella... La actitud frente al enfermo terminal es frecuentemente la prueba clave del sentido de justicia y de caridad, de la nobleza de ánimo, de la responsabilidad y de la capacidad profesional de los agentes de la salud, comenzando por los médicos».

Último momento del vivir humano

116. El morir pertenece a la vida como su última fase. Por esta razón, debe ser considerado como su momento final. Interpela, por tanto, la responsabilidad terapéutica del agente de la salud, no menos que todos los otros momentos del vivir humano,

Morir en familia

El moribundo no debe ser declarado como incurable y abandonado a su soledad y a la de la familia, sino que va encomendado al cuidado de médicos y enfermeras. Éstos. actuando e integrándose con la asistencia de capellanes, asistentes sociales, voluntarios, parientes y amigos, le dan soporte al agonizante para aceptar y vivir la muerte.

Ayudar a una persona a morir significa ayudarla a vivir intensamente la última experiencia de su vida. Cuando sea factible y el interesado lo desee, concédasele la posibilidad de terminar su vida en familia con oportuna asistencia sanitaria.

Tratamiento paliativo y sintomático

117. Al enfermo terminal se le practica el tratamiento médico que contribuye a aliviarle el sufrimiento del morir. En esta perspectiva entra la así llamada cura paliativa o sintomática.

Presencia humana y cristiana del agente de la salud

El primer cuidado que ha de realizarse al lado del agonizante es el de una «presencia amorosa». Ésta es una presencia propiamente médico-sanitaria que, sin ilusionarlo, lo hace sentir vivo, persona entre personas; destinatario, como todo ser necesitado, de atenciones y de cuidados. Esta presencia atenta y cuidadosa, infunde confianza y esperanza en el enfermo y lo reconcilia con la muerte. Es una contribución única que enfermeras y médicos, con su ejercicio humano y cristiano, aun antes que con su función, pueden y deben dar a quien está viviendo el momento supremo de la partida, para que el rechazo sea sustituido por la aceptación y sobre la angustia prevalezca la esperanza.

Se sustrae así el morir humano del «fenómeno de la medicalización», que ve la fase terminal de la vida «desenvolverse en ambientes agolpados y agitados, bajo el control del personal médico-sanitario preocupado prevalentemente del aspecto biofísico de la enfermedad». Todo esto «es sentido en medida creciente como poco respetuoso de la compleja situación humana de la persona sufriente».

La Fe como fuente de serenidad y de paz

118. «Delante del misterio de la muerte se permanece impotente; vacilan las certezas humanas. Pero es precisamente frente a tal amenaza que la fe cristiana... se propone como fuente de serenidad y de paz... Aquello que parecía carente de significado adquiere sentido y valor».

Esperanza de una vida eterna

Cuando tal «amenaza» se consume en la vida de una persona, en esta hora decisiva de su existencia, el testimonio de fe y de esperanza en Cristo del agente de la salud tiene un papel determinante. Abre en efecto nuevos horizontes de sentido, o sea de resurrección y de vida, a quien ve cerrarse la expectativa de la existencia terrena.

«Más allá de todos los confortamientos humanos, ninguno puede dejar de ver la ayuda invaluable dada a los moribundos y a sus familias proveniente de la fe en Dios y de la esperanza en una vida eterna». Brindar una presencia de fe y de esperanza es para médicos y enfermeras la más elevada forma de humanización del morir. Es más que aliviar un sufrimiento. Es saber utilizar el propio cuidado para «hacerle fácil al enfermo retornar a Dios».

Morir con dignidad

Proteger la dignidad del hombre moribundo (nn.. 38-39)

119. El derecho a la vida se precisa en el enfermo terminal como «derecho a morir con toda serenidad, con dignidad humana y cristiana».

Esto no designa el poder de procurarse o hacerse procurar la muerte, como tampoco el de evitarla «a toda costa», sino de vivir humana y cristianamente la muerte. Este derecho ha venido surgiendo en la conciencia explícita del hombre de hoy para protegerlo, en el momento de la muerte, de «un tecnicismo que arriesga convertirse en abusivo».

No a la obstinación terapéutica

La medicina moderna dispone, efectivamente, de medios con capacidad de retardar artificialmente la muerte, sin que el paciente reciba un real beneficio. Simplemente se le mantiene en vida o se logra prorrogar por algún tiempo la vida, a precio de ulteriores y duros sufrimientos. Éste es el caso definido como «obstinación terapéutica», consistente «en el uso de medios particularmente extenuantes y pesantes para el enfermo, condenándolo de hecho a una agonía prolongada artificialmente» .

Esto es contrario a la dignidad del que está expirando y al deber moral de aceptar la muerte y de dejar que ella finalmente siga su curso. «La muerte es un hecho inevitable de la vida humana»: no se le puede retardar inútilmente, esquivándola con todos los medios.

120. Consciente de no ser «ni el señor de la vida, ni el conquistador de la muerte», el agente de la salud, en la valoración de los medios, «debe hacer la oportuna elección, es decir, tener en cuenta la real condición del paciente y dejarse determinar por ésta».

Principio de la proporcionalidad del tratamiento (n. 65)

Él aplica aquí el principio -ya enunciado- de la «proporcionalidad een el tratamiento», el cual para esta situación se concreta en los siguientes términos: «Ante la inminencia de una muerte inevitable no obstante los medios usados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a tratamientos que procurarían solamente un prolongamiento precario y penoso de la vida, pero sin interrumpir todavía el tratamiento normal correspondiente al enfermo en casos similares. Por tal razón, el médico no tiene motivo de angustiarse, como si no hubiese prestado asistencia a una persona en peligro».

No a la indebida suspensión de la alimentación e hidratación

La alimentación y la hidratación, aun artificialmente administradas, son parte de los tratamientos normales que siempre se le han de proporcionar al enfermo cuando no resultan gravosos para él: su indebida suspensión significa una verdadera y propia eutanasia.

Cuidado respetuoso del vivir y del morir

121. Para el médico y sus colaboradores no se trata de decidir sobre la vida o sobre la muerte de una persona. Se trata simplemente de ser médico, o sea, de interrogarse y decidir a ciencia y consciencia, sobre el tratamiento y cuidado respetando el vivir y morir del enfermo que se le ha confiado. Esta responsabilidad no exige el recurso siempre y, sea como fuere, de todo medio. Puede inclusive requerir la renuncia a ellos, para una serena y cristiana aceptación de la muerte inherente a la vida. Puede ser también la expresión del respeto a la voluntad del enfermo que rehusa el empleo de algunos medios.

Uso de los analgésicos en los enfermos terminales

Medicina humanizada

122. Entre los tratamientos que se han de suministrar al enfermo terminal se encuentran los analgésicos. Éstos, favoreciendo un transcurso menos dramático, contribuyen a la humanización y a la aceptación del morir.

Pero esto no constituye una norma general de conducta. No se puede imponer a todos un «comportamiento heroico». Porque muchas veces «el dolor disminuye la fuerza moral» en la persona: los sufrimientos «agravan el estado de debilidad y de agotamiento físico, obstaculizan el ascenso del alma y consumen las fuerzas morales en lugar de sostenerlas. En cambio, la supresión del dolor procura una distensión orgánica y psíquica, facilita la oración y hace posible una donación de sí mismo más generosa».

Comportamiento de prudencia humana y cristiana

«La prudencia humana y cristiana sugiere para la mayoría de los enfermos el uso de medicamentos apropiados para aliviar o suprimir el dolor, aunque de éstos puedan derivarse entorpecimiento o menor lucidez mental. Respecto a aquellos que no están en capacidad de expresarse, se podrá presumir razonablemente que desearían tomar tales calmantes y, por consiguiente, suministrárselos siguiendo las indicaciones del médico».

El uso de analgésicos para los moribundos no está de todos modos exento de dificultad.

Riesgo de anticipar la muerte

123. Ante todo, su empleo puede traer como efecto, además del alivio del sufrimiento, también la anticipación de la muerte.

Cuando «motivos proporcionados» lo exijan, «está permitido utilizar con moderación narcóticos que calmarían el dolor, pero también conducirían a una muerte más rápida». En tal caso «la muerte no es querida o buscada en ningún modo, aunque se corre este riesgo por una causa justificable: simplemente se tiene la intención de mitigar el dolor de manera eficaz, usando para tal fin aquellos analgésicos de los cuales dispone la medicina».

No a la supresión de la conciencia en el moribundo

124. Sucede además la eventualidad de causar con los analgésicos la supresión de la conciencia en el agonizante. Tal empleo merece una particular consideración.

«No es necesario, sin motivos graves, privar de la conciencia al moribundo». A veces el recurso sistemático a narcóticos que reducen el enfermo al estado de inconsciencia encubre el deseo, frecuentemente inconsciente de los agentes de la salud, de no mantener una relación con el que está falleciendo. En realidad lo que se está buscando no es tanto aliviar el sufrimiento del enfermo, sino más que todo eliminar el malestar de los que rodean al paciente. Se priva a quien está próximo a morir de la posibilidad de «vivir la propia muerte», introduciéndolo en una inconsciencia indigna de un ser humano. Es por esto que el suministro de narcóticos con el solo objetivo de evitarle al moribundo un fin consciente es «una práctica verdaderamente deplorable».

Cuándo la anestesia es lícita

Es diversa la situación cuando existe una seria indicación clínica del uso de analgésicos supresores de la conciencia,

como es el caso de la presencia de dolores violentos e insoportables. Entonces la anestesia es lícita, pero bajo condiciones previas: que el agonizante haya satisfecho o pueda todavía satisfacer sus deberes morales, familiares y religiosos.

Decir la verdad al moribundo

Comunicar la verdad

125. Decirle, a quien está en el momento de la partida suprema, la verdad sobre el diagnóstico y el pronóstico, y en general a cuantos padecen una enfermedad incurable, plantea un problema de comunicación.

Responsabilidad de cumplir determinados deberes

La proximidad de la muerte hace difícil y dramática la notificación, pero no exime de la veracidad. La comunicación entre el que está muriendo y sus asistentes no puede establecerse sobre el fingimiento. Éste jamás constituye una posibilidad humana para quien se halla en el final de su vida y no contribuye a la humanización del morir.

Existe un derecho de la persona a estar informada sobre su propio estado de vida. Este derecho no disminuye ni se excluye en presencia de un diagnóstico de enfermedad que conduce a la muerte, sino que encuentra motivaciones ulteriores.

A tal información, en efecto, están vinculadas importantes e indelegables responsabilidades. Aquí se ubican las responsabilidades ligadas a las terapias a seguir con el consentimiento informado del paciente.

La aproximación de la muerte lleva consigo la responsabilidad de cumplir determinados deberes que miran las relaciones propias con la familia, el ordenamiento de eventuales cuestiones profesionales, la resolución de asuntos pendientes con terceros. Para un creyente la cercanía de la muerte exige la disposición a determinados actos que se han de realizar con plena conciencia, especialmente el encuentro reconciliador con Dios en el sacramento de la Penitencia.

Muerte, momento esencial de la vida

No se puede abandonar la persona a la inconsciencia en la «hora» decisiva de su vida, substrayéndola de sí misma y de su última y más importante decisión. «La muerte representa un momento demasiado esencial para que su perspectiva sea evitada».

Discernimiento y tacto humano

126. El deber de decir la verdad al enfermo terminal exige de los agentes de la salud discernimiento y tacto humano.

No puede consistir en una comunicación separada e indiferente del diagnóstico y correspondiente pronóstico. La verdad no va oculta ni tampoco simplemente notificada en su desnuda y cruda realidad. Ella va expresada sobre la amplitud de onda del amor y de la caridad, llamando a sintonizar en esta comunión a todos aquellos que, a diferente título. asisten al enfermo.

Relación de confianza en la verdad y en la caridad

Se trata de establecer con él aquella relación de confianza, acogida y diálogo que sabe encontrar los momentos y las palabras. Existe una comunicación que sabe discernir y respetar los tiempos del enfermo e ir al ritmo de ellos. Existe un hablar que sabe acoger sus preguntas y también suscitárselas para dirigirlo gradualmente al conocimiento de su estado de vida. Quien busca estar presente ante el enfermo y es sensible a su suerte, sabe encontrar las palabras y las respuestas que le permitan comunicarse en la verdad y en la caridad: «siendo sinceros en el amor» (Eph 4, 15).

Relación solidaria con el enfermo

127. «Cada caso particular tiene su exigencia, en función de la sensibilidad y de la capacidad de cada uno, de las relaciones con el enfermo y de su estado; en previsión de sus eventuales reacciones (rebelión, depresión, resignación, etcétera), se prepara a afrontarlo con calma y con tacto». Lo importante no consiste en la exactitud de lo que se dice, sino en la relación solidaria con el enfermo. No se trata solamente de transmitir datos clínicos, sino de comunicar significados.

Relación de compartir y de comunión

En esta relación la perspectiva de la muerte no se presenta como invencible y pierde su poder angustiante: el paciente no se siente abandonado y condenado a la muerte. La verdad que le viene así comunicada no lo cierra a la esperanza, porque lo hace sentir vivo en una relación de compartir y de comunión. Él no está solo con su enfermedad: se siente comprendido en la verdad, reconciliado consigo mismo y con los otros. Está en sí mismo como persona. Su vida, a pesar de todo, tiene un sentido, y el morir se despliega en un horizonte de significado verificable y transcendente.

El momento de la muerte

128. El empleo de tecnologías reanimadoras y la necesidad de órganos vitales para la cirugía de trasplantes ponen hoy, de un modo nuevo, el problema del diagnóstico del estado de muerte

Disociación de los elementos del organismo

La muerte es mirada y probada por el hombre como una descomposición, una disolución, una ruptura. «Sobreviene cuando el principio espiritual que preside la unidad de la persona no puede ejercitar más sus funciones sobre el organismo y en el organismo cuyos elementos, dejados a sí mismos, se disocian. Ciertamente, esta destrucción no golpea el ser humano entero. La fe cristiana -y no sólo ella- afirma la persistencia, más allá de la muerte, del principio espiritual del hombre.» La fe alimenta en el cristiano la esperanza de «reencontrar su integridad personal transfigurada y definitivamente poseída en Cristo (cf. I Cor 15, 22)».

Ruptura dolorosa pero llena de esperanza

Esta fe plena de esperanza no excluye que «la muerte sea una ruptura dolorosa». Pero «el momento de esta ruptura no es directamente perceptible, y el problema está en identificar los signos». La constatación e interpretación de estos signos no le es pertinente ni a la fe ni a la moral sino a la ciencia médica: «espera del médico... dar una definición clara y precisa de la muerte y del momento de la muerte». «Los científicos, los analistas y los eruditos deben avanzar en sus investigaciones y sus estudios para determinar de la manera más exactamente posible el momento preciso y el signo irrecusable de la muerte».

Una vez adquirida esta determinación, a la luz de ella se resuelven las cuestiones y los conflictos morales suscitados por las nuevas tecnologías y por las nuevas posibilidades terapéuticas. La moral, en efecto, no puede dejar de reconocer la determinación biomédica como criterio decisivo.

Definición biomédica de la muerte

129. Entrando en el análisis profundo de esta determinación, la Pontificia Academia de las Ciencias ha dado una autorizada contribución. Ante todo con la definición biomédica de la muerte: «una persona está muerta cuando ha sufrido una pérdida irreversible de toda capacidad de integrar y de coordinar las funciones físicas y mentales del cuerpo».

En segundo lugar, con la precisión del momento de la muerte: «la muerte sobreviene cuando: a) las funciones espontáneas del corazón y de la respiración han cesado definitivamente, o bien b) si se tiene la certeza de la suspensión irreversible de toda función cerebral». En realidad «la muerte cerebral es el verdadero criterio de la muerte, ya que el paro definitivo de las funciones cardio-respiratorias conduce muy rápidamente a la muerte cerebral».

La fe y la moral hacen propias estas conclusiones de la ciencia. Exigen, sin embargo, de los agentes de la salud, un empleo más cuidadoso de los diversos métodos clínicos e instrumentales para un diagnóstico evidente de muerte, a fin de no declarar muerta y tratar como tal a una persona que no lo sea.

La asistencia religiosa al moribundo

Evangelizar la muerte

130. La crisis que genera la aproximación de la muerte induce al cristiano y a la Iglesia a ser portadores de la luz de la verdad que sólo la fe puede encender sobre el misterio de la muerte.

La muerte es un suceso que introduce en la vida de Dios, respecto a la cual solamente la revelación puede pronunciar una palabra de verdad. Esta verdad va anunciada por la fe al paciente que está expirando. El anuncio «pleno de gracia y de verdad» (Ioh 1, 14) del Evangelio acompaña al cristiano desde el inicio hasta el término de la vida. La última palabra del Evangelio es la palabra de la vida que vence a la muerte y abre el morir humano a una esperanza mayor.

Formas de evangelización

131. Es necesario, por consiguiente, evangelizar la muerte: anunciar el Evangelio al moribundo. Es un deber pastoral de la comunidad eclesial en cada uno de sus miembros, según la responsabilidad de cada cual. Un deber particular compete al capellán hospitalario, llamado en modo singular a tener el cuidado de la pastoral de los moribundos en el ámbito más amplio que aquella de la enfermedad.

Para él tal deber implica no sólo el papel que ha de realizar personalmente al lado de los pacientes terminales confiados a su cuidado, sino también la promoción de esta pastoral, a nivel de organización de los servicios religiosos, de formación y de sensibilización de los agentes de la salud, de incorporación de parientes y amigos.

El anuncio del Evangelio a quien se encuentra en el momento supremo de la vida tiene en la caridad, en la oración y en los Sacramentos las formas expresivas y actuantes privilegiadas.

Amor de Dios en el prójimo

132. La caridad significa aquella presencia donante y acogedora que establece con el agonizante una comunión hecha de atención, de comprensión, de delicadeza, de paciencia, de compartir, de gratuidad.

La caridad ve en él, como en ningún otro, el rostro de Cristo sufriente y moribundo que lo invita al amor. La caridad hacia el enfermo terminal -este «pobre» que está renunciando a todos los bienes de este mundo- es expresión privilegiada de amor a Dios en el prójimo (cf. Mt 25, 31-40).

Amarlo con caridad cristiana es ayudarlo a reconocer y hacerle sentir viva la misteriosa presencia de Dios a su lado: la caridad hacia el hermano transparenta el amor del Padre.

Comunión con Dios en la «comunión de los santos»

133. La caridad abre la relación con el moribundo a la oración, o sea la comunión con Dios. A través de ella él entra en contacto con Dios como el Padre que acoge a sus hijos que retornan a Él.

Favorecer la oración de quien está dejando definitivamente este mundo y orar conjuntamente con él, quiere decir descubrir al morir los horizontes de la vida divina. Significa, al mismo tiempo, entrar en aquella «comunión de los santos» en la cual se reanudan de un modo nuevo todas las relaciones que la muerte parecía irremediablemente despedazar.

Presencia sacramental salvífica de Cristo

134. Momento privilegiado de la oración con el moribundo es la celebración de los Sacramentos: los signos plenos de gracia, de la presencia salvífica de Dios.

Especialmente el sacramento de la Unción de los enfermos, mediante el cual el Espíritu Santo, completando en el cristiano la asimilación a Cristo iniciada en el Bautismo, lo hace definitivamente partícipe de la victoria pascual sobre el mal y sobre la muerte.

El Viático es el alimento eucarístico, el pan de la comunión con Cristo, que da al agonizante la fuerza de afrontar la última y decisiva etapa del camino de la vida.

La Penitencia es el sacramento de la Reconciliación: en la paz con Dios, quien está muriendo encuentra la paz consigo mismo y con el prójimo.

Fe plena de caridad

135. En esta fe plena de caridad, la impotencia frente al misterio de la muerte no es experimentada como angustiante y paralizante. El cristiano encuentra la esperanza y en ella la posibilidad, a pesar de todo, de vivir y no sufrir la muerte.

La supresión de la vida

Derecho inviolable a la vida

136. La inviolabilidad de la vida humana significa e implica por último la ilicitud de todo acto directamente supresivo. «La inviolabilidad del derecho a la vida del ser humano inocente desde la concepción hasta la muerte natural es un signo y una exigencia de la inviolabilidad misma de la persona, a la cual el Creador le ha otorgado el don de la vida».

Dios mismo «se yergue como vengador de toda vida inocente»: «Reclamaré la vida del hombre al hombre: a todos y cada uno reclamaré la vida de su hermano» (Gen 9, 5; cf. Mt 19, 18; Rom 13, 9). Y es categórico su mandamiento: «No matarás» (Ex 20, 13); «No quites la vida al inocente y al justo; y no absuelvas al culpable» (Ex 23, 7).

Derecho exclusivo de Dios

137. Es por esto que «ninguno puede atentar contra la vida de un hombre inocente sin oponerse al amor de Dios por él, sin violar un derecho fundamental, irrenunciable e inalienable».

No categórico a toda otra autoridad (n.46)

Este derecho le viene al hombre inmediatamente de Dios (no de otro: los padres, la sociedad, una autoridad humana). «Por consiguiente, no hay ningún hombre, ninguna autoridad humana, ninguna ciencia, ninguna 'indicación' médica, eugenésica, social, económica, moral que pueda exhibir o dar un válido título jurídico para una directa deliberada disposición sobre una vida humana inocente; vale decir una disposición que mire a su destrucción, ya sea como objetivo, ya sea como medio para otro fin que de por sí pueda no ser ilícito».

En particular «nadie y ninguno puede autorizar el homicidio de un ser humano inocente, feto o embrión que sea, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Ninguno, además puede requerir este gesto homicida para sí mismo o para otra persona confiada a su responsabilidad, ni puede consentirlos explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata, en efecto, de una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida. de un atentado contra la humanidad».

Deber de salvaguardar la vida

138. «Ministros de la vida y jamás instrumentos de muerte», de los agentes de la salud «se espera el deber de salvaguardar la vida, de vigilar a fin de que ésta evolucione y se desarrolle en todo el arco de la existencia, en el respeto al designio trazado por el Creador».

Particular vigilancia

Este ministerio vigilante de salvaguardia de la vida humana reprueba el homicidio como acto moralmente grave, en contradicción con la misión médica y se opone a la muerte voluntaria, el suicidio, como «inaceptable», disuadiendo de ello a quien fuese tentado.

Entre las modalidades homicidas o suicidas de supresión de la vida, existen dos -el aborto y la eutanasia- hacia las cuales este ministerio ha de realizar hoy una particular vigilancia y en cierto modo profética, debido a que el contexto cultural y legislativo es frecuentemente insensible, cuando no propiamente favorable a su difusión.

El Aborto

No a la cultura abortista

139. La inviolabilidad de la persona humana desde el momento de la concepción, prohibe el aborto como supresión de la vida prenatal. Ésta es «una directa violación del derecho fundamental a la vida del ser humano» y constituye un «abominable delito».

Gravedad de la indiferencia ética y de la mentalidad abortista

Es necesario hacer explícita referencia a la supresión abortiva de la vida y a su gravedad moral, por la facilidad con la cual se recurre hoy a esta práctica homicida y por la indiferencia ética frente a este hecho. Todo ello ha sido inducido por una cultura hedonista y utilitarista, hija del materialismo teórico y práctico, que ha engendrado una verdadera y propia mentalidad abortista.

La eliminación de la vida del hijo indeseado por nacer, se ha convertido en un fenómeno muy difundido, financiado con dinero público y facilitado por legislaciones permisivas y garantes. Todo esto conduce fatalmente a que muchos no adviertan alguna responsabilidad hacia la vida naciente y resten importancia a una culpa grave. «Por desgracia, este alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien agrandando. (...) Se delinea y se consolida una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y -podría decirse- aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias».

Contra toda acción supresiva de la vida (n. 47)

140. La Iglesia, como toda persona amante de la vida, no puede acostumbrarse a esta mentalidad y alza su voz para proteger la vida, en particular de aquella que es indefensa y desconocida, como es la vida embrionaria y fetal.

Ella invita a los agentes de la salud a la fidelidad profesional, que no tolera ninguna acción supresiva de la vida, no obstante «el riesgo de incomprensiones, de malos entendimientos, de tergiversaciones, e inclusive de pesantes discriminaciones» que puede conllevar esta coherencia. La fidelidad médico-sanitaria deslegitima toda intervención, quirúrgica o farmacéutica, directa a interrumpir la gravidez en cada estadio.

Valoración de los casos limites

141. Es verdad, sin embargo, que en ciertos casos, rechazando el aborto, se causa perjuicios a bienes también importantes, que es normal querer salvaguardar. Es el caso de la salud de la madre, del gravamen de un hijo más, de una severa malformación fetal, de una gravidez originada por una violencia sexual.

No se puede desconocer o minimizar esta dificultad y las razones que la sostienen. Pero se debe afirmar igualmente que ninguna de ésas puede conferir objetivamente el derecho de disponer de la vida de otros, aunque sea en la fase inicial. «La vida, en efecto, es el máximo bien fundamental para que pueda ser confrontada con ciertos inconvenientes también gravísimos».

Fidelidad profesional

142. La deslegitimación ética, como acto intrínsecamente reprobable, abarca toda forma de aborto directo. Es también acto abortivo el uso de fármacos o medios que impiden la implantación del embrión fecundado o que le provocan la separación precoz. Coopera con la acción abortiva el médico que con pleno conocimiento prescribe o aplica tales fármacos o medios.

Cuando el aborto viene como consecuencia prevista pero no intencionada ni querida, simplemente tolerada, de un acto terapéutico inevitable para la salud de la madre, éste es moralmente legítimo. El aborto es consecuencia indirecta de un acto en sí no abortivo.

Derecho-deber de las objeciones de conciencia

143. En presencia de una legislación favorable al aborto, el agente de la salud «debe oponer su civil pero firme rechazo». «El hombre no puede jamás obedecer una ley intrínsecamente inmoral, y éste es el caso de una ley que admitiese, en línea de principio, la licitud del aborto».

Esto quiere decir que médicos y enfermeras están obligados a defender la objeción de conciencia. El grande y fundamental bien de la vida convierte tal obligación en un deber moral grave para el personal de la salud, inducido por la ley a practicar el aborto o a cooperar de manera próxima en la acción abortiva directa.

Supremacía de la ley de Dios

La conciencia del bien inviolable de la vida y de la ley de Dios que la tutela, antecede a toda ley positiva humana. Cuando ésta la contradice, la conciencia afirma su derecho primario y el primado de la ley de Dios: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act 5, 29).

Rectitud y fortaleza en la verdad (n. 48)

«Seguir la propia conciencia en la obediencia a la ley de Dios no es siempre una vía fácil. Esto puede comportar sacrificios y agravios, de los cuales no es lícito desconocer el peso; a veces aquí se requiere heroísmo para permanecer fiel a tales exigencias. No obstante, es necesario proclamar claramente que la vía del auténtico desarrollo de la persona humana pasa por esta constante fidelidad a la conciencia mantenida en la rectitud y en la verdad».

Denuncia de la injusticia legal

144. Además de ser un signo de fidelidad profesional, la objeción de conciencia del agente de la salud, auténticamente motivada, tiene el gran significado de denuncia social de una injusticia legal perpetrada contra la vida inocente e indefensa.

Pecado, excomunión y Evangelio de la vida

145. La gravedad del pecado del aborto y la facilidad con la cual se le ejecuta, con el favor de la ley y de la mentalidad corriente, indujeron a la Iglesia a amenazar con la pena de excomunión al cristiano que lo provoca: «Quien procura el aborto obteniendo el efecto incurre en la excomunión latae sentenciae».

Testimonio decisivo y creíble

La excomunión tiene un significado esencialmente preventivo y pedagógico. Es una amonestación fuerte de la Iglesia, que busca sacudir la insensibilidad de la conciencia, disuadir de un acto absolutamente incompatible con la exigencia del Evangelio y suscitar la fidelidad sin reserva a la vida. No se puede estar en comunión eclesial y, al mismo tiempo, desatender con el aborto el evangelio de la vida.

La protección y la acogida de la vida naciente, el no posponerla a ningún otro bien, son un testimonio decisivo y creíble que el cristiano debe dar a pesar de todo.

Obligaciones hacia los fetos abortados

146. Hacia los fetos abortados los agentes de la salud tienen obligaciones particulares.

El feto abortado, si está aún vivo, en los límites de lo posible, debe ser bautizado.

Al feto abortado, y ya muerto, se le debe el respeto propio del cadáver humano. Esto implica que de él no se puede deshacer como si fuese cualquier desecho. En la medida de lo posible debe dársele adecuada sepultura.

Igualmente el feto no puede convertirse en objeto de experimentación y de resección de órganos, si se ha hecho abortar voluntariamente. Sería una indigna instrumentación de una vida humana.

La eutanasia

Terreno de la cultura de la eutanasia

147. Muchos factores concurren para abonar el terreno a la cultura de la eutanasia:

·     una mentalidad siempre menos inclinada a reconocer la vida como valor en sí misma, perteneciente sólo a Dios, independientemente del modo como ella sea en el mundo;

·     una concepción de la calidad de vida en términos de eficiencia y de placer psicofísico, incapaz de dar significado al sufrimiento y a la limitación, y por eso mismo decidida a esquivarlos a toda costa y con todos los medios;

·     una visión de la muerte como fin absurdo de una vida aun para gozar, o como liberación de una existencia considerada ya privada de sentido;

·     todo esto al interior de una cultura que, prescindiendo de Dios, hace al hombre responsable sólo delante de sí mismo y de las leyes de la sociedad libremente establecidas.

Donde estas convicciones se difunden «puede aparecer lógico y 'humano' poner fin 'dulcemente' a la propia vida o a la de los otros, cuando ésa depara únicamente sufrimientos y disminuciones graves».

No a la mentalidad eutanasista (n. 137)

«Pero esto es en realidad absurdo e inhumano». La eutanasia es un acto homicida, que ningún fin puede legitimar. Por eutanasia se entiende «una acción o una omisión que por su naturaleza, o en las intenciones, procura la muerte, con el fin de eliminar todo dolor. La eutanasia se sitúa, por tanto, a nivel de las intenciones y de los medios usados».

Eutanasia como acto homicida

La piedad suscitada por el dolor y por el sufrimiento hacia enfermos terminales, niños anormales, enfermos mentales, ancianos, personas afectadas por enfermedades incurables, no autoriza ninguna eutanasia directa, activa o pasiva. Aquí no se trata de ayuda prestada a un enfermo, sino del homicidio intencional de una persona humana.

No al presunto derecho eutanásico (n. 47)

148. El personal médico y de enfermería -fiel al deber de «estar siempre al servicio de la vida y asistirla hasta el final»- no puede prestarse a ninguna práctica eutanásica ni siquiera ante la solicitud del interesado, aún menos de sus parientes. En efecto, las personas no poseen un derecho eutanásico, porque no existe el derecho de disponer arbitrariamente de la propia vida. Ningún agente de la salud, por consiguiente, puede hacerse tutor ejecutivo de un derecho inexistente

Sí a la muerte con dignidad ( n.119)

Diverso es el caso del derecho, ya mencionado, a morir con dignidad humana y cristiana. Éste es un derecho real y legítimo, que el personal de la salud está llamado a salvaguardar, cuidando al moribundo y aceptando el natural desenlace de la vida. Hay una diferencia radical entre «dar muerte» y «consentir el morir»: el primero es un acto supresivo de la vida, el segundo es aceptarla hasta la muerte.

Asistencia y presencia amorosa

149. «Las peticiones de los enfermos muy graves, que a veces invocan la muerte, no ha de ser entendida como expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; ésas efectivamente son casi siempre demandas angustiosas de ayuda y de afecto. Además de la cura médica, el enfermo tiene necesidad de amor, de calor humano y sobrenatural; de esto deben rodearlo todos aquellos que le son cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeras».

El enfermo que se siente rodeado con la presencia amorosa humana y cristiana, no cae en la depresión y en la angustia de quien, en cambio, se siente abandonado a su destino de sufrimiento y de muerte y clama finalizar ese estado acabando con la vida. Es por esto que la eutanasia es una derrota de quien la teoriza, la decide y la practica. Al contrario de ser gesto de piedad hacia el enfermo, la eutanasia es acto de autocompasión y de fuga, individual y social, de una situación probada como insostenible.

La medicina está solamente para la vida (nn. 2-4)

150. La eutanasia trastorna la relación médico-paciente. De parte del paciente, porque éstos se dirigen al médico como a aquel que puede asegurarles la muerte. De parte del médico, porque él ha dejado de ser absoluto garante de la vida: el enfermo debe temer de él la muerte. El contacto médico-paciente es una relación de confianza de vida y como tal debe permanecer.

La eutanasia es «un crimen» al cual los agentes de la salud, garantes siempre y sólo de la vida, no pueden cooperar de ningún modo.

Para la ciencia médica, la eutanasia marca «un momento de decadencia y de abdicación, además de una ofensa a la dignidad del moribundo y a su persona». Su perfil, debe ser tomado como una «dramática llamada» a la fidelidad efectiva y sin reservas hacia la vida.

 

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