Apuntes para una
cultura de la vida en Venezuela
Ética médica y cultura cristiana
Pbro. Dr. Jaime Molina-Niñirola
CONTENIDO:
Advertencia
En nuestro
tiempo asistimos a un hecho sorprendente que nunca se había dado antes en
nuestra cultura: causar la muerte a una persona inocente —algo que siempre se
había considerado como un acto de barbarie y había merecido la condena unánime
de toda la colectividad—, está siendo progresivamente considerado como un
valor, un derecho que en determinadas circunstancias debe ser aceptado y
ejercido incluso con el apoyo de la ley, el aplauso de la opinión pública y la
colaboración de las autoridades sanitarias ¿Cómo se ha podido llegar a esto?
La llamada «cultura de la muerte» tiene diversas manifestaciones. Todas ellas se caracterizan por el desprecio hacia la sacralidad de la vida humana y su dignidad. ¿Es posible señalarlas en nuestra sociedad? De un modo breve —sin pretensiones de agotar el tema y sólo con el deseo de que pueda servir como un material de divulgación—, en las siguientes páginas se intenta llamar la atención sobre algunas situaciones que casi insensiblemente se van institucionalizando en la práctica clínica de nuestros centros sanitarios y en la vida diaria de muchas personas.
Desde hace tiempo se echa en falta una valoración moral sistemática de los diversos problemas éticos que han surgido como consecuencia del avance de las ciencias biomédicas. Algunas de esas cuestiones son propias de la situación asistencial hospitalaria de nuestro país. Otras pertenecen exclusivamente al orden de la deontología médica clásica, que se replantean con matices distintos ante los avances de la medicina de nuestro tiempo; o son de nueva factura, y plantean preguntas inquietantes a médicos, biólogos e investigadores. Otras, en fin, rebasan el ámbito profesional y afectan también al hombre y a la mujer de la calle, que buscan respuestas claras a situaciones que afectan la institución matrimonial y a la familia.
En una época de relativismo moral como la nuestra, todo el mundo parece tener sus propias respuestas, incluso sobre las más complejas cuestiones, sin que preocupe mucho en qué medida son auténticas y si verdaderamente pueden conducir a la felicidad. El reciente magisterio de la Iglesia, impulsado por Juan Pablo II, ha dedicado bastante atención a estos problemas. En las siguientes páginas se presenta un resumen de esas enseñanzas, y a la vez algunas orientaciones prácticas que pueden ayudar a dar luz sobre las cuestiones fundamentales necesarias para promover una cultura de la vida en Venezuela.
I. En defensa de una cultura de la vida
Desde los tiempos más antiguos la medicina ha sido impulsada por la benevolencia hacia los hombres disminuidos y enfermos. Este era el sentido de las palabras del juramento hipocrático: «Usaré los recursos médicos para las necesidades de los pacientes... En toda casa a la que entre me introduciré para bien de los enfermos ». Esa disposición hacia el débil e indefenso ha acompañado a la medicina por espacio de tantos siglos, que espontáneamente nos parece que pertenece a la naturaleza misma del acto médico. Por eso mismo, la medicina ha adquirido desde antiguo la fuerza y el prestigio de una sabiduría sobre el hombre .
Actualmente, el conjunto de adelantos técnicos y científicos hacen que el ejercicio de la medicina se encuentre en una verdadera Edad de Oro asistencial. No es preciso mencionar aquí los avances realizados en inmunología, bioquímica, genética, farmacología o técnicas quirúrgicas. Asombrosamente, esta capacidad de hacer el bien queda muchas veces estéril, o degradada, cuando no se usa adecuadamente. Así lo señala Juan Pablo II: «La misma medicina, que por su vocación esta ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de sus sectores a realizar estos actos contra la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a sí misma y degradando la dignidad de quienes la ejercen » .
Una medicina concebida en esa perspectiva no sólo le da las espaldas a su milenaria tradición, sino que entra en inevitable oposición con algunas de las mejores conquistas del espíritu humano en nuestro tiempo, como es la progresiva universalidad del reconocimiento de los derechos humanos.
«La difusión casi universal, en la cultura occidental, del aborto, de la eutanasia, del suicidio y de la experimentación con embriones ya no puede considerarse una desviación circunstancial de una sociedad fundamentalmente sana» . La cultura de la muerte, cada vez más difundida, no brota simplemente del rechazo de ciertas verdades morales, sino del eclipse del conocimiento del Creador, que ha provocado, a su vez, un eclipse del conocimiento y la dignidad de la persona humana. La disminución de esa capacidad afecta todas las estructuras sociales, también la estabilidad del matrimonio, la familia, así como el respeto y la protección fundamentales que se deben a sus miembros mas débiles.
Como sucede en un accidente, cuando se pierde alguno de los sentidos, de igual modo en las crisis culturales se puede perder también el sentido del hombre, o de Dios. En la ética de los valores se habla de la sordera y de la ceguera de algunos hombres ante ciertos valores. La cultura de la modernidad ha causado el eclipse o el ofuscamiento de la verdad sobre la libertad, y de la verdad sobre el hombre. El hombre sabe muchas cosas, más que nunca, pero no es capaz de responder a lo esencial de su ser. Se ha convertido en un ignorante de lo esencial, ciego ante las grandes cuestiones sobre su origen, su esencia y su destino .
Hoy se pueden describir los pasos del sendero que ha recorrido el hombre y los lugares en los que se quedó ciego y sordo ante los valores éticos. Cada uno de los sujetos tendrá su accidente particular. Pero la cultura contemporánea, ahora ofuscada y en situación de eclipse, como la describe la Evangelium vitae , ha recorrido estas etapas: a) olvido de la dimensión ética, dejada a un lado como realidad inaccesible a la ciencia; b) distorsión de la libertad humana; c) opresión de la persona en la cultura de masas.
El hombre de nuestros días —y en particular el médico— debe ir, prácticamente solo, contra corriente, si quiere conservar el sentido moral. El ofuscamiento y la pérdida del sentido moral como hechos colectivos inciden en la cultura, que confunde el bien y el mal, el valor de la vida y el de la muerte. Así se llega a la paradoja de la irracionalidad del hombre contemporáneo denunciada por Juan Pablo II: «En la conciencia colectiva, el carácter de "delito" asume paradójicamente el de "derecho"» . En esta transformación tiene particular importancia la influencia de los medios de comunicación social, que crean «en la opinión pública una cultura que presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones incondicionales a favor de la vida» .
El papel de la medicina en nuestra cultura
Es importante comprender que a la medicina le cabe un rol verdaderamente trascendente en esta hora de la cultura. Ella tiene el doble prestigio que le viene de su disposición hacia el bien del hombre y de su maravillosa eficacia para mejorar las condiciones de vida de la humanidad. Si transige con quienes reivindican el derecho al aborto, a la anticoncepción, al infanticidio, a la eutanasia, será ella la que haga posible que estas desviaciones culturales y morales se introduzcan en la legislación. Algunas disposiciones legales profundamente contrarias a la moral han encontrado aceptación porque venían cubiertas por el manto de la aprobación médica.
La recuperación del sentido moral es la condición no sólo para una vida cristiana sino para una vida verdaderamente humana. La superación de esta situación es posible mediante el encuentro con Jesucristo, en quien se hallan la plenitud del hombre y el camino que lo conduce a Dios. La encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II no sólo es una señal de alarma frente a esta situación, sino también, y sobre todo, una ayuda importante para la recuperación del sentido moral, tan debilitado, ofuscado o perdido en amplios sectores de la cultura actual.
En la Evangelium vitae, Juan Pablo II señala las nuevas amenazas contra la vida que la biotecnología y una falsa comprensión de la libertad han hecho surgir en nuestra cultura, sumándose a las ya existentes y aún no superadas. Junto a un canto enamorado por la dignidad del hombre y su destino trascendente, Juan Pablo II expresa una fuerte condena para el homicidio del inocente, en cualquier forma que sea realizada, ya en las fases más precoces de su existencia o en las finales de su vida terrena. El aborto y la eutanasia reciben aquí el juicio más duro por su manifiesta inhumanidad, a la vez que también hace responsables a quienes en el ámbito de la legalidad justifican estas aberraciones.
Su lectura ayuda a clarificar los criterios morales que deben regir algunas actuaciones para hacer una verdadera medicina al servicio de nuestros hermanos los hombres. Allí se nos habla de la dignidad de los más débiles, de la belleza del servicio a los desahuciados, ancianos y desposeídos. Nos confirma en la convicción de que toda vida es sagrada y recuerda la santidad del amor humano y su degradación en las prácticas anticonceptivas, o por la fecundación artificial. Alienta a la investigación biomédica realizada en el respeto a la dignidad de la persona; anima a la defensa del derecho a la objeción de conciencia y a la defensa de los derechos del enfermo. Señala una multitud de iniciativas espontáneas que la buena voluntad de los hombres ha sabido encontrar para promover una cultura de la vida.
La respuesta de la Evangelium vitae es también
nuestra respuesta
Con gran incisividad, Juan Pablo II ha puesto de relieve el paralelismo existente en nuestra cultura entre el desprecio de la vida de los más débiles, enfermos, ancianos y desposeídos de la fortuna por parte de los "fuertes", y la situación de injusticia suscitada a finales del siglo pasado entre patronos y obreros: «Así como hace un siglo la clase obrera estaba oprimida en sus derechos fundamentales, y la Iglesia tomó su defensa con gran valentía, proclamando los derechos sacrosantos de la persona del trabajador, así ahora, cuando otra categoría de personas está oprimida en su derecho fundamental a la vida, la Iglesia siente el deber de dar voz, con la misma valentía, a quien no tiene voz. El suyo es el clamor evangélico en defensa de los pobres del mundo y de quienes son amenazados, despreciados y oprimidos en sus derechos humanos».
» Hoy una gran multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son, concretamente, los niños aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho fundamental a la vida. Si la Iglesia, al final del siglo pasado, no podía callar ante los abusos entonces existentes, menos aún puede callar hoy, cuando a las injusticias sociales del pasado, tristemente no superadas todavía, se añaden en tantas partes del mundo injusticias y opresiones incluso más graves, consideradas tal vez como elementos de progreso de cara a la organización de un nuevo orden mundial» .
En la defensa de los derechos fundamentales de la persona, y en concreto el de la vida, no cabe una actitud neutra o ambigua. Como dice Juan Pablo II, todos estamos «no sólo "ante", sino "en medio" de este conflicto». Nadie puede sentirse al margen, todos deben tomar postura con la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente a favor de la vida. Esta elección tiene particular importancia para quienes trabajan en el ámbito de las tareas sanitarias por la relación inmediata de su profesión con este valor y este derecho fundamental: médicos, farmacéuticos, enfermeras y personal paramédico, capellanes y personal administrativo de hospitales, estudiantes universitarios de estas profesiones, etc.
Las apartados siguientes quieren describir algunos de los problemas que han surgido en nuestro país en relación con «la cultura de la muerte», así como señalar soluciones y líneas orientadoras para la acción en defensa de una cultura de la vida.
II. Problemas éticos suscitados por la deshumanización de la medicina
De modo general, es preciso decir que la crisis por la que atraviesa nuestro país, independientemente de las circunstancias económicas que la rodeen, es sobre todo una crisis de valores éticos, reflejo o influjo de la crisis cultural más amplia, que afecta toda nuestra civilización y que es consecuencia del secularismo de nuestro tiempo. El progresivo olvido de Dios lleva consigo la pérdida del sentido del pecado con el consiguiente oscurecimiento de la conciencia y la dificultad de distinguir el bien del mal. Esta situación, que afecta a todos los órdenes de la vida civil, tiene una enorme trascendencia en al ámbito de las ciencias médicas y en las políticas sanitarias.
Mercantilización de la Medicina
La ausencia del sentido cristiano de la vida hace que se pierda de vista la dignidad de la persona humana y su trascendencia. El materialismo práctico que invade nuestra cultura ha afectado con particular intensidad la práctica médica haciéndola cada vez más incomprensible como servicio, o como una forma de misericordia y de piedad con los enfermos, tal como se ha considerado durante siglos en la tradición cultural occidental. Los médicos y también los estudiantes de medicina, se encuentran sometidos a un bombardeo de mensajes deshumanizadores que, si se aceptan acríticamente, terminan por socavar en sus conciencias los principios de respeto a la vida y a la dignidad de la persona.
Sin pretender exponer un cuadro generalizado, pues no toda la clase médica de nuestro país ha sido afectada, ni se comporta según los patrones de conducta que se describen a continuación, es preciso señalar que la deshumanización, y la correspondiente mercantilización de la medicina lleva con frecuencia a tratar a las personas como cosas y a sobrevalorar los aspectos económicos de su ejercicio.
A esto ha contribuido indirectamente el desarrollo prodigioso de una industria médica y farmacológica en la que muchas veces está ausente la idea de servicio al bien común de la sociedad y al bien particular de la persona. La explotación del enfermo y de sus necesidades, transforma la enfermedad en una fuente extraordinaria de beneficios económicos; y otras veces propone la salud como artículo de consumo y crea artificiosamente nuevas necesidades.
Y así, por ejemplo, contemplamos en nuestros días una regresión al concepto pagano de la vida, que al hacer de ella un valor absoluto tiende a la promoción de un culto al cuerpo, claramente entronizado en nuestro país, cuyas principales manifestaciones son la exaltación desmedida de la perfección física y del éxito deportivo; pero también las cirugías plásticas innecesarias, fomentadas por una exagerada valoración de la belleza femenina, que supone dispendios económicos fantásticos ante el asombro de un pueblo que, con frecuencia, no tiene bien resueltas sus necesidades básicas de alimentación, educación, vivienda o salud. Por eso no es exagerado hablar de una progresiva mercantilización de algunos sectores de la clase médica y de la industria farmacéutica y sanitaria, con todas las consecuencias negativas que de ello se derivan.
El desmantelamiento de los hospitales públicos
Otros ejemplos son los casos de corrupción administrativa, de los que no está inmune el sector salud; o aquel otro espectáculo vergonzoso del desmantelamiento de los hospitales públicos, por manos inescrupulosas, con grave perjuicio para los pacientes internados en ellos. Se trata de una grave injusticia que lesiona los derechos de multitud de personas necesitadas.
Esta lacra, que mancha a toda la comunidad médica relacionada con la sanidad pública, es una de las muestras más patentes de insolidaridad de nuestra sociedad. Es necesario decir abiertamente que el robo de los equipos médicos, de medicinas y de las dotaciones hospitalarias no puede explicarse sin la complicidad —con un grado variable de responsabilidad— de los directivos de esos Centros, del personal administrativo y paramédico que los atiende, y de los gremios sindicales que en ellos rigen la vida laboral.
El excesivo encarecimiento de las terapias
El encarecimiento abusivo de determinadas medicinas y tratamientos médicos o quirúrgicos es otro ejemplo patente de lo mismo. Ciertamente la complejidad de la práctica clínica actual lleva consigo, de modo necesario en muchos casos, el encarecimiento de las terapias. Y aunque una gran mayoría de médicos tiene sueldos simplemente acordes con su status social, y algunos incluso dedican horas de su ejercicio profesional de modo desinteresado a pacientes con escasos recursos, es patente también el ánimo de lucro manifestado por otros muchos ante servicios que fácilmente podrían ser prestados mediante tarifas más reducidas.
E igualmente es muy conocida la presencia de intereses promovidos por industrias farmacéuticas que suprimen medicamentos baratos y encarecen artificialmente los costos de otros, vendidos a precios excesivos para los niveles de vida de nuestro pueblo, mientras que se retrasa la producción de medicinas genéricas, y se merma su calidad o su distribución.
Concretando un poco más aquellos aspectos de la práctica médica que afectan gravemente a nuestra sociedad, se exponen en primer lugar los relacionados con el origen y el nacimiento de nuevas vidas humanas.
1. Problemas
éticos en relación con la generación humana
Inmoralidad de la fecundación artificial
Es notorio que en torno a la fecundación artificial humana se ha creado una industria clínica, con la complicidad de una opinión pública —desinformada y desinformadora—, que atenta gravemente contra la dignidad de la procreación humana, contra la dignidad de las personas y, en la llamada FIVET —Fecundación In Vitro con Transferencia Embrionaria—, contra la misma vida de multitud de niños que son concebidos artificialmente y que jamás verán la luz .
Aunque la fecundación «in vitro» se realiza en contados centros asistenciales de nuestro país, es necesario denunciar la inhumanidad de estos supuestos «tratamientos de infertilidad», nombre con que se encubren verdaderas prácticas homicidas por el elevado número de pérdidas de vidas humanas —abortos precoces o embrionarios— que comportan.
La opinión pública ha sido manipulada por fuertes intereses económicos que muestran sólo una parte de la verdad: se enseñan fotografías sonrientes de los padres y de los niños nacidos concebidos artificialmente; se celebran sus cumpleaños en fiestas organizadas por las propias clínicas. Sin embargo nunca se habla de las pérdidas de vidas humanas incipientes que estos tratamientos llevan consigo, de las que los padres —y no sólo los médicos—, también son gravemente responsables. Por cada niño que nace mueren varios de los hermanitos que fueron concebidos simultáneamente con él. Otros serán inhumanamente congelados en estado embrionario, quizás durante años, destinados finalmente a ser desechados, o la experimentación .
La ciencia actual demuestra que desde el momento de la concepción existe una nueva vida humana; incipiente y frágil quizás, pero vida real de una nueva persona que es imagen de Dios y por tanto, revestida de una singular dignidad que la hace sujeto de derechos . Nuestra cultura se enorgullece de haber descubierto y universalizado la doctrina de los derechos humanos, basada precisamente en la dignidad de la persona. Pero estas prácticas de fecundación artificial causan un gran número de pérdidas de vidas humanas inocentes, verdaderos abortos embrionarios, en flagrante violación de la ley natural y del espíritu y la letra de nuestra Constitución nacional.
También es gravemente inmoral la manipulación de los gametos de los padres que se prestan a estas prácticas, por ir contra a la dignidad de la procreación humana y lesionar el derecho del niño a ser concebido sólo por sus padres y en un clima amoroso . La inseminación artificial, sea homóloga o heteróloga, se opone al proyecto de Dios sobre la generación humana por la manipulación de las células germinales que comporta —normalmente obtenidas de modo ilícito en el varón, y por procedimientos a veces nocivos para la mujer—, y por ser realizada con la intervención de varios técnicos laboratoristas que —con grave riesgo de la vida del hijo— «fabrican» un niño, y en un ambiente del todo ajeno al clima que debe rodear su procreación .
La existencia de un vacío legal en este ámbito facilita la violencia moral sobre las parejas, muchas de las cuales son engañadas en el verdadero significado de las prácticas a las que van a ser sometidas, y son explotadas económicamente por el costo fabuloso de estos «tratamientos», en la esperanza de poder concebir un hijo.
La clonación humana es una hipótesis ilícita
La hipótesis de la clonación humana merece consideraciones parecidas respecto su ilicitud . Se trata de una técnica de reproducción asexual que en animales puede ser útil con fines eugenésicos, o para obtener sustancias terapéuticas de modo abundante y económico, etc., pero que aplicada al hombre supone la máxima manipulación de la persona, a la que se imponen características biológicas determinadas por quienes la fabrican. La dignidad de la persona humana no soporta ser manipulada al servicio del capricho o de la conveniencia de los técnicos que la fabrican, y mucho menos si los fines de tal manipulación son sólo económicos.
Vale la pena advertir que la Iglesia no se opone a la legítima investigación clínica, sino al abuso que de ella puede derivarse en contra del bien y la dignidad fundamental de las personas. Y estos bienes se encuentran gravemente comprometidos en todas las formas de fertilización artificial humana: ya sea por inseminación de la mujer, ya sea por fertilización in vitro y posterior transferencia del embrión humano, ya sea por experimentos de clonación.
Inmoralidad de las cesáreas intempestivas
En relación con la maternidad se da otro importante abuso que concierne sobre todo a la mujer embarazada. La operación cesárea es una técnica quirúrgica que ha salvado muchas vidas humanas y resuelve muchos problemas obstétricos en la práctica médica ordinaria. Sin embargo, en nuestros días asistimos a un incremento extraordinario de estas intervenciones, que llegan a alcanzar una frecuencia inusitada, muchas veces sin suficiente justificación.
Lamentablemente, las causas que promueven este incremento no siempre son de orden terapéutico, sino económico —en muchos casos—, o de simple conveniencia o comodidad del equipo médico que ha de tratar a la parturienta. Realizar esta intervención sin motivos suficientes —aunque la mujer dé su consentimiento—, supone un grave abuso por parte de los médicos que la atienden, a causa del perjuicio que se causa a la mujer, aunque muchas veces ni ella misma sea plenamente consciente de sus consecuencias negativas.
En primer lugar, implica, normalmente, un fuerte dispendio económico a la parturienta o a su familia —o a las entidades de seguros, públicas o privadas que cancelen la intervención—, que no dejará de pesar en la consideración de futuros embarazos, y que sería innecesario mediante el alumbramiento normal de la criatura.
En segundo lugar, supone una intervención quirúrgica importante, que alarga el tiempo de recuperación del postparto , que puede tener complicaciones graves, y que suele afectar a la matriz en una medida variable con inevitables consecuencias: desde el riesgo de ruptura uterina en otros embarazos, hasta hacer precisas nuevas cesáreas en ulteriores gestaciones.
La posibilidad de un nuevo embarazo y de una nueva cesárea suele causar en la mujer —y frecuentemente en su esposo— una ansiedad que fácilmente puede desembocar en la decisión de usar anticonceptivos, recurriendo incluso a procedimientos que causan el aborto precoz, como los dispositivos intrauterinos —«aparatos», en la terminología popular venezolana—, recomendados con frecuencia por los médicos. Finalmente, al cabo de varias cesáreas, algunos especialistas ejercerán una nueva violencia sobre la mujer, recomendando la esterilización definitiva con toda la carga moral y las consecuencias negativas que lleva consigo esta decisión, incluso para la estabilidad del matrimonio.
No hay duda de la gravedad moral y la fuerte responsabilidad en que incurren los médicos que aconsejan o realizan esta intervención sin verdadera necesidad y movidos sobre todo por el ánimo de lucro. Se trata de una conducta en donde la práctica médica es ejercida de modo abusivo, explotando a la mujer en su vocación a la maternidad hasta el extremo de poder llegar a afectar seriamente su fertilidad, y hasta su vida matrimonial.
El «imperialismo
anticonceptivo»
Otro ámbito de mercantilización de la medicina es la anticoncepción practicada en cualquiera de sus formas . A la vez que supone un modo de explotación de la sexualidad —en particular de la mujer, que normalmente debe padecerla y a costa de su fertilidad—, también influye decisivamente en la estabilidad matrimonial.
Mediante la industria de la anticoncepción, la explotación de la sexualidad humana ha llegado a su máximo, alcanzando en su radio de acción desde los adolescentes hasta la intimidad de los matrimonios: algo que históricamente nunca había ocurrido en nuestra cultura. La explotación del sexo como fuente de recursos es sostenida por una ideología hedonista que entiende y trata al hombre en un nivel infrahumano, fomentada por intereses económicos de las compañías internacionales de la anticoncepción, a los que se suman otros de carácter geopolítico, eugenésico, etc .
La mentalidad anticonceptiva desconoce los fundamentos de la antropología cristiana, la dignidad de la persona humana y de su sexualidad. Desconoce que el hombre es una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios y que está llamado a un destino trascendente y dichosísimo en la compañía de su Creador y Padre. Desconoce que la sexualidad es un don de Dios orientado hacia la vida, el amor y la fecundidad. En una palabra: no entiende al hombre según el plan de Dios y por eso tampoco puede hacerlo feliz.
La malicia moral de la anticoncepción
La mentalidad anticonceptiva imperante en nuestro tiempo se instala en los jóvenes incluso antes de contraer el matrimonio. Los actos conyugales cuando están abiertos a la transmisión de la vida, fomentan el amor de los esposos, pero cuando no lo están, lo afectan a veces de modo irreparable sumergiendo a la pareja en un clima de hedonismo en el que fácilmente decae el amor conyugal y se facilita la infidelidad. El alto número de divorcios que afecta a las familias y lesiona tan gravemente nuestra sociedad, tanto en las parejas que apenas están en los comienzos como en otras que ya alcanzaron la madurez en su matrimonio, tiene aquí una de sus causas. Por eso no es extraño que el amor humano decaiga e incluso se extinga cuando se expresa habitualmente, y a veces desde su principio, de modo antinatural .
Es muy necesario advertir sobre la malicia moral de los anticonceptivos y de las graves consecuencias que se derivan de su uso, pues la propaganda de las grandes corporaciones internacionales ha logrado un nivel extraordinario de desinformación incluso entre la clase médica y los profesionales más cualificados.
La malicia de la anticoncepción ya está expuesta en el libro del Génesis, donde se narra aquel pecado de Onán, hijo de Judá, que desagradó a Yahwé hasta el punto de quitarle la vida . Todos los modernos procedimientos artificiales de anticoncepción —ya sean preservativos, espermicidas, píldoras hormonales, ligadura quirúrgica anticonceptiva, etc.— en su dimensión moral, no son sino variaciones sofisticadas de aquel pecado tan antiguo, creadas por la moderna tecnología. Moralmente, tan descalificador y contrario a la dignidad de la procreación es el antiguo onanismo de los cónyuges narrado en la Sagrada Escritura, como el moderno uso de los procedimientos anticonceptivos ya mencionados.
El magisterio de la Iglesia califica este pecado como un abuso de la sexualidad que desvirtúa en sus fines la relación conyugal de los esposos, pues no sólo evitan los hijos sino que también se afecta gravemente su amor. No es extraño que esto ocurra, porque los esposos equiparan entonces la dignidad de su relación matrimonial a la actitud degradada de la simple fornicación. Los esposos se miran entonces como cómplices y en ese clima la intimidad se destroza y se hace imposible el conjunto de valores que acompaña el auténtico amor conyugal.
El aborto precoz por contraceptivos
En los últimos años, se han invertido sumas ingentes en la investigación de fármacos cuya finalidad no es sólo prevenir la concepción, sino causar un aborto precoz en caso de que un niño fuera concebido a pesar de las precauciones de sus padres . Si en un principio las «píldoras» contraceptivas tenían sólo efectos anovulatorios, las modernas generaciones de estos fármacos tienen además potenciales efectos abortivos precoces, por actuar sobre el endometrio uterino incapacitándolo para acoger al embrión que accidentalmente pudiera haber sido concebido, si falla el efecto inhibidor de la ovulación.
En concreto, la generalidad de los actuales preparados hormonales, o «píldoras», vendidos como anticonceptivos en nuestro país tienen potencialmente efectos abortivos precoces, en el caso de que falle su efecto anovulatorio y se produzca accidentalmente una concepción .
Estos efectos están claramente demostrados a nivel científico y reconocidos incluso por los propios fabricantes de estos productos, que ahora son recomendados como «anticoncepción de urgencia», en casos en que las relaciones sexuales se hayan tenido en días potencialmente fecundos para la mujer y se prevea su embarazo. Es evidente que las llamadas «píldoras del día siguiente» son preparados que contienen altas dosis de hormonas desestabilizadoras del ciclo femenino, con vistas a preparar un ambiente uterino hostil a la anidación del niño que haya podido ser concebido: es decir, son sustancias que actúan como abortivos precoces.
El aborto embrionario que pueden producir estas sustancias es tan precoz que pasa desapercibido para la propia madre. La mujer, en los primeros días de la existencia de su hijo, todavía no advierte que ha concebido una nueva criatura en su seno. Pero el niño que ha comenzado a vivir en sus entrañas no podrá anidar en la matriz y morirá en pocos días. Su madre tomó un producto —quizás sin saber exactamente sus efectos— que impidió que se formara en ella la cuna que debía albergarlo en aquella etapa primerísima de su vida. Y el niño recién concebido morirá en pocos días, sin que su madre se entere siquiera del drama que ha ocurrido en su seno, y al que ella ciertamente contribuyó de modo más o menos consciente, al tomar unos fármacos que supuestamente eran anticonceptivos.
También causan el aborto precoz los DIUs —dispositivos intrauterinos ya mencionados— y otros fármacos que se encuentran a la venta en cualquier farmacia del territorio nacional, fabricados para algunos tratamientos médicos legítimos, pero que tienen efectos abortivos, y cuya venta debería ser regulada convenientemente para evitar el uso criminal que hacen de ellos los médicos abortistas y otras gentes inescrupulosas.
Responsabilidad moral de la cooperación al mal en
este ámbito
Es necesario señalar la responsabilidad moral en que incurren los fabricantes de estos productos, sus distribuidores y representantes, los farmacéuticos que los venden y quienes los recetan y propagan. Los farmaceutas en concreto, cuando venden preparados hormonales anticonceptivos, preservativos, DIUs, óvulos espermicidas, etc., cooperan gravemente al pecado de quienes los usan. Esta cooperación al mal es cierta y la responsabilidad moral de sus acciones recae sobre quien advierte y permite su venta. Quien quiera que estime su vocación cristiana no puede vender estos productos sin comprometer gravemente su conciencia con los pecados que realicen otras personas mediante su colaboración: y tendrá que dar cuenta ante Dios de ellos. Un farmaceuta que quiera ser coherente con su fe católica debería retirarlos de la venta, sin temer la pérdida económica que pueda ocasionar su decisión, estimando más el mérito que tiene ante Dios la rectitud de su conciencia.
Por todo lo dicho anteriormente, las personas usuarias, fabricantes y dispensadores de estos anticonceptivos, así como quienes aconsejan su uso y difusión, deben saber que incurren en una falta grave que las priva de la gracia y de la amistad con Dios por colaborar en actos contrarios al sexto mandamiento de su Ley —y ocasionalmente contra el quinto, por atentar contra la vida de criaturas no nacidas—; y que no pueden recibir lícitamente la eucaristía sin previa recepción íntegra y contrita del sacramento de la penitencia, junto con el propósito de rectificar aquella conducta.
En cambio, la producción, distribución y uso de los preparados hormonales anovulatorios se justifica en terapias correctoras de disfunciones del ciclo menstrual: es decir, cuando en su uso no hay una intención contraceptiva, sino la aplicación de una terapia ginecológica.
Malicia moral de la esterilización quirúrgica
hedonista o anticonceptiva
Idénticas consecuencias morales recaen sobre las personas que realizan, difunden, o aconsejan la esterilización quirúrgica de la mujer, o del varón, sin motivos suficientes . Esta práctica, que puede ser lícita en pacientes a causa de algunas enfermedades importantes en las trompas uterinas —como embarazos ectópicos, hidrosalpinx, carcinomas, etc.— es en cambio gravemente inmoral cuando se realiza por una finalidad puramente hedonística, anticonceptiva.
La esterilización por este motivo está enormemente difundida en nuestro país a causa de la ignorancia de la inmoralidad de estas prácticas, aparte de que supone una saneada fuente de ingresos para algunos médicos y el personal de enfermería que colabora con ellos.
No existen razones clínicas para hacer tantas esterilizaciones quirúrgicas, que además, sobrecargan fuertemente los presupuestos hospitalarios. Las razones son mayormente neomaltusianas. Así, en aras de una ideología, se comete un acto de corrupción administrativa al desviar los fondos que son necesarios en áreas más urgentes. Además, en muchos casos, las esterilizaciones aumentan para el Estado el pasivo en los renglones de enfermedades de transmisión sexual, familias sin padre; infancia abandonada, drogas, prostitución, violencia, y pobreza crítica. Con la intención de hacer un favor a la madre de varios hijos se abre la puerta a degradaciones peores. Y al final, obtener un alto número de mujeres y hombres ancianos, que no tienen quién vele por ellos porque no tienen hijos y son una pesada carga para la sociedad.
Lamentablemente, en nuestro tiempo asistimos a campañas masivas de esterilización, pautadas incluso por las autoridades. Esta campañas son promovidas por instituciones controladas por las internacionales de la anticoncepción, obsesionadas en frenar el crecimiento demográfico de algunos países; y realizadas entre los miembros más ignorantes de nuestro pueblo, con absoluto desprecio de la ley de Dios, de la dignidad de las personas y sus tradiciones familiares.
La mentalidad abortista y su responsabilidad
En íntima relación con la mentalidad anticonceptiva se encuentra la mentalidad abortista. El crimen del aborto provocado adquiere en nuestros días una triste significación como culmen de la degradación de nuestra cultura y como máximo exponente de su decaimiento moral. Está estadísticamente demostrado que allí donde la mentalidad anticonceptiva se afianza, el abortismo tiene un terreno abonado para su crecimiento .
Es preciso advertir que una gran parte nuestros estudiantes de medicina son formados en una mentalidad abortista por el estudio de textos escritos en países, en donde el aborto es una intervención legalmente permitida. Bastantes de nuestros profesores de las Facultades de medicina, aunque rechazan con firmeza el aborto criminal, justifican el aborto llamado "terapéutico", que es practicado al peligrar la vida de la madre. Sin embargo, el desprecio hasta el asesinato de la vida humana inocente, en el momento de su existencia en que es más débil, indefensa y necesitada de cuidados, y realizada precisamente por quienes tienen obligación de protegerla, merece la más enérgica repulsa por cualquiera que albergue en su corazón un resto de humanidad.
Para intentar disminuir la carga moral de este crimen, se recurre al eufemismo de llamar aborto sólo al acto médico que suprime la vida del niño dentro de unas determinadas semanas del tiempo de gestación. Otras veces se trata de disimular el mismo concepto de aborto recurriendo a un malabarismo semántico: se habla de «evacuar el útero», o refiriéndose al niño que ha de nacer como «producto de la concepción», en un intento por acallar la conciencia ante lo que, para todos y especialmente para un médico, tiene un significado inequívoco: el aborto es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento . Es vergonzoso —y una deshonra para la clase médica— que el propio Código deontológico venezolano recoja en algunos de sus artículos la legitimación del aborto terapéutico, en contra del espíritu y la letra de sus inspiradores.
En este punto conviene discernir la ilicitud moral de los actos realizados directamente contra la vida del niño aún no nacido —que siempre son gravemente criminales—, de aquellos otros tratamientos médicos o quirúrgicos, moralmente lícitos, en donde una terapia directa para la madre (como, por ejemplo, la histerectomía en casos de carcinomas uterinos, o la salpingectomía en casos de embarazos ectópicos), pueden afectar e incluso suprimir, de modo accidental e indirecto, no querido, la vida del hijo que lleva en su seno.
La responsabilidad del crimen del aborto puede quedar disminuida —aunque no abolida— en algunas mujeres que son empujadas a él por diversas circunstancias sociales, culturales o familiares; y la Iglesia sabe que, muchas veces, otras personas que las rodean tienen mayor responsabilidad por negarles su apoyo y su ayuda, dejándolas solas ante los problemas que puede plantear una maternidad difícil. Sin embargo la gravedad de esta decisión es tan importante, que el Derecho canónico impone la pena de excomunión para quienes realizan o colaboran de modo directo y plenamente consciente en un aborto —no sólo la madre de la criatura, sino los médicos, enfermeras, etc.—, pues nunca es excusable; ni siquiera cuando a causa del embarazo pueda peligrar la vida de la madre, lo cual en realidad, con los adelantos terapéuticos de nuestros días, son situaciones prácticamente inexistentes.
Entre otros motivos, la disciplina canónica de la Iglesia impone esta sanción para subrayar la gravedad de este pecado y para manifestar sin género de dudas, la doctrina sobre la dignidad de la vida humana, en un tiempo en el que este valor se oscurece progresivamente en nuestra sociedad, pues la gravedad de este crimen adquiere matices nuevos al ser propuesto —como se dijo antes— en algunos países incluso por la autoridad, con respaldo legal, con la complicidad de las instituciones sanitarias y de la opinión pública . Y recientemente hemos visto cómo el abortismo pretende afianzarse incluso a escala internacional, como un signo evidente —en palabras Pablo VI— de la presencia y la acción del espíritu del mal en el mundo.
La relación entre el aborto y los diagnósticos
prenatales
En nuestro país, aunque las leyes fundamentales de la República defienden la vida humana desde su principio, es preocupante comprobar cómo casi a la luz del día, en los centros hospitalarios donde se realizan diagnósticos prenatales, se sientan indicaciones de abortos cuando se descubren anormalidades congénitas en los niños que van a nacer. El aborto provocado de una criatura enferma es un fracaso de la medicina y una muestra exacerbada de inhumanidad por quienes lo realizan y toleran.
Licitud de los métodos naturales de control de
fertilidad
Finalizando este apartado, conviene hacer una referencia a las ocasiones en que, por motivos justos, se dan dificultades reales en matrimonios que los llevan a espaciar sus hijos o a diferir definitivamente una nueva concepción. En tales cases los esposos pueden abstenerse lícitamente de tener relaciones en los días fértiles del ciclo femenino .
En la actualidad, toda mujer puede conocer sus días fértiles con seguridad, de modo científico e independientemente de las posibles variaciones de su ciclo . Este conocimiento, que es un derecho y un deber de toda mujer, puede adquirirse fácilmente mediante la instrucción adecuada en los diversos métodos naturales de control de fertilidad (método Billings de la ovulación, sintotérmico, etc.).
Estos métodos son gratuitos, fáciles de aprender incluso por mujeres ciegas o analfabetas; no causan efectos secundarios indeseables, unen más estrechamente a los matrimonios que los utilizan por basarse en decisiones compartidas. Pueden usarse para lograr un embarazo o diferirlo, pues dan un efectivo control de la fertilidad. Moralmente son perfectamente lícitos por respetar los ritmos de fertilidad que Dios mismo ha creado en la naturaleza de la mujer. Durante estos espacios de abstinencia en sus relaciones íntimas, el amor de los esposos continúa creciendo al expresarse de otros modos que ellos deben descubrir, ayudando a enriquecer afectivamente su vida conyugal, rejuveneciéndola y alejándola de rutinas.
No deja de ser sorprendente que en nuestras Facultades de medicina, que gozan de tan alto prestigio, estos procedimientos no sean estudiados y enseñados de modo sistemático, y que incluso se intente desacreditarlos —contra la evidencia científica— por su inseguridad o ineficacia.
2. La dimensión
moral de las nuevas pandemias
Implicaciones morales del SIDA
Un interés particular suscita la consideración ética de las nuevas enfermedades o pandemias que afectan nuestra sociedad. Aquí es necesario mencionar la gravedad del llamado Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA), por las implicaciones que, a plazo más o menos breve, tendrán para la generalidad de la población. Sin pretender crear un clima alarmista, se puede advertir que apenas estamos contemplando el comienzo de una epidemia que, por las características de su propagación y las circunstancias geográficas, culturales y sociológicas de nuestro país, puede afectar gravemente a nuestro pueblo.
Debido a que se trata de una enfermedad letal, cuyo tratamiento actual es sólo paliativo y accesible a quienes tengan una situación económica desahogada; considerando además que su propagación es, en la mayoría de los casos, por contacto sexual y teniendo en cuenta el alto grado de promiscuidad que se da en muchos ambientes de nuestra sociedad, es posible intuir las consecuencias que puede acarrear su propagación.
En primer lugar, conviene advertir que la adquisición de esta enfermedad es, generalmente, fruto de una conducta inmoral. Dejando aparte los casos de contagio vertical —de madre a hijo—, y otras formas de contagio accidentales, o por inyectadoras o transfusiones de sangre contaminada, la enfermedad se adquiere como fruto de relaciones sexuales entre personas generalmente promiscuas e infectadas.
En las sociedades occidentales, son especialmente en los años comprendidos desde la adolescencia hasta los 29 años, más o menos, donde se producen la mayoría de los contagios. Esta enfermedad es posible adquirirla tras un solo contacto sexual con una persona infectada y los preservativos no son una garantía de «sexo seguro», como afirma cierta publicidad; pues en realidad aumentan el índice de contagios por favorecer la promiscuidad sexual, confiando en la aparente defensa que pueden brindar . Existen cifras auténticas que hablan de un 15 a un 30 por ciento de contagios en personas que usaron preservativos en sus relaciones sexuales y que a pesar de ello adquirieron la enfermedad: es necesario repetir que la enfermedad se transmite sobre todo en los llamados grupos de riesgo, por conductas sexuales promiscuas o viciosas y que el único modo de tener certeza de no adquirirla es usar la sexualidad en el ámbito del matrimonio monógamo con una pareja fiel y no infectada.
Los novios, en lugares donde la epidemia está extendida, o cuando hay dudas fundadas de que una o ambas partes pueda estar infectada por conducta promiscua precedente, deberían practicarse un test diagnóstico previo para tener la seguridad de que no contraerán la enfermedad junto con el matrimonio. Y deben cerciorarse de la fidelidad de su pareja al menos en un lapso de tres meses antes de esa prueba —y después de la misma hasta la ceremonia—, ya que el virus VIH puede estar latente durante ese tiempo en una persona, sin manifestar signos de su presencia, ni aparecer en las pruebas de diagnóstico.
El virus VIH no desaparece nunca de la persona infectada y se transmitirá inexorablemente a las personas con quienes se tenga relaciones sexuales. Por este motivo la infidelidad matrimonial supone la posibilidad de llevar la enfermedad a la propia familia: al cónyuge sano y a los hijos que puedan concebirse después de haberla adquirido. Los enfermos o infectados por el VIH, deben ser conscientes de la gravedad moral que comporta su actividad sexual dentro o fuera del matrimonio, porque son necesariamente propagadores de una enfermedad que causará la muerte en pocos años a las personas con quienes tengan contactos sexuales.
Las autoridades sanitarias deberían informar adecuadamente al personal médico y paramédico, sobre todo en los grados avanzados de la enfermedad, para que estos pacientes no queden desasistidos en un aislamiento social que sea fruto del temor al contagio. Es absolutamente carente de toda lógica la conducta de quienes se niegan a prestar incluso los servicio funerarios, a los difuntos que fueron afectados por ella.
Los gobiernos no podrán eludir su responsabilidad en la expansión de esta enfermedad cuando permiten la difusión de programas que fomentan la inmoralidad pública y la promiscuidad o el permisivismo sexual. Y también las autoridades sanitarias son responsables de las campañas desinformativas sobre los verdaderos modos de evitar el contagio, como las que promocionan el uso de preservativos como si este fuera el único procedimiento capaz de evitar su propagación. Esto es falso. Es necesario repetir que la verdadera protección provendrá del uso de la sexualidad en el ámbito del matrimonio monógamo con una pareja fiel y no infectada, y en evitar la promiscuidad sexual.
La escalada de la drogadicción
Otro mal que amenaza nuestra sociedad y que por su extensión, la dificultad de erradicarlo y sus efectos devastadores adquiere las características de una epidemia, es la drogadicción. Es conocido que Venezuela está pasando, de modo progresivo, a ser un país de consumidores de droga, con todas las consecuencias negativas que ello comporta. Las drogas deterioran enormemente a la persona psíquica, física y moralmente; desquician gravemente a la familia y afectan a toda la sociedad.
Es preciso que todos tengan conciencia de la inmoralidad que constituye el consumo de drogas y su comercialización. Se trata de actos que contradicen el quinto mandamiento de la ley de Dios, pues estas sustancias causan graves daños a la salud y a la vida humana. Incluso el consumo ocasional de las drogas llamadas «blandas», cuando es buscado con plena conciencia, de modo plenamente advertido y deseado, constituye una falta grave por la ocasión próxima que supone a otros pecados: en concreto, a la adicción de estupefacientes, y frecuentemente, también a los que se relacionan con el sexto mandamiento. Fuera de los casos en que se recurra a estas sustancias por prescripción estrictamente terapéutica, es una falta grave su consumo y distribución. También pecan gravemente quienes las producen clandestinamente y cooperan en su tráfico .
Como han señalado muy acertadamente los organismos de prevención de toxicomanías, la mejor defensa contra la drogadicción es la prevención. La prevención pasa por la siembra en el hogar de valores como el trabajo, la responsabilidad, la disciplina, la solidaridad con los más necesitados, y el espíritu de servicio, pero sobre todos ellos es necesario sembrar el sentido cristiano de la vida que ha de transmitirse especialmente por el ejemplo junto con la catequesis de doctrina cristiana.
Se ha dicho acertadamente que quienes caen en esta conducta son impulsados a ella por el propio vacío interior de ideales, por carecer en su vida de las motivaciones que la hagan auténticamente humana y dotada de sentido. Los padres, educadores y las autoridades en general, tienen el grave deber de fomentar en sus hijos y en los jóvenes a su cuidado, una educación sana en donde destaquen los ideales que hagan posible la vida limpia y plena de valores de quienes se saben hijos de Dios.
3. Atentados
contra la vida enferma o decadente: el problema moral de la eutanasia
La Iglesia defiende celosamente la vida y la dignidad de toda persona a lo largo de su existencia temporal. Particularmente en nuestro tiempo es necesario proclamar la dignidad de la vida humana también cuando está enferma o disminuida, o cuando se nos muestra aparentemente sin valor, quizás en las fases finales de su existencia terrena.
Para un cristiano no existen nunca las vidas inútiles, despreciables o absurdas. Todos los hombres —también los que padecen taras congénitas, los ancianos, los que son inválidos, o están aquejados de cualquier enfermedad, por grave que esta sea— son hijos de Dios, poseen un alma inmortal que les hace gozar de una particular dignidad a los ojos de su Creador, tienen una misión que cumplir en los planes de la Providencia divina y están llamados a la felicidad de la vida eterna.
Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia —que incapacita para comprender el auténtico significado del dolor y la experiencia del sufrimiento—, la muerte se presenta con características nuevas. Cuando el hombre desconoce su relación fundamental con Dios, y olvida que es su criatura, con frecuencia cree tener derecho a decidir sobre su vida con total autonomía. En este contexto cada vez se hace más frecuente la tentación de la eutanasia: adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado para sí o para otros, con el fin eliminar cualquier dolor o el sufrimiento que conlleve la enfermedad.
La eutanasia del recién nacido y de los adultos
En algunos servicios de neonatología de nuestro país, es un hecho —quizás no tan frecuente— la práctica de la eutanasia de los niños recién nacidos con graves defectos congénitos, o afecciones que disminuirán gravemente su capacidad intelectual, como el síndrome de Down (mongolismo), la espina bífida, etc. A estos niños, cuando la mentalidad antivida domina en los servicios obstétricos donde nacen, suele privárseles de la asistencia necesaria para que puedan respirar y mueren asfixiados en pocos minutos. Esta práctica se realiza sin advertir siquiera a los padres de la criatura, a los que simplemente se les suele notificar la defunción del niño por sus defectos congénitos.
Aunque no sean tan frecuentes, es necesario denunciar la gravedad de estos hechos. Privar de la vida a un niño enfermo, aunque sea por razones aparentemente humanitarias, es un acto criminal, una muestra de inhumanidad y un fracaso de la medicina. Este tipo de sucesos se enmarca plenamente en los presupuestos de la «cultura de la muerte»; una cultura que no considera como una grave injusticia privar de la vida a un inocente, sino como un valor, un derecho e incluso un deber.
La responsabilidad de estos hechos recae de modo directo en los directivos de estos servicios, pero también —en grado variable— en el personal paramédico, enfermeras, etc., que colaboran en ellos y se hacen cómplices de esas conductas sin denunciarlas a la autoridad competente. Y no es posible excusarlos por motivos tales como la falsa compasión, que a veces se invoca para justificarlos.
En relación a la eutanasia practicada en enfermos incurables aquejados por graves enfermedades, Juan Pablo II ha confirmado solemnemente, en comunión con todos los Obispos de la Iglesia Católica que se trata de una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana , pues semejante práctica conlleva la malicia del suicidio o del homicidio. Idéntico juicio moral merece el llamado suicidio asistido, en donde la muerte es causada a petición del propio enfermo. Y también merece el rechazo moral —y el de la propia deontología clínica—, la llamada distanasia, "ensañamiento terapéutico", o prolongación innecesaria del morir, hecho que denota una deficiente práctica clínica por parte de los servicios correspondientes, en los que el enfermo sufre una prolongación inútil de su vida, enormemente costosa, y sin esperanzas de recuperación.
En relación con este problema conviene recordar que no es moralmente necesario recurrir a medios terapéuticos extraordinarios (medidas muy excepcionales aquí y ahora, o muy costosas para los familiares, o de los que se espera una reducida eficacia terapéutica) para salvar una vida.
«Muy diverso es el camino del amor y de la verdadera piedad, al que nos obliga nuestra común condición humana y que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido» . Aunque en la medicina moderna se va configurando como verdadera especialidad clínica la llamada medicina paliativa, orientada a hacer más llevadero los padecimientos al paciente y le asegura un acompañamiento humano, que es lo más necesario, en las fases finales de su enfermedad, será sobre todo la fe cristiana en Jesucristo Redentor y en sus promesas, la consideración de su amor a los hombres y la esperanza de la vida eterna, lo que más y mejor pueda ayudar y consolar a estos enfermos.
La difusión y la práctica de la deontologia médica
En relación a la práctica clínica es preciso resaltar muy positivamente el alto grado de preparación que, en general, presentan los profesionales de la medicina en nuestro país. Esta notable capacitación técnica debería ir acompañada de un crecimiento semejante en el campo de la deontología clínica, capaz de afrontar los nuevos problemas éticos que plantea su ejercicio. Estos conocimientos no deberían quedar reservados sólo a unos especialistas en ética medica, sino que deberían ser patrimonio común de todos los egresados de estas Facultades.
Sería muy conveniente —ya es práctica frecuente en otros países—, que en los hospitales existan comités de ética compuestos por los profesionales con mayor prestigio, que no se limiten a atender problemas gremiales, o de procedimiento, sino que realmente orienten determinadas pautas de tratamiento, sean garantía de la obtención del consentimiento informado de los pacientes para algunas intervenciones o investigaciones clínicas; sean un punto de referencia para los familiares ante la posibilidad de abusos en polifarmacia, ensañamiento u obstinación terapéutica, y terapias múltiples o ineficaces; ejerzan un control efectivo sobre el origen de los órganos obtenidos para cirugías de trasplante, etc.
Ciertamente, no se trata de una labor de supervisión, sino de orientación, que serviría también para unificar pautas de conducta, recibir sugerencias, encauzar algunos problemas más extraordinarios, formar en esta área al personal paramédico y, en general, humanizar la práctica clínica, tal como lo practicaron en su tiempo algunas figuras egregias de la medicina venezolana, como el Dr. Luis Razetti, autor del primer Código Nacional de Moral Médica y el venerado Dr. José Gregorio Hernández.
III. La responsabilidad
cristiana
1.
Un servicio a la vida y a la Iglesia
Que la Iglesia considera «el servicio a los enfermos como parte integrante de su misión» significa que el ministerio terapéutico de los agentes de la salud participa de la acción pastoral y evangelizadora de la Iglesia. «Médicos, enfermeros, farmacéuticos, capellanes de hospitales, religiosas o religiosos, voluntarios al servicio de los enfermos, todos están llamados a ser la imagen viva de Cristo en el amor hacia los enfermos y los que sufren».
La actividad de los agentes de la salud tiene el alto valor del servicio a la vida. Es la expresión de un empeño profundamente humano y cristiano, que debe ser asumido como una actividad no sólo técnica sino también como una manifestación de entrega cristiana al servicio del prójimo.
Sentido cristiano de la enfermedad y del sufrimiento
La vida corpórea refleja, por su naturaleza, la precariedad de la condición humana aunque participa del valor trascendente de la persona. El cristiano sabe por la fe que la enfermedad y el sufrimiento participan de la eficacia salvífica de la cruz del Redentor. «La redención de Cristo y su gracia salvífica alcanzan a todo el hombre en su condición humana y, por consiguiente, también a la enfermedad, el sufrimiento y la muerte».
La enfermedad y los padecimientos que comporta, vividos en estrecha unión con el sufrimiento de Jesús, asumen una extraordinaria fecundidad espiritual. Y así el enfermo puede decir con el Apóstol: «completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, a favor de su cuerpo que es la Iglesia».
La responsabilidad ética de médicos y enfermeras
El servicio a la vida sólo se da en la fidelidad a la ley moral. Más allá de una competencia técnico-profesional, existen para el agente de la salud responsabilidades éticas ineludibles. La norma ética, fundada sobre el respeto de la dignidad de la persona y de los derechos de los pacientes, debe orientar todo el trabajo de los agentes de la salud.
El magisterio de la Iglesia, se ha pronunciado frecuentemente en relación a cuestiones y conflictos surgidos del progreso biomédico y del cambiante ethos cultural. Este magisterio bioético constituye para el agente de la salud, católico o no, una fuente de principios y normas de comportamiento que le iluminan la conciencia y le orientan —especialmente en la complejidad de la actual posibilidad biotecnológica— a hacer elecciones siempre respetuosas de la vida y de su dignidad .
El continuo progreso de la medicina requiere de parte del agente de la salud una seria preparación y formación continua para mantener, también mediante estudio personal, la exigida competencia y el debido prestigio profesional. De la misma manera debe ser cultivada una sólida formación ético-religiosa, que «promueva en ellos el culto de los valores humanos y cristianos y la delicadeza de su conciencia moral» .
2. La asistencia espiritual y religiosa de los
enfermos
La pastoral de los enfermos consiste en su asistencia espiritual y religiosa. Ésta es un derecho fundamental del enfermo y un deber de la Iglesia. Todo agente de la salud está obligado a procurar asistencia religiosa para quien la solicite, ya sea expresa o implícitamente.
La asistencia religiosa requiere, dentro de la estructura sanitaria, la existencia de espacios y de instrumentos idóneos para desarrollarla y el agente de la salud ha de mostrar plena disponibilidad para favorecer y acoger la demanda de asistencia religiosa de parte del enfermo respetando la libertad y la fe religiosa del paciente.
El Bautismo de los niños en peligro de muerte
Cuando, a pesar de todas las tentativas, se tema seriamente por la vida del niño, los agentes de la salud deben proveerle el Bautismo. En la imposibilidad de hallar un ministro ordinario del sacramento —un sacerdote o diácono— el mismo agente de la salud posee la facultad de conferirlo y debe administrarlo en la forma prevista por la Iglesia ; también si se trata de un feto abortado, si aún está vivo; o si se encuentra igualmente vivo entre los órganos extirpados en intervenciones quirúrgicas realizadas a la madre.
Asistencia espiritual a enfermos adultos
La asistencia religiosa a los enfermos se inscribe en el contexto más amplio de la pastoral sanitaria: la Iglesia se hace presente llevando la palabra y la gracia de Dios a quienes sufren y a quienes los cuidan, realizando en los enfermos la tarea evangelizadora que el Señor le ha confiado reviviendo la misericordia mostrada por Cristo, que se ha inclinado sobre el sufrimiento humano.
En el cuidado pastoral a los enfermos se debe ayudar a descubrir el significado redentor del sufrimiento vivido en comunión con Cristo; acercarlos a los Sacramentos como signos eficaces de la gracia vivificante de Dios; y testimoniar con el servicio la fuerza sanante de la caridad.
En el cuidado pastoral a los enfermos el amor de Dios, se hace cercano a ellos a través de un Sacramento propio: la Unción de los enfermos. Administrado a todo cristiano que se halla en precarias condiciones de vida, este Sacramento es remedio para el cuerpo y para el espíritu: alivio y vigor para el enfermo; luz que ilumina el misterio del sufrimiento y la muerte, y esperanza que conforta al enfermo, pues en él «todo hombre recibe ayuda para su salvación, se siente fortalecido por la confianza en Dios y obtiene nueva fuerza contra las tentaciones del maligno y la ansiedad de la muerte». Cuando se administre debe ir precedido, si es posible por la condición del enfermo, del sacramento de la Penitencia.
La Unción de los enfermos no es únicamente para aquellos que están finalizando su vida, sino que « el tiempo oportuno para recibirlo es cuando el fiel, por enfermedad o por vejez, comienza a estar en peligro de muerte» . Debe ir precedida de una oportuna catequesis, para hacer del destinatario, sujeto responsable de la gracia del Sacramento, y no objeto inconsciente de un rito de muerte inminente. Sólo el sacerdote es el ministro propio de este sacramento.
Para valorar la gravedad del mal basta «un juicio prudente o probable». La celebración de Unciones comunitarias puede servir para superar prejuicios negativos contra el Sacramento y ayudar a valorizar su significado y el sentido de la solidaridad eclesial.
La Unción es repetible si el enfermo, sanado de la enfermedad por la cual la ha recibido, cae en otra, o si en el curso de la misma sufre un agravamiento. Puede ser conferida antes de una intervención quirúrgica, cuando está motivada por un «mal peligroso». Los ancianos pueden recibir la Unción «por el debilitamiento acentuado de sus fuerzas, aunque no estén afectados con alguna enfermedad grave». A los niños también se les puede administrar la Unción cuando se dan en ellos las condiciones, «sólo si han alcanzado un uso de razón suficiente». En el caso de enfermos en estado de inconsciencia o sin el uso de razón, se les confiere «si existe motivo para pensar que en posesión de sus facultades ellos mismos, como creyentes, habrían, al menos implícitamente, pedido la sagrada Unción». Pero «a un paciente ya muerto no se puede conferir el Sacramento» . En la duda de si el enfermo ha alcanzado el uso de razón, o se ha agravado, o si ha fallecido, debe administrarse el Sacramento —en este último caso, bajo condición—.
La Eucaristía es para el enfermo viático de vida y de esperanza. «El Viático del Cuerpo y de la Sangre de Cristo fortalece al fiel y le provee la garantía de la resurrección, según la palabra del Señor: "Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene ganada la vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6, 54)» . Es obligación del cristiano pedir y recibir el Viático y deber pastoral de la Iglesia administrarlo por el sacerdote o en su defecto, por el diácono o un ministro extraordinario de la Eucaristía .
Decir la verdad al moribundo y al enfermo terminal
La proximidad de la muerte hace difícil y dramática la notificación, pero no exime de la veracidad. La comunicación entre el que está muriendo y sus asistentes no puede establecerse sobre el fingimiento. Éste jamás constituye una posibilidad humana para quien se halla en el final de su vida y no contribuye a la humanización del morir.
Existe un derecho de la persona a estar informada sobre su propio estado de vida. Este derecho no disminuye ni se excluye en presencia de un diagnóstico de enfermedad terminal. A tal información, en efecto están vinculadas importantes e indelegables responsabilidades: algunas ligadas a las terapias a seguir con el consentimiento informado del paciente; otras orientadas a cumplir determinados deberes con la familia, o de eventuales cuestiones profesionales, asuntos pendientes con terceros, etc.
Para un creyente la cercanía de la muerte exige la disposición a determinados actos que se han de realizar con plena conciencia, especialmente el encuentro reconciliador con Dios en el sacramento de la Penitencia. No se puede abandonar la persona a la inconsciencia en la «hora» decisiva de su vida, substrayéndola de sí misma y de su última y más importante decisión, porque la muerte representa un momento demasiado esencial para que su perspectiva sea evitada.
El deber de decir la verdad al enfermo terminal exige de los agentes de la salud discernimiento y tacto humano. La verdad no debe ser ocultada, pero tampoco simplemente notificada en su desnuda y cruda realidad. Debe ser expresada en el clima de comprensión y caridad que deben compartir cuantos asisten al enfermo. Se trata de establecer con él aquella relación de confianza, acogida y diálogo que sabe encontrar los momentos y las palabras; que sabe discernir y respetar los tiempos del enfermo e ir al ritmo de ellos. Existe un hablar que sabe acoger sus preguntas y también suscitárselas para dirigirlo gradualmente al conocimiento de su estado de vida. Quien es sensible al enfermo, sabe encontrar las palabras y las respuestas que le permitan comunicarse en verdad y en caridad.
Lo importante no es la exactitud con que se transmiten unos datos clínicos, sino la relación cercana, fraterna, compartida y solidaria con el enfermo que le permita conocer la realidad de su situación por encima de la terminología médica. Entonces, el paciente no se siente abandonado y condenado a un destino ciego. La verdad así comunicada lo abre a la esperanza. Él no está solo con su enfermedad: se siente comprendido y atendido.
La asistencia religiosa al enfermo terminal
La crisis que genera la aproximación de la muerte induce al cristiano a ser portador de la luz de la verdad que sólo la fe puede encender sobre el misterio de la muerte. Los familiares del enfermo tienen una particular responsabilidad de solicitar la ayuda espiritual al capellán del hospital. A él incumbe, sobre todo, un deber particular en el cuidado de los moribundos.
Tal deber implica no sólo el papel que ha de realizar personalmente al lado de los pacientes terminales confiados a su cuidado, sino también la promoción de esta pastoral, a nivel de organización de los servicios religiosos, de formación y de sensibilización de los agentes de la salud, de incorporación de parientes y amigos. El anuncio cristiano a quien se encuentra en el momento supremo de la vida tiene en la caridad, en la oración y en los Sacramentos las formas expresivas de mayor relieve.
La caridad significa aquella presencia acogedora que establece con el agonizante una comunión hecha de atención, de comprensión, de delicadeza, de paciencia, de compartir, de gratuidad. Amar al enfermo terminal con caridad cristiana es ayudarlo a reconocer y hacerle sentir la misteriosa presencia de Dios a su lado.
A través de la oración el enfermo entra en contacto con Dios como el Padre que acoge a sus hijos que retornan a Él. Favorecer la oración de quien está dejando definitivamente este mundo y orar junto con él, ayuda a descubrirle el horizonte sobrenatural de la vida divina.
La presencia sacramental de Cristo actualiza la presencia salvadora de Dios junto al enfermo. En el sacramento de la Unción de los enfermos, el Espíritu Santo completa definitivamente en el cristiano la acción santificadora iniciada en el Bautismo. El Viático es el alimento eucarístico, que da al agonizante la fuerza de afrontar la última etapa del camino hacia la vida. La Penitencia es el sacramento de la Reconciliación: en la paz con Dios, quien está muriendo encuentra la paz consigo mismo y con el prójimo.
Al vivir así la fe, la impotencia frente al misterio de la muerte no es experimentada como angustiosa y paralizante. El cristiano encuentra en Cristo la esperanza de alcanzar, en el abrazo de Dios, el inicio de una vida sin ocaso.
IV. La responsabilidad de políticos y dirigentes de centros
asistenciales
1.
Responsabilidades de políticos y dirigentes gremiales
Corresponde al Estado defender y promover el bien común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las instituciones intermedias. El bien común, sólo puede ser definido con referencia a la persona humana y comporta tres elementos esenciales: el respeto y la promoción de los derechos fundamentales de la persona; la prosperidad o el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la sociedad; la paz y la seguridad del grupo y de sus miembros.
Una parte fundamental del bien común de la Nación radica en el sector salud y en todas las áreas derivadas o en relación, con la promoción y la defensa de la vida en la sociedad. Entre ellas destacan de modo particular las políticas que aseguren el desarrollo y la solidez de los núcleos familiares: la política familiar debe ser eje y motor de todas las políticas sociales .
En materia de salud las autoridades están obligadas a respetar los derechos fundamentales de la persona humana, de los cuales el primero de ellos es la defensa de la vida, y favorecer una legislación promotora de un hábitat social verdaderamente saludable.
Es necesario hacer una referencia a la responsabilidad de quienes inspiran y ejecutan las políticas sanitarias del país, en particular a los directores de centros asistenciales, y dirigentes de los gremios laborales de médicos, personal de enfermería, obreros y personal administrativo; a todos les compete en mayor o menor medida el ejercicio de un servicio de trascendental importancia para la sociedad.
Los responsables de la vida pública tienen el deber de tomar decisiones valientes a favor de la vida y en defensa de los derechos humanos, especialmente en el campo de la disposiciones legislativas. Estas leyes no deberían estar influidas por disposiciones meramente partidistas, o de gremialismos desconectados, o en contra, de las necesidades objetivas de los enfermos a quienes deben servir. En este punto es necesario hacer una breve anotación respecto la inmoralidad de la huelga médica cuando se realiza con daño real a los pacientes.
2. Aspectos éticos de la huelga médica
Puede suceder que las condiciones laborales de los médicos y trabajadores de la salud lleguen a hacerse insoportables, bien porque no disponen de los medios materiales para desarrollar su tarea de modo competente, o porque las condiciones morales o retributivas a las que están sujetos sean incompatibles con la dignidad profesional. Puede parecer que el único modo de forzar una situación más justa sea mediante el recurso a la huelga. Pero este recurso, a pesar de estar garantizado por la Constitución, presenta en medicina matices particulares.
No parece aceptable que en medicina puedan darse razones éticas para una huelga que justifique la suspensión organizada de los servicios profesionales, porque conlleva un deterioro de consecuencias difíciles de calcular y justificar en la atención de los enfermos, y porque puede ocasionar, cuando se endurece, un daño mayor que el que pretende aliviar. Jamás puede un médico, conscientemente, causar un daño a los pacientes que le están confiados.
En medicina la huelga no puede ser una acción reivindicativa que se aplica de modo absoluto y se lleva hasta las últimas consecuencias, porque es un deber moralmente grave asegurar la atención de los pacientes fuertemente afectados en su salud, urgidos de asistencia diagnóstica y terapéutica inaplazable. En medicina deberían existir mecanismos de arbitraje para prevenir el desarrollo de conflictos, dotados de tal autoridad moral y competencia técnica, que sus resoluciones se impusieran por la fuerza de la razón. Tanto los sindicatos médicos o los promotores de la huelga, como los empresarios (Ministerio de Sanidad, entidades de seguros, hospitales privados) están moralmente obligados, aunque por diverso título, a no perder de vista la particular obligación que tienen de no dañar a los pacientes.
Ciertamente, la situación laboral de los gremios médicos y paramédicos es parte de la crisis que afecta nuestro sistema sanitario. Muchas de sus demandas son legítimas, y tienen derecho a la mejora laboral que reclaman. Pero ésta ha de hacerse guardando la solidaridad con el enfermo. Aunque han sido muchos los ejemplos de virtud y fortaleza entre los galenos dedicados a los necesitados, es necesario un llamado a los dirigentes gremiales para que las medidas de presión se tomen con prudencia: las huelgas de los médicos no pueden hacer más daño que la misma crisis hospitalaria.
Con frecuencia los empleados sanitarios, obreros y administrativos son un personal mal pagado, pero también mal formado para su oficio. Es necesario elevar el nivel de formación de esas personas. Sin la conciencia del alto valor de su trabajo el empleado sanitario proletarizará su visión en una lucha política que lo hace manipulable por intereses particulares. Los dirigentes sindicales tienen grave responsabilidad en la solución de la crisis sanitaria. Aunque hay mucha gente trabajadora y responsable en el sistema nacional de salud, en el diagnóstico de la crisis hecho por el Banco Mundial, uno de los elementos principales es el número excesivo de empleados en los institutos oficiales. Esto es producto del poco rendimiento en el trabajo, y de una estructura sindical politizada y alcahueta de reposeros y corruptos.
Es sobradamente conocida la situación de crisis sanitaria que atraviesa nuestro país. Con los principios de la justicia social en la mente, hay que hacer un llamado a las autoridades sanitarias para que se esfuercen en ejercer la justicia distributiva con sabiduría, y presentar soluciones nuevas y ágiles. Esas soluciones deben tener en cuenta a la persona, al ser humano concreto, sufriente y necesitado. Administrar humanamente la justicia es mirar por el derecho de cada uno, especialmente el de las familias y los desheredados.
El Estado debe dar una salida pronta al problema de la seguridad social. Es de justicia con los contribuyentes, empleados y patronos, promover la seguridad social en forma estable, privada o pública, pero con los controles necesarios para que no pueda crecer una burocracia envilecida. Los ambulatorios médicos, las clínicas de atención a la madre y al niño, los ancianatos, son espacios que deben ser promovidos para vivir la solidaridad y la ayuda al hombre y a la mujer necesitados. La buena gestión de ambulatorios populares, la organización de clínicas móviles para la atención de barrios extremos, y otras experiencias semejantes de comprobada eficacia, aliviarían la carga actual de las emergencias de hospitales. La descentralización y la privatización de servicios de algunos hospitales se prevén como soluciones necesarias.
El uso racional de los recursos sanitarios del país por parte de los agentes de salud evitaría el estado lamentable de hospitales y otros centros que los medios de información retratan con frecuencia: falta de recursos elementales, de limpieza, de organización, hospitalizaciones prolongadas innecesariamente, pacientes cronificados, operaciones quirúrgicas retrasadas, aparatos costosos estropeados por mala administración, dispendios no justificados y un largo etcétera de irregularidades.
La crisis hospitalaria es reflejo de la crisis moral del tiempo presente. Sin una concepción trascendente de la vida, sin unos valores éticos que encaucen el trabajo médico y administrativo es imposible poner coto al deterioro de la infraestructura institucional y tecnológica. Sólamente dentro del marco de los valores éticos de la profesión —adquiridos en la Universidad y practicados a diario— pueden entrar los agentes de salud por caminos de humanización y crecimiento, sin olvidar que no hay estructura justa sin seres humanos que quieran ser justos.
Al
finalizar estas reflexiones, surge de modo espontáneo la convicción de que el
sentido cristiano de la vida es imprescindible para empapar nuestra sociedad de
los valores necesarios para construir la cultura del amor y la solidaridad. No
puede haber verdadera paz social si no se defiende y promueve la vida; ni puede
haber verdadera democracia si no se reconoce la dignidad de cada persona y no
se respetan sus derechos . Con Pablo VI decimos: «donde los derechos del hombre
son profesados realmente, y reconocidos y defendidos públicamente, la paz se convierte
en la atmósfera alegre y operante de la convivencia social».