Limitación de medidas terapéuticas
Dr. Castillo Valery A.
¿Crees tú que todos los hombres tienen un
beneficio en el vivir y que no sería mejor para muchos de ellos estar muertos?
Nicias, en el Laques, de Platón
Surgen dentro del ejercicio médico unas situaciones a las que no
solemos acostumbrarnos, como son enfrentarnos a circunstancias en las cuales tenemos
que desistir de buscar la recuperación del enfermo y aceptar que se va a
producir la muerte. Esta situación tiene, en cada oportunidad, connotaciones
especificas.
Conviene recordar que los pacientes graves son de dos tipos
fundamentales:
a. los
enfermos en estado crítico, que son enfermos agudos con
definidas posibilidades de recuperación y a quienes el proceso patológico ha
inducido cambios en los parámetros fisiológicos y bioquímicos de su organismo
que lo ponen en riesgo de morir, y
b. los enfermos
en estado terminal, cuya muerte se considera inevitable en una fecha
muy cercana (horas, días o pocas semanas).
El paciente critico suele ingresar a las unidades
de cuidados intensivos para recibir el apoyo de los equipos de vigilancia y soporte
de funciones vitales, que el progreso médico ha puesto a nuestra
disposición, con la finalidad de reintegrarlos al seno de sus familias y a la
sociedad.
El paciente terminal debe ser atendido y cuidado en
el sitio más adecuado y por las personas que puedan ofrecerle el mayor
beneficio durante el postrer trance de su vida. Una unidad de cuidados
intensivos es probablemente el sitio más inadecuado.
Ahora bien, ¿es siempre deslindable la condición critica de la condición
terminal? ¿hay una interfase entre pacientes críticos y pacientes terminales,
de tal forma que alguien que creíamos inicialmente crítico es realmente un
paciente terminal, y otro que se había desahuciado, resultó ser un paciente
recuperable? A estas preguntas se debe que responder afirmativamente, y en el
caso de la segunda tenemos que hacerlo en los dos sentidos; pero vamos a
explicar cada situación por separado.
Cuando se evalúa un paciente para decidir su ingreso a una Unidad de
Terapia Intensiva (U.T.I.) pueden darse varias posibilidades. Puede que sea un
paciente con una enfermedad grave recuperable o que se considere que es grave y
se tengan serias dudas acerca de sus posibilidades de recuperación. El primero
de ellos se considera « elegible » con alta prioridad de ingreso. El segundo se
considera elegible con baja prioridad de ingreso. En ambas circunstancias a
estos pacientes críticos se les da la oportunidad de recibir el tratamiento
intensivo sin restricciones; sin embargo, pudiera darse el caso de que la
U.T.I. tuviese sólo disponible una cama y que para ambos pacientes se haya
realizado la solicitud con intervalo muy corto, de tal forma que hay que
escoger uno de los dos.
Es en estas circunstancias se deben aplicar los criterios de
selección de pacientes, que tienen que ver con el tema que nos ocupa, ya que un
porcentaje de los pacientes que ingresan a las U.T.I. se transforman en
pacientes irrecuperables o terminales, a pesar de la aplicación de medidas
terapéuticas idóneas, y ello es mucho más probable en unos pacientes que en
otros dependiendo de su condición, de la calidad de atención y de otros
factores.
La posibilidad de que un paciente calificado como terminal
—desahuciado, o con un pronóstico de vida corta— se recupere, existe y se ve en
la práctica, aunque no frecuentemente. Ello suele deberse a la existencia de
disparidad entre el diagnóstico médico y el verdadero proceso que padece el
enfermo. En ocasiones no se tienen explicaciones totalmente satisfactorias para
dar razón del cambio de curso de un proceso habitual o casi seguramente mortal,
hacia la curación.
El tema que nos ocupa específicamente es el de si, en todas las
circunstancias, debemos tratar de mantener vivo a un paciente la mayor parte
del tiempo posible, recurriendo a la aplicación en la máxima intensidad y
amplitud de todas las medidas terapéuticas disponibles. Este planteamiento
guarda estrecha relación con una frase de utilización frecuente por parte de
los médicos: « mientras hay vida, hay esperanza ».
Para tratar este tema debemos recordar dos principios fundamentales:
a. es
obligación del médico tener como principio inalienable de su ejercicio, el
respeto de la dignidad de la persona del enfermo (que no puede ser utilizado
solamente como un medio, sino siempre como un fin en sí mismo).
b. ante
una situación que nos plantee la necesidad de escoger entre dos valores,
debemos seleccionar el valor superior en la situación correspondiente.
Cuando tratamos a un paciente en estado critico con definidas
posibilidades de recuperación aplicamos todos nuestros conocimientos, habilidades
y destrezas a fin de poder recuperarlo de una condición de sufrimiento y de
enfermedad. Estamos realizando una acción valiosa, moralmente buena, buscando
un fin valioso, moralmente bueno. Estamos también cumpliendo con nuestra
obligación fundamental en el campo médico: ayudar a la persona enferma a lograr
la restitución de su salud perdida e impedir su muerte; darle oportunidad de
proseguir su proceso biográfico.
Cuando tratamos a un enfermo sin posibilidades de recuperación, pero
utilizando todos los recursos tecnológicos, en realidad lo que estamos haciendo
es alargar el proceso de morir —lo cual difícilmente puede ser considerado como
un valor—. Pero si además le prolongamos el sufrimiento a é1 y a sus
familiares, y le incrementamos los gastos originados como consecuencia de su
enfermedad, estamos promoviendo una serie de disvalores entre los cuales está
el coartar el derecho de la persona a morir en paz.
El doctor Augusto León, al referirse al médico intensivista que actúa
prolongando innecesariamente el proceso de morir, dice: « Su responsabilidad
moral es tremenda ya que en última instancia es él quien decide la cruel
travesía a la que se somete al paciente moribundo, a sabiendas de que sólo
prolonga el acto de morir a expensas de mayores sufrimientos para el paciente y
sus familiares y de que, en la práctica, reduce la posibilidad de
utilizar estos recursos, siempre limitados, en pacientes rescatables,
contribuyendo en forma apreciable al desquiciamiento económico del grupo
familiar » (1).
Limitación de medidas terapéuticas en el paciente ubicado en una
U.T.I.
La terapéutica médica comprende toda la actividad que dentro del
campo clínico desarrolla el médico para beneficio del paciente. Esta actividad
constituye su misión, entendiendo por tal el conjunto de funciones que le toca
realizar cuando tiene a su cargo una persona enferma. Las funciones
primordiales del médico son de orden curativo, de alivio, preventivas, de apoyo
y consuelo, y de compañía.
También le corresponde cumplir una adecuada relación con los
familiares del paciente por medio de la ayuda, información y psicoterapia. Con
ello puede lograr colaboradores eficaces a la vez de sosegar al grupo familiar,
cuestión que es tanto más importante, cuanto más crítica sea la situación del
enfermo (2).
Podemos afirmar que la actividad del médico ante el paciente grave
está fundamentalmente dirigida a lograr un beneficio para éste, ya sea por
medio de la curación o a través del alivio de sus síntomas, del consuelo, de la
compañía y, si es necesario, ayudándolo en el trance de la muerte.
El verdadero límite de la terapéutica médica lo constituye el momento
de la muerte del enfermo. Hasta ese momento puede adecuarse la intensidad de
las medidas de tratamiento a las necesidades de la persona en condición de
enfermedad, bien haciendo uso de todo el arsenal terapéutico medicamentoso y
tecnológico, o únicamente buscando el máximo alivio y tranquilidad, de acuerdo
con cada circunstancia.
La situación del paciente crítico sometido a cuidados intensivos y
que evoluciona desfavorablemente, es diferente a la del paciente grave
originalmente en una condición irrecuperable; éste último, como veremos más
adelante, necesita de cuidados distintos y que se aplican en un lugar
diferente.
El enfermo grave recuperable en una U.T.I. está bajo tratamiento que
suele incluir: el uso de respiradores mecánicos que suplan o complementen la
función ventilatoria a través de un tubo colocado en la tráquea; sedación,
monitoreo de funciones vitales; vías venosas para administración de líquidos,
electrólitos, nutrientes y medicamentos, aparte del eventual soporte de otras
funciones vitales. Lógicamente, en estas condiciones las posibilidades de
comunicación, con el enfermo son muy escasas y no es posible por lo general,
obtener ningún consentimiento de su parte para la toma de decisiones en
relación con la limitación de medidas terapéuticas.
Si a pesar del tratamiento intensivo, no se logra que haya una
recuperación de la autosuficiencia fisiológica por parte del organismo, son
planteables las siguientes preguntas para ser analizadas por todo el grupo
medico responsable del paciente:
a. ¿la
iniciación de nuevas medidas terapéuticas puede o no, contribuir a la
recuperación del enfermo?
b. ¿las
medidas actualmente en uso, son todas ellas beneficiosas para el paciente,
teniendo en cuenta su condición actual y sus posibilidades de recuperación?
La cuestión fundamental que se trata de establecer es saber si se ha
llegado a una situación en la cual, cualquier medida terapéutica sólo va a servir
para prolongar el proceso de morir y no para preservar la vida del paciente y
restituir su salud; ya que hay indicadores en su evolución que apuntan hacia un
pronóstico sombrío. A este respecto, en consideración a la dignidad de la
persona enferma, y de sus familiares debidamente enterados, suele procederse a
aplicar una modulación de la intensidad de la terapéutica en función del
pronóstico del enfermo.
Hay tres conjuntos de criterios que son los más conocidos y
mayormente, aplicados (3, 4, 5). De estas pautas, solemos aplicar, con algunas
modificaciones, los de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Monte
Sinaí de Nueva York (4) y los del Hospital Presbiteriano de la Universidad de
Pittsburgh (5) que son parecidos y pueden complementarse, y así las trataremos
conjuntamente.
Categoría I:
Corresponde a los pacientes en estado crítico que tienen una definida
expectativa de recuperación. Son los enfermos que se ingresan a las unidades de
terapia intensiva y se les aplica toda la intensidad terapéutica que su
condición requiere; esto es, reciben soporte total.
Categoría II:
A ellos pertenecen pacientes con muy pocas posibilidades de
recuperación (en el orden de 1 %). Se les aplica el máximo esfuerzo terapéutico
durante 24 horas, al cabo de las cuales es reevaluado pudiendo reclasificarse.
El grupo de Pittsburgh denomina a esta categoría como de soporte
total pero con exclusión de medidas de reanimación cardiopulmonar. Para
ellos la característica fundamental es que tienen conservación de sus funciones
intelectuales, pero daño irreversible de un órgano vital. Administran todo el
tratamiento que el paciente requiere, pero si presenta un paro cardiaco, no
aplican medidas de resucitación y le permiten morir.
Categoría III:
Está constituida por pacientes en los que se ha perdido casi
totalmente cualquier posibilidad de recuperación. Son los enfermos que
previamente pertenecen a categorías I y II y que evolucionan mal, hacia una
dependencia absoluta e irreversible de equipos de sostén de funciones, vitales
o que tienen falla multiorgánica irreversible; o que han llegado a una
condición de muerte social o biográfica (síndrome apálico). Se mantienen las
medidas de soporte ya en uso cuya descontinuación induciría la muerte
inmediata, y no sólo no se inician medidas terapéuticas —salvo las que estén
dirigidas a producir comodidad y alivio al enfermo—, sino que se
descontinúan todas las medidas cuyo objetivo, en este caso, sería prolongar el
proceso de morir y no el de preservar la vida —este es el concepto que se aplica
para reconocer que una medida terapéutica es extraordinaria, como veremos más
adelante—, y así no se aplicarían, por ejemplo: hemodiálisis, resucitación,
asistencia circulatoria, monitoreo de presión intracraneal, o hemodinámico; y
tampoco se inicia la administración de albúmina humana, o la antibioterapia, o
son descontinuadas igual que la alimentación parenteral.
Estas decisiones pueden ser calificadas como antidistanásicas, y se
aplican para permitir que la muerte llegue porque se considera que no existe
ninguna medida terapéutica que puede ofrecer recuperación al enfermo, sino
prolongación de su sufrimiento.
Categoría IV:
Son clasificados aquí los pacientes que reúnen los criterios para el
diagnóstico de muerte desde el punto de vista neurológico, más comúnmente
denominada muerte cerebral. En estos casos se declara la muerte de la
persona, y si es calificado como eventual donante de riñón se participa al
equipo de trasplantes, cuyos integrantes son los encargados de realizar las
gestiones ante los familiares. De no ser candidato para donación de órganos, se
procede al retiro de los equipos de sostén de funciones vitales.
La clasificación en las categorías antes dichas debe hacerse
por unanimidad de los miembros del equipo tratante del paciente, aplicando los
conocimientos médicos que en relación a pronóstico se conozcan para el momento.
En la asignación de la categoría IV deben estar a cubierto todas las
posibilidades de error, aplicando estrictamente el protocolo de diagnóstico de
muerte cerebral, que ofrece una especificidad de 100 % .
La asignación de la categoría III, que por la variedad de situaciones
que pueden originarla la hacen menos precisa, requiere de un análisis
profundamente meditado y utilizando al efecto los razonamientos provenientes de
las experiencias objetivas de los trabajos científicos y no la subjetividad de
experiencias personales únicamente. En esta decisión no puede haber una
relación jerárquica; todas las dudas que tenga el personal de menor experiencia
debe plantearlas antes de tomar la decisión de limitar las medidas
extraordinarias y de tratamiento. Sobra recalcar la gran responsabilidad ética
que lleva consigo una decisión de este tipo.
Limitación de medidas terapéuticas a pacientes irrecuperables en
estado terminal
Ingreso en una institución hospitalaria. En la
situación de tomar decisiones terapéuticas respecto a la condición de los
pacientes irrecuperables en estado terminal, se debe tener como base a la
persona enferma más que el padecimiento u otras cuestiones accidentales. A modo
de ejemplo, cuando un paciente de este tipo es llevado a un hospital general
dependiente del Estado, por lo general la actitud de los médicos encargados de
las admisiones no es de comprensión y de hallar una solución rápida a estos
enfermos. Con frecuencia se busca ingresar previamente a otros enfermos
considerados como recuperables, o simplemente se les rechaza de entrada
diciéndole a sus familiares que no hay camas libres y que deben ir a otra
institución donde haya camas para enfermos crónicos.
Pero no sólo los médicos jóvenes encargados de las admisiones
rechazan a estos pacientes. También los de mayor jerarquía imponen con
frecuencia el criterio de que sólo ingresen a los servicios casos que tengan
interés docente, puesto que una de las funciones del hospital es la enseñanza.
Y también los administradores de hospitales buscan —y esto suena lógico—
optimizar el periodo de estancia de los pacientes hospitalizados a fin de
mejorar el rendimiento de las camas.
El otro punto de vista es el del enfermo, « razón de ser de las
instituciones hospitalarias », que busca refugio en un Centro especializado ya
que se encuentra en un estado de sufrimiento y no puede ser atendido en su
casa. La decisión a tomar debe tener como eje la necesidad del paciente y no el
criterio administrativo (6). Corresponde darle refugio, alivio y seguridad al
paciente para luego, con intervención de las instancias administrativas, lograr
la ubicación más conveniente para el enfermo y más acorde con la política
hospitalaria.
El rechazo del paciente es un indicador de que se está soslayando su
condición de persona, resaltada en este caso por su condición de enfermo, de
ser humano menesteroso que requiere ser ayudado en razón del sufrimiento que le
infringe su enfermedad en la etapa final de su existencia.
La atención del enfermo en hospitales públicos.
Cuando son hospitalizados, la atención suele ser mucho menor que la que reciben
los otros pacientes. El médico joven se aparta un poco por diversas razones:
por no saber como mantener una adecuada relación médico-paciente terminal; por
sentir lástima; por sentirse temeroso al identificarse con el enfermo y buscar
no perpetuar en su mente su imagen, etc.
En las visitas de sala suelen pasar muy rápidamente, cuando lo hacen,
por la cabecera de este tipo de enfermo. A ese apartarse del paciente se une el
personal paramédico, y por añadidura se imponen restricciones a las visitas de
los familiares más cercanos, todo lo cual deja al paciente con uno de los
peores sufrimientos que puede padecer un enfermo terminal: la soledad. De esta
forma pierde el enfermo una ayuda y una compañía valiosísima puesto que es
conocida la gran necesidad que tienen estos pacientes de comunicarse.
Plan terapéutico. Anteriormente se ha afirmado que en los
hospitales públicos casi siempre se da al paciente terminal baja prioridad en
relación con la atención prestada a los pacientes recuperables (7). En
relación al plan terapéutico del paciente terminal, se puede decir a grosso
modo, que existen dos formas de abordarlo. Unos consideran que debe «
lucharse hasta el final », aplicando para ello todas las medidas que
prolonguen, en lo posible, el tiempo de vida del enfermo sin ningún miramiento
hacia su calidad de vida. Se piensa —y actúa en consecuencia— que todo tratamiento,
aunque produzca síntomas desagradables, debe llevarse a la práctica puesto que
existe una pequeña posibilidad de que sea efectivo para prolongar el curso
vital, y a la vez, puede servir de experiencia para futuras tomas de decisiones
en otros pacientes.
Otros consideramos que la terapéutica en estos casos debe tener como
fundamento al paciente; que una diferencia del tiempo de sobrevivencia a costa
de sufrimiento constituye un disvalor; y que, sobre todo, es el propio enfermo
debidamente informado, el que debe consentir y aceptar cualquier medida
terapéutica, sin presiones aunque sí, con el apoyo y la seguridad que el médico
y la familia puedan brindarle. A esto hay que añadir el respeto que debe
otorgarse a su decisión.
Una tercera posibilidad —no frecuente y sí lamentable— es la de los
médicos que piensan que ya no hay nada que hacer, y por tanto,
dejan de lado al enfermo con indicación de dar analgésicos cuando lo requiera,
o a veces incluso restringidos para evitar que se acostumbre. Esta
tercera actitud es incompatible con los preceptos de un ejercicio de la
medicina cuyo marco moral esté dado por la consideración del enfermo como
persona.
Medidad ordinarias y extraordinarias de tratamiento. La
reiteración por parte del pontífice Pío XII, de la doctrina sostenida desde
hace mucho tiempo por la Iglesia Católica, de que los médicos no tienen la
obligación de continuar el uso de medidas extraordinarias para mantener con
vida al sujeto irrecuperable (8), tuvo lugar en los albores del desarrollo
de los cuidados intensivos. Esta doctrina cobró una importancia fundamental en
los años siguientes. Vamos a precisarla en relación al tema que nos ocupa.
Una interpretación apresurada de estos conceptos entiende que la
medida ordinaria es la usual y la extraordinaria la excepcional. Esta
interpretación tiene el inconveniente de su relatividad, ya que una medida
terapéutica que ayer se usaba ocasionalmente, hoy puede ser de uso habitual. Y
en relación al enfermo, ciertas medidas de uso excepcional en determinado paciente
no lo son para otro.
Considero que las definiciones más aceptables son las ofrecidas por
Ramsey (9) y Kelly (10):
a. Medidas
ordinarias de preservar la vida son todas las intervenciones
terapéuticas que ofrecen una razonable esperanza de beneficio para el paciente
y que pueden ser obtenidas sin excesivos gastos, sufrimientos, ni otros
inconvenientes.
b. Medidas
extraordinarias de preservar la vida son todas las intervenciones
terapéuticas que para su puesta en práctica se requiere excesivo gasto, sufrimiento
u otros inconvenientes; o aquellas que si son usadas no ofrecerían una
razonable esperanza de mejoría.
Kelly (11) lo ha expresado con otras palabras: « Podemos definir
como medida extraordinaria cualquiera que sea, aquí y ahora, muy costosa, o muy
inusual, o muy difícil, o muy arriesgada; o si los efectos beneficiosos que
pueden esperarse de su uso no guardan proporción con la dificultad y los
inconvenientes que su aplicación lleva consigo ».
Es el balance entre la carga que supone la medida y las posibilidades
de ser efectiva para la preservación de la vida, lo que hace que un tratamiento
sea calificable como ordinario o extraordinario para un determinado paciente en
una situación particular. Si se estima que la medida sólo servirá para
prolongar el proceso del morir o supone una grave carga (económica, de dolor o
de riesgo), es calificable como extraordinaria y por tanto su aplicación no es imperativa
sino electiva.
En el caso de los pacientes en etapa terminal, por ejemplo, no tiene caso
ingresarlos a una unidad de terapia intensiva, que sería la primera orientación
dada entre las predominantes en el ejercicio médico, puesto que sometería al
enfermo a medidas que no remediarían nada y sólo servirían para prolongar el
proceso del morir . Utilizar todos los medios disponibles para prolongar la
función de los órganos de un enfermo irrecuperable le alarga la etapa de
sufrimiento, y lo separa de sus familiares en un periodo en el que la compañía
de los seres queridos es fundamental, y puede acarrear graves desembolsos
económicos.
El doctor Augusto León (13) dice al respecto: « En vez de desafiar
la naturaleza, nuestro deber debe limitarse a colaborar para que el tránsito
final sea lo menos penoso posible. Algunos temen que tal comportamiento pueda
facilitar la consecución de fines inconfesables de médicos inescrupulosos, o
que con ello se priva al enfermo de toda esperanza. Para esto sólo puede haber
una respuesta optimista: nuestra fe en la compasión, integridad y buen sentido
de la mayoría de los integrantes de nuestra profesión; virtudes suficientes
para enfrentarnos en forma racional y humanitaria a los problemas que
afligen a los enfermos en la fase final de su existencia ».
Hasta ahora podemos arribar a dos conclusiones preliminares fundamentales:
a. no hay
obligación de aplicar medidas inútiles;
b. la
actuación del médico en la atención de un paciente terminal debe hacerse
fundamentalmente en función del enfermo y no de la enfermedad que padece.
Una razonable expectativa o esperanza de éxito es el requerimiento
lógico para la aplicación de medidas terapéuticas y no cabe duda que la
obligación fundamental del médico es lograr el mayor alivio y comodidad posible
en el paciente. De esta manera tiene cabida el planteamiento de Ramsey,
juzgando en forma comparada la actitud inadecuada del médico en el tratamiento
del paciente recuperable y del terminal: « Así como sería negligencia para
los enfermos recuperables tratarlos como si estuviesen a punto de morir,
también habrá negligencia —imprudencia— al tratar a un enfermo moribundo como
si se fuese a recuperar» (9). Pues los requerimientos del paciente que
sufre y está en fase terminal, son bastante diferentes de aquellos que también
sufren pero que tienen esperanza de vivir, o aquellos incurables que aún no son
moribundos.
Acompañar al paciente. Un elemento fundamental que
requiere el paciente en etapa avanzada de su enfermedad incurable —y del cual
no debe establecerse limitación—, es tener la presencia y seguridad del afecto
de sus familiares, contar con su médico para atender los síntomas que se vayan
presentando, y tener información y comunicación en la medida que se requiera.
Esto idealmente se debería cumplir en el hogar y contando con el
médico de familia; sin embargo, muchas veces no es posible por diferentes
razones entre las cuales están: a) las posibilidades reales de atención
domiciliaria en una sociedad en que casi toda la familia suele tener
obligaciones fuera del hogar; b) la dificultad de encontrar médicos con
posibilidades y con vocación para este tipo de atención tan exigente en cuanto
a disponibilidad y a manejo de una relación que supone un entrenamiento
particular, que no se enseña en nuestras escuelas de medicina; c) la capacidad
económica familiar es otro factor limitante ya que es necesario disponer de
determinado material, equipo y medicamentos que muchas familias no pueden
sufragar.
La organización de un buen nivel primario de atención por medio de
médicos generales/familiares con una amplia cobertura, ha sido una excelente
solución en algunos países; sin embargo, la calidad humana del médico es
prioritaria, ya que su papel terapéutico es sobre todo lo más importante. Bien
lo ha expresado el doctor Herbert Adler, de Philadelphia (14): « Cuando un
médico ya no dispone de drogas o de técnicas para ayudar a su paciente, él debe
hacer lo que los "curadores" premodernos hacían como algo natural: él
mismo se utiliza como el agente terapéutico más importante ». Hasta no hace
mucho «... los pacientes graves eran sangrados, purgados, emetizados,
puestos a sudar, colgados de sus tobillos, inducidos a comer cosas
incomestibles. Nosotros ahora sabemos que la mayoría de estas prácticas
para entonces consagradas eran, o inútiles o verdaderamente
perjudiciales para el paciente; pero dado que ellas eran dispensadas en
el contexto de una cálida relación médico-paciente, eran estimadas y
apreciadas ».
Estas consideraciones son congruentes con lo planteado por el doctor
Balint (15), al referirse a sus reuniones con los médicos generales: « La
discusión reveló muy pronto que la droga más frecuentemente utilizada en la
práctica general era con mucho el propio médico; es decir, que no sólo
importaban el frasco de medicina o la caja de píldoras, sino el modo cómo
el médico las ofrecía al paciente. En suma, toda la atmósfera en la cual
la droga era administrada y recibida (...) sin embargo, el seminario realizó
muy pronto otro descubrimiento, a saber, que aún no existe ninguna forma de
farmacología respecto de tan importante droga ».
Individualización del tratamiento de acuerdo con la afección de los
pacientes terminales
Aunque el alivio del dolor o del sufrimiento, incluyendo dentro de
este último el sentimiento de soledad, es la consideración fundamental para la
atención de los pacientes incurables o en estado terminal, las diferencias en
el tipo de invalidez, o de incapacidad y minusvalía de cada paciente llevan
consigo diferencias en la forma apropiada de tratarlo y en la intensidad del
cuidado que su condición precisa (16).
Ya se ha planteado que estos pacientes no deben ser tratados en áreas
de cuidados críticos y que hay dos formas de atención aplicables:
a. la
atención hospitalaria, con consideraciones especiales para la compañía de sus
seres queridos y con la participación del médico efectivamente relacionado con
él en una actitud de servicio a un semejante que requiere de su apoyo,
comprensión y ayuda.
b. la
atención domiciliaria, ideal si se dan las condiciones que aseguren compañía,
consuelo, alivio y comunicación. En todo esto, como en toda la medicina, el
tratamiento del paciente debe ser personalizado; esto es, adaptado a sus
propias características tomando en cuenta todas sus facetas: somática,
psicológica, sociocultural y espiritual.
Ahora bien, yendo específicamente a las medidas que se deben aplicar
dentro de un marco de adecuación de las indicaciones a las necesidades del
paciente, varias cuestiones lucen obvias, a saber: deben ser omitidos
procedimientos de monitoreo rutinario de signos vitales, controles radiológicos
y de exámenes de laboratorio excepto cuando son requeridos a fin de aliviar una
determinada sintomatología. Si aparece neumonía, no deberían administrarse
antibióticos. El cateterismo vesical, puede ser beneficioso por causar confort
y evitar lesiones de la piel como consecuencia de irritación.
La administración de líquidos y nutrientes dependerá del confort que
puedan producir a los pacientes, aunque tal administración tiene un gran valor
simbólico para los familiares y amigos. Los médicos a cargo deben estar
conscientes de que los pacientes en estado terminal avanzado no suelen padecer
de hambre ni de sed (16). No se debe obligar al paciente a comer lo que la
esposa, o cualquier otro familiar cercano, consideran que lo reconfortará.
El paciente consciente en situación terminal requiere
sobre todas las cosas, compañía, apoyo y la seguridad de contar con su médico
para alivio o comunicación. ¿Qué importa que se vuelva adicto a un
estupefaciente o a su médico, si ambas cosas le otorgan el sosiego que necesita
en el poco tiempo que le queda de vida?
Pacientes en situación terminal y estado vegetativo persistente (16,
17, 18). Tienen el neocórtex extensa e irreversiblemente dañado, aunque
persisten funciones del tallo cerebral. Para ellos, una vez establecido este
diagnóstico, está moralmente justificado limitar el tratamiento .
Pacientes en situación terminal seria e irreversiblemente dementes. La
mayoría de estos enfermos son ancianos que han perdido notoriamente su capacidad
intelectual. Para ellos se debe buscar la máxima comodidad posible, pero de
aparecer una enfermedad intercurrente es éticamente permisible, de acuerdo con
la opinión y el consentimiento de los familiares, o del paciente si lo expresó
previamente en uso de sus facultades, no tratar. Si el enfermo rechaza los
alimentos por vía oral, no hay obligación de suministrarlos en forma obligada
por vía de sonda nasogástrica o parenteral.
En conclusión, la práctica médica enfrenta situaciones en las cuales
se hace necesario plantear la limitación de medidas terapéuticas al darle
prioridad a la persona enferma sobre otras consideraciones, muchas de las
cuales son producto de tradiciones, opiniones subjetivas o de otro tipo. En
ciertas ocasiones se debe respetar la voluntad del enfermo —si la expresó de
modo consciente— o de sus familiares debidamente informados, y no prolongar el
proceso del morir.
BIBLIOGRAFÍA
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