El drama de la eutanasia en el mundo
Gonzalo Herranz.
Departamento de bioética de la Universidad de Navarra
Los médicos
hemos de agradecer al Papa que en la Evangelium vitae incluido una solemne e
inequívoca condena de la eutanasia. La prohibición absoluta de dar muerte al
hombre enfermo es un gran bien para la medicina. La razón es obvia: la
eutanasia se convierte pronto en una pasión mortal, envenena el cerebro y el
corazón del médico que sucumbe a esa tentación fatal
Cuando los
médicos se desligan de su deber de respeto máximo a la vida humana, son
arrastrados, como muestra la historia dolorosa de la eutanasia legalizada en
Holanda, por un torbellino de violencia del que son víctimas los más débiles de
entre los seres humanos. Sabemos ya mucho de lo que ocurre cuando una sociedad
acepta la eutanasia y los médicos se hace árbitros de la vida de sus pacientes.
La eutanasia,
una pasión mortal
En ningún
otra situación médica se cumple tan inexorablemente la realidad de la pendiente
deslizante moral.
El médico que
considerara aceptable la práctica de una sola eutanasia, si no abjurara de su
error, si siguiera pensando que hay vidas dispensables, nunca podrá dejar ya de
administrar a otros pacientes suyos la muerte que libera del dolor y de la
decadencia vital. Eso sucede porque en el alma de ese médico permanecen restos
descoyuntados de sus virtudes profesionales (de su compasión, su justicia, su
diligente prevención del dolor) que facilitan ciegamente la acción de un celo
ahora mortal.
El drama
moral de la eutanasia se desarrolla en cuatro etapas de eclipse progresivo del
respeto a la vida y a la persona.
Al principio,
cuando el médico asiente a matar, por compasión concibe la eutanasia como una
intervención excepcional, un último recurso, que solo se justifica en
situaciones extremas de dolor torturante, refractario a los tratamientos más
enérgicos, y que sólo está autorizada como respuesta a una petición reiterada y
conmovedora de un paciente racional y lúcido. Ante lo inoperante de los
remedios sintomáticos y lo trágico de la situación clínica, el médico se rinde
ante la idea de que sólo la muerte puede liberar a su paciente de su vida
insoportable. Con temor y temblor, lleno de angustia, por compasión, el médico
mata a su primer paciente. Pero rompe a la vez algo de inestimable valor su
respeto máximo, virginal, a la vida.
Si se
arrepintiera y no volviera a hacerlo más, pondría a salvo su vocación médica.
Pero si autojustifica su acción, si sigue creyendo que la eutanasia es una
acción profesional aceptable, ya no podrá salirse de la cascada eutanásica.
El médico,
tras apostatar de su fe en el carácter sagrado de la vida, caído en la
superstición del absolutismo de la calidad de vida, llega más o menos pronto, a
la pesimista y dramática conclusión de que no escasean las vidas que no merecen
ser vividas, tan penosas y carentes son de dignidad y valor vital. En pocos años,
bien en virtud de la Iegislación permisiva o de la jurisprudencia tolerante,
bien de la opinión publica narcotizada por la prensa y la televisión, la
eutanasia, de ser un remedio excepcionalísimo, termina por convertirse en un
recurso médico casi ordinario, una opción terapéutica como otra cualquiera,
polémica como tantas otras que son aceptadas por unos médicos y rechazadas por
otros, de la que hablan mucho las revistas profesionales. Sus resultados son
auditados y comparados con las alternativas terapéuticas. La eutanasia gana
respetabilidad y prestigio, pues se la presenta en sociedad como una
intervención rápida e indolora, exigente de competencia y buena práctica, más
cómoda, estética y económica, e incluso más compasiva, que el tratamiento
paliativo.
Bajo esa
máscara de intervención ortodoxa y muy profesional, la eutanasia gana plaza de
acto médico ordinario, se presenta como opción prioritaria para muchas
situaciones clínicas/ en especial cuando es deseada y pedida por el enfermo o
sus allegados.
En la
situación de permanente escasez de recursos económicos en que vivirá ya para
siempre la medicina, la eutanasia terminará por acreditarse como un tratamiento
muy eficiente, de óptimo cociente costo-beneficio, que aligera enormemente el
gasto sanitario, que da alivio a los circunstantes, y satisfacción a quien la
pide.
Y también a
quien no la puede pedir. La eutanasia en esta tercer etapa brota de la potencia
beneficiente, paternalista del médico. Si un doctor considera que la eutanasia
es un servicio al que todos tienen derecho, no podrá rehusarlo a quien está
incapacitado de pedirlo. El médico asume entonces, en virtud de su privilegio
terapéutico, la función de mandatario subjetivo de los pacientes incapaces.
Ante el demente, el malformado grave, o el vegetativo persistente, el médico,
perdido el máximo respeto por la vida, razona así en su corazón: «Es horrible
vivir en esas condiciones de precariedad biológica o psíquica. Nadie, en su
razón cabal, querría vivir así. La muerte es preferible a esa vida empobrecida.
Yo, en su caso, exigiría que me dieran la muerte dulce». El médico adquiere así
un poder discrecional sobre la vida y la muerte de los incapaces.
Pero eso no
es todo: el médico que tiene la eutanasia por acto virtuoso terminará por
juzgar que hay pacientes cuyo deseo de seguir viviendo es irracional y
caprichoso, pues considera que la vida que ellos tienen por delante es
biológicamente detestable, una carga social intolerable, un despilfarro
económico. Su argumento dice así: «El deseo de vivir de algunos pacientes es un
antojo irracional, un lujo económico, una carga para los demás, un abuso
injusto, egoísta, insolidario. Satisfacer ese deseo meramente vitalista de
seguir viviendo, porque así lo demandan los enfermos o quienes los representan,
es, además de una injusticia, un consumo irracional de recursos, económicos y
humanos. Ese dinero y ese esfuerzo laboral podrían ser invertidos en cosas más
beneficiosas e interesantes».
No es ésta,
por desgracia, una situación imaginaria: los médicos generales holandeses
declaran que el 10% de los actos de eutanasia que ellos practican se dan en
pacientes conscientes y capaces de decidir, pero a los que, por razones
paternalistas, no se les consulta acerca de la eutanasia que se les aplica.
Un veneno
en el alma
A muchos
parecen duras las palabras del Santo Padre en Evangelium vitae 66, cuando
califica de homicidas a los que, arbitraria e injustamente, usurpan a Dios el
poder de decidir sobre la vida y la muerte de los enfermos. El Papa los acusa
de dejarse dominar por una lógica de necedad y egoísmo.
Esas palabras
del Santo Padre, como toda la encíclica, son, bajo su dura apariencia, una
cordial y compasiva llamada al buen sentido moral y a la rectificación.
Deben
servirnos a todos, en primer lugar, para guardarnos de dialogar con la
tentación de la eutanasia y de la ayuda médica al suicidio, para hacernos
conscientes de que dar un paso en esa dirección es ir al derrumbadero,
introducir en el alma un falso celo, compasivamente destructor o cínicamente
utilitarista.
Si el médico
sucumbe a la tentación de la eutanasia y no da marcha atrás, será muy difícil
que deje de matar. Porque si es éticamente congruente consigo mismo, y cree que
está haciendo algo bueno, se verá obligado, movido por los restos de justicia y
beneficencia que quedan en su alma, a aplicar la eutanasia a casos cada vez
menos dramáticos, a vidas a las que considera, ahora o un poco más adelante,
carentes de la necesaria calidad.
Sólo en el
respeto absoluto es posible concluir que todas las vidas humanas son dignas,
que ninguna es dispensable o indigna de ser vivida. El médico respetuoso evalúa
con lucidez humilde y realista la limitada eficacia de los medios técnicos de
que dispone, reconoce su finitud, y se abstiene de emplearlos fútilmente, con obstinación
y sin juicio. Y porque cree en el valor inestimable de la vida terminal, de la
mera vida vegetativa del hombre, la atiende con los cuidados paliativos.
El respeto
absoluto a la vida es un valor fundamental. Aun el médico más integro y recto
necesita protegerse contra los excesos de sus virtudes.
La eutanasia
hiere a la medicina también como empresa científica. Si los médicos trabajaran
en un ambiente en el que se supieran impunes tanto si tratan como si matan a
ciertos pacientes, se irían volviendo indiferentes hacia determinados tipos de
enfermedad y se mustiaría la investigación en vastas áreas de la patología: no
habría entonces razones para indagar en los mecanismos patogénicos de la
senilidad, de la degeneración cerebral, de la enfermedad terminal cancerosa, de
las malformaciones bioquímicas o morfológicas. La eutanasia frena el progreso
de la medicina.
La obligación
de respetar y de cuidar de todos los seres humanos, de no atentar contra la
vida de ninguno de ellos, es parte del carisma profesional del médico, una
fuerza moral maravillosa e inspiradora de caridad y de ciencia. Los médicos
debemos un agradecimiento muy sincero y profundo al Santo Padre por reiterar
con toda firmeza la prohibición absoluta de la eutanasia.
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