¿Hacia una legalización de la
eutanasia voluntaria?
Reflexiones acerca de la tesis de la autonomía
Prof. Dr. Etienne Montero
Facultad de Derecho, Universidad de Namur, (Bélgica)
(Texto resumido por ASE)
Introducción
Actualmente
en algunos países se aprecia un cierto consenso en favor de la legalización de
la eutanasia "a petición del paciente". Se aboga por el mantenimiento
simbólico de la prohibición penal (a través de su tipificación como delito de
homicidio), al tiempo que se autoriza la práctica de la eutanasia, con tal de
que se respeten ciertas condiciones y procedimientos. Esta solución permitiría
que la eutanasia abandonara su carácter clandestino, con en el fin de
garantizar un control más eficaz de la misma y de prevenir sus abusos.
La eutanasia
se definiría entonces como el "acto practicado por un tercero que, de
forma intencionada, pone fin a la vida de una persona a petición de ésta".
La eutanasia practicada sin el consentimiento del paciente, por motivos
sociales y económicos, entraría en el ámbito del derecho penal.
La petición
del paciente se convierte en un elemento esencial en la justificación
filosófica, política y jurídica de la eutanasia, cuya tesis puede
formularse de la siguiente manera: la legalización de la eutanasia a petición
del paciente se impone, ya que la elección del momento y de las formas de
muerte pertenecen a la autonomía individual, que debe ser respetada en un
Estado pluralista donde nadie puede imponer al resto sus propias convicciones.
Las
reflexiones siguientes se limitarán a analizar el argumento de la autonomía,
tantas veces avanzado al amparo del pluralismo, para defender la eutanasia.
Los
principales puntos de partida para la defensa de la eutanasia son: a) el temor
del enfermo de que en el transcurso de su enfermedad se prolongue
innecesariamente su muerte y sus sufrimientos; b) esgrimir su derecho a morir
con dignidad; c) el respeto a la autonomía de decisión del enfermo; d) la
adaptación del Derecho a los hechos
1. El rechazo del empeño (o ensañamiento) terapéutico
Para
legitimar la eutanasia, a menudo se presenta la imagen del enfermo terminal
víctima de sufrimientos atroces, que por añadidura se mantienen contra su
propia voluntad en razón del empeño médico —que ha perdido su sentido
terapéutico— por parte del equipo que lo atiende . Pero presentar la
legalización de la eutanasia como un remedio contra el empeño terapéutico y los
sufrimientos derivados del mismo supone caer en un lamentable error de
concepto. Invocar la eutanasia ante la mala práctica médica, sería como
legitimarla.
El enfermo
tiene derecho a una buena atención por parte de los profesionales de la
medicina; una atención que le restablezca la salud o alivie su sufrimiento;
tiene derecho a cuidados palitivos en los casos de una enfermedad terminal,
pero no tiene derechoa invocar un acto eutanásico por parte de los médicos que
le atienden.
La
deontología médica, la moral y el derecho obligan al médico a combatir el dolor
y a administrar un tratamiento ordinario, útil y proporcional al mal padecido.
Nunca debe iniciar o prolongar un tratamiento inútil o desproporcionado, cuyo
beneficio quede mermado por los inconvenientes, límites y costos que conlleve
para el paciente . Los facultativos pueden (y deben) administrar calmantes o
analgésicos, incluso si sus efectos tienen como resultado no deseado, acortar
la vida del paciente ; esta acción se distingue claramente de la eutanasia, que
supone, por definición, la intención de acabar con la vida de alguien.
2. El derecho a morir con dignidad
El derecho a
morir con dignidad es otro de los principales argumentos utilizados para
promover la legislación de la eutanasia. De forma sintética, puede presentarse
de la siguiente forma: gracias a los avances logrados en el campo de la
medicina, hoy en día están disponibles numerosos medios para prolongar la vida
de personas gravemente enfermas, que sin embargo, muchas veces no hacen sino
aumentar y prolongar la angustia del enfermo terminal. Frente a estas
situaciones dolorosas, la ley debería permitir que una persona pueda ser
asistida a poner fin a su vida. En vez de sufrir una degradación insoportable
de su calidad de vida, podría morir con dignidad.
Veamos cómo
en esta postura se deforma el lenguaje, los hechos y las intenciones.
El
lenguaje. Estamos
aquí ante una deformación del lenguaje. El "derecho a una muerte
digna" es un eufemismo que se utiliza para designar el "derecho a que
otro nos dé muerte". Bajo el legítimo pretexto de rechazar el empeño
terapéutico, se avala el hecho de que la enfermedad degrada a la persona que la
padece y por tanto sería legítimo matar a alguien para impedir que llegara a
ese grado extremo de indignidad que sería la disminución de la calidad de vida
por el sufrimiento. En este mismo sentido, la expresión "ayudar a
morir" y las usuales referencias a la "compasión" o a la
"solidaridad" sugieren el altruismo, el espíritu de servicio, la
generosidad... Esta terminología, que suscita indiscutiblemente simpatía, se
utiliza para que se acepte más fácilmente lo inaceptable.
Los hechos
y las intenciones. Una cosa es auxiliar a un enfermo en su muerte (acompañándolo en su
tránsito, procurando aliviar su dolor, tratando de reconfortarle...), y otra
cosa muy distinta es matarlo. Cuando un médico decide no empezar o interrumpir
un tratamiento a la larga inútil y desproporcionado su intención es no
prolongar el morir, y el paciente morirá como consecuencia natural de la
patología mortal que sufría; por el contrario, si el médico administra al
paciente una sustancia letal, este acto constituye la causa de la muerte del
paciente, y realiza la intención homicida del médico. La intención diferencia claramente
la medicina paliativa y la eutanasia.
El médico que
practica la eutanasia quita la vida a su paciente y de lo que realmente se
trata es de saber si la referencia al concepto de dignidad permite justificar
este acto.
Prerrogativas
del derecho a una muerte digna. A toda persona le asiste efectivamente el derecho
a morir con dignidad. Nadie lo pone en duda. El derecho a una verdadera muerte
digna conlleva una serie de prerrogativas: el derecho del enfermo a mantener un
diálogo abierto y una relación de confianza con el equipo médico y su entorno;
el derecho al respeto de su libertad de conciencia; el derecho a saber en todo
momento la verdad sobre su estado; el derecho a no sufrir inútilmente y a
beneficiarse de las técnicas médicas disponibles que le permitan aliviar su
dolor; el derecho a decidir su propio destino y a aceptar o rechazar las
intervenciones quirúrgicas a las que le quieran someter; el derecho a rechazar
los remedios excepcionales o desproporcionados en fase terminal.
Por el
contrario, el presunto derecho a que el médico "ponga fin a su vida"
es de muy distinta naturaleza. Se apoya en un concepto nuevo y peligroso de la
dignidad humana, que merece mayor consideración por nuestra parte. En realidad,
el concepto clásico de dignidad, que de hecho se remonta a mucho tiempo atrás
en la reflexión filosófica, ha sido reemplazado por otra noción, mucho más
reciente, sobre la calidad de vida. Se ha operado por tanto una variación
semántica, pasando de la "dignidad de la persona", concebida como una
cualidad de orden ontológico, a la "calidad de vida" .
La
dignidad de la persona pasa a ser una noción muy difusa, eminentemente
subjetiva y relativa. Subjetiva, porque cada uno sería el único juez de su propia dignidad;
y relativa, en el sentido de que la calidad de vida es un concepto susceptible
de adoptar infinidad de grados y de medirse por el rasero de criterios
diversos.
Se afirma que
"la dignidad es el fundamento de la vida humana". Sin embargo, esta
dignidad, lejos de ser intangible, aparece, por el contrario, sumemente
inestable, sometida a las vicisitudes de la vida y de la salud. Aparentemente,
un sujeto puede perder su dignidad y, con ella, su humanidad.
¿Qué es
entonces esa dignidad que se pierde? "Se trata evidentemente de la
dignidad de los que gozan de buena salud, de una vida plena de la que son
conscientes. Los criterios de la dignidad vienen dados por el papel social, la
consideración del prójimo, los honores, la carrera, la conciencia propia de
cada uno (... ). Cabe entonces observar que la enfermedad no es, en este
sentido, la única capaz de arrebatar la dignidad: ¿por qué no habrían de tener
el mismo efecto la miseria o la delincuencia?" .
A veces se
recalca que "el dolor físico menoscaba la dignidad", o que "la
enfermedad quita toda dignidad a la existencia". "La dignidad es lo
que define una vida humana. Por ello, cuando al final de una larga enfermedad
contra la que ha luchado con valentía, el enfermo pide al médico que interrumpa
una existencia que ha perdido para él toda dignidad, y el médico decide,
plenamente consciente, asistirle y suavizar sus últimos momentos permitiéndole
caer en un sueño apacible y definitivo, esta asistencia médica y humana (a
veces llamada eutanasia) es la manifestación misma del respeto por la vida".
El silogismo
es evidente: la dignidad es el fundamento de la vida humana y la enfermedad
arrebata esa dignidad; pero como una vida indigna deja de ser una vida
humana; de esto se deduce que el acto eutanásico no menoscaba el respeto de la
vida humana.
Este enfoque
se apoya en una nueva noción de dignidad entendida como "calidad de
vida". Pero esta última expresión es equívoca. Es cierto que las
condiciones de vida pueden ser más o menos dignas, al igual que las
circunstancias que rodean la proximidad de la muerte. Es evidente que siempre
debe procurarse que la vida y muerte de cada hombre sean lo más dignas
posibles. Pero, a todas luces, la persona, como tal, tiene siempre la misma
dignidad ontológica, intangible e inviolable . Esta dignidad no se apoya
en circunstancia alguna, sino en el hecho simple y esencial de pertenecer al
género humano. Está enclavada en el ser mismo de cada hombre. No es la dignidad
la que fundamenta la vida humana, sino la vida humana la que fundamenta la
dignidad: ésta debe por tanto reconocerse a todo hombre por el solo hecho de
existir.
Los
partidarios de la eutanasia, apelando a la noción de "calidad de
vida", consideran que ciertas vidas han perdido su valor o que, en algunas
circunstancias, el hombre deja de ser hombre. En tales casos, el acto
eutanásico, lejos de emparentarse con el homicidio, se perfila como una ayuda
prestada a quien ha perdido toda dignidad. Un razonamiento como éste podría
servir para justificar, además de la eutanasia de los enfermos terminales, no
sólo la de personas incapaces de expresar su voluntad (dementes) sino también
el infanticidio de los recién nacidos con discapacidades . Esta idea se
aproxima peligrosamente a la noción de "vidas sin valor vital" (lebensunwerte
Leben), en la que se apoyaba el programa eutanásico nazi, de macabro
recuerdo .
Nos
estaríamos equivocando si rechazáramos el espectro del exterminio nazi con la
excusa de que éste fue la consecuencia de una ideología totalitaria muy alejada
de nuestra actual concepción política . La historia nos ha enseñado, en efecto,
que las más sólidas democracias no están exentas de desviaciones totalitarias .
La eugenesia representa en particular una tentación permanente para los
espíritus científicos .
Estos
peligros no tienen nada de ficticios. La legalización de la eutanasia
voluntaria supone el primer paso de un proceso lógico ineluctable. Para lograr
su aceptación, se jura y perjura que sólo se aplicará en aquellos casos
extremos presentados ante la opinión pública en razón de su carácter especialmente
dramático. Sin embargo, una vez admitido el principio, se forjará, de forma
natural, una mentalidad que restará importancia al acto eutanásico. En cuanto
se levante la prohibición, lo que antaño estaba vedado se convertirá en una
práctica común hasta el punto de parecer, a los ojos de todos, como algo
normal. La evolución hacia eutanasias practicadas sin el consentimiento del
paciente, por piedad o por razones socioeconómicas, se inscribe en un escenario
que ya es previsible.
Desde el
instante mismo en que consideramos que la vida humana no tiene valor
intrínseco, ¿cómo podemos oponernos seria y durablemente a este tipo de
ampliación, teniendo
en cuenta que nuestras sociedades se ven ahora enfrentadas a los problemas del
envejecimiento de la población y de la crisis del sistema de protección social?
La
experiencia holandesa nos enseña que no se trata aquí de meras conjeturas
gratuitas y sin fundamento. Sabemos que en los Países Bajos la eutanasia y el
auxilio al suicidio siguen todavía formalmente prohibidos por el Código Penal
(Arts. 293 y 294). Sin embargo, en 1993, en el marco de una modificación de la
legislación sobre los funerales, el poder reglamentario fue autorizado a prever
un formulario ad hoc para ser anotado por parte del médico en caso de defunciones
sobrevenidas tras un "auxilio al suicidio" (hulp bij zelfdoding)
o de un "cese activo de la vida" (actieve levensbeëindiging) .
A partir de 1995, este reglamento se interpretó con una notable elasticidad con
el fin de responder a situaciones nuevas: enfermos no terminales en estado de
angustia puramente psíquica y pacientes incapaces de expresar su voluntad (en
especial, los recién nacidos...) .
Debe tenerse
en cuenta que la nueva forma de concebir la dignidad humana, en la que se apoya
la legislación de la eutanasia, no es neutra en el plano filosófico. A
algunos les gustaría hacemos creer que, al privilegiar el respeto a la
autonomía individual (cada uno es juez de su propia dignidad y decide el
momento de su muerte), la legalización es la única solución admisible en un
estado pluralista y laico. Pero están muy equivocados: al plasmar en un texto
legal —cuya vocación es estructurar los comportamientos— el principio de la
eutanasia, incluso la voluntaria, el legislador avalaría la controvertida noción
de "calidad de vida", imponiéndola a todos.
El enfoque
sugerido contradice, por lo demás, la filosofía moderna de los derechos del
hombre, fundada en la noción clásica de dignidad: en virtud de su sola
pertenencia al género humano, el hombre posee una dignidad intrínseca, de la
que se derivan ciertos derechos. Así, en el Preámbulo de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos — adoptado (no por casualidad) tras el final
de la Segunda Guerra Mundial— se afirma que "todos los hombres nacen libres
e iguales en dignidad y derechos" (art. 1o) y que cada uno
puede invocarlos "sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma,
religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o
social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición " (art.
2º). Esta noción objetiva de la dignidad es una garantía contra lo arbitrario y
los abusos. No podría pues ser abandonada a la ligera.
A pesar de la
atracción que pueda ejercer, la concepción subjetiva se revela superficial. La
imagen que cada uno se forma de su propia dignidad, ¿no es ampliamente
tributario de la mirada de los demás? El entorno de los enfermos y, por ende,
la sociedad en general, ¿no son todos ellos responsables, en buena medida, de
la conciencia que éstos puedan tener de su propia dignidad? La legalización de
la eutanasia, lejos de procurar el aumento de la dignidad pretendido, ¿no
contribuirá a embotar nuestra percepción de las responsabilidades para con los
enfermos?
Finalmente,
una última consideración: en el plano ético (y no ya ontológico), la
"dignidad", ¿no está sobre todo en la forma en que afrontamos la
muerte? La persona que asume hasta el final su condición humana, incluso ante
el espectáculo de su propia decadencia y que, con este fin, se sirve de sus
propios recursos para hacer frente a la prueba final... ¿no es más digna que
aquella que pide que acaben con su vida? Difícilmente puede concebirse que una
muerte digna signifique dejarse administrar una sustancia letal. Si la dignidad
fuese hasta ese punto tributario de factores y auxilios externos, ¿el argumento
de la autonomía no quedaría profundamente menoscabado?
Cabe
objetarse al conjunto de estas consideraciones que no son decisivas, ya que en
definitiva se trata de legalizar únicamente la eutanasia voluntaria por respeto
a la justa autonomía a la que todos aspiramos.
Esta tesis de
la autonomía merece pues un examen más exhaustivo.
3. El respeto a la autonomía
Los
partidarios de la legalización de la eutanasia a petición del paciente la
justifican como un acto libre que, como tal, permite reafirmar la dignidad de
una voluntad libre y autónoma contra una necesidad ciega.
¿Es tan
evidente que la decisión de morir pertenece al ámbito de la autonomía de un
enfermo terminal?
Para empezar,
su autonomía no parece tan absoluta cuando necesita de otros durante su vida y,
más aún, para acabar con ella. La afirmación del carácter autónomo del
enfermo, ¿no puede percibiese como un modo de declararse ajeno a la trágica
decisión y, por tanto, exento de toda responsabilidad? Por otro lado, hemos
visto cómo algunos partidarios de la eutanasia se apoyan en la idea, al menos
implícitamente, de que la enfermedad y el sufrimiento conllevan una pérdida de
dignidad hasta el punto de que el interesado deja de ser persona: ya no se trataría
entonces de autonomía ... y es precisamente el respeto a esta autonomía
la justificación de la eutanasia ... En fin, no se entiende bien que
el respeto a la autonomía consista en acabar con la propia autonomía.
Más allá de
estas paradojas, sobre las cuales no terminaríamos nunca de reflexionar,
podemos considerar que la legitimidad de la tesis de la autonomía requiere tres
condiciones. Éstas pueden expresarse en forma de preguntas. 1) ¿Es realmente la
petición de eutanasia la expresión de la voluntad profunda del paciente? 2) ¿El
médico cree estar justificado a practicar la eutanasia únicamente o
fundamentalmente en los casos en que el paciente así lo pide? 3) ¿Es exacto
decir que la legalidad de la eutanasia recae exclusivamente sobre los
interesados, sin implicar al resto de la sociedad?
3.1. ¿La petición de eutanasia
es expresión de la libertad y de la autonomía individual?
Las personas
afectadas, simplemente huyen de su angustia. ¿No es hipócrita hacer tanto caso
de la libre expresión de una persona que, teóricamente, está plenamente
desconcertada y es víctima de indecibles sufrimientos? Dicha situación hace que
una decisión realmente libre por su parte sea ilusoria, del mismo modo que
parece indecente insistir en la libre elección de un depresivo a punto de
suicidarse
Numerosos
psicólogos analizan los intentos de suicidio como signos de angustia. Por
analogía, con la despenalización de la eutanasia se corre el riesgo de que
numerosas "peticiones de ayuda" sean mal interpretadas por aquella
persona dispuesta a prestar su asistencia al candidato a la eutanasia.
¿Queremos acaso favorecer el fatal desenlace, aun a riesgo de aportar
frecuentemente la peor de las respuestas a una petición mal formulada?
Por ello, es
condición previa que se pueda descifrar correctamente una petición de
eutanasia, en el caso de que un deseo de este tipo pueda realmente existir. Una
aspiración de este tipo, tan contraria al poderoso instinto de
autoconservación, no tiene habitualmente su origen en un dolor físico insoportable
(que de ordinario se domina o puede dominarse, contrariamente a lo que
habitualmente se piensa), sino en el sufrimiento, verdadera angustia ligada a
una carencia de atención, de afecto, de solicitud, de sentido. Aquí reside el
verdadero centro del problema: salvo excepciones, nuestra medicina domina la
técnica, pero se muestra frecuentemente incapaz de acompañar al enfermo,
ofreciéndole el consuelo y el calor humano. A veces, la familia y el entorno
del enfermo no contribuyen a mejorar la situación por indiferencia o egoísmo.
Es fácil
evitar el problema exigiendo la autorización, para el médico, de matar al
enfermo, a petición suya, con toda impunidad. ¿No sería mucho más valiente
poner en tela de juicio nuestro enfoque sobre la medicina y reflexionar sobre
la forma de humanizarla?
3.2. ¿Llevará el médico a cabo la eutanasia por respeto a la decisión de
su paciente?
Respecto a
esta situación, es dudoso que un médico se considere justificado para practicar
la eutanasia únicamente porque el interesado ha manifestado su deseo en este
sentido . Desde el punto de vista de los hechos, si el médico accede a similar
petición, es porque considera que la vida de su paciente no tiene ya ningún
valor intrínseco. A todas luces, el fundamento no reconocido de la eutanasia se
basa en la idea de que algunas vidas no merecen (ya) la pena ser vividas. La
decisión de practicar la eutanasia no se apoya nunca en la única voluntad del
enfermo, sino que es siempre el resultado de un juicio de valor sobre la
calidad de vida.
Supongamos
que un joven adolescente pide, en una situación de angustia, que le ayuden a
morir. ¿Debemos acceder a su petición, o lamentamos de que la ley penal se
oponga a este tipo de actos de compasión y de solidaridad? ¿Es preciso,
entonces, cambiar la ley con el fin de que, en todos los casos análogos, se
pueda prestar auxilio al suicidio a todas aquellas personas que lo soliciten?
De seguro, que todo el mundo contestará negativamente a estas preguntas. ¿Por
qué nos importa tan poco en este caso respetar la autonomía de las personas? Es
además muy probable que intentemos incluso disuadirles, tratando de que entren
en razón, consolándoles... El respeto de la autonomía del prójimo no es el
móvil último de nuestro comportamiento; éste está ligado a un juicio de valor:
pensamos que la vida de un adolescente con buena salud merece la pena ser
vivida.
Los que
consideran que un enfermo terminal que pide la eutanasia actúa de manera
sensata y digna, contrariamente a lo que ocurre con el joven depresivo o el
parado desesperado, razonan en realidad a la luz de un modelo implícito:
ciertos estados o enfermedades son incompatibles con una vida digna, mientras
que la decisión de morir adoptada por una persona con buena salud, no merece
tomarse en consideración.
3. 3 ¿El permiso legal para acabar con la vida de enfermos terminales
que así lo piden sólo incumbe a éstos?
Se equivocan
quienes sostienen que la petición de la eutanasia responde a una elección
puramente privada, que sólo incumbe al interesado y no perjudica en modo alguno
al prójimo. Las justificaciones del tipo "Mi vida me pertenece, hago de
ella lo que quiero" resultan de una concepción ficticia y caricaturesca de
la propiedad privada.
Es evidente
que mi vida me pertenece en cierto sentido. Tengo sobre ella un incontestable dominio
natural. Pero de ahí a sostener la existencia de un derecho de propiedad
sobre uno mismo, que otorgaría a cada uno el derecho a disponer de su vida de
forma absoluta, hay un paso que nuestro humanismo jurídico nos prohibe dar .
El derecho a
disponer de la propia vida mediante la ayuda de otra persona se impone
con menor fuerza aún. Salta a la vista que la legalización de la eutanasia
afecta al vínculo social . Basta con constatar que la práctica de la medicina
se modificará considerablemente: en adelante los médicos dispondrán de un nuevo
poder, administrar la muerte. Debemos repetirlo: la legalización de la
eutanasia no es una cuestión de ética personal sino que depende sin duda de la
ética socio-política. Es por tanto perfectamente concebible su prohibición
con el fin de proteger los intereses públicos legítimos, y concretamente
para:
a)
proteger todos los enfermos de la sociedad. En efecto, existe el peligro de que el
paciente, lejos de sentirse plenamente libre y autónomo en sus decisiones, se
incline más a ceder ante la presión ejercida por su entorno. ¿No existe el
riesgo de que se sienta culpable por la carga que supone para los demás, por
gravar financieramente a la sociedad... porque se obstina en vivir y se niega a
hacer valer su derecho a la eutanasia?
b)
proteger la integridad moral de la profesión médica. La legalización de la
eutanasia corre el riesgo de volverse también contra los médicos al inducir, en
aquellos que la practican, una costumbre y una trivialización... Amenaza con
acabar con la relación de confianza y el diálogo existentes entre médico y
paciente. Entre los médicos partidarios de la eutanasia, son muchos los que se
niegan a ponerla en práctica: ésta reticencia ¿no es un signo claro de la
naturaleza equívoca de la eutanasia? .
c)
proteger las personas vulnerables a los abusos, negligencias, errores y evitar
la derivación hacia formas de eutanasia no solicitadas. Por encima de todo esto y
teniendo en cuenta el papel simbólico de la ley, es evidente que todo el mundo
está afectado por el levantamiento de una prohibición tan importante, que
conlleva un debilitamiento general del respeto a la vida. El reconocimiento
legal —o bajo cualquier otra forma— de la eutanasia pondría en entredicho el
valor de algunas vidas en la conciencia colectiva .
4. La adaptación del derecho a los hechos
El hecho de
que la eutanasia se practique de forma regular, en la clandestinidad con toda
impunidad, ¿no es razón suficiente para despenalizarla?
El argumento
procede de una confusión entre el hecho y el derecho. El derecho no especifica
lo que es, sino lo que debe ser. Si el derecho tuviera que limitarse a
ratificar el hecho consumado, ya no tendría ninguna función normativa y
perdería su razón de ser.
Como lo
atestiguan los ejemplos analizados por C. Atias y D. Linotte, resulta imposible
establecer de forma científica la posición exacta de la población sobre la
legalización de un comportamiento hasta ahora prohibido. La cuestión de la
eutanasia no es una excepción, muy al contrario. Los malentendidos, los falsos
problemas y los abusos de lenguaje son el ámbito sobre el que recaen la mayoría
de discusiones sobre el tema .
Para
legitimar la legalización de la eutanasia, se alude con frecuencia a la
necesidad de un compromiso en una sociedad pluralista. El rechazo de la
eutanasia, presentado como una voluntad de imponer a los demás una convicción
de índole religiosa o confesional, supondría quebrantar los principios sobre
los que se asienta una democracia pluralista . Ya se subrayó anteriormente la
inconsistencia de esta objeción: lejos de ser neutral, la postura
"liberal" pretende, ella también, plasmarse en el texto legal —e
imponer a todos— una concepción muy concreta de la vida, de la persona y de la
dignidad. Esta concepción contradice, en efecto, la visión cristiana (un hecho
que puede, con toda la razón, considerarse irrelevante en una sociedad
pluralista), pero también la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
cuya inspiración está muy lejos de ser confesional.
¿Hace falta
decir que el pluralismo no tiene nada que ver con el relativismo o la
neutralidad en el plano político y moral? "Toda ley penal tiene por
función afirmar los valores morales y sociales" y, debería añadirse, de
imponerlos a quienes no los respetan de forma voluntaria. De lo que se trata
realmente es de saber dónde deben trazarse los límites. Cualquier opinión
expresada a este respecto supone necesariamente un juicio moral.
Por otra
parte, a menudo se intenta descalificar a aquellos que desean que se mantenga
la prohibición y la sanción penal en caso de transgresión, reprochándoles su
empeño por defender el statu quo. Se trata, sin embargo, de desarrollar
una política voluntariosa para lograr una mejor asistencia a los enfermos en
fase terminal. Esta ambición supone la adopción de un conjunto de medidas
positivas con las que mejorar la formación del personal sanitario, y la de
todos, en el modo de entender la proximidad de la muerte (instauración de
cursos de medicina paliativa, acompañamiento de enfermos, dominio de los medios
para controlar el dolor..), a destinar presupuestos más elevados para
desarrollar tratamientos paliativos, etc. Por ahora y vista la agudeza de los
problemas que deben resolverse, ¿la legalización de la eutanasia no resulta una
solución cómodamente prematura?
Finalmente,
¿qué debería pensarse de la necesidad, a menudo invocada, de alcanzar un
compromiso que llevaría a aceptar la eutanasia pasiva únicamente en aquellos
"casos límite"?
No podemos
negar que algunos enfermos terminales se encuentran en situaciones límite,
ciertamente trágicas. Sin embargo, sería absurdo sacrificar la norma a favor de
la excepción. La noción de estado de necesidad se inscribe, desde hace tiempo,
en el derecho penal para tomar en consideración los casos especiales. En este
caso concreto, el estado de necesidad permite justificar la actuación del
médico que se afana en combatir el dolor aun a riesgo de acortar la vida de su
paciente . Si al médico le empuja la sola intención de aliviar el sufrimiento
de su paciente, la decisión de administrarle las "últimas" dosis de
morfina —de las que puede suponer que serán letales— no es equiparable a la
actuación eutanásica.
Conclusión
La tesis de
la autonomía, invocada en apoyo de la legalización de la eutanasia a petición
del paciente, parece bastante simplista.
Conduce el
debate de la eutanasia al terreno de unas consideraciones ideológicas, buenas
para ser intercambiadas en los debates de aquellos que gozan de buena salud,
pero muy alejadas de la vivencia real de los enfermos terminales. ¿Quién no ve
que una petición de eutanasia, lejos de ser la pretendida afirmación lúcida de
una voluntad libre y autónoma, traduce por lo general el deseo ambivalente de
escapar a determinados sufrimientos, salvo que se trate, con mayor razón aún,
de una señal de angustia o de una petición de amor? La respuesta apropiada a
esta petición, de la que nadie pondrá en duda su carácter cuanto menos
misterioso, ¿debe ser la inyección letal? Algunos así lo piensan, convencidos
por añadidura del carácter humanista de la solución. Pero es lícito dudar de la
conveniencia de un enfoque parecido, muy simplista para ser realmente digno del
ser humano.
En la tesis
de la autonomía se actúa como si la ley, remitiendo a cada uno a su propia decisión,
no adoptara ninguna solución preconcebida. Un argumento sin duda engañoso. La
legislación de una forma cualquiera de eutanasia es como inscribir en un texto
jurídico una visión antropológica —una concepción de la dignidad— muy concreta
e imponérsela a todos. La afirmación del valor incondicional y de la dignidad
ontológica de toda vida humana no reviste un carácter más confesional que la
afirmación de la ausencia de su valor intrínseco. Sostener que "la vida
humana fundamenta la dignidad" no es menos neutro, filosóficamente
hablando, que decir que "la dignidad fundamenta la vida humana".
La
legalización de la eutanasia a petición del paciente, lejos de remitir pura y
simplemente al ámbito de la autonomía personal, afecta a los fundamentos mismos
de la sociedad y, por ello, implica a todos los ciudadanos. Desde el momento en
que la actuación eutanásica necesita de la ayuda de otro, en este caso la del
médico, el vínculo social entra también en juego. ¿Quién no ve que al pretender
investir al cuerpo médico con el poder de practicar la eutanasia, son todos los
enfermos y todos los médicos quienes se ven afectados por el nuevo permiso
legal? ¿No debe el legislador mantener la prohibición y, al hacerlo, renunciar
a responder a ciertas aspiraciones individuales, en nombre de bienes legítimos
superiores: la protección del vínculo social y de la integridad de la profesión
médica así como la de los enfermos?
Dar un paso
en pro de la eutanasia significa, en realidad, consagrar la idea del valor
relativo y subjetivo de la dignidad humana. Es preciso elegir: ¿es acaso la
dignidad una cualidad ontológica de la persona humana o, por el contrario, algo
relacionado con la calidad de la vida? Renunciar a la primera parte de la
alternativa en beneficio de la segunda supone decantarse por un tipo de
sociedad cuyas consecuencias no deben nunca subestimarse.