Articulo de Elle Quebec – Mayo de 2002, páginas 81 – 84

 
Cow – boy urbain

Roy Dupuis ha conseguido domar su propia fogosidad y su temperamento salvaje. Helo aquí casi sereno, en la encrucijada de los caminos...

 Texto: Georges Privet – Fotos: Manon Boyer

 
“Si hay algo que detesto, es hablar de mi” me anuncia Roy Dupuis riéndose, mientras se sienta en el salón de la agencia que le representa, un lugar bastante familiar para que se sienta tranquilo y suficientemente neutro como para que no revele nada de él. Bueno, un “no man’s land” ideal para una estrella que ahora difícilmente puede salir en público, protege celosamente lo que le queda de vida privada y aborda cada entrevista como si se tratase de atravesar un campo de minas.

 La entrada en materia no me sorprende, puesto que ya se, por haberlo entrevistado hace 10 años, que el actor se cita con la prensa a contrapelo, porque lo necesita. Abierto  pero prudente, franco pero discreto, Roy Dupuis es una montaña de contradicciones que sin embargo parecen evolucionar armoniosamente. Sin embargo es fascinante examinar lo que ha cambiado (y lo que no ha cambiado) en él durante estos diez años.

 Domesticar la fama
 

En 1992, Roy era (con Marina Orsini) una de las dos revelaciones de Filles de Caleb, una buena serie de aquí seguida por el 80% de los espectadores quebequeses; un joven actor de 29 años, un poco sobrepasado por su popularidad creciente, que hablaba tan poco, tan bajo y tan lentamente que se tenía la impresión al entrevistarlo de interrogar el espíritu de un difunto. En 2002, Roy es (con Peta Wilson) una de las dos estrellas de Nikita, una serie canado-americana difundida en, al menos, 52 países, una estrella establecida de 39 años que vive serenamente su notoriedad, no masculla sus palabras ni sus ideas[1], y sabe precisamente lo que quiere decir y... lo que prefiere callarse. “Digamos que me conociste en un momento en el que estaba descubriendo la fama, dice sonriendo, pero en el que también descubría “la juerga”. Ser conocido, estaba muy bien al principio, pero esa vida se volvió enseguida difícil de vivir en el plano de las relaciones personales, del nighlife...[2] por lo tanto, me dije en determinado momento: “Intenta por lo tanto otra cosa... y es lo que he hecho”.

 

Roy se nos aparece por lo tanto ahora a la vez parecido y diferente al hombre que era. Parecido, porque tiene todavía ese carisma animal, la presencia salvaje, la mezcla de gracia, de talento y de fuerza bruta que ha llevado a muchos a ver en él a una especie de Marlon Brando quebequés. Pero es también diferente porque ha dejado de beber hace seis años, tiene la misma novia desde hace siete, se psicoanaliza desde hace cinco y, ha encontrado finalmente la casa con la que ya soñaba hace diez años. En suma, porque el campesino vagabundo que siempre ha sido parece que al fin se ha enraizado. “Esa casa, es una de mis grandes pasiones, declara firmemente. Ahí quiero tener hijos y que les pertenezca tras mi muerte para que recuerden de donde yo vine y de donde vinieron ellos...”

 El Abitibi después el mundo
 

La historia de Roy Dupuis, la ascensión casi mítica de un muchachito de Amos que ha conquistado el mundo, ha tomado al cabo de los años y de los artículos el aspecto de una historia aprendida de memoria y repetida a coro, en la que los detalles varían poco, como uno de esos cuentos de hadas mil veces contado: su nacimiento, el 21 de abril de 1963, en Abitibi, en el seno de una familia en la que el padre (igualmente llamado Roy) era viajante de comercio de Canada Packers y la madre, Rina, daba clases de piano; su juventud de alumno modelo y atleta completo, pasó entre su hermana mayor Roxanne, y su hermano menor, Roderick, sobresaliendo en hockey, natación e incluso en violonchelo; la mudanza de la familia a Kapuskasing, en Ontario, cuando tenía 11 años, luego el divorcio de los padres tres años más tarde que llevó a madre e hijos a instalarse en un barrio de Montreal[4]; el comienzo de su pasión por el teatro, cuando vio la película Moliere de Ariane Mnouchkine; y su entrada accidental en la Escuela Nacional de Teatro, después de haber impresionado a la directora al reemplazar (por casualidad) al amigo de una compañera durante una audición. “Mi carrera, es un encadenamiento de casualidades, explica. Si mis padres no se hubieran divorciado, si no hubiera ido a Kapuskasing y si no hubiera visto Moliere, probablemente hoy día sería jugador de hocket...”

 
Lo que si es seguro, en todo caso, es que el descubrimiento de la ciudad ha sido para el muchacho de Abitibi un choc todavía más grande que la revelación del teatro y del cine. “Es necesario saber que me quedé en Amos hasta los 11 años. Y cuando ya hace 11 años que vives en una ciudad de 12.000 habitantes, empiezas a conocer a todo el mundo y todo el mundo acaba por conocerte. Tu relación con la gente no es la misma que si vives en una ciudad, porque sabes que si le haces daño a alguien, hay una gran cantidad de gente que va a saberlo (se ríe). Y eso es bueno, eso te da una base en la vida. Excepto que cuando tienes 14 años y llegas finalmente a la ciudad, ¡es increíble la sensación de libertad que sientes de golpe! De un día para otro, comencé a encontrarme con gente y a decirme: “No volveré a ver probablemente a esta persona nunca más. ¡Puedo decirle lo que me de la gana!” (risa) No dejaba de asombrarme cuando descubrí que podía poner 20 centavos en un autobús y hacer 20 kilómetros, luego poner otros 20 en otro y atravesar la isla de Montreal. Y ver todas esas iglesias, todas esas tiendas, todos esos bares...”

 La libertad de elegir
 

Irónicamente, fue justamente el éxito con el que tanto había soñado lo que puso fin a ese período de libertad total. “El día siguiente al estreno de Filles de Caleb, comprendí al ir a comprar el pan que nunca más volvería a llevar la misma vida. Entonces, de pronto, ¡tuve la sensación de regresar a Amos y de tener 11 años!” (risas)

 
La ocurrencia revela toda la ironía de la situación, la de un hombre que amaba por encima de todo la libertad que le procuraba el anonimato que se encuentra hoy en día prisionero de su fama. Se ha dicho a menudo de Roy Dupuis que era un salvaje, y no es falso. Pero conocerlo, es darse cuenta que ser “salvaje” no quiere decir solamente ser fogoso e indomable, sino también, paradójicamente, ser esquivo y temeroso. “Cuando quiero salir de viaje, miro la lista de los países donde Nikita se está difundiendo y me las arreglo para no ir a ese país, comenta riendo. Recientemente he ido a Turquía con mi novia, y estuvo muy bien porque no era conocido allí.” Acaba de subir hasta la Côte-Nord (“Hasta Anticosti”) con su compañera y seguir la costa canadiense (“para hacer la ruta de los fabricantes de veleros”), pero sin embargo pasa la mayor parte de su tiempo en su casa, cerca de la frontera americana, en esa casa de granjeros construida en 1840, retiro apacible en el que se ve envejecer.

 
De hecho, se tiene la impresión de que la experiencia Nikita, que se ha extendido durante cinco años entre Ontario y Québec, le ha empujado a mirar sus opciones más próximas y a redefinir sus prioridades. “Tras Nikita, me puse en cuestión. Confieso que lo he encontrado largo. No a causa del proyecto en sí, sino porque se hacía lejos de casa. Luego estaba el hecho de que mi novia trabaja aquí. Eso complicó un poco las cosas”. Añadamos la muerte de su padre y de su abuela[9] (con 104 años) ambas muertes ocurridas en diciembre de 2000, y tendremos el retrato de un hombre que estaba listo para regresar a su casa y a reencontrarse con el recuerdo de los suyos.

 
¿Ha echado de menos Roy al Québec? “En cierto sentido sí. Hoy en día pienso que no hay nadie que pueda atraerme tanto como la escritura de aquí, como la realidad de aquí, las gentes de aquí...” como prueba, ha regresado tras cinco años de ausencia con dos proyectos quebequeses: la serie Le dernier chapitre, en la cual encarna a Ross Desbiens, un rico motorista que trata de alejarse de la violencia del mundo de las bandas de moteros criminales; y Un homme et son péché, un largometraje que saldrá en Navidades[10] en el cual interpreta al bello Alexis, ese que turbará los ojos de la tierna Donalda y se atraerá la furia del viejo Séraphin Poudrier. Dos proyectos a no poder ser más diferentes que reflejan los dos polos de su personalidad: el Roy de la ciudad, con su cazadora de cuero, su Harley y su reputación de fiera urbana; y el Roy de los campos, con su amor por las cosas reales, su necesidad de raíces y sus sueños de campiña tranquila. “Son efectivamente dos mundos que conozco. Cuando leí el guión de Dernier chapitre, con sus historias de droga y moteros, me habló enseguida. Y en Un homme et son péché, tuve la impresión de redescubrir algo esencial, fuerte, básico...”

 Creativo e instintivo
 

Estamos por la tanto lejos del teatro experimental o de las películas un poco más arriesgadas que le han permitido a Roy imponerse. Pensamos entre otras en las obras Le chien y True West, el largometraje Being at home with Claude... ¿Echa de menos el teatro, el cine de autor, las obras un poco más oscuras y audaces? “Está claro que echo de menos las tablas. Pasar del teatro al cine o la televisión, es un poco como pasar de una gran tarta de chocolate a una dieta de galletas de soja (risas). En fin, exagero, pero es cierto que lo echo de menos. Y me gustaría hacer películas de autor. Pero se diría que existe un fenómeno muy particular de “ketainisation” en Québec, que hace que algunos directores no te llamen más cuando ven tu foto en las revistas populares. Y eso, se me ha pegado a la piel desde Les filles de Caleb, incluso cuando hice Being at home, justo después. Uno de mis antiguos colegas que hace cine me ha dicho en un momento dado: “¿Por qué no haces cine de autor” y yo le respondi: “¡Yo no me niego a hacer películas de autor! ¡Llamadme para que pueda hacerlas!” (risas)

 
Ahora que la entrevista toca a su fin, le pregunto a Roy que es lo que considera su mayor fuerza y su mayor debilidad. La respuesta no se hace esperar: “¡No lo sé y no quiero saberlo!” algunos segundos más tarde, vuelve sobre la cuestión y responde de una manera muy veraz. “De hecho hay una buena razón por la que no quiero saberlo. Antes de entrar en la École Nationale de Théâtre, a menudo se me ocurría cantar. En la École me enseñaron a hacerlo. Y desde entonces no soy capaz en absoluto de cantar”. Pasa un ángel. “Por lo tanto me dije que soy un ser instintivo, que hay cosas que es mejor que yo no sepa, preguntas que es mejor que no me las haga”.

 
Mientras que recojo mis cosas y que me acompaña fuera, Roy parece repentinamente relajarse, como si el hecho de haberme visto guardar mi grabadora le hubiera desembarazado de un fardo. Se pone a hablarme libremente de las películas que ha visto seguidas para ponerse al día tras el fin de Nikita (acaba de descubrir Dancer in the Dark, que le ha encantado), de sus partidos de hockey, deporte sobre el cual ha vuelto, los documentales (“lo único que ve en la tele...”) que sueña con realizar; de la sala de montaña que ha hecho construir en su casa; de las mil y una cosas de las que se ha impedido hablarme durante hora y media. Luego me deja, sonriente y aliviado, para regresar a un mundo donde no tiene necesidad de huir de la mirada del público ni de las preguntas de los periodistas, y en el que vive como un rey anónimo de una tierra sin nombre. Salvaje y libre.