Anécdotas con sabor agridulce





Bajada de pantalones al tío melero

"Guárdame la levaúra"

Naranjas, no; naranjadas, que suena más fino

En el silencio de la noche...

Más palominos que nadie

Un ladronzuelo muy original

Pantalones último modelo





Bajada de pantalones al tío melero

    Los cambileños, que siempre fueron gente educada y respetuosa -y aún más con los forasteros-, no suelen protagonizar hechos como el que sigue, así que no teman ustedes venir por aquí porque siempre serán bien acogidos y respetados.

    Hace muchos años hubo aquí un tipo muy bromista a quien la mala fortuna puso en el camino del tio melero. El tío melero era un hombre que iba por los pueblos vendiendo miel; llevaba los odres o pellejos -como vulgarmente se les llamaba- con el producto en una bestia de carga, quizá un mulo. Cuando alguien se le acercaba con ánimo de comprar, el buen hombre desataba uno de los pellejos y daba a probar la miel.

    Bueno, pues llega el bromista y le dice que le de a probar. El hombre desata el pellejo y le da. Entonces el cambileño dice que quiere probar del otro pellejo. El melero le pide que sujete la boca del que ya estaba abierto para que no se salga la miel mientras él desata el segundo; el bromista accede de buena gana. Abre el pobre hombre el segundo pellejo y le da a probar y, acto seguido, dice el compadre - muy alterado devolviéndole el pellejo-: Coja usted, coja usted, coja, hombre, que me he acordado de que me están esperando y no puedo faltar, me tengo que ir ahora mismo El melero extiende el brazo y se abalanza por encima del cuello de la bestia para sujetar la boca del pellejo, aún con el segundo en la otra mano. Y he aquí que el de la prisa va y le desabrocha el cinturón, le baja los pantalones y se va tranquilamente dejándolo en esta posición: a la vergüenza pública y sin poder hacer nada al tener las dos manos ocupadas.

    Pues así estuvo el pobre tío melero hasta que pasó un alma buena que le subió los calzones. Claro que, una vez el hombre en sus puntos, se alojó en una posada y se dedicó a buscar al guasón, que escapó de la venganza porque se pasó tres días escondido bajo una tarima.

    Estas eran las pesadas bromas que gastaban los antiguos.


Guárdame la levaúra

    Había una muchacha muy desenvuelta y con fama de ser muy limpia que un día, cuando aún se amasaba en las casas y las mujeres se pasaban la levadura unas a otras, se asomó al Portillo y dirigiéndose a una conocida que vivía en la Solana, le dijo a grito pelado: "¡Fulanaaaa (no sabemos el nombre), que me guardes la levaúra, pero a ver de quién es, que ya sabes lo puta (puñetera) que yo soy!


Naranjas, no; naranjadas, que suena más fino

    En otros tiempos, los vendedores recorrían las calles pregonando su mercancía, y la gente se asomaba a las ventanas y los llamaba para comprar. Esta vez eran naranjas lo que el vendedor ofrecía. En una de aquellas casas, vivía una señora muy requetefina que estaba obsesionada con terminarlo todo en "ado" y en "ido". Se asoma a la ventana y, como el hombre ya se estaba alejando, le grita: "¡Oiga, el de las naranjadas, vuelva usted!" El vendedor, un poco mosca, creyó que se estaba guaseando de él, y va y contesta: Nodo. Entonces la señora, puesta ya en carrerilla y un poco confusa, en vez de decirle "Pues mejor", va y dice "Pues mejodo", a lo que el otro contestó, terminando la conversación: "¡Pues jódase usted!"


En el silencio de la noche...

    En una noche de invierno, estaban de matanza en una casa y, como quedaba faena para el día siguiente, la matancera se había quedado a dormir allí. Era una mujer alta, fuerte, que hablaba despacio con una voz recia, y que no tenía pelos en la lengua. Ya se habían acostado cuando a las 12 o la 1 llaman la puerta. Entonces no se trasnochaba tanto porque la luz eléctrica era más bien pobre y la televisión ni existía; se cenaba "entre dos luces" y a la cama prontico.

    Al oir llamar a aquellas horas, se preocuparon pensando si alguien de la familia se habría puesto enfermo. Se levanta la matancera y se asoma al postigo. El que llamaba era un tipo poco amante del trabajo, con bien ganada fama de flojo; un pedigüeño un tanto especial. Al verlo la mujer, fue tal la indignación y el despercio que sintió, cansada del día como estaba, que con aquella voz ronca soltó: "¡Cuche usted qué cojones! " ¡Pum! Portazo en el postigo. Y esto fue todo en el silencio de la noche...


Más palominos que nadie

    Había una señora muy orgullosa de su hidalguía y de los documentos que, referentes a la misma (pergaminos), guardaba. Tenía una criada bastante basta y poco discreta. Un día la mandó a casa de otra señora no menos puesta en su categoría y, al parecer, la criada no habló adecuadamente, por lo que esta señora se salió de sus casillas y, en vez de atender al recado, saltó como una escopeta: "Dile a tu señora que si ella tiene pergaminos, más tengo yo!" La muchacha se fue y, cuando llegó de vuelta a su casa, había una visita. Sin más, entró a la sala y dio el recado de la siguiente manera: "Usted no sabe cómo se ha puesto esa mujer, hecha un demonio, y me ha dicho que si usted tiene palominos, que más tiene ella".


Un ladronzuelo muy original

    Una mujer soltera vivía con una sobrina mocita y una criada de mucha confianza y de edad madura. Una noche, cuando ya se habían retirado a sus dormitorios, de pronto se oyó un golpe, y luego otro y otro, y más golpes. Asustadas, se tiraron de la cama pensando que en la casa habían entrado ladrones. La tía y la sobrina dormían en la misma habitación, y aunque entonces había en algunas casas tanca detás de las puertas de los dormitorios, no por ello se sentían seguras. Los golpes duraron un rato, y ellas temblando como azogadas sin saber lo que hacer. "Tita", decía la joven, "¿abro el balcón y doy voces diciendo ladrones, ladrones?" "Espérate, hija mía, mientras no toquen a la puerta del cuarto, vamos a estarnos quietas, que ya sabes lo que son los pueblos y el escándalo que habría luego".

    Así pasaron unos largos minutos de angustia, pensando hasta si sería algún alma en pena. La criada en su cuarto estaba lo mismo, sin atreverse a salir y muerta de miedo. De pronto, se oyó ruído de cristales rotos y después todo quedó en silencio. Viendo que ya nada se escuchaba, se acostaron de nuevo. Cuando se hizo de día y se oyó alguna gente pasar por la puerta, se atrevieron a salir y, como no vieron nada extraño -salvo agua en el suelo-, se pusieron a recorrer la casa. Al entrar en una habitación que daba a la calle lateral, vieron los cristales de la ventana rota, se asomaron y allí estaba la solución del enigma: en el suelo estaban los tiestos de un puchero de barro, aquél en el que la noche antes habían echado bacalao en agua. El gato, que era un diablillo, al oler el bacalao, metió la cabeza en el puchero y no la pudo sacar, y allá anduvo arreando pucherazos a sillas, muebles, puertas y paredes hasta llegar a la ventana por la que solía saltar a la calle. Se lanzó y, al caer, se rompió el puchero, liberó su cabeza y escapó como alma que lleva el diablo.

    No recordamos si era éste mismo el que cuando se hacía el cocido en la lumbre, aprovechaba el momento en que el fuego estaba bajo y la olla había embebido el caldo, para destaparla, sacar la carne y comérsela. El gato tenía personalidad, ¿a que sí?


Pantalones último modelo

    Era un mozo bastante vanidoso y aficionado a vestir a la última. Un buen día, tuvo la brillante idea de comprarse un pantalón exageradamente ancho que era el último grito. Se lo colocó y salió a darse una vuelta para lucirse. No contaba con un vecino que estaba por allí y que, al verlo, se plantó en medio de la calle y, haciendo grandes aspavientos, empezó a dar voces gritando: "¡Coño, qué calzoneees! " A las voces, los demás vecinos salieron a las puertas y se asomaron a las ventanas y balcones, y aquello fue un espectáculo. El pobre pollo se lució pero más de lo que esperaba, se metió en su casa como un rayo, se quitó los pantalones y nunca más se supo de ellos.





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