En aquel tiempo, cuando se aproximaba la primavera, Cambil resucitaba.
Llegaban los vendedores
ambulantes, que se alojaban en las dos posadas que había, la de arriba y la de abajo, en la misma
calle; y desde
por la mañana, empezaban a recorrer las calles voceando sus mercancías. Los que vendían calderos; los
que
arreglaban con lañas los cacharros de barro; los hojalateros, que recomponían con estaño las ollas de
"porcelana";
los que traían lebrillos y orzas de Bailén, con aquel su pregón único y dificilísimo de imitar, porque
hacían un
quiebro de voz que no se le oía a nadie más. También venían los hombres de la farruca, que era una
especie de camisa suelta que se llevaba por encima del pantalón, por el estilo del roquete de los curas
pero sin encajes. Alguno de estos traía un excelente queso de Ciudad Real, un queso natural que tantos
añoramos hoy. Y venía el viajante de los tejidos. Este hombre era soltero y natural de Almería o
Murcia; como cantaba muy bien, parece que alguna vez cantó en la iglesia en Semana Santa . En fin, que
el pueblo se animaba de tal manera que era un hervidero de gente yendo, viniendo, pregonando y
ganándose la vida, y también haciendo que la población de entonces, bastante más escasa de dinero que
hoy, saliera adelante con los arreglos y la venta casi directa.
En aquellos años, no se tiraba nada; si no se podía pagar al hojalatero
para arreglar el agujero de la olla, se cogía un higo seco, se encajaba en el boquete y ¡a la lumbre!
Remedio casero cien por cien. A los pantalones, y hasta a las camisas, se les ponía piezas, y lo mismo
a las sábanas y ¡qué artistas de la aguja eran aquellas mujeres! Practicaban casi a dirario aquel
refrán que decía: "Si le pongo un remiendo, me saca de este invierno; si lo vuelvo a remendar, me
vuelve a sacar". ¿Quién puede decir que las mujeres de antes no trabajaban? ¡Valientes, honradas y
capaces mujeres de entonces! Iban a la aceituna; iban a arrancar garbanzos (tarea de lo más penosa en
la agricultura); algunas segaban al par que los hombres; otras cavaban cuando no había hermanos que lo
hicieran, para ayudar al padre; y las que no salían al campo, cosían para las vecinas que sabían menos.
Había mujeres que se dedicaban a coser la ropa interior de los hombres, eran las camiseras; otras,
después de haber sido unos años oficialas en la sastrería, cosían ropa de hombre para los de clase
modesta. Había matanceras; había parteras; había confiteras, que también iban a las casas cuando la
dueña quería hacer dulces; y hasta había una especie de corredoras que se dedicaban a hacer de
intermediarias en la compra-venta de pollos, conejos huevos, etc, porque en casi todas las casas había
corral donde se criaban animales, y lo que no se consumía en la casa, se vendía por este medio. En
Cambil, ¿quién con más de 55 años no se acuerda de Joaquina o de María la granadera?
Esto por citar sólo a algunas.
Había un gran movimiento comercial en pequeño. El pueblo estaba bien
abastecido. Había varias tiendas de tejidos entonces. Y no faltaba la leche diaria, porque en algunas
casas tenían varias cabras y la vendían. Por cierto, que un determinado cambileño, bastante ingenioso a
la vez que ocurrente, decía: "Hay una mujer que tiene X cabras (no sabemos el número exacto), que no
son muchas, pero no sé cómo lo hace que le vende leche a todo Cambil". Como las cabras salían a comer
al monte, cuando se cocía la leche el aroma a plantas aromáticas era delicioso, ¡ y qué queso aquél tan
puro y natural! ¿No fue aquél también un estado del bienestar que hemos perdido? Y había un tipo muy
especial, con una gran personalidad, que se ataba los pantalones con un ramal (esto se llama ser
ecologista...) y que exponía sus ideas sin importarle lo más mínimo lo que otros pensaran. Decía que
él, que iba al campo a diario, cuando se sentaba a tomar la "merienda" (comida ligera campesina de los
trabajadores), se sentaba con las piernas al sol, porque era bueno para los huesos. Además, practicaba
bien el arte del disimulo. Una mañana, en aquellas misas primeras que decía el señor prior (don
Sebastián) antes del amanecer, alumbrándose con una bombilla sin pantalla que a los devotos se les
saltaban las lágrimas, a medio dormir que estaban..., entró este hombre, y un forastero que estaba en
misa lo vió así como tanteando, lo creyó mal de la vista, lo cogió del brazo y lo sentó en un banco, y
alguien dijo por lo bajo: "¡Cucha éste, pero si ése ve la hierba crecer!"
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