Hacia 1550, la amenaza del turco pendía sobre la cerviz de la Cristiandad como la espada de Damocles. En menos de cien años, los otomanos habían conquistado Constantinopla y habían extendido su dominios por los antiguos territorios del imperio romano de Oriente. Y aún les quedaba cuerda: después de ocupar Servia, Bosnia, Siria, Arabia y Egipto continuaban avanzando por Asia y por Europa. Si Polonia, Austria y Hungría lograban contenerlos a duras penas, la situación en el mar no era menos desesperada. Las escuadras otomanas señoreaban el Mediterráneo. Rodas había caído en sus manos. Chipre y Creta estaban amenazadas y con ellas las rutas comerciales de las prósperas repúblicas italianas. Además el Mediterráneo estaba infestado de piratas turcos o berberiscos con base en Túnez, Trípoli y Marruecos. Parecía que los turcos estaban llamados a ocupar el lugar de la antigua Roma. De hecho sus temibles jenízaros, los mejores soldados de su tiempo, no tenían nada que envidiar a las antiguas legiones de los Césares. La Cristiandad se sentía amenazada y había desarrollado un evidente complejo de inferioridad. Ya lo dice Cervantes: «Todas las naciones creían que los turcos eran invencibles por la mar.» Los más afectados por la expansión turca eran los venecianos. Venecia, «la ciudad más triunfante que jamás se haya visto», era una próspera república de comerciantes y banqueros cuyo negocio consistía en importar a Occidente productos caros de Oriente. No estando sujeta como sus clientes a los vaivenes dinásticos propios de las monarquías, funcionaba como una multinacional regida por un consejo de administración que no tenía más objetivo que aumentar los beneficios, y para lograrlo desplegaba una diplomacia eficacísima y, si no quedaba otro recurso, hacía la guerra, como cualquier otro estado. En el siglo XV, los venecianos habían llegado a la cima de su poder, y habían extendido por los archipiélagos del mar Egeo una tupida red de sucursales en forma de prósperas colonias, puertos y puntos de apoyo para sus navíos. Durante el siglo XV, el negocio había marchado viento en popa pero a mediados del XVI las cosas comenzaban a torcerse. Por una parte la explotación portuguesa de la ruta comercial alternativa con Oriente, circunnavegando Africa, había dado al traste con el próspero monopolio veneciano. Por otra, la expansión turca ponía en peligro sus rutas tradicionales. El caso es que aquellos turcos llegados de las po1vorientas estepas de Asia eran más jinetes que marinos, pero desde que se instalaron en el Mediterráneo, un siglo atrás, habían aprendido a construir galeras, copiando modelos venecianos, y habían formado marinos capaces de disputar a Venecia las vías comerciales. En 1570 el sultán turco confiscó los buques venecianos fondeados en sus dominios como represalia por los daños que recibía de los corsarios cristianos. Venecia comprendió que los turcos aspiraban a arrebatarles sus posesiones de Chipre, Creta, Corfú y la costa de Dalmacia y aunque continuó negociando con el turco comenzó a construir a toda prisa cien galeras de guerra y entró en tratos con el Papa y España, sus posibles aliados en la guerra que se avecinaba. Existía un precedente: aquella Liga antiturca formada treinta años atrás por España, el Papa, Génova y Venecia, pero más valía no invocarla. Los turcos los derrotaron y cada socio culpó a los otros por el descalabro. Desde entonces Venecia había ido a lo suyo, insolidariamente, pero ahora, de pronto, le interesaba coaligarse de nuevo. Sola no podía nada contra los turcos. Mientras tanto, los otomanos desembarcaron en Chipre y emprendieron la conquista de la isla. Así estaban las cosas cuando ascendió al trono de San Pedro el pontífice Pío V, un decidido partidario de frenar las ambiciones turcas. La expoliada Venecia no deseaba otra cosa y España, preocupada por la expansión otomana, estaba igualmente interesada en la empresa. Se firmaron los pactos. Otra vez la Cristiandad se iba a enfrentar al Islam en una batalla memorable. |